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Cómo me emputeciste...

en Dominación

Cómo me emputeciste

Sentí cómo dejabas de lamer y me introducías la lengua al centro del culo. La sensación era húmeda, cálida y muy extraña. Mi morbo se había disparado. Tus dedos, entre tanto, acariciaban mi raja y se introducían en mi coño. Advertiste que estaba húmeda y eso debió de excitarte aún más. Te incorporaste y trajiste un frasco. Sentí cómo un líquido entraba y la sensación fue muy extraña. Me volví y me di cuenta de que vertías aceite en mi interior. Me estremecí...

 

Siempre tuve esa fantasía: convertirme en puta, esperar en una esquina a que pasaras en tu auto, discutir contigo la tarifa y dejar que me llevaras a un lugar donde consumáramos un encuentro salvaje. Pero por supuesto, jamás me atreví a contártelo. Para ti fui primero la compañera de estudios, luego la amiga y confidente, después la novia recatada, a la que acaso besabas en un cine pero no te atrevías a tocar íntimamente... hasta que por fin pudo más el morbo y una noche terminamos haciéndolo en tu casa, al final de una fiesta...

Nada sabía hasta entonces de ti en ese aspecto. Si tenías una vida secreta, lo ignoré siempre. En la cama eras más bien convencional. Me la metías sin mucho preámbulo, me dabas caña diez minutos justos y te corrías. Después desplegabas un buen trabajo digital para salvar la cara, me corría casi siempre, y si no, fingía (era menos incómodo que dar explicaciones). Hecho lo cual, te dabas media vuelta y te quedabas dormido enseguida. O sea: lo normal.

Pasó el tiempo, nos ganó la rutina y por el camino antes descrito fue evidente que las cosas fueron decayendo cada vez más. Entonces me preguntaste aquello: ¿Cuál es tu fantasía sexual? Y yo, que en esa ocasión me había pasado de copas, te lo confesé: Quiero ser tu puta... Me miraste de modo raro y tuve que explicarte paso a paso lo que deseaba. Tú también estabas algo bebido, y no dijiste más. Pensé que te había molestado aquello y no insistí. Amaneció, nos separamos y no volvimos a tocar el tema. Pensé que lo habías olvidado, pero una tarde llegaste a la facultad con una bolsa y me la entregaste.

—Cuando termines las clases, vete al café M que está en la avenida B. Te metes al baño y te vistes con lo que está en la bolsa... te quiero a las diez en punto en la esquina... —sin decir más, te levantaste y te fuiste. Yo me quedé perpleja, con la bolsa en la mano. Pudo más la curiosidad y la abrí. Cuando me di cuenta de lo que contenía, enrojecí como un tomate, pero no dije nada.

Cumplí las instrucciones al pie de la letra. A duras penas dominé mi ansiedad, pero fingí una calma que no sentía y acudí a todas mis clases como la niña obediente y aplicada que siempre he sido. A la hora convenida estaba de pie junto al farol. Me había puesto la ropa que me diste: una minifalda de látex que dejaba ver por delante el borde de las medias sostenidas por el liguero y por detrás el comienzo de mis nalgas, un top de encaje muy ceñido al cuerpo, con un escote que más que contener ofrecía mis tetas al morbo de los transeúntes, y unos tacones de diez centímetros, todo negro.

Me había maquillado los ojos y la boca de modo inequívoco. Salí a la calle muerta de miedo pero al mismo tiempo muy excitada. Temía que pasara alguno y me reconociera en aquella facha, o que tú me dejaras abandonada a mi suerte y me tocara mantener a raya a los presuntos "clientes" que se acercaran a solicitar mis servicios. Por otro lado, en la calle hacía un frío de puta madre y yo no llevaba ni abrigo ni chaqueta. Menos mal que eso también desalentaba a los transeúntes, bastante escasos a esa hora. Aún así no faltó quien se acercara a mí y me preguntaba la tarifa. Dije la primera cifra que se me ocurrió, bastante alta, por cierto, y los individuos se alejaron, no sin echarme una ojeada detenida.

Por fin, cuando ya comenzaba a desesperarme, apareciste al volante de tu auto. Hubo un corto diálogo entre nosotros. Regateaste el pago de mis servicios y yo contraataqué de modo bastante profesional. Fijamos el precio por fin, más alto de lo que yo habría esperado, y subí. Ya me obligarías a devengar el pago. Arrancaste enseguida. Me ordenaste sentarme con las piernas separadas y levantaste la falda. Comprobaste que debajo iba desnuda.

—Muéstrame las tetas... —dijiste. Yo te miré de modo raro, pero tu expresión no admitía réplica. Aflojé el escote y te las ofrecí. No te importó que de los otros coches nos gritaran expresiones subidas de tono. Me magreaste a tu gusto y dejaste mis senos completamente al aire. No podía creerlo: me exhibías sin ningún recato.

—Eso es lo que querías, ¿no? —dijiste entonces, y yo tuve que admitir que era verdad. Eso era lo que quería: ser tu puta.

Me llevaste a un hotel. No a uno de lujo, sino a un local bastante sórdido, como suelen ser esos lugares. Jamás me habías llevado a un sitio de esos y a mí, paradójicamente, todo lo ocurrido me estaba convirtiendo la entrepierna en un auténtico surtidor. Entramos y no hubo en ti ni un solo gesto de cariño. Cuando cerraste la puerta, te acercaste a mí y me empujaste hacia la cama. Quedé sentada, con mi cabeza a la altura de tus caderas. Bajaste el cierre y entendí lo que pretendías. Saqué la polla y la llevé a mis labios. Cerraste los ojos, mientras mi lengua trazaba círculos concéntricos por todo el glande. Te miré al hacerlo, y vi en tu cara una expresión desconcertada y desconcertante. Por tus párpados entornados noté una intensa lujuria en tus ojos, como nunca había visto, pero también sorpresa. Continué mi labor, sin dejar de mirarte, pero al cabo, tiraste de mi cabellera y me aparté.

—Desnúdate —dijiste. Me puse de pie y sin dejar de mirarte desabroché los botones del top y lo dejé caer con indolencia. Mis tetas aparecieron ante ti, cremosas y pesadas, con sus pezones oscuros completamente erectos. Clavaste los ojos en ellas y te dejé mirar sin intentar cubrirme. En ese momento era una puta y pretendía representar bien mi papel. Me atrajiste hacia ti y me levantaste la falda. Magreaste mis nalgas. Tus órdenes habían sido directas: nada de ropa interior, sólo el liguero. Y yo te obedecí en lo que pediste. Tus manos abrieron mis nalgas y uno de tus dedos reptó hasta el interior de mi coño. Estaba húmeda y lo notaste con satisfacción.

—Quítatela —ordenaste, refiriéndote a la falda, y obedecí. Iba a despojarme de los zapatos, pero me lo impediste. Querías que me los dejara puestos, al igual que las medias y el liguero.

—Desnúdame —dijiste. Aflojé el nudo de tu corbata, desabroché los botones de la camisa y ambas prendas fueron a parar sobre una silla. Te empujé, te sentaste y me arrodillé para quitarte los zapatos y los calcetines. Mis manos ansiosas te despojaron a la vez de los pantalones y los boxers y te tuve ante mí completamente desnudo.

Pensé que ibas a llevarme a la cama, pero en cambio me hiciste colocarme en cuatro patas sobre el piso. Metiste tu verga hasta el fondo de mi garganta y me obligaste a mamar. Yo obedecí, pero en lugar de adoptar una actitud dócil, tomé la iniciativa y bajé por el tronco, recorriéndolo todo con mi lengua. Lo mamaba como una niña golosa que devora un helado. Bajé más y abarqué como pude uno de tus testículos. Mis labios lo sopesaron y recorrieron con deleite, demorándome y empapándolo bien de saliva. Luego lo dejé y tomé el otro. Tú gemías sin poder contenerte.

De la punta brotaba una gota clara. Acerqué mis labios y un delgado hilo viscoso tejió un puente entre mi boca y el glande. Te miré y vi una expresión insondable en tu cara. Parecías estar en trance, a la vez admirado, sorprendido y presa de una lujuria descomunal. Atormenté aún más tu verga erecta con la punta de mi lengua y atrapé esa primera gota que brotaba. La saboreé con una fruición evidente, y te sentí temblar al ver cómo mis suaves labios se llenaban de aquella miel.

Bajaste hacia mí, sin poder contenerte, e intentaste besarme, pero me revolví. Recordé que una puta no besa jamás a sus clientes. Te lo dije, y tú te enfureciste. Me propinaste una bofetada, y yo caí, inerme, sin intentar ninguna defensa. Un hilillo de sangre brotó de la comisura de mi boca. Te miré, incrédula. Jamás te habías comportado de aquel modo. Pero tú parecías fuera de control. Me tomaste por la cabellera y hundiste tu verga hasta el fondo de mi boca. Tuve que hacer un esfuerzo para abarcarla toda y dominar una arcada violenta que me acometió. Usaste mi boca para masturbarte con una furia que jamás había visto en ti.

—Ponte en cuatro patas como la perra que eres... —dijiste. El tono era ominoso. Obedecí mansamente, pero me tensé cuando abriste mis nalgas y sentí la humedad contra mi raja. No podía creerlo: lamías mi culo y tu lengua viciosa intentaba entrar toda por el agujero.

—Relájate... —dijiste, y yo me abrí. Lágrimas acudieron a mis ojos. Jamás habíamos hecho aquello y de pronto sentí temor. ¿No estábamos llevando todo demasiado lejos? Pero me lo había buscado, concluí. Había sido yo quien había mencionado mi fantasía. Y a pesar del temor, admití que todo lo ocurrido me excitaba indeciblemente.

Sentí cómo dejabas de lamer y me introducías la lengua al centro del culo. La sensación era húmeda, cálida y muy extraña. Mi morbo se había disparado. Tus dedos, entre tanto, acariciaban mi raja y se introducían en mi coño. Advertiste que estaba húmeda y eso debió de excitarte aún más. Te incorporaste y trajiste un frasco. Sentí cómo un líquido entraba y la sensación fue muy extraña. Me volví y me di cuenta de que vertías aceite en mi interior. Me estremecí.

—Mastúrbate... —dijiste— ...quiero que te corras mientras te hago esto... —mi mano se dirigió a mi entrepierna y comenzó a sobar maquinalmente la raja. Delicadamente abrí mis labios y mis dedos dieron con el botón oculto y palpitante. Cerré los ojos. Jamás me habían sodomizado: ni tú ni nadie. Eso era algo a lo que siempre me negué, a pesar de que me lo propusiste varias veces. De seguro la perspectiva de metérmela por el culo te resultaba de lo más excitante y pensabas aprovechar esa oportunidad única para satisfacer tu más morboso deseo. Lo tenía bien empleado.

—Relájate... —dijiste de nuevo. Pusiste la punta de tu verga contra mi culo y me propinaste una nalgada. Respingué. Aprovechaste que mi atención se había concentrado en el repentino dolor y comenzaste a meter tu polla, muy despacio. Reculé, partida por la sensación ardiente que atravesó mi esfínter, pero me agarraste por las caderas y me impediste todo movimiento.

—Aguanta, puta... —te oí rugir, y una nueva nalgada cayó, poniéndome a temblar. Aquello dolía, pero me tragué mi incomodidad y admití tu verga, que me empaló muy despacio hasta entrar por completo.

—Estás buenísima... qué estrecha... ¿nunca te han sodomizado, verdad? —preguntaste, aunque de sobra sabías la respuesta.

—Nunca... —respondí, con un hilo de voz. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Aquello dolía de veras. Pero a pesar de todo, mi excitación era enorme y mis jugos comenzaban a empapar las medias. Continué masturbándome, como me urgías a hacer, y tú emprendiste un lentísimo mete saca. Lo más terrible eran las acometidas. Cuando salías, sentía un breve alivio, pero luego se agudizaba el ardor. A pesar de mi fuerza de voluntad, mi cuerpo deseaba constreñirse y cerrarte la entrada, pero tus manos comenzaron a acariciar con suavidad mis muslos y nalgas, ahí donde habías golpeado, y a susurrar en mi oído.

Tus palabras eran perturbadoras pero a la vez excitantes. Me insultabas. Me llamabas perra, puta... "Te gusta que te den por culo, zorra... eres más guarra de lo que yo pensaba..." y cosas así. Aquello me ponía aún más cachonda. Mientras seguías sodomizándome, continué acariciando mi botón. Jamás me había sentido tan caliente en mi vida. Por fin una oleada de sensaciones recorrió mi cuerpo y comencé a temblar, alcanzada de lleno por la avalancha del placer . De mi garganta escaparon una serie de sonidos animales. Atravesada por tu grueso garrote ya no era una mujer sino una hembra en celo.

—¡Dámela! ¡Dame tu leche! —rugí. Estaba fuera de control. No me importaban las salvajes acometidas con que me estabas empalando.

—Quiero que me llenes toda... que te corras en mi culo... fóllame, sodomízame... ¿qué esperas? Soy tu puta... —aquellas palabras desatadas terminaron de calentarte y te corriste. La sensación del líquido entrando y llenando mis paredes fue intensa y demoledora. El dolor era insoportable. Te derrumbaste sobre mí, agotado, y poco después tu verga flácida dejó mi atormentado agujero. Caí al piso, exhausta, y permanecimos abrazados durante un rato, incapaces de recuperar el aliento.

Pensé que eso sería todo, pero tú tenías otros planes. Parecías otra persona. De mi gentil noviecito no quedaba casi nada. Eras un hombre brutal, obsesionado por el placer, y para ti mi cuerpo sólo era un medio, un instrumento, una cosa puesta a tu servicio para proporcionarte ese gozo avasallante y explosivo. Sólo mis agujeros contaban para ti. Sólo mi piel semidesnuda, palpitante, abierta, disponible...

—Voy a llenarte toda de leche, zorra... vas a irte de aquí con todos tus agujeros rezumando semen... como la guarra que eres... menuda puta tenía y no me daba cuenta... —ante eso, iba yo a replicar algo, pero callé al sentir cómo tu mano me sujetaba por la cabellera. Me obligaste a ponerme de pie. Aquel líquido viscoso se escapaba de mi interior y bajaba por mis piernas. Comencé a temer lo que vendría.

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