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El escritor de relatos (1)

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El escritor de relatos (1)

"Ella le ordenó que la penetrara. Jacques así lo hizo. Aroha estaba derritiéndose de calor. La penetró de muchas maneras, cambiando cada tanto de posición: De pie, de frente, desde atrás, en cuatro, con las piernas de ella sobre los hombros... Hasta que se sentaron en una silla. El debajo y ella encima, de espaldas. Estaban ante el espejo y él le acariciaba el clítoris. De pronto, Aroha sintió aquella enorme explosión, y gritó. Jacques siguió acariciándola, y ella se siguió viniendo, una y otra vez, hasta que ya no pudo más.

Exhausta, dejó que Jacques la acostara en la cama y que le sirviera una copa de champaña. El también tomó una y comenzaron a comer bocadillos. Aroha estaba fascinada. Lo besó, lo abrazó, lo acarició. Jacques la miraba divertido. Luego de una buena hora de hablar y acariciarse, le preguntó si..."

Adrian Boulanger borró la última página de la computadora. No terminaba de estar satisfecho con ese final para su última novela. Sabía la causa: No lograba imaginar a la protagonista. En su mente continuaba viendo a su última compañera de cama: Alta, abundante, rubia... decididamente teutónica. Y Aroha era una nativa de los mares del Sur. Una sensual hawaiana, tahitiana o polinesia, de cabellos negros, largos, lacios, ojos negros, boca sensual, y cuerpo voluptuoso, exquisitamente bien formado.

Jacques, por supuesto, era él: Treinta y cinco años, francés, bronceado, ojos verdes, pelo rubio oscuro, alto, con músculos bien definidos, y obviamente, mucho atractivo para las mujeres. En la vida real su pasaporte decía: Profesor de deportes, y aunque ese había sido el último empleo que había desempeñado, tenía un grado en literatura. Se había empleado así porque en esos días era difícil encontrar plaza como profesor de literatura, y porque con su físico se le daba muy bien el atletismo.

Cuando todavía era profesor de deportes, en su tiempo libre había comenzado escribiendo sus fantasías eróticas. Un buen día, envió uno de sus textos a una revista y ganó un concurso con una fantasía que, en realidad, tenía bastante de autobiográfica. Por supuesto, la envió con seudónimo, pero tuvo tanto éxito cuando la revista la publicó, que le pidieron más. El siguió enviando textos, y luego un editor se comunicó para ofrecerle un contrato.

Desde entonces había dejado su trabajo de profesor de deportes y se dedicaba a tiempo completo a escribir libros eróticos, pero su vida personal se estaba resintiendo. Sus compañeras de cama terminaban invariablemente convertidas en protagonistas de sus novelas. Adrian, a pesar del éxito obtenido, guardaba celosamente el secreto de su profesión verdadera.

En aquel momento, se dijo, necesitaba desesperadamente encontrar una mujer que se pareciera a Aroha. Decidió darse un descanso. Tal vez después se le ocurriera algo. Apagó la computadora, se levantó y caminó hasta la sala. En la mesa de centro había una pila de cartas y paquetes sin abrir. Fue hasta la cocina, se sirvió un bloody mary y, con el montón de cartas sobre su pecho, se tendió en el sofá. Una de ellas era un jugoso cheque de su editor. Bien, eso serviría para pagar todas las cuentas, que eran una buena parte de la correspondencia que había recibido, y afortunadamente aún sobraría bastante.

Apartando las cuentas por pagar, las cheques a su favor y las notas personales, Adrian notó un sobre manila grande. Lo abrió intrigado. Dentro había un catálogo de la agencia de modelos M. M. Lo hojeó distraídamente. Los rostros y cuerpos eran hermosos, irreprochablemente atractivos, y habían sido fotografiados por un profesional. De pronto, al dar vuelta a una página, se topó con aquellos grandes ojos negros. Adrian sintió un estremecimiento. Frenético, buscó el número telefónico de la agencia, lo marcó e hizo una cita para encontrarse con la modelo de la foto.

Aparte del estudio donde en aquel momento trabajaba, Adrian tenía un cómodo piso donde vivir y una encantadora casa en la playa. Citó a la modelo en un lugar céntrico. En aquel momento, para él la modelo era sólo una cita de trabajo. Sabía qué esperar de las chicas M. M., y creía que no saldría defraudado de aquélla. Bajo la cubierta de una agencia de modelos, M. M. funcionaba en realidad como una agencia que proporcionaba acompañantes y putas de lujo. Estaba en buenos términos con las autoridades, era discreta y sus chicas eran de lo mejor.

Se citaron en el bar de un importante hotel. La chica llegó puntual. Vestía un formal abrigo negro, y su pelo, lacio y oscuro, estaba trenzado en un cuidadoso peinado. Según le dijo a Adrian, su nombre era Ngaio. Era hawaiana y tenía los ojos negros, ligeramente rasgados. Su piel trigueña lucía un bronceado impecable. Después de conversar un rato para romper el hielo, Adrian la condujo a la casa de la playa.

Comenzó pidiéndole a la chica que se pusiera cómoda. Ella obedeció. Se soltó el pelo, destrenzándolo rápida y diestramente. Vestía un sarong de algodón rojo, con estampados blancos que destacaba los senos abundantes, las anchas caderas, la cintura muy breve, y las nalgas prominentes. Era muy joven. No más de diecinueve años, y su dentadura perfecta brillaba en una amplia sonrisa.

Adrian no le explicó que quería que fuera la protagonista de su historia. Únicamente le dio instrucciones para lo que sería una sesión de fotografía y placer. En primer lugar, le dijo que quería verla junto al mar. Fueron hacia la playa, y allí le pidió que se desnudara. Ngaio obedeció, mientras Adrian la filmaba con una cámara de video digital. Con graciosos movimientos se despojó del sarong. Bajo la tela únicamente llevaba un minúsculo hilo dental rojo.

Con gracia y descaro, le brindó sus pechos pesados, con los vírgenes pezones ciegos, y luego le dio la espalda, para despojarse del breve hilo dental. Una vez desnuda, sin volverse, corrió hacia el mar, y se zambulló entre las olas. Como si le leyera el pensamiento, regresó. Danzó para él, sensualmente, en la arena. Luego, se tendió sobre la playa blanca, y giró, cubriendo de finas partículas de coral su hermoso cuerpo moreno, mientras dirigía a Adrian miradas invitadoras. Este, antes de comenzar a filmarla, se había despojado de sus jeans desgastados y de su vieja camisa de trabajo y sólo vestía un breve traje de baño.

Ngaio se puso en cuatro patas, de espaldas a la cámara, y lo invitó a que la penetrara desde atrás, moviendo su culo con envites que reproducían el rítmico oscilar de las penetraciones, pero Adrian sólo siguió filmando. Luego ella se dirigió hacia la piscina, que estaba a un lado de la casa, y con un impecable clavado, se zambulló.

Adrian la siguió. La cámara estaba protegida por una cubierta a prueba de agua, de modo que siguió filmándola sumergida. Ella aprovechó para darle un espectáculo, masturbándose debajo del agua, mientras sus largos cabellos formaban un aura oscura en torno a su cara y se movían al compás de sus sensuales giros. Cuando emergió, Adrian lo hizo junto a ella, captándola en toda su belleza. Las gotas de agua brillaban encantadoramente sobre su piel bronceada, y la cabellera mojada se le pegaba como una capa sobre la espalda.

Se tendió en la orilla con dulce abandono. Allí, volvió a masturbarse para él, gimiendo y haciendo ruidos obscenos. Adrian captó claramente cuando se introdujo varios dedos en la vagina, y cuando se los chupó para lubricarlos mejor. También captó cuando la chica se quitó por fin el hilo dental y se lo tendió. Su pubis estaba cuidadosamente depilado. Se abrió entonces los labios y le brindó una vista completa de su raja. Ante la cámara, se masturbó, penetrándose con sus dedos y luego llevándoselos a la boca para chupar sus propios jugos, como diciendo: "Estoy húmeda, fóllame". Al ver que eso no surtía efecto, usó esos jugos y comenzó a introducir un dedo lubricado en su culo. A Adrian estolo excitó tanto que no pudo contenerse. Se acercó a ella y tomándola por los cabellos, la obligó bruscamente a ponerse de pie.

—¡Ahora verás, puta! —.Ngaio chilló al sentir el tirón, pero obedeció. Caminó delante de él hasta la casa, y subió al segundo piso, sin que él la soltara. Allí, él la hizo caer en la amplia cama blanca, con sábanas de satén. Puso la cámara en un trípode y siguió filmando a Ngaio tendida, desnuda y mojada. Luego, se despojó del traje de baño y de inmediato su polla se alzó desafiante. Se la metió a la fuerza en la boca y la hizo que lo mamara. Luego, se lanzó sobre ella, le abrió las piernas y la penetró violentamente.

Sintió cómo el cuerpo femenino se estremecía y temblaba bajo el suyo. Ella gimió cuando el émbolo entró una y otra vez en su cuerpo. Aunque era una puta experimentada, la brutalidad de la violación y las dimensiones de la verga le provocaron un impacto muy fuerte. Sus quejas no fueron fingidas. Adrian tenía una polla larga y gruesa que hizo estragos en el coñito de la chica. Al darse cuenta, él suavizó el ritmo, comenzó a besarla en el cuello, y subió por su mejilla hasta llegar a su boca.

Le acarició los senos, y bajó hasta ellos para besarlos. Luego, volvió a subir sobre ella y a montarla. La sentía estrecha y eso le producía mucho placer. También lo excitaba el ver la expresión de sus ojos negros, ligeramente rasgados. Había borrado la expresión burlona y desafiante del principio. En ese momento, ella lo veía como al que la dominaba a su pesar, y esa sensación de dominio era muy halagadora para Adrian, que comenzó a hablarle al oído:

—Eres una puta deliciosa... me encanta violarte... ¿es mi polla demasiado grande para ti? ¿Te duele, cerda?... Vamos, zorra... quiero oírte gemir de veras —y aceleraba las acometidas, para escuchar sus gritos. Ngaio no tuvo que fingirlos, porque le dolía de veras. Adrian estuvo así, violándola durante largo rato, hasta que sintió que se iba a correr de un momento a otro. Entonces la obligó a ponerse en cuatro, como cuando lo incitó en la playa, y a acariciarse a sí misma.

—Vamos, puta... incítame ahora, para que te clave la verga... —le ordenó que repitiera lo que le había dicho antes, ofreciéndosele. La chica obedeció, amedrentada, y Adrian volvió a meterle la verga en la boca, obligándola a mamarlo. Ella sintió su propio sabor en la polla, y supo que él lo hacía para someterla.

—Eso, puta... pónmela bien dura... todavía no te la he metido por el culo... te voy a sodomizar hasta que grites... —Ngaio se estremeció. Si en su coño aquella verga había hecho estragos, ¿qué no haría en su culo?. Cuando él se dio por satisfecho con la mamada, la hizo volverse, y la penetró de un solo golpe, mientras ella permanecía en cuatro patas, como una perra. Lo hizo brutalmente, una y otra vez, sujetándola por la nuca, y tirando de sus cabellos cuando no se movía como él lo deseaba.

Ngaio lanzó un brutal alarido cuando aquella carne dura entró en su culo. Por más que relajó el esfínter, el encontronazo fue brutal. Sintió como si un hierro al rojo la atravesaba, y continuó gritando y gimiendo durante todo el rato que Adrian estuvo sodomizándola, indiferente a sus quejas.

Cuando él estuvo a punto de venirse, la hizo volverse boca arriba. Se masturbó y finalmente se derramó sobre los senos de la chica, empapándola de leche, y obligándola a recogerla con sus manos y a beberla. Luego, la obligó a que lo mamara de nuevo y a que tragara los últimos vestigios de semen. Cuando lo hubo hecho, la cargó hasta la piscina y la lanzó al agua. El se lanzó después, tras ella, persiguiéndola hasta darle alcance. Luego de un rato de escaramuzas, la atrapó y la obligó a mamarlo bajo el agua, hasta que su verga volvió a ponerse dura.

La penetró dentro del agua, sosteniéndola contra las gradas de la piscina. A pesar del dolor, Ngaio parecía haber enloquecido. Se movía y se apretaba contra él completamente enardecida. El se vino dentro de ella, bajo el agua, pero era muy consciente de que ella no había conseguido su orgasmo, y sabía que eso la enardecería más.

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