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El más oscuro nombre del olvido (2)

en Grandes Series

Alicia:

—¿Cómo te llamas?— dijo, mirándome a los ojos. Dio un sorbo lento a su vaso y se quedó observándome. Pero no me veía las piernas. Parecía, en cambio, hipnotizado por mis ojos.

Yo estaba asustada. El paso dado era una locura, y comenzaba a medir la enormidad que había cometido. Pero ya estaba ahí. Habría querido disolverme en el aire, o marcharme al más remoto olvido. Justo entonces me preguntó aquello: "¿Cómo te llamas?", dijo. Una pregunta sencilla.

—Olvido... —me oí decir, incrédula. Fue lo primero que se me ocurrió.

—¿Olvido? ¡Qué nombre más raro! —comentó con su voz ronca. Sonrió entonces. Tenía una sonrisa como de lobo simpático, y yo de seguro lo habría encontrado encantador en otras circunstancias. Un guapo lobo, pensé. Tenía la piel muy morena. Seguro hacía mucho deporte al aire libre. Y era bastante más alto que yo. Sus cabellos negros formaban ondas, un tanto despeinadas en ese momento. Di un trago y el líquido volvió a quemarme la garganta, pero me gustaba aquella sensación cálida que invadía despacio hasta el tuétano de mis huesos. Me dejé llevar por aquel calor nuevo. Poco a poco me relajé y me atreví a preguntar:

—¿Qué es? —señalé el vaso.

—Amaretto —respondió. "Amaretto", repetí para mí, como una idiota. La voz honda me acariciaba al hablar. Sus ojos grises, orlados de negras pestañas, no me perdían de vista. Pensé que iba a pedirme de inmediato que comenzara, pero no lo hizo. Al parecer, se estaba tomando su tiempo. Miré el reloj de pared sin disimulo. Eran las siete. Desde la muerte de mi padre nadie me esperaba en casa. Era viernes, y al día siguiente no tenía que ir al colegio. Podía tomarme todo el tiempo del mundo.

De algún modo, dejé de sentir miedo. Él parecía un tipo decente. Un tipo que contrataba putas, las llevaba a su apartamento y les daba un pago espléndido. Si es que me pagaba... "Deja de beber", me aconsejé. "Es preciso conservar un resto de lucidez en medio de esta locura". Y de inmediato puse el vaso encima de la mesita de centro. Miré de nuevo el reloj. Él siguió el rumbo de la mirada y dijo:

—No te preocupes. Si tardamos más de lo dicho, te lo compensaré con un pago extra.

Yo bajé los ojos. Me sentí humillada. No era más que una puta. Cedí a la tentación y di otro sorbo al vaso. El último. Después lo dejé, lleno a medias, sobre la mesa. No volví a tocarlo. Decidí entonces enfrentar la situación de una buena vez. Al toro por los cuernos. Y mientras más pronto saliera de ahí, mejor. Me estaba asfixiando en esa habitación que de repente se me antojó demasiado cálida.

—¿Adónde quieres hacerlo? —pregunté, tratando de que mi voz sonara firme y fría.

—No sé, —replicó— podemos empezar aquí... —me buscó los ojos y yo bajé la vista, amedrentada de pronto. Tomó mi mano y se puso en pie. Tiró de mis dedos y me levanté del sillón. Me abrazó y me buscó la boca. Jamás me habían besado. Siempre fantaseé acerca de ese primer beso. Como la mayoría de las adolescentes, me preguntaba cómo sería. Yo también alimenté fantasía romántica de las chicas de mi edad, que sueñan con el príncipe azul y todas esas zarandajas. Y ahí estaba, en los brazos de un perfecto desconocido, que en ese instante exploraba mi boca con su lengua. Lo dejé hacer, desmadejada en parte por el efecto del licor. No tenía voluntad en esos momentos; mis huesos se habían convertido en gelatina y pensé que iba a derretirme hasta el piso. Me limité a abrir los labios y a admitirlo. No sabía cómo responder, ni qué debía hacer. Temí cometer un error y delatar mi inexperiencia.

Mientras me besaba, sus manos subían y bajaban por mi espalda. Al principio asió mi nuca y me forzó a recibir su lengua a fondo. Me sentí violada por aquel trozo de carne húmeda que exploraba en mi interior, pero no tuve fuerzas para rechazarlo. Luego se relajó y comenzó a acariciarme con ternura. Bajó por mi espalda, estrechándome, hasta mis caderas. A través de mi ropa sentí el calor y la firmeza de su cuerpo. Sin embargo, yo seguí tensa. Recorrió la redondez de mis nalgas, pero no tuve valor para apartar sus manos como había hecho con el gordo repugnante. Ante mi falta de respuesta, debió de darse por vencido y me soltó. Para entonces, yo comenzaba a sentir cada vez más calor. Me quité la chaqueta y la dejé caer al suelo, sin voluntad para levantarla. No dijo nada. Sus ojos bajaron hasta el escote y se posaron en mis senos. Me sentí humillada de nuevo por mi blusa y mi falda demasiado estrechas, pero callé.

No me moví cuando soltó el primer botón. Me miraba a los ojos al tiempo que comenzaba a tocar mis pechos. Mantuve mi vista fija en la suya, captando hasta el último rasgo de su cara. De pronto la seriedad invadió su rostro. Soltó el segundo botón y descubrió el sostén de encaje negro. Estaba razonablemente bien. Al menos, no era tan viejo como el resto de mi ropa. Sus manos acunaron mis tetas con ademán suave. De inmediato sentí como si una corriente eléctrica me atravesara y mi entrepierna se humedeció. Con mucho cuidado sacó uno del hueco del sostén. La piel era blanca, pero el pezón destacaba en medio, como una rosa en medio de la nieve. Al contacto con su pulgar, el pezón se irguió de inmediato y mi excitación creció al mismo ritmo. Se inclinó sobre él y comenzó a tocarlo. Su boca rodeó la rosada punta y su lengua trazó círculos húmedos en torno a ella. Yo gemí, atormentada por el placer repentino.

Me soltó, y su pulgar siguió trazando los mismos círculos sobre el pezón mojado. Repitió la misma operación con el otro seno. Yo respiraba cada vez más agitada. Volvió a besarme y abrí la boca, deseosa de recibirlo. Aprendí con rapidez a responder a sus besos y se mostró complacido del cambio. Me dejó entonces y de un tirón zafó todos los demás botones. Me abrió la blusa y la dejó caer. No intenté cubrirme, ni siquiera cuando desabrochó el sostén con un hábil movimiento de sus dedos. La prenda cayó también y contempló entonces mis pechos en toda la gloria de su desnudez. Había admiración y deseo en su mirada, y yo aprendí a leer todas aquellas emociones en sus ojos. Me gustó saberme deseada y admirada.

Comenzó a soltar los botones de su camisa sin dejar de mirarme. Me acerqué y le ayudé a zafarlos. Le quité los gemelos y los puse sobre la mesa. Le abrí la camisa y mi boca se apoderó de uno de sus pezones y luego del otro. Lo oí gemir y eso me produjo una extraña exaltación. Tenía el tórax musculoso y cubierto de un vello negro que se me antojó muy sexy. Su piel se irguió al contacto con la mía. Me gustó el aroma de su cuerpo. Olía a cuero, a tabaco fino y a colonia. Pero por encima de todo, percibí su propio olor. Un olor a hombre, a animal sano, a bosque. Y supe que desde siempre ese era el olor del sexo.

Me abrazó y besó de nuevo. Se conducía con indecible suavidad y enervante lentitud. Bajó el cierre de mi falda, que cayó sobre la alfombra. Él se quitó la camisa y yo me quedé sólo con las braguitas negras de encaje, las medias y los zapatos de tacón. De pronto sentí un conato de vergüenza. Me arrodillé para tratar de ocultar de algún modo mi desnudez, y mis ojos tropezaron con su cinturón. Huyendo hacia delante, lo desabroché. Él me dejó hacer, satisfecho de mi iniciativa, y luego bajé el cierre. Volví a sentir miedo, pero él ya había metido la mano tras la pretina de los boxers. Me sentía indeciblemente torpe.

Y de pronto lo vi ante mí. Él era el enemigo. Lo observé con inevitable curiosidad. Nunca había visto uno. De hecho, jamás había visto a un hombre desnudo. El enemigo era largo y grueso, más oscuro que el resto de su piel, y en su base estaba cubierto de un vello oscuro y áspero. Era más grande que el promedio, pero en ese momento no tenía forma de saberlo. A mí me pareció descomunal, sobre todo cuando comprendí que toda esa carne iba a estar pocos minutos después dentro de mí. Entonces me pareció que era una enorme ballena. Un Leviatán a punto de destrozarme con sus salvajes coletazos de cetáceo. Cerré los ojos, muerta de miedo, pero ya él presionaba la punta contra mis labios.

Abrí la boca, sorprendida, y él metió aquella masa de carne palpitante y caliente en mi boca hasta que la llenó por completo. Tuve que reprimir una arcada cuando tocó el fondo del paladar. Se dio cuenta y lo sacó un poco. Yo no sabía qué hacer, así que empecé a chupar lo mejor que pude. Él tomó mi cabeza con una de sus manos y me fue guiando, al tiempo que la otra lo asía y lo sostenía dentro de mi boca. Comencé a reproducir contra su carne los movimientos que él había hecho sobre mis senos. Mi lengua recorrió la punta y la rodeó con rítmicos movimientos circulares. Me fui guiando por sus gemidos, cada vez más intensos.

—Chúpame el tronco —pidió, y obedecí, yendo de la punta a la empuñadura, varias veces. Miré hacia arriba y vi su expresión de placer. Abrió los ojos y los clavó en los míos. Aquello debió de gustarle mucho, porque me acarició la cabeza con ternura. Bajé y subí varias veces, lamiéndolo todo.

—Chúpame los huevos —pidió, con voz claudicante. Y yo obedecí.

—Con cuidado —advirtió. Los lamí y aspiré el olor de su entrepierna. Sus ingles tenían ese aroma tan suyo que reconocería hasta el fin del mundo. Me metí uno en la boca, y luego el otro, sin dejar de mirarlo. Era una delicia oírlo gemir mientras lo hacía, y me demoré mucho rato con cada uno. Me gustó recorrer con deleite la piel suave y fina que los recubría.

—Espera, —exclamó de pronto— si sigues así, voy a correrme —yo me detuve y lo miré, sorprendida. Sus brazos me alzaron y permanecí de pie, mientras él me observaba. Me despojó de las bragas y el triángulo de vello oscuro de mi entrepierna quedó a la vista.

—¡Qué bella eres! —ponderó, sin dejar de contemplarme. Yo quería cubrirme, pero me lo impidió. Tampoco dejó que me quitara las medias ni los zapatos de tacón.

—Así estás bien... —dijo. De pronto, reaccionó y buscó unos cojines.

—Ven, —ordenó— colócate así... —y diciendo esto, me hizo arrodillarme sobre la alfombra y puso mi cabeza sobre uno de los cojines. Colocó varios bajo mis caderas, hasta que mis nalgas quedaron en pompa, y entonces me separó las rodillas de modo que las piernas me quedaron bien abiertas.

—Coloca las manos sobre tu cabeza —exigió—. Así, muy bien, mi puta... así... —yo obedecía de modo maquinal, pero al oír esto me sentí profundamente humillada. Mi raja quedó expuesta por completo. Luego fue a la cocina y volvió a los pocos instantes. Se colocó entre mis piernas y de inmediato sentí algo húmedo y helado contra el agujero del culo. Quise incorporarme, pero me sujetó con firmeza.

—Quieta, puta —rugió—. Mejor relájate, o te va a doler —no me costó adivinar que había llegado el momento que más temía. Tal como había dicho, iba a empalarme por el culo. "Al menos", me dije, "no me lo hará por la vagina". Era virgen, y no sé por qué estúpida razón, quería seguir siéndolo. "¿Qué importa? Ahora te convertirás en una puta. ¿Qué importa por dónde te la meta?", pensé de pronto. Lo que más me preocupaba entonces era el dolor, y me imagino que él lo adivinó, porque enseguida dijo:

—Relaja el esfínter —y comenzó a hablarme con un tono de voz muy sedante, al tiempo que me introducía trozos de mantequilla por el culo, hasta lubricarlo bien. Sus dedos fueron forzando la abertura. Primero me metió sólo la primera falange. A medida que desarrollaba un lento mete-saca, iba introduciéndolo cada vez más profundo, hasta que cupo todo. Luego repitió la operación con dos dedos, y luego tres. Continuó haciendo esto hasta que pudo penetrarme con todos los dedos de una mano, mientras con la otra me acariciaba el clítoris. Mi excitación había ido creciendo. Mi culo estaba muy sensible, pero ya admitía la penetración sin problema. Cuando pudo meter todos los dedos, comprendió que había llegado el momento. Puso la punta de su polla contra la estrecha abertura y presionó. De inmediato me tensé, pero volvió a hablarme y a acariciarme con suavidad, hasta que comencé a relajar los músculos. Me la fue metiendo muy, muy despacio. Yo hice un esfuerzo supremo por abrirme y de pronto, con un corto envite, estuvo dentro por completo. Se quedó quieto, sintiendo aquel placer, inimaginable para mí. Eso me dio tiempo de acostumbrarme a la inquietante sensación de sentir su garrote atravesando mi culo.

—¡Qué morbo me das! —exclamó—. Me gusta imaginar que eres virgen y que estoy desflorándote. ¡Qué estrecha estás! Eres deliciosa... —yo me estremecí al oír aquello, pero no dije nada. Hacía esfuerzos desesperados por dominar mis ganas de empujarlo hacia fuera. Y por reprimir mis lágrimas. Porque a pesar de todos los esfuerzos, aquello dolía en forma indecible. Sin embargo, no me quejé.

Con mucha suavidad, poco a poco empezó a bombear dentro de mí. Primero lo hizo muy despacio, y luego fue acelerando el ritmo, hasta que llegó un momento en que me tenía agarrada con firmeza por las caderas y me estaba dando con todas sus fuerzas. Exhalé primero un gemido débil, pero a medida que el ritmo se incrementó, me quejé. Ya por último no pude más y aullé sin pudor, como una perra.

Pero él no se detuvo. Me folló durante lo que me pareció una eternidad. Su verga parecía tener un aguante casi inhumano. Al cabo, la lubricación proporcionada por la mantequilla y sus jugos hizo mucho más fácil la penetración y el dolor cedió un tanto. Siguió acariciándome el clítoris y mi excitación también fue en aumento. Su cuerpo hermoso, desnudo, estaba empapado en sudor, igual que el mío. Podía verlo por el gran espejo que dominaba la habitación. Llegó un instante, sin embargo, en que estuvo a punto de correrse. Sacó entonces su polla y me ayudó a arrodillarme ante él.

—Chupa —ordenó, metiéndome la verga en la boca. A duras penas dominé mi asco. Su capullo olía a una mezcla de mantequilla, jugos, sudor, su propio olor, mezclado todo con el de mi culo. Cerré los ojos y mamé como si en ello me fuera la vida. Quería que todo terminara ya. Estaba muy cansada y adolorida, pero sobre todo, no podía soportar más la tensión.

—Abre los ojos, puta —exigió con voz airada, tirándome del cabello. Lo miré a través de la humedad de mis lágrimas. Debió de gustarle que lo mirase, a juzgar por su expresión extática. Comprendí que sentía un maligno gozo al humillarme. Asió mi cabello y profundizó la penetración. Yo dominé una arcada. Casi enseguida comenzó a derramarse, incontenible. Su leche inundó mi boca, que no logró abarcarla toda, y resbaló por mis comisuras, hasta el cuello y los pechos.

—Traga —rugió. Yo así lo hice. El sabor y la consistencia me parecieron de lo más extraño, pero no dije nada. La tragué como pude.

—Recógela y bébela toda —su voz tenía un tono imperioso. Usé mis dedos para llevarme a la boca las salpicaduras que habían resbalado por el cuello, hasta mis senos, y las chupé hasta la última gota.

—Así, zorra. Ahora, limpia mi polla —diciendo esto, me introdujo la verga de nuevo entre los labios. Obedecí. Cuando terminé de hacerlo, me tendió en la cama, me abrió las piernas y se abalanzó contra mi pubis. Su lengua recorrió toda mi raja, sin penetrarme, atormentándome con estremecedora lentitud. Encontró mi botón y comenzó a trazar círculos en torno a él. Yo jadeaba y gemía, presa de una fiebre súbita. Apresé sus cabellos negros entre mis dedos y tiré, guiándolo para que me diera el máximo placer. Mi respiración entrecortada se aceleró cuando por fin dentro de mi cuerpo estalló aquella sensación interminable, que me recorrió por oleadas. El tiempo se detuvo y yo sentí que tocaba el cielo.

Agotada, me derrumbé sobre el lecho. Él me abrazó, también cansado, y por un rato, nuestros cuerpos sudorosos yacieron juntos. Cuando nos recobramos de aquel hondo marasmo, me cargó hasta el baño. Me quitó los zapatos y las medias y se sumergió conmigo en el agua tibia. Echó sales perfumadas, soltó mi coleta y mi cabellera se esparció, libre. Permanecimos abrazados durante largo rato, dejando que el suave calor del agua y el vapor aromado hicieran su efecto.

—Eres deliciosa. Jamás conocí a una puta como tú. Tienes la frescura de una virgen y la habilidad de una profesional... eres perfecta, despliegas una ingenuidad sabia y pones tanto empeño en complacerme... —al tiempo que lo decía, me besaba con una ternura indecible. Pero al oírlo, yo bajé los ojos y callé. Quise confesarle en ese momento la verdad, pero no me atreví. Recorrió todo mi cuerpo con una esponja empapada en gel y me lavó el cabello con una gran delicadeza.

—No sé qué tienes... dan ganas de protegerte, de tratarte bien... mejor que a una amante, o a una esposa... —me besó de nuevo. Callé, obstinada. Mi cuerpo yacía muy adolorido, pero mi mente flotaba en trance. El efecto del licor se me había pasado, y con él me habían abandonado el valor y la locura. Comprendí que aquella era la mayor insensatez que cometería jamás. De algún modo él captó mi melancolía, pero no dijo nada. Se puso en pie y me ayudó a incorporarme. Dejó que el agua de la tina escapara y abrió la llave de la ducha. La fina cortina de agua nos rodeó. Enjuagamos a conciencia nuestros cuerpos, y luego él cerró la llave y me envolvió en una enorme toalla blanca. Me secó después el cabello y se demoró desenredándolo con un peine de cerdas grandes. Se tomó mucho tiempo para hacerlo, pero al cabo comprendió que había llegado el momento. Llamó un taxi y me ayudó a vestirme.

—Deja —pedí, hablando por primera vez en largo rato—. Yo puedo sola... —me dejó hacer y se tendió en la cama, desnudo, a observar cómo volvía a ponerme la ropa. Ante él. Para él. Evité mirarlo. Una nueva distancia se había instalado entre nosotros. Mis ojos delataban una profunda desolación. Cuando estuve lista, abrió la gaveta del velador y sacó un grueso fajo de billetes grandes. Era mucho más de lo que habíamos pactado, pero yo sentía una desazón tan profunda que ni lo miré. Me limité a meterlo en mi cartera con un gesto automático, sin contarlo. No quise insultarlo con mi desconfianza. Sólo quería escapar de ahí, pero una parte íntima de mi ser ansiaba quedarse junto a aquel hombre tan atractivo que acababa de convertirme en mujer. Y esa disyuntiva estaba desgarrándome. Incapaz de confesarlo, miré hacia el velador, y contemplé el florero donde se abrían dos docenas de rosas de té.

—¿Puedo llevármela? —dije de pronto, al tiempo que tomaba una. Él me miró sorprendido. Pero luego se les quedó mirando a las rosas y asintió. La rosa apenas empezaba a abrirse y aspiré su perfume embriagador. En ese momento el timbre sonó y Mateo le advirtió por el intercomunicador que había llegado el taxi.

No me despedí de él. No se levantó de la cama. Me miró con aire ausente y me vio partir sin una palabra. Salí del penthouse y tomé el elevador. En el espejo se reflejó mi imagen. Hacía sólo unas horas ahí se había asomado a mis ojos una niña. En ese momento, en cambio, desde el cristal me miró una mujer desencantada. ¿De modo que esto era el sexo? ¿Ser usada como un trapo y luego echada fuera? Sentí que había envejecido mil años. Un rubor nuevo invadía mis mejillas. Cuando llegué al portal, Mateo me subió al taxi y le dijo al chofer:

—Cuide mucho a la señorita —el taxista asintió. Me conmovió el gesto de Mateo, pero nada dije. El coche arrancó. Llovía.

—¿Adónde la llevo, señorita? —preguntó el chofer, algún rato después. Yo desconfié por instinto. Di la dirección de la estación de trenes, y el taxista atravesó la ciudad dormida. En el silencio de la noche, sólo el murmullo incontenible de la lluvia reinaba sobre todas las cosas. Bajé en el andén iluminado, y cuando iba a abrir mi bolso, el chofer me informó que la carrera estaba ya pagada. Arrancó y me dejó con mi nueva soledad. Lloviznaba y hacía frío. Entré al enorme edificio. La atmósfera era cálida. Vi el reloj y me sorprendió que apenas fueran las diez. Había pasado tres horas con el hombre que me había penetrado por primera vez. Técnicamente, yo seguía siendo virgen, ya que mi himen estaba intacto, sabía que aquel hombre me había convertido en mujer y entonces caí en la cuenta: ni siquiera sabía su nombre.

Atravesé la enorme galería y al otro lado tomé un nuevo taxi que me condujo a un gran centro comercial, de esos que permanecen abiertos las veinticuatro horas. Me perdí por los pasillos. Si alguien me había seguido, confiaba en haberlo dejado atrás en el laberinto de locales comerciales, semivacíos a aquella hora. En ese lugar me sentí más sola que nunca. Crucé el sitio, presa de una extraña manía persecutoria. Al fin salí de ahí, atravesé un par de calles, me cercioré de no ser seguida y tomé un tercer taxi que al fin me dejó a casa. Eran las doce cuando abrí con mi llave y entré a la salita que conocía de memoria. No quise encender la luz. Me fui directo a mi dormitorio. Con ayuda de un espejo y de la enorme luna del tocador, me examiné. Tenía un pequeño desgarro en el ano. Pequeño, pero doloroso. Me apliqué una pomada antiséptica y me tomé un analgésico fuerte. Sólo entonces noté que sobre la cama había dejado tirado mi bolso, que se había abierto, y su contenido estaba regado encima de la colcha.

Vi el enorme fajo de billetes. Entonces los conté y comprobé mi impresión inicial: era mucho más de lo que habíamos pactado. Con eso podía vivir al menos un año sin trabajar. Incrédula, volví a contarlo dos veces. No había duda: ese dinero borraba por un buen tiempo mis angustias y aseguraba mi existencia. Sin embargo, era una angustia nueva la que en ese momento de atormentaba. Tomé un cigarrillo de la gaveta del velador. Había aprendido a fumar luego de la muerte de mi padre.

Corrí los visillos y en toda la casa no encendí otra luz que la de la pequeña lámpara sobre la cama. Recogí las cosas y las metí en el bolso de nuevo. Lo puse sobre una silla, guardé los billetes en un escondite seguro y me tendí, desnuda, sobre la cama. Permanecí quieta, mientras el humo se elevaba hasta el techo en apacibles volutas. Fumé despacio. Las imágenes venían a mí, entrecortadas y recurrentes, como una película cuyo montajista se hubiera vuelto loco. O como las inconexas secuencias del sueño de una mente paranoica. Me vi a mí misma siendo poseída por aquel desconocido, gozando en sus brazos, gimiendo y sollozando de placer y humillación, pidiendo por más, mientras su carne me atravesaba, bebiendo su semilla que, incontenible, se derramaba en mi boca.

Abrí los ojos de pronto y aplasté el cigarrillo en el cenicero. Mi entrepierna se había ido humedeciendo. Con timidez, mis dedos buscaron mis pechos y comencé a acariciar mis pezones en la misma forma como él había hecho, trazando lentos círculos con los pulgares. Luego, mis manos bajaron y buscaron ávidas el botón que se alzaba entre los labios, cálido, ardiente, anticipando el placer. Me acaricié aprovechando la recién aprendida lección, demorando al máximo el goce para hacerlo durar, usando los recuerdos de aquel encuentro para excitarme, hasta que la sensibilidad me resultó dolorosa, de tan intensa.

Entonces la oleada eléctrica llegó y atravesó todo mi cuerpo. Mi espina se dobló, tensa como un arco de violín. Me crispé en un instante eterno de agonía, y tuve que morder la almohada para que todo el vecindario no oyera el grito incontenible del deseo saciándose, derramándose ya sin diques ni cortapisas, como el agua en una inundación. Afuera, la lluvia arreció de pronto y un trueno lejano ensordeció mis gemidos. Mi último recuerdo, antes de caer al sueño piadoso, fue para aquel desconocido que me había convertido en lo que ni yo misma sabía que era: una puta. Una mujer digna del más oscuro nombre del olvido.

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