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El más oscuro nombre del olvido (7)

en Grandes Series

Alicia:

El viernes me levanté tarde, llamé al colegio y me reporté enferma. Las monjas no dejaron de preocupase. Yo no faltaba nunca. Cuando murió papá sólo dejé de ir a clase tres días. La hermana Marcela, a pesar de ser tan estricta, se portó muy amable. Se ofreció a ir a casa a verme, pero yo le dije que iría al médico y que dependiendo del diagnóstico, llegaría el lunes. Emplee el tiempo restante, que no era mucho, en los preparativos.

Me fui al centro y compré todo lo necesario. Luego acudí a una agencia de mensajeros y les di un sobre para Mario Etxeberri, para ser entregado exactamente a las cuatro en punto, ni un minuto más, ni un minuto menos. Pagué el servicio y luego fui a la oficina de papá, que era mi base de operaciones, y ahí seleccioné las cosas y las guardé en el bolso que iba a emplear. A mediodía me fui a un buen restaurante, en la zona de los hoteles, donde almorcé una ensalada, pescado a las brasas y fruta, todo regado con un buen vino. De postre, un capuchino y una copa de amaretto.

Iba vestida de un modo conservador, pero muy elegante: traje Chanel negro con bordes crema, aretes de perlas, un bolso enorme, de paja y una pamela, ambos beige. Completé el conjunto con medias oscuras, zapatos de dos colores, y grandes gafas de sol. Al terminar caminé al hotel que estaba cerca. Crucé el vestíbulo y me dirigí directamente al elevador. Subí a la habitación. Cerré con llave pero no corrí el pestillo. Me desnudé por completo y me di un largo baño. Había tenido el cuidado de comprar otra línea de productos con un perfume distinto al que había utilizado la víspera.

Repetí toda la operación. Al final, me quedé desnuda, con el cabello recogido en una toalla. Me apliqué espuma en la entrepierna y me afeité todo el vello, excepto un pequeño triángulo en la cima del monte de Venus. Revisé toda el área con un espejo de mano hasta eliminar todo el vello superfluo. Luego, me puse una capa de crema humectante en todo el cuerpo, y una mascarilla revitalizante en el rostro y esperé a que la piel la absorbiera. Medité y me preparé física y mentalmente. Hice taichí y encendí una barrita de incienso. Puse música rica en el tocacintas, abrí una de las botellitas de champaña de la refrigeradora, le di varios sorbos y me relajé.

A lo largo de la tarde, me apliqué tres capas de humectante en el cuerpo y tres mascarillas en la cara. Al final, tenía la piel tan suave como la superficie de un melocotón. Me desenredé el pelo muy despacio, con el peine de cerdas anchas, y luego usé el secador hasta dejarlo sin una gota de humedad. Luego me hice una trenza y lo recogí en lo alto de mi cabeza, enrollándolo de tal modo que no abultara mucho. Encima me puse una peluca rubia. A continuación, me ceñí el corsé de seda negra que Mario me había dado la víspera. Me quedaba perfecto.

Apretaba mi talle como un guante de piel y levantaba mis senos, dejándolos a la vista. la parte de abajo llegaba poco más debajo de la cintura y tenía una abertura en forma de pinza que mostraba el ombligo. Largas tiras de encaje elástico pendían del borde inferior y sujetaban las medias. Menos mal que la cinta que lo cerraba estaba delante, o me habría costado bastante apretarlo. Había comprado unos mitones y unas medias de red negros. Me los puse y sujeté estas a los ligueros. Me miré al espejo. El contraste entre el negro y mi piel, que comenzaba a estar tostada, era de lo más provocador.

Decidí quedarme descalza. Esa mañana me había aplicado una capa de brillo en todas las uñas y opté por dejarlas así. Terminé de maquillarme y de perfumarme, y poco antes de las cuatro estaba lista. Me puse la bata de felpa encima y llamé al servicio de habitaciones. Ordené varios platos: carnes frías, quesos, aceitunas, pan, vino, además de un platón con postres diversos y una cafetera llena de la bebida recién hecha. Cuando llegó, le pedí al mesero que me dejara el carrito en un rincón, y que yo llamaría luego para que llegaran a traerlo. Le di una generosa propia y se marchó.

Al quedarme sola de nuevo, até una cuerda de seda a uno de los barrotes del respaldo de la cama. Había practicado los nudos concienzudamente. Amarré otro par de cuerdas a los barrotes del pie de la cama y me até los tobillos, dejándome las piernas bien abiertas. Luego, me puse un antifaz que cubría mis ojos con una película plástica oscura. Era más delgado y liviano que unos lentes de sol. Encima me coloqué una capucha de seda, que sólo tenía dos aberturas horizontales, una a la altura de los ojos y otra a la de la boca. Me la quité. Era sofocante, pero esperaba poder aguantarla.

Puse el sobre rojo sobre la cama, entre mis piernas abiertas, y aguardé, con el corazón en un hilo, a que fueran las cuatro y cuarto. Entonces me pinté los labios de un rojo vibrante, y volví a ponerme el antifaz y la capucha. Puse las manos en los nudos corredizos que me sujetarían a la cabecera, y tiré de la cuerda con los dientes, hasta dejar mis muñecas aprisionadas. Justo a tiempo. Me quedé quieta y expectante, tratando de contener al corazón, que como caballo desbocado se lanzó a toda carrera cuando pocos instantes después oí los pasos avanzando. No había tardado ni veinte minutos en recorrer la distancia entre su oficina y el hotel.

Llegó ante la puerta y se detuvo. Tomó la copia de la llave que yo había sacado por la mañana y que le había enviado a su oficina, pegada a una tarjeta con la dirección del hotel y el número de la habitación. Oí cómo la llave entró y giró dentro de la cerradura. La puerta se abrió y vi su figura alta, enfundada en un traje oscuro, destacada contra el marco. Cerró rápidamente tras de sí y se acercó. A pesar del antifaz y de la capucha, vi la sorpresa reflejada en sus ojos. Obviamente, no se esperaba aquello. Pero entonces me moví y llamé su atención hacia el sobre. Lo tomó y lo abrió. La carta que venía dentro decía:

"Querido:

Esta es la sorpresa que te prometí. Trátala bien. No, no pretendas saber su nombre, quitarle la capucha o averiguar de cualquier otro modo su identidad. Ella no puede responderte. Tú debes respetar las reglas de mi juego, o yo no respetaré las del tuyo, que estoy dispuesta a seguir mañana obedientemente, excepto en lo que concierne a revelar cualquier dato relacionado con mi identidad, que pretendo conservar secreta, como hasta hoy.

Ámala, poséela, fóllala, viólala como si su cuerpo fuera el mío. La he seducido, la he gozado, la he llevado numerosas veces a las alturas del placer y la he ido preparando amorosamente para ti. Anhela tener dentro tu verga tanto como lo deseo yo. Esta es mi sorpresa: la chica es virgen. He preservado ese don para que sólo tú lo goces. No sé cuánto valdrá para ti el penetrar por primera vez a una mujer. Anhela ser tuya y ha sido ella quien te ha escogido para que la desflores.

Págale bien. No sólo sé generoso con ella económicamente. Trátala con dulzura. Hazla gozar. Enloquécela de placer. Y si es tu gusto, desátala. Aunque ella me pidió que la atara para ofrecerse a ti en la más completa indefensión. Sueña con ser poseída de este modo y yo he respetado su deseo. Tú dirás si respetas el suyo. Al fin y al cabo, ella quiere convertirse en puta y quieres que seas tú el hombre que la inicie en este oficio.

No te preocupes por el tiempo: la habitación está pagada y la salida es mañana al mediodía. Pero tú debes abandonar a la joven antes del amanecer. Debes preparar nuestro viaje (y dormir un poco), y yo necesito hablar con ella antes de acudir a nuestra cita. Quiero saber los detalles del encuentro y también saborear tu preciosa leche en ese suculento coño. Al menos, déjame ese consuelo, ya que no podré ver cómo follan.

No puedes sacarla de esta habitación. De otro modo, no respetaré tu juego y no acudiré. Por cierto, he decidido cambiar el sitio y la hora donde nos encontraremos. Te espero en el restaurante de este hotel, mañana a la una. Si no sigues mis instrucciones voy a desaparecer y jamás volverás a verme. La chica, al igual que tú, tampoco sabe cómo localizarme. La seduje con la idea de que fuera tuya.

No dudes de mi devoción por ti, de la cual te doy prueba ahora. Correspóndeme cumpliendo mis deseos, tal como yo estoy dispuesta a cumplir todos los tuyos dentro de unas horas. Pero sabe que mi decisión es irrevocable. Si la chica abandona este cuarto, si sale de aquí siendo aún virgen, o si no la satisfaces adecuadamente, con todo el dolor de mi alma y de mi cuerpo, que te pertenecen, jamás volverás a verme..."

La carta iba firmada con mis labios. Terminó de leer y me miró, incrédulo. Quiso desatarme, pero me revolví, furiosa, y desistió. Se quedó largo rato contemplándome, incrédulo. Leyó la carta una y otra vez. Temí de pronto que fuera a abandonarme ahí, y se marchara sin tocarme. Vi la duda cruzando por sus ojos. No quería hacerme daño. Eso lo detenía. Y me imagino que también lo paralizaba lo insólito de la situación. Pero al final, pudo más el morbo y decidió aprovechar el inesperado placer que yo le estaba brindando.

Se quitó el saco y la corbata y los colgó del respaldo de la silla. Luego zafó los gemelos y los puso en la mesa. Soltó uno a uno los botones de la camisa, se la quitó y la colgó ordenadamente en uno de los ganchos del closet. Se descalzó despacio, y todos sus movimientos tenían una frialdad metódica que estaba lejos de engañarme. Yo, que para entonces lo iba conociendo, noté que hacía todo esto como un autómata, pero también con una prisa no exenta de cólera contenida. Bajó el cierre de sus pantalones y se los quitó de una vez, junto con los boxers. Colgó todo y se acercó a la cama, desnudo. Se tendió sobre mí y me trasladó el calor de su cuerpo. Gemí, con un nudo en la garganta y con los ojos húmedos. Acercó su boca a mi oído y preguntó, en un susurro:

—¿La amas? —yo asentí, muda.

—¿Tanto como para entregarte a un desconocido? —asentí de nuevo.

—¿De verdad eres virgen? —dijo. Volví a mover mi cabeza de arriba abajo. Él me besó los hombros y los senos, y sus besos fueron bajando hasta mi entrepierna. Llegado ahí, se levanto y tomó una lámpara de mano que yo había dejado sobre el velador, porque supuse, acertadamente, que no resistiría la tentación de comprobarlo por sí mismo. Abrió mis labios y me examinó. Soporté el examen, inmóvil, y presa de una extraña angustia. Quedó satisfecho y me miró con una súbita ternura. Dejó la lámpara en el velador, me abrió los labios y comenzó a lamer toda mi raja, con una lentitud enervante. Luego subió y volvió a cubrirme con su cuerpo. Separó la abertura de la máscara y me buscó la boca. Yo me quedé quieta y asustada, como la primera vez que me besó. Poco a poco fue enseñándome cómo responder a sus besos, hasta que lo hice con pasión.

Bajó hasta mis senos y excitó mis pezones. Lamió y chupó toda el área oscura, primero con uno y luego con el otro, y luego trazó un camino hasta el abdomen. Metió su lengua en el ombligo y me estremecí como tocada por un cable de alta tensión. Se colocó entre mis piernas y me chupó el clítoris, goloso, hasta que yo comencé a jadear, al borde del orgasmo. Entonces se detuvo y acarició mis muslos y mis piernas con sus manos. Al rato volvió a atacar mi pubis con su lengua, al tiempo que me masturbaba hábilmente con sus dedos. Me arrastró nuevamente hasta el borde del orgasmo, y cuando por mi respiración agitada supo que iba a correrme, se detuvo. Me envolvió con una indecible ternura, se acostó sobre mí y comenzó a hablarme al oído.

—¿Quieres correrte? —preguntó. Asentí.

—¿Con mi lengua? —negué.

—¿Con mis dedos? —negué otra vez.

—¿Con mi polla? —asentí.

—¿Quieres que te la meta ya? —asentí.

—No, mi putita... no te puse yo en esta situación, pero quiero gozar atormentándote con el placer durante más tiempo... tenemos tiempo, ¿verdad? Apenas son las cinco... —miré el reloj. Tenía razón. Dios mío, ¿qué iba a hacerme?.

—Además... yo aún no estoy lo suficientemente excitado para meterte la verga... tendrás que trabajar para ayudarme a que te folle... —diciendo esto, besó uno de mis senos. Yo me estremecí al sentir la lascivia de su boca— ...a que te desvirgue... —besó el otro. Cerré los ojos.

—¿Por qué quieres dejar de ser virgen? No, ya sé que no puedes responder... —siguió acariciándome lentamente— ¿me escogiste específicamente a mí? —asentí.

—¿Por qué yo? ¿Por qué no un chico de tu edad, con la cara llena de espinillas? ¿Ella te impuso que fuera yo? —negué con la cabeza.

—¿Fuiste tú quién me escogió? —asentí.

—¿Me has visto antes? —dije que sí de la misma forma.

—¿Te gusto? —moví entusiastamente la cabeza de arriba abajo. Rió con ganas, desarmado—. ¿En serio? ¿Mucho? —repetí el gesto aún más rápido. Él volvió a reír, hasta que dijo:

—Tú también me gustas. Eres muy hermosa... —se puso serio. Me besó uno de los pezones y lo chupó con hambre.

—Hueles distinto... tu olor es diferente al de Olvido... —mi mirada se ensombreció— perdona, no debí compararlas. Lo lamento... ¿es pariente tuya? —al oírlo, me quedé quieta.

—Lo siento. Ya sé, ya sé, no debí preguntar eso... —me daba cuenta de lo frustrado que se estaba sintiendo.

—Quisiera que pudieras hablar... —dijo. Entonces me arriesgué. Por señas, le dije que no podía hablar, pero podía escribir. Su cara se iluminó. Fue hasta una gaveta, la abrió y encontró una carpeta con papel y lápices. La llevó a la cama y me zafó la mano derecha.

—¿Quieres que te desate? —negué con la cabeza.

—¿Qué quieres que te haga? —preguntó. Yo escribí, con la letra de molde más distinta a mi letra que pude dibujar: "V I O L A ME". Él me miró sorprendido y su mirada se ensombreció.

—¿Por qué? —preguntó."Quiero que me conviertas en mujer", escribí.

—¿Así, sin amor, sin conocerme ni conocerte? ¿Por qué? —yo escribí: "Te conozco".

—¿Cómo? —"A través de Olvido".

—¿Soy una extensión de tu amor por Olvido? —asentí. "Pero también te deseo por ti mismo. Quiero que seas tú quien me monte antes que nadie. Quiero ser tuya, quiero que te derrames en mi interior, y ser el vaso que contenga tu semilla. Te deseo... no estaré completa mientras no te pueda sentir dentro de mi coño, hasta que te derrames dentro de mí. Tómame..."

—¿Tanto me deseas? —preguntó. Asentí.

—¿Qué quieres que haga? —dijo. "Déjame chuparte la verga hasta ponértela erguida. Olvido dice que eso te gusta mucho. Me ha explicado cómo te gusta que ella lo haga y cuán rápido te excitas. Quiero sentir cómo tu capullo se pone duro entre mis labios. Después quiero que me lubriques. En la mesa hay mantequilla en un cuenco... quiero que lo hagas como cuando la follaste a ella por el culo la primera vez... igual... por cierto, en esa ocasión fue su primera vez por el culo... así que, en cierto modo, también a ella la has desvirgado...", escribí. Cuando leyó esto último, me miró interrogante. Yo asentí con la cabeza.

—¿Nunca lo había hecho por ahí? —. "Nunca", escribí.

—¿Por eso le dolió tanto? ¿Por eso sangró? —. "Le dolió mucho y sangró un poco, pero se recuperó pronto. Ya está bien", escribí.

—¿Y tú? ¿Te recuperarás pronto? —. "Así lo espero", dije.

—Voy a ser delicado contigo —dijo, besándome. "Lo sé", respondí. Fue a la refrigeradora, sacó una botella de champaña y dos copas. Descorchó la botella y sirvió el vino. Me sostuvo por la nuca y llevó la copa a mis labios. Me hizo beber dos copas, a pequeños sorbos. Él también bebió. Cuando apuré la tercera, negué con la cabeza. No quería beber más. Deseaba estar consciente cuando me desflorara.

—Voy a hacerlo... —dijo— prepárate... —asentí y parpadeé varias veces. Él se sirvió una última copa y metió su verga dentro del líquido espumante. Luego, apuró de golpe todo el contenido y colocó sus rodillas a ambos lados de mi cabeza. Metió su polla hasta mis amígdalas y yo sentí el sabor que ya conocía: sus jugos mezclados con el gusto del vino. Chupé el capullo y él me fue guiando, sujetando mi cabeza y moviendo la verga dentro de mi boca. Sentí cómo se iba poniendo rígida entre mis labios. Cuando la tuvo dura bajó hasta mi pubis y volvió a acariciarme con su lengua y sus dedos.

—Dime cuando estés a punto de correrte —me advirtió, y yo asentí y gemí de placer. Su lengua volvió a internarse entre mis labios y yo sentí la delicia de su contacto. Rápidamente mi excitación creció, y la suya también. Mientras me lamía, su lengua comenzó a abrirse paso por entre mis labios, buscando la entrada de mi coño. Gemí de placer. Al mismo tiempo, se dio una paja con una de sus manos y se las arregló para empapar de saliva toda mi raja. Luego trajo el cuenco y frotó el área con un pedacito de mantequilla, hasta que ésta se derritió. Después introdujo un trozo por la estrecha abertura en el centro de mi himen. Jadeé audiblemente y él me miró preocupado.

—No quiero lastimarte —dijo. Al oírlo, gemí como una hembra en celo. Mis movimientos pélvicos le dijeron lo que yo no podía. Me comprendió. Volvió a masturbarme con los dedos de una de sus manos, mientras la otra seguía pajeándose. Pronto estuve al borde del orgasmo. Gemí y me moví en forma inequívoca. Entonces se colocó encima de mí. Puso la punta de su polla contra la entrada de mi coño y empujó. A pesar de que lo hizo muy lentamente y con mucha suavidad, yo grité. Me abrazó, asustado, y se quedó quieto, en mi interior. Me dolía, pero ansiaba su placer, de modo que empecé a moverme muy lentamente.

Él permaneció quieto, me dejó hacer, y fui yo quien poco a poco acabó empalándose con su verga, cada vez más a fondo, hasta que él no pudo resistirlo y comenzó a bombear en mi interior. Siguió acariciándome, y poco después, de mi garganta escapó un alarido brutal. Él me miró asustado, pero al sentir cómo todo mi cuerpo se tensaba y crispaba, comprendió que me estaba corriendo. Entonces aceleró sus acometidas y pocos instantes después también se derramó, inundando mi coño recién desflorado con su semilla incontenible.

Agotado el placer, se derrumbó encima de mí y se quedó quieto, con su verga en mi interior. Yo me relajé, y entonces la tensión acumulada durante tanto tiempo y liberada de pronto hizo que todas mis barreras cayeran. Mis ojos se llenaron de lágrimas y comencé a sollozar suavemente contra su pecho. Al sentirlo, me miró asustado.

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