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El alumno

en Sexo con maduras

EL ALUMNO

Lo miré a través de la sala. Era uno de mis alumnos de pregrado y había llegado a mostrarme el resultado de su investigación. Alto, moreno, de cabellos negros, lo había tenido en mi clase desde primer año, y desde entonces había sido un banquete para mis ojos: tenía la espalda ancha, hombros y brazos fuertes, ceñidos por la camisa de mezclilla, y unas caderas estrechas por las que parecían deslizarse los vaqueros descoloridos. Estaba evidentemente nervioso, las manos le sudaban y sus pupilas verdes rehuían mi mirada.

Habló con rapidez, tratando de contener su turbación. Siempre había sido tímido, lo cual acentuaba su encanto. Yo no podía separar mis ojos de su paquete, el cual se marcaba debajo de la tela gastada. ¿Cuántos años tenía?, me había preguntado la primera vez que lo vi. En aquella época no contaba más que dieciséis. En aquel momento, ante mí, tenía dos más. Podía ser mi hijo, pero maldito si me importaba. No aparté la mirada de su entrepierna, y él lo notó, lo cual acrecentó su turbación. Y más, cuando crucé mis piernas, con ademán seductor, y la falda subió varias pulgadas, descubriendo mis muslos firmes y el final de las medias sostenidas por el liguero. No llevaba tanga, y al notarlo, enrojeció violentamente.

Odio las pantaletas. Son lo más antierótico que existe. En cambio me encantan los ligueros, que tienen mucho de femenino y sé que elevan el morbo a mil. A él debió ocurrirle, porque su paquete creció a ojos vistas, y su turbación también. No se atrevía a mirarme, mientras yo me lo comía, sin perder detalle de sus nalgas respingonas, sus muslos largos, sus pantorrillas que se adivinaban fuertes, dibujadas por la tela de los pantalones. Su turbación se convirtió en desconcierto cuando me abalancé sobre él y de golpe solté todos los broches de su camisa. Descubrí el tórax velludo, los pectorales, hombros y brazos claramente definidos y mi boca se apoderó de una de las suaves puntas. Mi lengua tocó el pezón oscuro y sentí cómo todo su cuerpo se tensaba.

Me abrí la blusa y le brindé mis pechos. No están mal para una mujer de mi edad: turgentes, morenos de ser acariciados por la lámpara ultravioleta, todavía altos. Él pareció reaccionar por fin y aprovechó el regalo. Tomó un pezón entre sus labios y lo acarició con suavidad. Mi mano bajó entonces y sobó con cariño el cálido bulto en su entrepierna.

Desabroché la bragueta y me arrodillé. Entre el vello oscuro rescaté el tesoro que andaba buscando y me apoderé de él. Mis labios lo recorrieron, ávidos. El silencio era apenas turbado por su respiración entrecortada y por sus gemidos, cuando el contacto era demasiado directo. Tenía los ojos cerrados, pero lo obligué a mirarme mientras lo mamaba. "Mírame, corazón. Mira cómo te devoro". Sus ojos verdes se clavaron en el espectáculo de mis labios repasando toda la longitud de aquel arma con la que iba a atravesarme de parte a parte. Sus manos se apoderaron de mis cabellos, me tomó por la nuca y me clavó la polla hasta el fondo del paladar. Yo gemí pero la admití entera. Hmm... qué hambre tenía.

Dámela. Dámela toda. La quiero toda dentro, jadeé, dije, no sé... él debió entenderme, porque volvió a metérmela a tope. Tanto, que a duras penas reprimí una arcada. Menudo cabrón. Pero ni él ni yo estábamos satisfechos. Le bajé los pantalones hasta las pantorrillas y él terminó de abrirme y quitarme la blusa, que cayó al piso como una hoja muerta. Me zafó el sostén y mis tetas oscilaron un instante, liberadas de su prisión. Las lamió y chupó goloso al tiempo que sus manos me alzaban la falda y hurgaban en mi entrepierna, que a esas alturas soltaba sus jugos inconteniblemente. Me empujó contra la mesa, apoyó mis nalgas sobre el tablero e hizo que elevara las piernas. Su boca buscó mi sexo abierto y lo lamió. Convirtió su lengua en un ariete y me la clavó al centro del coño. Gemí, estremecida, y con dificultad logré ahogar un grito cuando la carne móvil y mojada rozó mi botón.

Dámela. Dámela toda. Por favor... supliqué. Me miró con aquellos ojos inmensos, apoyó mis piernas contra sus hombros y de un solo envite me empaló a tope. Cerré los ojos cuando aquel garrote se abrió paso por mi intimidad. Jamás me había sentido tan invadida, tan completamente repleta por otra carne, tan saturada de hombre como en ese momento. No quería que jamás me abandonase aquella sensación de plenitud, y supongo que otro tanto le sucedía a él, porque no se movió, sino que se quedó dentro de mí, expectante, saboreando la textura, la humedad, la calidez del refugio que en aquel momento contendía a duras penas su masculinidad.

Apreté mis músculos y lo oí gemir, su cara contraída por una expresión agónica insoportable. Me tomó entonces sin ninguna consideración y empujó con todas sus fuerzas, como si quisiera no sólo clavarme su verga, sino meterse todo dentro de mí. Lo recibí completamente abierta, y empecé no sólo a cooperar, sino a empalarme yo misma con su émbolo, dejándolo llegar sin cortapisas hasta el fondo y apretándolo a cada acometida. No quería que saliese nunca de mí. "Qué delicia", exclamó, sin poder contenerse. "Así...", jadeó, y se detuvo. Fui yo quien continuó moviéndose, acariciando su verga con mi coño, a lo largo de toda su longitud. Lo soltaba un instante y volvía a empalarme, gozosa, hasta que él me detuvo.

"¿Qué quieres?", preguntó, en un hilo de voz. Lo miré. "Quiero ser tu puta", confesé. Me besó con devoción, con reverencia casi. Me soltó y su boca volvió a buscar mi raja, pero lo detuve. Me negué al placer. "¿Qué quieres?", repitió, incrédulo. Me levanté y dando media vuelta, doblé mi cuerpo sobre el tablero, brindándole mis nalgas. No dije nada, pero él comprendió. Por un espejo vi su mirada triste y cerré los ojos.

Sentí cómo aquella fuerza avasalladora se abría paso dentro de mí y no opuse resistencia. Me dejé llevar, completamente entregada, y lo dejé llenarme, colmarme de nuevo, hasta que no quedó un resquicio que no fuera invadido por la densa reciedumbre de su carne. Se retiró entonces, apenas un instante, y luego volvió a caer, con más fuerza. No pude contenerme y grité. Pero ni siquiera entonces dejé de brindarle entrada. Quería estar abierta para él. Deseosa. Dispuesta a que me invadiera una y otra vez con su juventud, con su energía arrolladora.

Se estuvo así largo rato, sodomizándome, cabalgándome, montándome como la hembra en celo que soy. Estaba completamente a su merced y quería estarlo. Pronto fui yo la que comenzó a empalarse, como antes, a moverse con entusiasmo, masturbándolo con mis paredes, apretándolo para que la penetración fuese más brutal y estrecha. Lo sentí estremecerse en un temblor profundo y eterno, y después se vino abajo, como un dique roto, que cae de pronto, liberando inconteniblemente las aguas que había tenido presas. Su torrente me empapó, me inundó, me llenó toda, como a una copa vacía. Fue tan abundante que no pude contener su leche, y escurrió más abajo, hacia mi coño. "Préñame", pedí. Él me miró de modo raro. Su verga, goteante, aún estaba medio erguida. Me apoderé de ella y la lamí, como una perra, hasta dejarla limpia.

Hecho esto, se subió los pantalones, recogió su camisa y se la puso. Una dulce laxitud puso cierta melancolía en sus gestos. También una seguridad nueva en sus palabras. Yo volví de muy lejos. Terminaba su exposición. Los argumentos eran lógicos, certeros. No osaba mirarlo a los ojos. ¿Había ocurrido en realidad todo aquello o lo había soñado? Cerré la carpeta y me dispuse a levantarme para despedirlo. Mis ropas estaban en orden, como si nada hubiera pasado. Pero antes de salir, me alzó la barbilla y me obligó a mirarlo a los ojos.

"Te debo algo", musitó. Y sus labios rozaron apenas los míos. Apenas fue un instante, un roce aún más leve que el ala de una mariposa. Asió el picaporte y salió. Yo me quedé inmóvil. Apoyé la frente contra la madera de la puerta, y me cayó de golpe la sensación: el terrible escozor en mi culo y la humedad goteante que empapaba mis medias. Y supe que no tendría vida hasta que no sintiera su carne dentro de mí.

021204

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