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El más oscuro nombre del olvido (5)

en Grandes Series

Alicia: Martes

Al fin terminó el ensayo y Marisa levantó sus posaderas de la banqueta de hierro especialmente diseñada para resistir sus generosos ciento cincuenta kilos. Tenía los brazos como otra gente tiene las piernas, y los dedos de las manos como butifarras. Pero eso, en lugar de ser una desventaja, le permitía tocar pasajes inaccesibles para otros pianistas. El cuerpo de Marisa era misterioso y inescrutable como el de Dios. Y como él, era un milagro de la naturaleza. Nadie sabía cómo podía caber un corazón de cuatrocientos kilos en una osamenta que no llegaba al metro setenta y cinco.

Yo había entrado al teatro por el acceso a la tramoya. Todos me conocían, así que me dejaron pasar. Me fui derecho a donde permanecía el piano. Marisa ensayaba con las coristas, y no era uno de sus mejores días. Sus dedos volaban sobre las teclas blancas y negras, mientras las gallinas, como ella las llamaba, siguieron desafinando espantosamente. La ballena, como se referían a ella a sus espaldas, para quedar a mano en eso de los sobrenombres zoológicos, estaba hecha una furia. Suspiró con alivio cuando la última gallina desapareció por donde vino. Entonces me vio y abrió sus enormes brazos para recibir mi cuerpo, escuálido en comparación del suyo.

—Chiquilla, ¿de dónde sales?... —dijo, cuando ya me hubo abrazado hasta dejarme el esqueleto remecido permanentemente y me hubo plantado un par de besos en cada mejilla. Me las arreglé para llevármela a la bodega del vestuario, uno de los pocos lugares tranquilos en aquel manicomio que era el teatro en esos días. Ensayaban una nueva obra musical y todos andaban con el estrés espantoso del estreno inminente.

En su juventud Marisa fue una cantante de ópera de grandes dotes. Pero por uno de esos hechos desafortunados de la vida, perdió la voz. Desde entonces, había ido sobreviviendo con trabajos como aquel. Le conté mis desventuras buscando trabajo. Omití cuidadosamente cualquier referencia a Mario Etxeberri. Y al oír el incidente del gordo vi pasar una sombra de amargura por sus ojos.

—¿Tú no sabes si aquí...?. —se le encogió el corazón al escucharme.

—Esto es un pantano donde abundan mucho los animales de la calaña del que te quiso abusar... no, no creo que sea lo mejor... además...

—Sí, ya sé, a pesar de mis documentos falsificados, soy menor de edad, y el señor Donato no va a meterse en problemas legales con tal de ayudarme. Eso lo sé...

—Pero quiere que le sigas revisando la contabilidad, como cuando vivía tu padre... y te va a pagar por ello. Me lo dijo hoy... —mis ojos se iluminaron. Aún en vida de papá, sobre todo en los últimos meses, había sido yo quien había cargado con todo el peso del trabajo de la oficina. La contabilidad del teatro no tenía secretos para mí. Y me vendría bien el dinero. Además, era un trabajo que no me quitaría demasiado tiempo. Abracé a Marisa agradecida. Nos pusimos a recordar anécdotas de mi infancia. Cuando mamá me llevó al teatro por primera vez para conocer a Marisa, que había sido amiga suya desde el jardín de niños, yo descubrí un mundo encantado. En aquel caserón había sitios inimaginables, maravillosos y terroríficos a la vez. En sus recovecos había jugado al escondite.

Desde la cabina de don Balbino, el luminotécnico, veía las obra musicales, el ballet y el teatro para niños. En el desván donde guardaban la utilería de obras viejas, había empuñado la espada de D´Artagnan y había sufrido como el hombre de la máscara de hierro. Y allí, en la bodega del vestuario, me había disfrazado de todo lo habido y por haber. De modo que me atreví:

—Estamos montando una obra en el colegio... —empecé— y necesitamos unos disfraces... ya no queda mucho tiempo para fin de curso, y quería ver si podían prestarme algunas de estas cosas... claro, las cuidaremos bien... —mi voz sonó vacilante.

—Sabes que puedes disponer de todo. Donato estará encantado de ayudarte. Busca lo que necesitas, y mientras tanto, cuéntame qué es de tu vida... —y mientras husmeaba por todos lados, me puse a platicarle a Marisa del colegio, las chicas y demás naderías. Cuando hube terminado, hice un montón con la ropa y Marisa la metió en una bolsa plástica.

—Ven, vamos a la oficina —dijo. El director accedió a prestarme los trajes y me preguntó cuándo podía comenzar. Le dije que de inmediato y me entregó un cartapacio lleno de papeles. Me despedí de él y de Marisa y salí del teatro. En la esquina tomé un taxi y me fui a la oficina de papá, pero antes pasé a una tintorería cercana para que lavaran y plancharan la ropa, de esas que la dan en una hora. Me senté ante el enorme escritorio, abrí el cartapacio y comencé a revisar las cuentas. Cuando hubo transcurrido una hora, fui a la tintorería y recogí la ropa. Subí de nuevo a la oficina y miré el reloj. Faltaba todavía un largo rato para las cinco.

Me fui al baño y comencé a probarme los disfraces, uno a uno. Al ver el resultado, me partí de la risa. Al fin, me decidí por el uniforme de chico de la florería. Me puse mis vaqueros y mi camiseta. Bajé y fui hasta un establecimiento cercano y compré un arreglo floral. Volví y me vestí con el uniforme. Completé el atuendo con unas gafas oscuras, de esas extrañas, que hoy usan los chicos. Me recogí el pelo en la parte superior de la cabeza y me puse la gorra. La camisa y los pantalones eran lo suficientemente holgados para ocultar mis curvas. Unos tenis completaron el conjunto.

Tomé el arreglo, bajé y salí del edificio por la puerta del frente. Crucé la calle y entré al edificio de Mario. Revisé el directorio, tomé el elevador y subí a su piso. Con aire de andar perdida, me acerqué al escritorio de la secretaria. Pregunté por una oficina que bien sabía estaba dos pisos más abajo. La chica me dijo con voz amable lo que yo ya sabía. Fue muy atenta y comenzó a escribirme en un papelito el piso y el número de la oficina. En ese momento, la puerta del despacho estaba entreabierta y vi a Mario hablando por teléfono. Estaba de pésimas pulgas. Le reclamaba algo a alguna persona con voz airada. Sus ojos relampagueaban. Vaya. Así que también era capaz de encolerizarse... ese no era en absoluto un tipo frío. Yo disimulé y me hice la sorda para que la secretaria se demorara en su explicación. Tras los anteojos oscuros podía observarlo a mi sabor.

En ese momento, Mario colgó el teléfono de golpe y comenzó a caminar hacia nosotras. Se detuvo ante el escritorio de la secretaria, supe entonces que se llamaba Valeria, pero él no me reconoció. Satisfecha, le di las gracias a la chica, que sonrió, y me alejé. Salí de nuevo a la calle, crucé la avenida y volví al despacho de papá. Dejé el arreglo sobre el escritorio, fui al baño y me cambié de ropa. Los otros disfraces los dejé colgados, dentro de las bolsas plásticas, detrás de la puerta del baño.

Trabajé en la contabilidad del teatro durante una hora, pero pronto me di cuenta que tendría que llevármela y seguir en casa. A las cinco en punto, Mario salió al andén y se quedó media hora justa esperándome. Yo aguardé a que volviera a entrar y saliera el Mercedes hecho un bólido, para bajar, salir por la puerta trasera del edificio, tomar un taxi e irme a casa.

Cené y continué revisando los documentos. A las doce me fui a la cama. Soy de esas personas que pueden funcionar con cuatro horas de sueño. De modo que al día siguiente, miércoles, me levanté muy temprano y me fui al colegio como siempre. A mediodía no paré por casa. Me fui directamente al centro, comí en un café y llevé el cartapacio a la oficina. Continué trabajando. A las cinco en punto salió Mario. Yo me puse otro de los disfraces de Marisa e hice el mismo recorrido que el del lunes. Pasé a su lado, pero él no me vio. Regresé a la oficina, aguardé a que se marchara y me quedé pensando. "¿Hasta dónde quieres llegar?", me pregunté. "¿No te parece que esto se ha convertido en un juego infantil?"

La verdad es que tenía miedo. ¿Qué habría pasado si me hubiese reconocido? Me estaba arriesgando a pasar por un ridículo mayúsculo, y todo por nada. Hasta ahí había sido un juego de ingenio, bastante ingenuo, la verdad, que me había proporcionado mucha información sobre "mi cliente". La cuestión era: ¿Qué iba a hacer a continuación? "¿Qué quieres, mujer? ¿Qué pretendes?", me preguntaba. Me confesé a mí misma que deseaba vehementemente acostarme con él de nuevo. "La única cosa que te queda por hacer es parártele enfrente y decirle: aquí estoy, ¿me quieres follar? Porque él no podrá localizarte de ningún modo. No tiene datos. La cuestión es: ¿tendrás valor para ir y abandonarte a esta locura por segunda vez?"

La luz iba descendiendo cada vez más rápido, y yo continuaba pensando, y en ese momento miré mi reflejo en la pantalla apagada de la computadora. En mis ojos ardía el deseo. No lo amaba, pero mi cuerpo lo deseaba dentro de sí, estaba completamente yermo y vacío sin su carne en mi interior. Era un hambre desconocida hasta entonces, que no sabía ya si maldecir o bendecir, pero que no encontraba alivio en nada, ni siquiera en la masturbación.

Quería que me follara hasta el delirio. Quería que se apoderara de mi interior. Estaba dispuesta a que me humillara y me tratara como su puta con tal de tener la certeza de que aún sentía deseo por mí. Cada vez que lo veía en el andén, mi corazón saltaba de felicidad, pero no por mis absurdos juegos, sino porque su presencia ahí, a la misma hora, todos los días, evidenciaba lo que yo más necesitaba saber: que me estaba deseando, que me necesitaba, que aún quería follar conmigo. Nada era comparable a esa certeza y a la alegría que ella me proporcionaba. Todas las demás horas del día valían y tenían sentido por ese minuto cuando lo veía aparecer, consumido en la agonía de esperarme inútilmente.

"Su frustración y su rabia están creciendo", dijo la mujer prudente que me habitaba. "No conviene que las alimentes demasiado. Lo que era una cerilla medio apagada, se te va a convertir en un incendio inmanejable. Mejor te apuras." Obedecí al impulso y bajé corriendo, pero cuando salí del elevador a la calle, vi cómo el Mercedes terminaba de perderse en la esquina. "Te lo mereces", me dijo la enemiga. Desolada, regresé a la oficina por mi bolso y después me lancé a la calle, presa de la desesperación. "Se va a cansar", volvió a la carga la voz de la enemiga. "Es una posibilidad", admitió la razonable. "Cuento con que aguante hasta mañana", terció mi esperanza. "Te la juegas", dijo la enemiga". "Lo sé", dije, ya harta.

Pasé a una sala de belleza de buen nivel. Me dejé embellecer manos y pies, y me hicieron un facial. Luego le cortaron dos centímetros a mi cabellera, para eliminar las puntas partidas, y le aplicaron un tratamiento revitalizador. Después me fui de tiendas. Escogí una serie de prendas de ropa de buen corte. Todas negras. No era tanto por guardarle luto a mi padre. No creía en ello. Pero el negro me gustaba y me sentaba bien. Además, había decidido establecerlo como parte de mi marca, de mi estilo. También compré un bolso y una billetera, así como varios pares de zapatos, y en una tienda de cosméticos me enseñaron cómo maquillarme. Compré una serie de productos de belleza, brochas y pinceles, sombras, lápiz labial, rímel, base, blush, etc.

Gasté bastante, pero no me importó. Al final, tomé las bolsas, mi bolso, el cartapacio, pagué un taxi y me fui a casa. Desde que tomaba tantos taxis mis gastos fijos habían aumentado, pero no podía irme en autobús con tantas cosas. Llegué a casa, me preparé la cena y me puse a trabajar en la contabilidad. Disciplinadamente, trabajé de firme hasta las once. A esa hora me fui a la cama. Me tendí boca arriba, desnuda, y me quedé maquinando. Mi mente analizó y desmenuzó cada uno de los detalles de mi plan, y finalmente, cuando tuve todo el mapa bien aprendido, di la vuelta y me dormí.

A la mañana siguiente me levanté muy temprano, desayuné y me fui al colegio. Volví a casa, tomé las cosas, que ya había dejado preparadas, y me las llevé a la oficina. Dejé todo y me fui a almorzar. Tomé una comida abundante. Cuando volví a la oficina, abrí el bolso que había comprado la víspera, y deliberadamente sólo puse ahí unas pocas cosas: mis llaves, un frasquito de perfume, la billetera y el dinero... adrede evité documentos, tarjetas, facturas, cualquier cosa que pudiera identificarme.

Luego tomé una ducha. Había comprado todos los productos de baño de la misma línea y aroma. Usé el gel, el champú, el acondicionador, y me di un baño relajante. Luego salí, me sequé, me puse el desodorante, la crema de cuerpo y la colonia. Perfumé cada uno de los rincones estratégicos de mi piel, y me dejé envolver por la nube leve del talco.

Muy lentamente me puse la ropa, disfrutando del goce casi sexual de sentir cómo las diferentes texturas acariciaban mi piel. Elegí un conjunto de sostén e hilo dental que estaba de infarto: apenas eran tres triangulitos de cuero suave, como gamuza, unidos por unas tiritas finas, que escasamente cubrían mis pezones y mi entrepierna. El sostén se amarraba delante y las bragas detrás. Antes de acabar en una laza al final de mi espalda, donde se unían las tiras, una de ellas se insertaba profundamente entre mis nalgas.

Encima me puse una falda de cuero muy corta, con el talle en las caderas, que dejaba al descubierto mi ombligo y buena parte de la piel desde la cintura hasta dos centímetros arriba del comienzo del vello púbico. Una blusa de seda muy ligera, tipo camisero, con botones delante, tan pegada al cuerpo que dibujaba mis formas de un modo estricto, medias con un borde de encaje elástico y altos zapatos de tacón formaban el resto de mi vestuario.

Le dediqué tiempo también a mi pelo. Usé una toalla y lo fui secando lentamente, luego lo desenredé con un peine de cerdas grandes. Esperé que secara completamente antes de cepillarlo cien veces para que agarrara brillo. Dejé mi cabellera suelta, y me gustó cómo caía sobre mi espalda, lacia, con aquel color rubio oscuro natural, con brillos dorados. Me felicité de no haber decidido teñírmelo. Después, me di una base humectante en el rostro, la dejé secar, y me maquillé como me habían enseñado. Me apliqué sombras color humo, rímel negro, un toque de blush en mis altos pómulos, y un lápiz labial de un rojo dramático fueron el complemento de mi atuendo.

Todos aquellos preparativos, lo sabía bien, eran parte de un ritual destinado a ponerme física y mentalmente en forma para mi encuentro con él. Encendí una vela aromática, medité y decidí poner mi mente en otro lado. Tuve la disciplina necesaria para concentrarme en las sensaciones de mi cuerpo y exploré mi capacidad de sentir placer, pero sin permitirme llegar al orgasmo. Quería aumentar mi necesidad de sexo, desearlo hasta que mi cuerpo reclamara a gritos su cuerpo dentro de mí.

Cuando dieron las cinco, me puse encima el impermeable, tomé el bolso y salí a la calle. Di un rodeo y avancé por el andén de su edificio. alcé la vista y lo vi, ahí, esperándome como siempre. Suspiré con alivio. Me vio venir, pero ni entonces me reconoció. Tuve que plantármele delante, como había pensado. Sólo en ese momento me vio. Por sus ojos pasó una sucesión rápida de emociones: sorpresa, júbilo, asombro, alivio, deseo...

—Pensé que eras un fantasma... —dijo, con voz entrecortada— o un sueño... —su mirada gris se abismó en mis ojos, como hipnotizada. Pero ya mis labios se estaban moviendo, articulando las palabras, y él tuvo que prestar atención a lo que yo decía.

—¿Cuánto? —mencioné, sin dejar de mirarlo a los ojos, con expresión burlona. Su boca se curvó en aquella sonrisa de lobo simpático que ya le conocía. Dijo la misma cifra de la vez anterior. "De acuerdo", dije, mirándolo con lascivia. Me asió del codo y me llevó al elevador. No dijo nada. Cuando la puerta se cerró, me besó como un hambriento. Mis labios se abrieron y él introdujo su lengua. Me violó con ella, ahí, en el rincón del elevador. Sus manos me tomaron por la nuca, hasta que su beso se hizo insoportablemente intenso. Quise desasirme, pero me sujetó entre el rincón y su cuerpo. Sus manos bajaron por mi espalda, apretaron mi cintura y se clavaron como dos garras en mis caderas. A través de la ropa, sentí como su erección crecía. Se frotó con lascivia contra mi pubis, habiéndome sentir la dureza de su paquete. Mis senos, atrapados en el reducido espacio entre los dos cuerpos, se agitaron en un movimiento que hizo crecer aún más su excitación. Quería poseerme ahí mismo y me asusté.

Pero la puerta del elevador ya se abría. Me tomó del brazo y salimos al estacionamiento. Me hizo entrar al auto, subió y arrancó enseguida. Sorteó el tráfico y fue buscando calles despejadas. En un momento dado, asió mis dedos y los acarició, febril, luego los llevó a sus labios y los puso después encima de su entrepierna, exactamente en el punto donde la erección levantaba la tela. Sin mirarlo, bajé el cierre y saqué su polla. Él no dijo nada, sólo me dejó hacer. Me incliné y comencé a mamarlo. Me moría por saborear su capullo de nuevo. Mi lengua rodeó la punta en círculos concéntricos y lo oí gemir. No me importó que pudieran vernos desde los otros vehículos, y sé que ese gesto elevó su morbo aún más.

Me acarició el cabello, agradecido, y condujo lo más rápido posible. Poco después llegábamos ante su edificio. Se estacionó en el sótano, bajamos y entramos al elevador. Ya dentro del estrecho cubículo, volvió a besarme. Yo me arrodillé, saqué su polla de nuevo y continué mamándolo. No me importó que la puerta pudiera abrirse y alguien nos viera. Cuando llegamos al último piso, me tomó del brazo y me puse de pie. Salimos al pasillo, sacó su llave, abrió, entramos al piso y me llevó de inmediato al dormitorio.

El ocaso, con sus rojos y amarillos intensos, agonizaba en la ventana, que ocupaba toda una pared de la habitación. Las cortinas estaban corridas y era posible contemplar desde ahí el panorama de la ciudad, extendiéndose hasta el horizonte, pero la belleza del paisaje no nos mereció ni una mirada. Me atrajo hacia sí, de pie, y continuó besándome. Abrí la boca y lo recibí, para después invadirlo con mi lengua. Aprendí a responder a sus acometidas y a atacarlo con la misma ferocidad. Sus manos subían y bajaban por mi cuerpo, febriles, pero al cabo, me soltó:

—Eres increíble —dijo, por todo comentario, sin dejar de mirarme y acariciar mis mejillas entre sus manos. No encendió la luz. Se quitó el saco y la corbata, y se sentó al pie de la cama. Yo me arrodillé ante él y le quité los zapatos y los calcetines. Luego, me levanté y me alejé unos pasos. La luz de la ventana me daba de frente. Desaté el cinturón del impermeable, lo abrí y lo dejé caer. Me vio vestida con aquella blusa que se me pegaba al cuerpo como una mirada de deseo.

Observó con detenimiento la curva de mis pechos generosos, apenas sujetos por el breve sostén, que se transparentaba debajo de la tela fina, y el borde de la blusa, que terminaba en la cintura. Se deleitó en la contemplación de mi ombligo, en medio de aquel trozo de piel desnuda entre la blusa y la minifalda de cuero. Quiso adivinar lo que había debajo de ella. Sus ojos resbalaron por mis muslos, pantorrillas, tobillos, cubiertos y realzados a la vez por las medias negras, hasta los zapatos de tacón muy alto, y luego subieron hasta mi rostro, enmarcado por los largos cabellos que caían hasta mi espalda.

—Increíble... —repitió, como en trance. Sin dejar de mirarme, desabrochó los botones de su camisa y se quitó los gemelos. Puso estos sobre el velador. La camisa fue a dar al suelo de cualquier modo. Yo inicié entonces mi propio espectáculo. Clavé mis ojos en los suyos y repetí sus movimientos, despacio, zafando mis botones. Abrí la blusa y dejé a la vista mis tetas. Cuando vio que los obscenos triángulos de gamuza apenas podían contenerlas, contuvo el aliento, como temeroso de que un suspiro demasiado profundo pudiera ofrecerle una inesperada revelación.

Dejé caer la blusa con aire indolente, y me acerqué a él. Sus ojos se fijaron en la laza en medio de mis pechos, que lo aguardaba con su precioso regalo. Tiró de uno de los extremos y zafó el nudo. La presión de los volúmenes aflojó las tiras y el sostén cayó al piso. La visión de mis senos desnudos lo dejó en trance. Me atrajo hacia él y sus brazos estrecharon mi cintura con fuerza, estableciendo su dominio. Tomó una de mis tetas y se la llevó a la boca. Chupó goloso el pezón y dentro de sus labios, la lengua trazó círculos sobre la punta, poniéndola erecta de inmediato. Repitió la operación con el otro y luego sumergió su cara entre mis senos, aspirando el perfume.

Él estaba sentado en la cama, con las piernas abiertas, y yo estaba de pie, en medio de ellas, mientras él continuaba disfrutando el sabor de mis senos, lamiéndolos y chupándolos con gula. Trazó un camino de besos hasta mi abdomen, y en el tibio valle descubrió el breve agujero. Su lengua violó mi ombligo y yo arqueé la espalda, cuando un ramalazo eléctrico empezó a correr por toda mi espina. Gemí y cerré los ojos, abandonada por completo al deseo, que iba poniendo un calor ya conocido en mi entrepierna.

Comencé a quemarme, y a disfrutar de aquella sensación placenteramente insoportable. Su lengua siguió bajando y se detuvo en el borde de la falda. Bajó el cierre y la prenda cayó, dejando a la vista el triángulo de suave gamuza que cubría mi monte de Venus. Vi cómo sus ojos cambiaban de expresión y sus pupilas se dilataban ante el espectáculo. Me alejé un par de pasos y él contempló mis senos desnudos, mi breve cintura, el mínimo triángulo del hilo dental, mis largas piernas enfundadas en las medias, con encaje elástico ancho a la mitad del muslo, y los tacones.

Leí el deseo en su mirada. Bajé la cabeza y le hurté los ojos. Al hacerlo, mi cabellera siguió el movimiento y se deslizó hacia delante, cubriendo parcialmente mis senos. Levanté la vista y le clavé los ojos. Me fascinó leer en ellos el hambre y la sed, y sobre todo, saber que yo era lo único que podía saciarlo hasta la más profunda plenitud. No dije nada. Dejé que me mirara durante un rato. Él estaba mudo también, y al parecer incapaz de hacer otra cosa que mirarme. Creo que pretendía aprenderse de memoria cada recodo de mi cuerpo. Me acerqué a él y me arrodillé entre sus piernas. Bajé el cierre y saqué su verga, que ya estaba empalmada. Me agaché y la introduje en mi boca. Él me dejó hacer, y cuando sintió mi lengua tocando suavemente el capullo, gimió. Mis ojos buscaron los suyos. El deseo era una sombra en ellos. Pasaba a ramalazos por su mirada, y yo lo veía y lo sentía crecer.

—Voy a metértela hasta el fondo... —dijo sujetando mi cabeza y acometiéndome la boca con su polla. Yo contuve una arcada y lo empujé hacia fuera con mis manos. Él me miró con aire preocupado y reguló el ritmo y la profundidad, pero siguió bombeando en mi boca, hasta que estuvo a punto de correrse y se contuvo. Se quedó quieto unos instantes. Yo recosté mi cabeza en uno de sus muslos, y lo miré. Qué hermoso era. Acaricié su tórax y mis manos estimularon sus pezones, que se pusieron rígidos de inmediato. Gimió. Se inclinó y besó mi boca.

Creo que le gustó sentir en mis labios el sabor de su verga. Me empaló con su lengua y yo me estremecí. Entonces me solté de su abrazo. Me levanté y fui a la cocina. Volví al poco rato con un cuenco de madera en el que había una pila de pedazos de hielo, en forma de pequeños cilindros, recién salidos de la máquina de su refrigerador. Entre ellos había puesto un puñado de trocitos de mantequilla. También me traje dos copas, una botella de vino y el sacacorchos. Puse el cuenco sobre una mesita portátil, junto con las copas, en lo que él descorchaba la botella.

Sirvió el vino en una copa y me la tendió. Yo la llevé a mis labios, saqué la lengua y la introduje en el tulipán cristalino, hasta que tocó el líquido burbujeante. Él me miró hacer, como hipnotizado, mientras yo violaba la copa con mi lengua. Luego, metí el dedo medio en el vino, lo pasé por mi raja y se lo di a probar. Lo asió con sus labios, bruscamente, y me dio un mordisco suave. Yo reí. Se mostró falsamente enojado, pero yo mojé de nuevo mi dedo y humedecí con él uno de mis pezones. Se abalanzó y lo chupó, goloso. El contraste entre la sensación fría del vino y su cálida boca me excitó mucho.

Bebimos hasta vaciar las copas, y luego llené nuevamente la mía. Me arrodillé ante él y metí su verga en el vino. Él se estremeció cuando sintió el frío líquido. La saqué y empecé a lamerla y chuparla, saboreando la mezcla del caldo y de sus jugos. Luego, apuré la copa hasta el fondo. El alcohol comenzaba a hacerme efecto. Me sentía relajada y eufórica. Dejamos las copas a un lado. Me atrajo hacia sí, y yo supe que había llegado, de nuevo, el momento de la verdad. Me di vuelta y le presenté el lazo que decoraba el final de mi espalda. Él tiró de un extremo y el hilo dental cayó al piso. Me atrajo hacia sí y comenzó a besarme y acariciarme las nalgas con mucha ternura.

—Ábrelas —dijo. Me arrodillé delante de él y con dos dedos abrí mis melones. Mi agujero quedó expuesto ante él. Se inclinó y lo besó. Luego, su lengua se introdujo en el estrecho canal. Me estremecí. De algún modo, intuí que no era un gesto que hiciera habitualmente, y por eso lo aprecié más. De algún modo, aquello era un raro homenaje, y así lo entendí. Al principio fue tierno, y sus caricias, suaves; pero luego comenzó a violarme con su lengua, y su saliva impregnó profundamente mi culo. Gemí audiblemente al sentir cómo el líquido cálido empapaba mis paredes interiores. De su parte, era una especie de auto humillación ardiente e intensa.

Estuvo así un rato, hasta que se levantó. Se quitó los pantalones y los boxers y me hizo subir a la cama. Yo aún llevaba puestos las medias y los zapatos de tacón. Me besó en la boca apasionadamente y me estrechó en sus brazos. Estuvimos acariciándonos durante un rato, hasta que yo tomé uno de los trozos de hielo. Lo llevé a mi boca y lo chupé. Luego me lo metí, como si fuera a tragarlo, y me agaché. Introduje su polla en mi boca y jugué con ella y con el hielo dentro. Mi lengua lo movía y lo ponía en contacto con el capullo, mientras él se estremecía y gemía como un cerdo.

—Qué malvada eres —se quejó. Pero aquello elevó aún más su morbo. Luego saqué el trozo de hielo y lo froté contra la punta. Bajé por todo el tronco y lo acaricié con él. Gemía y temblaba. Hice lo mismo con sus testículos y se quejó aún más fuerte. Luego, me abrí de piernas y le permití ver cómo usaba el hielo para masturbarme. Seguí haciéndolo pasar por toda mi raja hasta que se derritió por completo.

Él me miraba incrédulo. Supongo que jamás había visto nada semejante. Yo supe que había llegado el momento. Me arrodillé. Puse mi cabeza sobre un cojín, doblé el cuello hacia la derecha, y él, comprendiendo lo que vendría, me puso varias almohadas bajo las caderas para elevarlas aún más. La luz había ido disminuyendo paulatinamente, pero no encendió ninguna lámpara. Con el culo en pompa, volvió a violarme con su lengua. Luego me ordenó:

—Métete un trozo de mantequilla —. Tomé uno del cuenco. Abrí mis nalgas con dos dedos y lo introduje en el agujero. Fue más fácil que la vez anterior.

—Fóllate —dijo. Introduje uno de mis dedos y comencé un lento mete-saca. Al parecer le gustaba el espectáculo. Me ordenó meterme otro pedazo de mantequilla y obedecí. Introduje un dedo, y después otro. En ese momento, la lucecita malévola se encendió en mi cerebro y tomé un trozo de hielo. Mientras él me miraba con incredulidad, lo metí en mi boca, dejando que se derritiera un poco y que una leve película de agua lo rodeara. Después, lo puse en la entrada del culo y empujé. Entró fácilmente.

La sensación fue muy extraña. A un tiempo placentera y dolorosa. Él tomó otro pedazo de hielo y comenzó a acariciarme los pezones, sin dejar de mirar lo que yo hacía. Tomé un nuevo trozo de hielo, lo chupé y lo inserté en mi culo. Gemí al sentir cómo iba derritiéndose en mi interior. Me costaba mantener el líquido dentro. Con un tercer trozo acaricié la punta de su capullo hasta insensibilizarlo. Sabía que estaba muy excitado y que de otro modo se correría enseguida. No quería eso, y él tampoco. Introduje el pequeño cilindro frío en mi culo y entonces le rogué:

—Viólame, fóllame, móntame como la perra que soy... quiero ser tu puta... —supliqué, con voz anhelante. De algún modo, creo que percibió la ansiedad y la veracidad de mis palabras. Se colocó detrás y puso su capullo contra la entrada. Presionó débilmente y de inmediato relajé el esfínter. Fue más fácil que la primera vez. Conocía las sensaciones y sabía cómo reaccionar, sin tomar en cuenta que estaba mucho más lubricada que la vez anterior. Empujó y a los pocos envites, se fue totalmente a fondo.

Se quedó quieto, gozando de la sensación de tener la polla aprisionada dentro de mis melones cálidos, y el frío del hielo contra su punta. Suspiró, estremecido por las contradictorias sensaciones que experimentaba, y durante más de un minuto no se movió. Y yo se lo agradecí, porque me permitió acostumbrarme a su volumen. Luego, comenzó a bombear con suprema lentitud. Debió de costarle mucho mantener su autocontrol, porque estaba muy excitado. Se inclinó y me besó la espalda tiernamente. Luego, sin moverse dentro, alcanzó un trozo de hielo y comenzó a acariciarme el clítoris. Yo me puse a mil.

—Dime lo que sientes —exigió. Yo comencé a describirlo con voz entrecortada.

—Me duele...

—¿Así, cuando entro?

—Sí... —dije. Se fue a fondo al oírme y yo gemí.

—Fóllame... —pedí, con voz suplicante. Al oír eso, entró de nuevo a tope.

—¿Te gusta, putita? —preguntó, besándome de nuevo la espalda. Asentí, gimiendo, al tiempo que me empalaba de nuevo. Lentamente fue acelerando el ritmo de sus acometidas, sin dejar de estimularme.

—¿Cómo te gusta? ¿Suave... —entró despacio, hasta el fondo, y volvió a salir— ...o fuerte? —y al decirlo, me empaló con brusquedad. Grité. Sin embargo, como sabía qué era lo que le gustaba, dije:

—Fuerte... —al oírme, se fue a tope de nuevo, resoplando. Yo volví a gritar, aunque la sensación era tolerable. De algún modo, supe que le excitaba pensar que me estaba forzando. Sin embargo, durante todo el rato no dejó de acariciar mi raja. El hielo se fue derritiendo, y cuando se deshizo del todo, él me siguió acariciando con sus dedos.

—No te oigo... —dijo, y me empaló de nuevo.

—Fuerte... —dije, con voz más alta. Repitió la penetración en forma aún más violenta.

—No te escucho... —insistió, y su garrote me culeó, amenazando con romperme.

—¡Más fuerte! —grité, enardecida, mientras su verga me violaba a tope.

—Suplícame... —ordenó, con voz fría.

—Por favor... —gemí— úsame, viólame, fóllame, móntame, destrózame, conviérteme en tu puta...

—¿Qué es lo que más deseas, perra? —exclamó.

—Que me penetres... —respondí.

—Respuesta equivocada —dijo, dándome una sonora nalgada. Yo lancé un respingo. No me esperaba aquello. Él siguió follándome salvajemente y volvió a preguntarme lo mismo.

—Ser tu puta... —respondí. Me dio una nueva nalgada, menos fuerte que la primera.

—Mejor, pero aún no respondes correctamente... —volvió a preguntar, sin dejar de penetrarme. Al fin, algo se me ocurrió

—Tu leche... —dije— quiero tu leche... dámela...

—Bien, putita. Aprendes rápido —y sin dejar de bombear en mi interior, dijo:

—¿Adónde quieres que te dé mi leche?

—En mi boca... —nueva nalgada y nueva pregunta.

—En mi culo —idéntica reacción. Por fin, dije:

—Donde tú quieras...

—Así es, porque tú eres mi puta, te estoy pagando y soy el dueño de tu cuerpo. Eres mía y puedo decidir sobre ti... —estaba enloquecido. Me agarró con violencia por mis caderas y me penetró salvajemente. Yo gemía de dolor, de placer y de miedo. Y sin embargo, era feliz. Sabía que yo era la causa de aquel deseo salvaje que lo devoraba, y que sólo yo podía satisfacer su intensa hambre de carne y goce.

—Te voy a dejar mi semilla en tu interior, putita, pero no pienses que eres digna de este honor, ni que lo haré siempre así... otras veces me derramaré en tu boca, tu cara, tus tetas... y deberás beberla... toda... —aclaró. Diciendo esto, aceleró sus acometidas. Pocos instantes después se corrió y me inundó los intestinos con su leche. Yo me derrumbé sobre la cama, y él sobre mí.

Su cuerpo húmedo y pegajoso exhalaba un calor intenso y un olor inconfundible. Olía a sexo, a hombre saciado, a sudor, a semen y percibí el mismo olor en mi aliento. Ambos estábamos agotados y permanecimos así durante varios minutos, hasta que su verga perdió la erección y salió del estrecho canal. Cuando lo hizo, yo gemí.

Me sentí extraña cuando ya no estuvo en mi interior, como si de pronto me quedara sola, o fuera abandonada. Comprendí que sólo era feliz cuando lo tenía dentro. La sensación de contenerlo, de abarcarlo con mi cuerpo era magnífica. Me sentía plena, completa, perfectamente acompañada y abrigada por esa carne ajena latiendo en mi interior. Se tendió a mi lado y se quedó quieto, recuperándose. Su respiración entrecortada tardó largo rato en volver a la normalidad. Yo lo observé con los ojos entrecerrados. Qué bello era. Sus manos me acariciaron la cara, las sienes, la frente, con una ternura inconcebible. Yo puse mi mano en su pecho y sentí el galopar desbocado de su corazón.

—Eres una mujer extraña... —afirmó.

—¿Por qué? —dije a mi vez, acariciando su pecho, y comenzando a jugar con el vello oscuro que lo cubría.

—Eres audaz... sé que puedes imaginar las cosas más salvajes... y pones un empeño admirable en complacerte...

—...y tú me pagas maltratándome. Eres malo... —afirmé, quejándome débilmente, como una perrita herida. Rió a carcajadas.

—¿Te disgustó? —dijo, buscándome los ojos. Yo lo miré fijo.

—No, en realidad no... en tanto no pegues más fuerte... y sea sólo un juego...

—Eres maravillosa... y lo sabes —afirmó, tomando mi mano, que estimulaba sus pezones, y besándola—. Me excitas, me apasionas, me vuelves loco... y no sé quién eres. No tengo idea de cómo localizarte... —me puse muy seria. Ya lo veía venir...

—¿No prefieres el misterio?

—Sí, pero sólo hasta cierto punto. Y esto pasa de castaño oscuro. He aguardado toda la semana queriendo verte... y no tengo manera de que lo sepas.

—¿Y cuándo quieres verme?

—A todas horas. No quiero que te vayas hoy. Quiero que te quedes a pasar la noche... quiero amanecer contigo, llamar a la oficina mañana y no ir, y quedarme hasta tarde en la cama, follando contigo. Y todo esto no se lo he dicho nunca a ninguna mujer... —lo miré fijo. Había dicho mujer y no puta. Bajé la vista.

—Lo siento, —mentí— no puedo quedarme hoy... —cuando alcé los ojos, vi cómo su mirada se endureció. La mía se hizo suplicante.

—Perdóname... —gemí. Acarició mi mejilla, dolido.

—Déjalo. Yo te pagaré más... —musitó, suplicante. Debía herirlo mucho imaginarme follando con otro "cliente". Y sin embargo, veía cómo hacía un esfuerzo por entenderlo.

—No es eso. Tengo que regresar... entiende...

—No puedo entender. No sé nada de ti... —dijo, de nuevo serio. Mis ojos se humedecieron. Era un sutil reproche, pero reproche al fin.

—Te pido que confíes en mí... así, sin conocerme, sin saber más... te compensaré, te lo prometo... te haré gozar como nunca has gozado... te voy a retribuir con creces tu confianza... pero por hoy no pretendas saber más...

—¿Cuándo podré verte de nuevo? —preguntó, estrechándome en sus brazos.

—Mañana... tengo una sorpresa para ti... mañana. Vivirás algo único. Lo prometo —dije, y lo besé apasionadamente.

—Te dejaré ir esta noche, con una condición... —dijo. Lo miré interrogante.

—Que pases el fin de semana conmigo. Quiero que estés aquí el sábado a mediodía. Si no vienes...

—Vendré... —dije— te lo prometo —él me besó y me estrechó en sus brazos, pero ya no era deseo lo que había en sus caricias, sino una extraña suavidad. Correspondí en la misma forma, hasta que comprendí que si seguíamos por ese camino, yo no saldría nunca de esa habitación. Me separé de él con tristeza. Le lamí la verga en toda su longitud hasta dejársela limpia, y luego me levanté y fui al baño.

Comenzaba a comprender que no podía negarle nada a aquel hombre, y ese peligro me asustaba y excitaba al mismo tiempo. Jamás nadie había penetrado mi intimidad hasta ese punto. Se levantó, me ayudó a quitarme los zapatos y las medias, y se metió a la ducha conmigo. Nos enjabonamos y enjuagamos mutuamente, y terminamos besándonos y acariciándonos apasionadamente bajo el chorro de agua fresca. Su polla comenzaba a erguirse de nuevo y yo decidí que era hora de irme. Salí de la ducha y me sequé. Él pareció recordar algo.

—Te lastimé... —dijo.

—No mucho —respondí.

—¿Dolió? —había preocupación en la pregunta.

—Algo... pero ya estoy bien —afirmé. Me miró con ternura.

—Olvido... —empezó.

—Dime —respondí, sin dejar de recoger mi ropa.

—No, no te pongas eso... —dijo, refiriéndose al sostén y al hilo dental. Lo miré interrogante.

—Déjamelos de recuerdo —pidió. Me resultó conmovedora su súplica.

—Eres un fetichista —me burlé. Rió y eso le recordó algo. Salió de la ducha, se enrolló la toalla a la cintura y fue a buscar algo.

—Es para ti. Quiero que lo uses mañana... —dijo, tendiéndome una bolsa con el logo de una conocida tienda de lencería fina. Abrí la bolsa y saqué el breve trozo de seda negra. Mis ojos se abrieron como platos: el corsé dejaba al descubierto los pechos y la entrepierna, sólo ceñía el diafragma, la cintura y parte del abdomen. Tenía además unas ligas para sostener las medias. Seguro era una prenda diseñada por una mente muy lasciva. Casi perversa. Y seguro era una mujer. Reí, complacida. Eso significaba que él había estado pensando en mí.

—De acuerdo —dije—. ¿Prefieres que me lo lleve puesto?

—No... —respondió— quiero que lo estrenes mañana. "Como tú vas a estrenarme a mí", pensé, pero no lo dije. Sonreí y lo guardé en mi bolso. Me sequé el cuerpo y el pelo con cuidado, sin hacer nada por ocultarle mi cuerpo desnudo, y empecé a ponerme las medias de nuevo, convirtiendo ese hecho tan simple en un espectáculo sensual sólo para él. Se había tendido en la cama, con la toalla a la cintura, y vi cómo poco a poco su erección empezaba a alzarse. Yo no dije nada y continué vistiéndome de la misma forma sensual.

Me perfumé, me apliqué desodorante y me puse la blusa de seda, que se pegó a mis senos desnudos, marcando mis pezones bajo el suave tejido. Luego me embutí en la falda, me acerqué a él, me di la vuelta, y le pedí, coqueta, que me subiera el cierre. Él así lo hizo, y al hacerlo, me besó con reverencia el punto donde la espina dobla la curva de la cintura. Fue un beso lascivo y avieso. Su lengua me lamió justo en ese sitio y yo sentí que una corriente eléctrica me recorría toda. Me hizo volverme, me tomó en sus brazos y me lanzó a la cama, a su lado.

Su cuerpo me atrapó debajo y me besó con la desesperación del que no quiere que llegue la despedida. Sus ojos se abismaron en los míos y leí en ellos toda la agonía de esa semana de esperas inútiles. Había sido muy noble al no hacerme reproches. Yo tampoco quería dejarlo. Deseaba arrebujarme contra su cuerpo y pasar ahí la vida entera. Pero sabía que si hacía eso, me convertiría en una más de sus muchas conquistas. Y yo quería ser distinta. Quería dejar una marca en su vida, una huella en su memoria y en algún lugar de su ser que no fuera sólo su sexo.

No quería dominarlo, ni lograr que me pidiera que me casara con él. Había decidido ya, a esa edad tan tierna, que no quería casarme nunca. No concebía mi vida dentro del matrimonio. Pero sí deseaba amar y ser amada por un hombre digno de mí, y para eso tenía que convertir a Mario en ese hombre, en el hombre que yo quería para gozar con él y complacerme en él, y que él se complaciera conmigo y en mí.

Y para eso estaba dispuesta a convertirme en la mujer que él necesitaba.... Aunque no siempre fuera exactamente como él quería. En una puta, en primer lugar, porque al parecer, era así como él catalogaba a las mujeres. Al menos, a las que se había acercado hasta entonces. Y porque el sexo era lo primero que a él le interesaba de una mujer. Ya vería después cómo le hacía apreciar las otras cosas que yo podía aportar a su vida. De momento, era preciso enloquecerlo un poco, acicatear su apetito... desconcertarlo. Y estaba dispuesta a hacer lo que fuera necesario para lograr mi objetivo. Me puse los zapatos y saqué la billetera. Al toro por los cuernos.

—El otro día me diste más dinero del acordado... —empecé.

—Déjalo —dijo Mario, después de mirarme con súbita sorpresa. Pero su expresión volvió a tornarse fría. Abrió la gaveta del velador y sacó otro fajo igual al de la vez anterior—. Aquí tienes lo de hoy. Es lo que acordamos...

—Pero es mucho... —continué.

—Te lo has ganado, —dijo, repentinamente serio— y es mucho menos de lo que mereces. Me has dado un placer enorme... qué bien follas... —bajé la vista, avergonzada. No quise que dijese más. Me habría muerto si empezaba a compararme con alguien. Él debió de entenderlo así, porque no insistió. Agarró el fajo de billetes, se levantó y lo metió en mi bolso. Yo no dije más. Luego llamó a un taxi, y mientras tanto, haciendo un gran esfuerzo por recuperar la serenidad, terminé de peinarme y arreglarme el maquillaje. Él me vio hacer.

—¿Cómo te encontraré? —dijo, sirviéndome una copa de vino. Me la tendió y se sirvió otra.

—Te mandaré las instrucciones mañana por la tarde. Está pendiente... —apuré la copa hasta el fondo después de un brindis silencioso, y la dejé sobre la mesita. Justo en ese momento, sonó el claxon del taxi. Tiró de mi mano, me estrechó en sus brazos y me besó como un hambriento. Me separé con renuencia. Me fijé en el velador y vi las flores. Lo miré. Él asintió y tomé una. La besé. El sonido estridente del claxon se oyó de nuevo. Me miró resignado. Le di un beso rápido en los labios, tomé mi bolso y bajé. En el elevador me puse unos lentes oscuros. Mateo me abrió la puerta del taxi, me despedí de él y subí. Cerró la puerta y el coche partió de inmediato.

—¿Adónde la llevo, señorita? —preguntó el taxista. Yo no estaba tan obnubilada como para pasar por alto las medidas de seguridad. Di el nombre de una calle donde estaban ubicados algunos de los mejores hoteles. Era una zona que permanecía concurrida todo el tiempo. El taxista me llevó a través de la ciudad. Yo evité entablar plática con él. Finalmente, le dije que me dejara en una esquina. Bajé, y cuando quise pagar, me dijo lo mismo que el otro, que la carrera ya estaba pagada. Le di las gracias y eché a andar.

El impermeable ocultaba a la vista de todo el mundo el secreto de mi cuerpo. Iba caminando por una céntrica avenida sin sostén y sin bragas. Acababa de ser follada por el culo por un hombre verdaderamente hermoso. Y sólo yo lo sabía. "Estás ebria", me dije. Avancé con paso elástico y entré a la zona de tiendas en los bajos de un gran hotel. Era una especie de túnel iluminado que concluía en la siguiente cuadra. El taxista me siguió entre las personas que pasaban de esa zona al enorme vestíbulo del hotel. Alcancé a verlo antes de escabullirme hacia el baño.

Cuando el hombre estaba distraído, salí y me fui al área de casilleros. Saqué del ruedo del impermeable la pequeña llave, abrí el casillero y saqué una bolsa grande. Me escurrí al área de servicio y entré al vestidor de mujeres. Me quité la ropa y me puse un uniforme de mucama. Guardé en la bolsa los lentes oscuros, las medias, los zapatos, la falda, la blusa y el impermeable. Me sujeté el pelo en un moño, me ajusté una peluca corta, negra, y la cubrí con una redecilla. Encima me puse la gorra del uniforme. Me quité el maquillaje por completo, así como los aretes, que guardé en una bolsa interior de la bolsa.

Completé todo con unos lentes claros y unos zapatos tenis blancos. Salí del hotel por la puerta del frente. El taxista estaba todavía esperando en el vestíbulo a que yo saliera del baño, pero no me vio. Caminé por la avenida unas cuatro cuadras y entré a otro hotel. Reservé una habitación para la noche siguiente. Dije que era "para mi patrona". Di un nombre falso y pagué en efectivo. Cuando el recepcionista estaba respondiendo al teléfono y no me veía, tomé la llave de la habitación del casillero y me escabullí.

Salí de nuevo a la calle, me alejé de la zona de los hoteles, me detuve en una parada de autobús y me senté a descansar. La adrenalina hacía que mi corazón bombeara a mil por hora. Poco después paré un taxi y me fui a casa. Cuando llegué, calenté la cena, comí, me desnudé y me metí en la tina de agua tibia y perfumada. Me había servido una copa de vino y había encendido velas. Cerré los ojos y dejé que me invadiera una agradable sensación de laxitud. No sabía si reír a carcajadas o llorar amargamente. El culo me dolía, pero menos que la primera vez.

Las imágenes de Mario violándome, que había contemplado en el espejo de la habitación, volvían a mí una y otra vez. "Folla como los dioses", me dije. "Pero no te corriste", dijo la enemiga. "Claro, es parte de la ilusión", replicó la prudente, "las putas no se corren con sus clientes", aclaró. Mientras yo pensaba y recordaba todo lo ocurrido, el agua se enfrió. La dejé correr y me enjuagué bajo la ducha. Salí y me envolví en la bata de felpa blanca. Enrollé mi cabellera con una toalla, me tendí en la cama y encendí un cigarrillo.

Fumé despacio, totalmente relajada, tratando de poner mi mente en blanco. Cuando terminé, aplasté la colilla en el cenicero, me levanté, me sequé el cabello y me quité la bata. "¿Y qué vas a hacer mañana?", preguntó la mala pécora de mi enemiga interna. "¿Mañana?", preguntó la niña inocente que estaba a punto de morir del todo. Levanté las sábanas y me metí en la cama, totalmente desnuda. "Mañana será otro día", le respondí. Y dicho esto, me di la vuelta y me dormí.

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