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Cómo me emputeciste 5: Voy a convertirte en una...

en Fantasías Eróticas

Voy a convertirte en una puta de lujo… (Cómo me emputeciste 5)

"Para. No quiero correrme…", dije. "¿Por qué?", preguntaste, en un hilo de voz. "No quiero correrme sin ti", respondí. "Chúpamela", ordenaste por toda respuesta, y yo obedecí. A pesar de lo movida que había sido la noche, la tenías a media asta. Supongo que todo aquello te ponía a mil. Yo continué mamando como la puta que ya era. La puta que no sabía que era y en la que tú me habías convertido con tu inconmensurable morbo...

"¿Por dónde quieres que te la meta?", preguntaste. El dilema me partió en dos: por un lado, tenía el culo en carne viva, pero sabía que a ti por aquella vía te encantaba más que nada; por el coño me gustaba más, pero por el culo el morbo era mil veces mayor. "Por donde tú quieras…", respondí. Y la respuesta te satisfizo.

Te acercaste a mi grupa y yo cerré los ojos, esperando la brutal acometida que iba a abrirme. Apoyaste el capullo en la entrada de mi coño y empujaste. No te costó metérmela a fondo al primer envite. Me sorprendió porque no era lo que yo esperaba. Creí que ibas a sodomizarme, pero me alegré de aquella sorpresa. Estuviste así durante un rato. Me ordenaste acariciarme y yo lo hice con muchas ganas de correrme, pero conteniéndome para hacerlo durar. Tus envites eran cada vez más brutales y a tope. Comencé a gemir. Entonces sacaste tu verga y preguntaste: "¿Duele?". Yo negué con la cabeza y tú apoyaste el garrote contra la entrada de mi culo.

"Ahora va a dolerte", dijiste, "pero sé que para ti será más intenso". Lubricada por la pomada y por el semen de las tres vergas que se habían corrido en mi interior, te recibí. Mi esfínter, ya más habituado, se abrió y fue admitiéndote poco a poco. Te condujiste con una lentitud enervante. "Dame tu culo, perra", dijiste, y yo me estremecí de morbo al escuchar estas palabras. "Voy a convertirte en una puta de lujo… vas a ser la más guarra de todas…", y al hacerlo, profundizaste las penetraciones. Continué acariciando mi botón hasta que de pronto sentí aquel espasmo, doloroso de tan placentero, que recorrió toda mi espina y fue a estallar dentro de mi coño como un juego de luces de bengala.

Grité y jadeé como una hembra en celo. "Una cerda, una perra es lo que eres", dijiste, antes de soltarme. Me derrumbé hacia delante. Aún los espasmos me recorrían con un temblor incontenible. Tus manos dieron vuelta a mi cuerpo y quedé boca arriba, mirándote, mientras tú, desnudo entre mis piernas, continuabas acariciando tu garrote. Aún temblante, acerqué mi boca a la punta y en ese momento la nieve tibia contenida en tus huevos se derramó, y me tocó el paladar. La bebí con una avidez desesperada. La visión de mis labios llenos de aquella miel, te turbó y te abalanzaste sobre mí. Besaste mi boca húmeda de tu leche con reverencia. Con devoción casi, y yo me derrumbé. Los sollozos estallaron en mi pecho y tú me acunaste en un abrazo muy dulce: Estaba destinada a ser tu puta y los dos lo sabíamos.

De las semanas siguientes guardo un recuerdo inconexo y vago. Esa noche me quedé en tu apartamento. Me cargaste en brazos hasta tu cama y nos dormimos abrazados. Despertamos cuando el sol ya estaba muy alto. Después de una ducha, me puse una camiseta tuya, blanca, muy holgada, que me llegaba a medio muslo y un par de sandalias. Sujeté la camiseta con un cinturón ancho de los tuyos. El atuendo era perturbador, porque era evidente que debajo no llevaba nada y los pezones se dibujaban claramente bajo la tela. Tú te pusiste un par de shorts hechos a partir de un pantalón vaquero muy viejo, una camiseta que dibujaba estrictamente los músculos de tu torso y un par de sandalias.

Bajamos al parqueo y subimos al descapotable. Me llevaste a un lugar que no se anunciaba en ninguna parte. Ni siquiera tenía rótulo a la entrada. Estaba en un barrio lejos del centro, en una calle desierta y silenciosa. Abriste con tu llave y entramos. Después de atravesar un patio lleno de grandes macetas con flores, al que daban numerosos balcones de hierro forjado, subimos una escalera al fondo y llegamos ante una puerta que abriste con otra llave. Dentro nos recibió un tipo con una pinta definitivamente gótica. Me examinó de pies a cabeza y pareció complacido.

Pero entonces dijo: "Desnúdate" y yo te miré, interrogante. Asentiste y yo me relajé. Zafé el cinturón y me saqué la camiseta por la cabeza. Quedé ante él completamente desnuda. Sopesó mis tetas con su mano enguantada y luego dio la vuelta y examinó mis nalgas. Las abrió y exploró el agujero entre ellas. Yo di un respingo pero no me atreví a protestar, ni siquiera cuando me dio la vuelta y me empujó contra el mostrador. Me asió por la cintura y me sentó encima de éste. Sin decir palabra, abrió mis piernas y su dedo enguantado entró en mi coño. Su otra mano sujetaba mi abdomen y yo te miré, sorprendida. Pero tu mirada me tranquilizó y lo dejé hacer.

"Buena elección", ponderó por fin. "Es fuerte, tiene buenos músculos perineales y con el entrenamiento adecuado estrechará a tus clientes que es una delicia…", dijo. Yo me sentí tratada de nuevo como una res pero no dije nada. El tipo en cuestión no era apuesto: Alto, huesudo, pálido, vestía una túnica negra, larga hasta los pies y cerrada en el cuello, con largas mangas. Sus facciones se parecían a las de Nosferatu. Estaba completamente rapado y no tenía bigote ni barba. Después supe que tenía todo el cuerpo cuidadosamente depilado, tal vez por eso carecía de cejas y sus únicos remanentes pilosos eran las pestañas. Y sin embargo, de tu cuerpo se desprendía un aura de lujuria. Era perturbadoramente atractivo a pesar, o tal vez precisamente por, ser tan feo.

Sobre el mostrador, como si fuera una improvisada mesa de exploración, me introdujo dos dedos en el coño y me palpó como el más eficiente de los ginecólogos. Después, examinó mis tetas y por último me tomó una muestra de sangre. "¿Lo de siempre?", preguntó. Tú lo miraste con intención, pero asentiste. ¿No era yo la primera? Debí suponerlo. Pero no dije nada. Seguro habías sabido antes que yo misma que era una puta precisamente porque tenías mucha experiencia con ellas. En todo caso, ¿qué derecho tenía yo a preguntarte nada?

Del mismo modo, me bajó del mostrador y nos hizo pasar a un cuarto aledaño. En barras horizontales paralelas a las paredes había miles de prendas cuidadosamente ordenadas por colores: corsés, tangas, sostenes, ligueros, vestidos… todos de los más variados materiales: terciopelo, cuero, raso, brocado, gasa, tul, encaje, látex, lycra, gamuza, seda… con el ojo certero de un mago, Hiperión escogió una serie de prendas y te las presentó. Las examinaste una a una y las aprobaste todas. Te miré interrogante: ¿no era preciso que me las probara? No, el ojo de Hiperión era infalible.

Entre tanto, siguió escogiendo: blusas, faldas, túnicas, capas, medias, guantes, capuchas, antifaces, altos tacones de aguja, de plataforma, botas… parecía ya tener decidido de antemano lo que me iba bien. ¿Cómo era posible? Entonces mis ojos se fijaron en un rincón. Sobre una mesa había un conjunto de fotos ampliadas. No me costó reconocerme: Era yo, con liguero y medias negras, y tú me estabas follando… las habían tomado en el hotel de paso, y por el ángulo concluí que había sido a través del espejo. Cerré los ojos, impactada, y tuve que hacer un enorme esfuerzo para conservar la calma. Hiperión nos había fotografiado mientras tú estrenabas mi culo.

Si alguno se dio cuenta de lo que yo había visto, no lo demostró. Maldito si les importaba. Sobre un tablero vi una ampliación de una de las fotos. Destacaban mi cara, mis pechos y mi pubis. También mi cabellera negra. Había anotaciones a lápiz rojo en una caligrafía imposible de entender. Parecían letras griegas, árabes o rusas… y al lado una serie de acuarelas. Me quedé atónita: era yo, pero realzada por aquellos modelos que Hiperión había seleccionado. Lo miré, sorprendida, pero él charlaba animadamente contigo.

Había diseñado toda una nueva imagen para mí. Más mujer, más lujuriosa, más… excitante. Destacaba todos mis puntos buenos y disimulaba algunas pequeñas imperfecciones. Mi larga cabellera negra destacaba en varios de los diseños. También mis ojos azules. Pero la imagen era definitivamente gótica. La mayor parte de las prendas eran negras, ocres o rojo sangre. Nada de colores pastel. También había un esquema de mi rostro con diversos colores y zonas cuidadosamente delimitadas para aplicar el maquillaje.

En la siguiente hora, Hiperión se dedicó a explicarme cómo debía arreglar mi cabello, cómo ponerme un tanga (siempre, SIEMPRE después de ponerme las medias y el liguero, porque de hacerlo antes sería imposible de quitar, a menos que lo hiciera pedazos) y qué clase de maquillaje debía usar con qué ropa. También mencionó que debía recibir un tratamiento completo de depilación permanente, y un delineado de cejas y ojos. Me pondría en manos de Morgana, indicó, y tú asentiste. Luego pasamos a las joyas y ahí me quedé al borde del desmayo cuando abrió un portafolio y puso encima del tablero sus diseños.

Había aretes, pulseras, broches para el pelo, esclavas para el tobillo, grilletes, cadenas, collares de perra, traíllas y, sobre todo, muchos anillos y broches de diferente tipo para piercings. Tú escogiste muchas de aquellas maravillas y luego Hiperión abrió una gaveta. Las piezas escogidas relucían sobre el terciopelo negro. También escogiste varios collares con grandes bolas de diversos materiales: carey, coral, madreperla, cristal… todas montadas en plata. "Bolas chinas", las llamaron ustedes. Y yo ya sabía para qué servían.

Cuando terminamos ahí, Hiperión nos condujo a otra habitación. Ahí nos atendió Morgana. Yo seguía totalmente desnuda. Me sumergió primero en una tina abierta en el suelo mismo de la habitación, una enorme losa de mármol blanco. Me aplicó aquel baño tibio y humectante. Luego abrió el desagüe y cuando la tina se hubo vaciado, lo cerró. La llenó de un líquido espeso y cálido, que me cubrió por completo desde el cuello a los pies. Me sacó de ahí con mucho cuidado y esperó a que la sustancia se endureciera. Hecho esto, la desprendió y en ella quedó adherido todo el vello de mi cuerpo. La operación fue totalmente indolora y yo no podía creerlo. Mi piel estaba lisa y suave como la de un bebé, pero completamente lívida, como mi nombre.

Me recostó en un sofá de cuero y se dedicó a mi rostro. Me aplicó una mascarilla y después, con un láser, eliminó todo el vello superfluo. Mis cejas fueron delicadamente delineadas. Tatuó también un delineado permanente sobre mi párpado superior. Luego se concentró en mi cabello, al que dio un tratamiento revitalizante que realzaría su color natural: negro como la noche.

Hecho esto, Morgana, Hiperión y tú me sujetaron a los grilletes metálicos que tenía el sillón reclinable. Me abrieron de piernas y se concentraron en los agujeros del área perineal. Introdujeron un condón en cada uno de mis agujeros y los llenaron a presión de yeso húmedo, primero uno y luego el otro. Con esto obtuvieron impresiones de mis cavidades dilatadas al máximo. Después repitieron la operación en forma simultánea. El proceso no fue muy doloroso (bueno, dolió algo, pero lo soporté sin problemas) ni especialmente desagradable, aunque sí extraño y muy perturbador. El yeso estaba cálido y me dejó una sensación excitante en la entrepierna.

"Tiene una elasticidad deliciosa… mira todo lo que le cabe", dijo Hiperión, mostrándote las impresiones, y tú asentiste. "Tienes que entrenarla para que admita dos vergas… además, su coño es una fábrica de jugo… mira cómo se ha puesto con la prueba". Avergonzada, noté cómo los tres metían sus dedos y comprobaban la humedad de mi estrecho pasaje al paraíso. Morgana abrió con dos de sus enguantados dedos mi raja y tocó mi botón. Era una mujer con un físico impresionante, de esas que hacen muchos aeróbicos y pesas. A sus casi cuarenta años no tenía un gramo de grasa.

Vestía un body de látex rojo, con una cremallera negra al frente, que terminaba detrás, al final de su grupa, después de haber recorrido toda su entrepierna, lo que dejaba a las claras que una vez abierta la cremallera, todos sus agujeros eran practicables. La prenda no tenía tirantes, pero sí un escote que sostenía perfectamente sus tetas sin ocultarlas lo más mínimo. Las aberturas para las piernas eran tan altas que dejaban al aire la mitad de sus nalgas y terminaban casi en su cintura. Tenía teñido el pelo de un color rojo furioso, del mismo tono exacto que su lápiz labial, y sus ojos verdes brillaban como un par de esmeraldas sobre un trozo de terciopelo blanco.

Tenía una belleza a la vez exótica e inquietante. Y de improviso me descubrí deseándola. Jamás había sentido nada semejante por una mujer y la constatación de ese deseo me golpeó con una intensidad inmensa. Por una vez, cedí a mis impulsos. Estaba muy cerca y me apoderé de su boca. Para mi sorpresa, ella no sólo correspondió a mi beso, sino que me introdujo su lengua y profundizó la caricia de un modo lascivo e insolente. Mmm… exquisito. Los dos hombres se nos quedaron mirando, sorprendidos.

"Vaya par de putas…", exclamó Hiperión. Pero no estaba disgustado. Abrió la cremallera del body y sacó las tetas de Morgana. Estaban anilladas. "Algún día tú tendrás un par de estas, si tu amo lo permite…", dijo, de modo raro. "Y también esto, si eres digna". Me mostró un signo bajo la teta derecha, enhiesta y blanca: una estrella de cinco puntas. Tú te desprendiste del trozo de piel falsa y apareció el mismo signo bajo la tetilla derecha, y lo mismo hizo Hiperión. ¿Qué era aquello? ¿Una secta secreta?

"Algo así", respondió el mago. Porque Hiperión, lo comprendí, era una especie de mago, y Morgana, claro está, era una bruja. Y tú, mi querido, putísimo Antonio, eras su aprendiz. Uno muy aventajado, por cierto. Y mi iniciación, supe entonces sin que me lo dijeran, apenas estaba comenzando…

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