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La Bibliotecaria (6: Carta de la sumisa... II)

en Dominación

La Bibliotecaria (6): Carta de la sumisa Cristina II

...lo descomponía que no fuera capaz de correrme cuando me montaba él. Sólo era capaz de hacerlo cuando me ordenaba masturbarme, tras haberme follado, sodomizado y azotado. Y lo peor fue constatar que, al menos en eso, yo no fingía: no podía correrme de otro modo. Igual me pasaba con los clientes. Sólo me corría con quienes me utilizaban del modo más brutal y áspero. Quizás ya estaba condicionada a hacerlo así, no sé. Las únicas capaces de llevarme al orgasmo de un modo tierno eran las mujeres. Tal vez por eso le gustaba vernos a las mozas y a mí en la piscina...

Mis únicos momentos de paz eran cuando conseguía escaparme a la cabaña de Dea, quien me curaba las mataduras, me escuchaba, me daba consejos y me acariciaba interminablemente, hasta que yo me hundía en la inconsciencia de aquel placer dulce y bienhechor que sólo encontraba en sus brazos. Las demás mujeres parecían odiarme, incluyendo a mi madre, a quien atormentaban los celos. A pesar de su aspereza de entonces, nunca la culpé de nada. Sabía bien que la situación en la que nos encontrábamos no había sido causada por una opción suya. Así eran las cosas en la tierra donde nos había tocado nacer, y lo único que pretendíamos era sobrevivir.

Por fin llegó el día de la boda de Jaime. Ésta se celebró por todo lo alto, con invitados de toda la comarca. Terminó, como era previsible, en una gigantesca orgía, en la cual la novia fue follada por todo el que quiso. Pero hasta en esa ocasión tan importante, yo le robé el show a Inés. Como mi fama se había extendido, todos los hombres tenían curiosidad por montarme. Ni Jaime ni Emilio podían oponerse, de modo que fui usada por todos mis agujeros durante la noche entera. Ni qué decir que Jaime ardía de rabia y de celos, y yo me imaginaba que a todo aquel desafuero seguiría una sesión de azotes aún más brutal que las anteriores. Pero por una vez, me equivoqué. Al amanecer, borrachos y ahítos de comida y de sexo, la mayoría dormía la mona allí donde los encontró el sueño.

Estaba muy maltrecha, pero encontré fuerzas para escabullirme hasta la cabaña de Dea, quien como siempre me dio un largo baño tibio y me curó con dulzura. Después, dormí durante varias horas de un tirón, y al despertar, me urgió a levantarme. "Debes irte. Ya te buscan…", musitó. Noté la tristeza en sus ojos y le pregunté qué pasaba. "Jaime te llevará consigo… es un tanto inusual que el novio lleve a la amante junto con la novia a su luna de miel, pero ya sabes cómo es…", dijo. Y yo me estremecí al escuchar aquello.

¿Irme? ¿Marcharme de aquel valle? ¿Adónde? ¿A qué? Al escuchar aquellas preguntas atropelladas, Dea se encogió de hombros. "Qué se yo… a lo mismo: a ser su puta… a complacer todos sus caprichos… pero sólo los suyos… creo que al fin encontraste lo que a Jaime le duele más que nada en el mundo: compartirte… si con dificultad soporta que su padre te monte, el que pases por las pollas de todos los hombres del valle lo descompone de celos…" y al decirlo, rió. Pero la suya era la carcajada más triste del mundo.

—¿Qué te pasa? —pregunté, sorprendida.

—Nada… no me pasa nada… será que yo también tengo celos… —respondió. Entendí que tampoco le hacía gracia separarse de mí. "No quiero dejarte", dije. Pero ella y yo sabíamos que salir de ahí siempre había sido el sueño más caro de mi vida. Y aquella, también lo sabíamos, era la única forma.

Con tristeza me alejé de ahí y volví a la casa. En efecto, ya Jaime andaba buscándome. Al encontrarme, asió mi cabellera y me arrastró a la casa. El auto estaba listo, con todo el equipaje. En el asiento de adelante, junto al del conductor, Inés permanecía quieta y somnolienta. Estaba muy maltrecha, pero sobrellevaba los dolores del cuerpo con más entereza que la humillación a que la estaba sometiendo su marido.

En efecto, Jaime no me dejó sacar nada de la casa. Así, sólo con lo puesto, me empujó dentro del asiento trasero, ocupó el lugar del conductor y arrancó. No recuerdo casi nada del recorrido. Estaba demasiado cansada y adolorida y me sumergí en un sueño piadoso que duró hasta que llegamos a la casa de la ciudad.

En principio, Jaime intentó que viviera en la misma casa con ellos, pero fue inútil. En cuanto daba la vuelta, Inés descargaba sobre mí toda su ira y frustración. No se limitaba a humillarme, sino que literalmente me molía a golpes. Aunque no la denunciaba, Jaime veía las marcas y entonces le atizaba en firme. En la última ocasión en que Inés me pegó, ya fuera de control, le devolví una bofetada y le dije que por qué no me mataba de una vez y así acabábamos.

Se detuvo entonces; pero cuando llegó Jaime, cometió la cobardía de decir que yo la había amenazado con un cuchillo y que temía que la fuera a matar. Esa fue la gota que derramó el vaso. De ahí en adelante, me puso casa aparte y comenzó a pasar más tiempo conmigo que con ella. Yo seguí con el plan trazado por Dea, atormentándolo con mi indiferencia y alimentando sus celos. Le hacía creer que en su ausencia recibía a otros hombres. Me encerraba con llave al irse, pero me las arreglaba para escaparme. Pronto se dio cuenta que, para vigilarme todo el día, tenía que llevarme con él.

Salíamos por la mañana y me llevaba a la clínica, donde me puso a trabajar como su sirvienta. Hacía la limpieza, le preparaba el café y desempeñaba los menesteres más humildes. La pécora que le servía de secretaria renunció cuando se dio cuenta que no sólo follaba con ella, sino también conmigo. En una ocasión en que quiso tener un trío con ambas, la zorra le dio una bofetada y se largó. Jaime tuvo que ascenderme a secretaria, y aquel arreglo fue al fin del gusto de todos, no sólo porque resulté más eficiente, sino porque podía follarme a cualquier hora.

Yo no era tonta, y fui aprendiendo todo lo necesario para servirlo mejor. Él, comprendiendo que le resultaba conveniente, me puso a estudiar enfermería por las noches, que era cuando se ocupaba de Inés, y yo me hice pronto indispensable, no sólo en su cama, sino también en el trabajo. En esa época la naturaleza siguió su curso y mi cuerpo floreció. Con algunas pequeñas ayudas de su bisturí, hay que decirlo, me convertí en una hembra de bandera, según decían sus amigotes, a quienes de vez en cuando me entregaba, previo pago, por supuesto. Aquello no le gustaba, pero luego le daba ocasión de castigarme, que era lo que en realidad lo ponía caliente, aunque no necesitara de pretextos para azotarme cuando le venía en gana.

Me pagaba religiosamente. Creo que le gustaba recordarme a cada momento que era una puta. Me lo decía a menudo, y se regodeaba con satisfacción malsana cada vez que podía vejarme. Además de continuar prostituyéndome con mayor frecuencia que antes, Jaime gozaba azotándome con regularidad. También me obligó a adecuar mi vestuario a sus necesidades y gustos. No podía usar vestidos que se abrieran por detrás. Tampoco prendas difíciles de quitar, o que me cubrieran por completo. De entrada, los pantalones estaban prohibidos. Debía usar uniformes de enfermera muy pegados al cuerpo, con escotes generosos, que con facilidad pudieran abrirse y dejar libre acceso a mis tetas.

Todas las faldas debían ser cortas pero lo suficientemente holgadas para levantarse con facilidad y permitir el acceso a mi pubis y nalgas. Nada de pantis. En su lugar eran obligatorios los portaligas y las medias. Quedaban igualmente eliminados los tangas, por breves que fueran, a menos que él me ordenara usarlos en ocasiones especiales, y los sostenes. A veces podía usar unos bustiers que sólo levantaban las tetas, sin ocultarlas. Su gusto terminó decantándose por los corsés, que también servían como portaligas. Los zapatos, como los uniformes, eran blancos, pero a diferencia del común de las enfermeras, yo tuve que aprender a usar tacones de diez centímetros de alto. Me los compraba él mismo, ya que al parecer tenía un fetichismo maníaco por mis pies.

Mi piel, de un moreno claro, se volvió dorada al beso del sol. Los domingos, para mayor INRI de Inés, me hacía ir a su casa y todos tomábamos el sol, desnudos a la orilla de la piscina, incluidas las mozas que se había traído de la hacienda y que se encargaban de las labores domésticas. No compadecía a Inés, pero tampoco la envidiaba. De las dos era la que llevaba la peor parte, aunque era yo quien soportaba los azotes y los insufribles celos de su marido. Con todo, no me costaba entenderla. A pesar de todo lo que había soportado, o tal vez por eso, estaba verdaderamente obsesionada con él. Estoy segura de que muchas veces habría deseado ser la querida y no la esposa de Jaime. Pero así es la vida, y esos eran los papeles que nos habían tocado.

No sólo floreció mi cuerpo. También mi sexualidad. Mis deseos se intensificaron, como si mi capacidad de sentir también hubiera crecido junto con aquel cuerpo, y cada vez me costaba más fingir una indiferencia que no sentía. Por eso, aunque aparentaba someterme al emputecimiento con mucha rabia y disgusto, la verdad es que lo disfrutaba intensamente. No importaba que Jaime estuviera observando. Me entregó a sus amigos primero, y luego a los hombres con quienes quería quedar bien en los negocios. A todos procuraba darles el máximo placer, y ellos lo percibían, de modo que siempre tuve mucha demanda.

Aunque le resultara conveniente aquella devoción con la que yo realizaba mi trabajo, Jaime se enfurecía al verme follar con tanto entusiasmo, sobre todo porque con él jamás fui ni dócil ni complaciente. Siempre le daba la impresión de hacerlo a disgusto, con desgano, como un sacrificio. Tal se diría que lo odiaba, incluso cuando me sometía a él y respondía a todo con un "sí, mi amo". Y eso lo sacaba de sus casillas. Esa era la razón por la que deseaba emputecerme: pensaba que así estaba humillándome, y quería que me volviera dócil, lo cual era lo último que yo pensaba hacer. Pero me imagino que también sentía rabia hacia sí mismo por desearme tanto. Cuando me entregaba a otros sufría indeciblemente y yo lo sabía.

También lo descomponía que no fuera capaz de correrme cuando me montaba él. Sólo era capaz de hacerlo cuando me ordenaba masturbarme, tras haberme follado, sodomizado y azotado. Y lo peor fue constatar que, al menos en eso, yo no fingía: no podía correrme de otro modo. Igual me pasaba con los clientes. Sólo me corría con quienes me utilizaban del modo más brutal y áspero. Quizás ya estaba condicionada a hacerlo así, no sé. Las únicas capaces de llevarme al orgasmo de un modo tierno eran las mujeres. Tal vez por eso le gustaba vernos a las mozas y a mí en la piscina, los domingos, dedicadas a complacernos unas a otras. Pero aún de ellas llegó a tener celos, porque en esas ocasiones era evidente que yo disfrutaba al máximo. A Inés, en cambio, la sulfuraba tener que participar en aquellos escarceos lésbicos. Su desmedido orgullo sufría al ser rebajada al mismo nivel que las criadas. Pero hasta ella descubrió pronto que aquella era su única manera de gozar. Jaime jamás la dejó correrse con él.

Después de vernos gozando en la piscina, escogía a una, con la que pasaba la siesta, sodomizándola y follándola hasta que se quedaba dormido. En algunas ocasiones invitaba a algún hombre de toda su confianza y le permitía escoger también. Nunca se opuso a que su mujer follara con otros. Al contrario. Le gustaba imponerle aquella humillación adicional. Y la hacía cobrar por ello, con lo cual la vejación era aún más dolorosa para Inés, quien no sólo era rebajada al nivel de las criadas, sino de las putas. Gozaba de recordarle que eso era lo que era: una puta, al igual que todas.

Con este género de vida, no era raro que Inés sufriera más que nosotras. A las mozas nos habían criado para servir a los amos, y nunca había sido un misterio que nuestras abuelas y madres habían tenido que soportar aquel estado de cosas. Pero Inés había sido educada de otro modo, y aunque sabía que su padre era un hombre brutal, quizá pensó que al casarse, iba a librarse de ese abuso. Obviamente, no fue así. Para colmo, su marido no la prefería a ella, sino a mí. Eso debía ser un baldón insoportable.

Pasó el tiempo, pero Jaime no mudó de vida. Le iba bien como cirujano plástico. Amasó un buen capital, y lo invirtió sabiamente. De vez en cuando rotaba a las mozas, a fin de gozar de chicas más jóvenes y frescas, pero a mí siempre me mantuvo en aquel lugar especial en que me había colocado. A veces me enviaba a seducir a alguna joven a quien había echado el ojo y que pasaba luego a engrosar su harén particular. A diferencia del padre, no demostró demasiada predilección por los jovencitos, aunque en el marco de los escarceos de los domingos no desdeñara algún encuentro homosexual. Hasta que sucedió lo que ya sabemos: Inés perdió la razón y se apareció un día en la consulta de Jaime. Pero su idea no era matarlo a él… sino a mí: quería quitarme de en medio de una vez por todas. Y fue Jaime quien se interpuso.

Inés fue recluida en una institución siquiátrica, mientras Jaime se debatía entre la vida y la muerte. Fue afortunado: no sólo salvó la vida, sino que la bala no segó del todo su capacidad de sentir. No puede caminar, pero tiene erecciones y es capaz de correrse. Qué tanto placer siente, lo ignoro. Aunque conociéndolo, creo que disfruta mucho más del morbo que otra cosa. Continúa atendido por las jóvenes que se trae de la hacienda y por las chicas que me ordena que seduzca para él.

También sigue, como no, prostituyéndome. Le gusta ver cómo me follan y sodomizan en su presencia los clientes a los cuales me vende periódicamente, pero más le gusta azotarme después. En eso no ha cambiado. Me presto a todo porque de otro modo no consigo correrme, ya lo he dicho. Y quizá también porque siento algo de culpa por lo que hizo Inés. Pero sobre todo porque esta situación me resulta satisfactoria. Nunca he creído en el amor, ese espejismo, y jamás soñé con esa fábula siniestra de: "Se casaron, vivieron felices y comieron perdices". A mí me gusta el sexo puro y duro, y lo demás son pamplinas. No me atrae ninguno de los mitos burgueses, aunque vivo en forma razonablemente cómoda como puta de lujo, protegida por la sombra poderosa de Jaime y su familia. Es lo menos que pueden hacer por mí, después de todo lo que han hecho conmigo y lo que obtienen aún de mí, que no es poco.

Jaime se negó a preñarme. Supongo que tal decisión obedece al temor que le inspira tener un hijo mío. Sé perfectamente que Jaime es mi hermano. Comprendí hace tiempo que fue Emilio quien preñó a mi madre. Tengo sus ojos. Los mismos ojos glaucos de Jaime. Y la cabellera negra de mi madre y de Dea, su hermana. Así que Jaime también es mi primo. Con tal relación de parentesco, un hijo probablemente nacería con problemas, por eso prefiere sodomizarme, o follarme y luego derramarse sobre mis tetas o mi boca, pero jamás en mi coño.

En otras ocasiones ha escogido follarme y derramarse luego en alguna de las otras sumisas que posee. Hasta ahora ha engendrado tres hijas. En cada caso me ha hecho escoger a la madre y seducirla hasta convertirla en su esclava. Por supuesto, he tenido que presenciar cómo las preña. Me ha montado primero, y cuando ha estado a punto de correrse, me deja y eyacula en el coño de la elegida. Antes he debido mamarlos a él y a ella. Todo eso, lo sé bien, le eleva el morbo indeciblemente. Supone que para mí es una gran humillación. Pero yo no soy Inés.

A cada chica la he elegido con cuidado. Han sido todas de origen muy humilde, pero bellísimas. También tienen carácter dócil. Esto es fundamental, porque Jaime es muy difícil. Por eso deben tener, además, mucho morbo e imaginación. Esto les ha cambiado la vida a todas. Ahora pueden estudiar o dedicarse a lo que quieran, con la seguridad de que sus necesidades y las de sus hijas están completamente cubiertas. No hay celos entre nosotras, y la existencia de esas sumisas ha contribuido a que mi relación con Jaime sea menos tirante. Además, todas nos turnamos para atenderlo debidamente, con ayuda de las mozas que siempre están a su servicio.

Cuando Inés disparó contra Jaime, los medios se quisieron dar un banquete. Por supuesto, el escándalo era mayúsculo y el juicio suponía una publicidad indeseable que caería sobre él y su familia. Pero como tienen muchas conexiones, consiguieron mantener las cosas a un nivel bastante bajo. Tampoco al padre de Inés le convenía la cosa. De todos modos, Jaime no pudo continuar ejerciendo como cirujano plástico. El seguro lo dejó en una situación financiera inmejorable, de modo que desapareció discretamente. Vendió la casa que había compartido con Inés y se compró un piso en una zona aislada y poco vistosa. Es un inválido pensionado al que, visto desde fuera, cuidan varias sirvientas, amén de su madre. Dea radica en la ciudad y lo cuida, a raíz del accidente. Esto también ha servido para que yo reanude mi relación con ella cuando sus nuevas pupilas le dejan tiempo.

También tuve que desaparecer, es claro. Me alejé sin dolor del mundo en el que se movía Jaime. Aunque siempre continúo follando con él y con quien me ordena, tomé un curso y me convertí en bibliotecaria. Procuro no llamar la atención, pero a pesar del cuidado que he puesto en mantener un perfil bajo, ha aparecido otro hombre en mi vida. Me ha montado varias veces y me ha tratado como la perra que soy. Es más joven y menos experimentado que Jaime, pero sé que puede usarme para su placer y de ese modo satisfacer algunas necesidades que mi amo ya no está en capacidad de cubrir. Sé que Jaime no me dejará ir sin antes extraer de mí todo el placer que pueda. Sé también que deseará imponerme fuertes pruebas. De antemano las acepto. Y por último, sé que mi nuevo amo deberá emputecerme aún más, a fin de que le pague el dinero que tendrá que dar por mí. Estoy dispuesta a ser vendida y entregada. También aceptaré cualquier marca a fuego, tatuaje, anillo o piercing que mi nuevo amo decida imponerme como prueba de que le pertenezco.

Escribo después de haber sido follada, sodomizada y azotada hasta sangrar por mi amo Jaime. Él ha querido que lo haga para que el candidato a ser mi nuevo amo esté consciente de la clase de puta que soy. También este documento sirve de prueba de todo lo que he hecho en calidad de esclava de mi amo Jaime y de nuestro padre, Emilio, quien ha hecho también uso de mi cuerpo en esta oportunidad, llenándome de leche por todos mis agujeros.

Asimismo, este documento establece mi estado de sumisión total, como esclava de David, si Jaime, mi amo, decide cederme a él y si quedan satisfechas todas las condiciones que nos plantea a David y a mí para aceptar y consumar la cesión completa, las cuales nos comunicará Jaime, mi amo, esta noche.

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