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La bibliotecaria

en Fantasías Eróticas

Este relato está inspirado en Relatos Inquietantes: la señorita Cristina de nuestro amigo trazada30. Vaya el homenaje merecido.

Tras el mostrador era invisible. Quiero decir, todos la veíamos, pero en realidad nadie reparaba en ella. No era fea. Su cabellera negra y lacia era larga y abundante, pero ella siempre la recogía en un moño. Las enormes gafas claras ocultaban la mitad de su rostro. Traje chaqueta oscuro, maquillaje discreto, las uñas sin esmalte y los zapatos de tacón bajo. Aquella distancia cortés, que desplegaba a diario, estaba acentuada por un aire ausente. Estaba, pero a la vez no estaba, en esta realidad. Y sin embargo…

Sin embargo, y a pesar suyo, un aura de sensualidad incontenible la rodeaba. Una suavidad femenina, elegante, silenciosa. Algo había de furtivo, de escondido, en sus pasos. Una sensación elusiva, una esencia imposible de capturar, de retener, una cualidad fluida, acuosa, líquida. Sin enterarse ella, resultaba deseable, misteriosa, fascinante. Pero estaba tan lejos que desalentaba con delicadeza cualquier acercamiento.

La conocí en primer año, como todos, pero a diferencia de los demás no intenté insinuarme. Cosa rara: nadie recordaba su nombre. En algún lugar debía de haber una tarjeta marcadora con su nombre, pero nadie sabía cuál era. A cada persona a la que pregunté, le sobrevino el mismo estupor. Sí, claro, la bibliotecaria… pero nadie recordaba cómo se llamaba. Tenía años de trabajar en el mismo sitio… ¿edad? Tampoco la sabían. Parecía intemporal, inmune al tiempo, a las telarañas y al polvo de la biblioteca, a la monotonía de los días, uno tras otro, a la sucia rutina…

¿Existía realmente? Desmintiendo mis dudas, ella seguía prístina, quieta, tras el mismo mueble, colocando sellos. Entre las muchas personas que llegaban a pedirle alguna cosa, leía. Comencé a fijarme en sus libros. Arte. Historia. Literatura. Tenía a la vez conocimiento, gusto y buen juicio. También una aguda sensibilidad para captar exactamente qué buscaba cada uno y para atender las necesidades de todos. Conservé para mí aquel interés en ella, sin demostrarlo. Deliberadamente rehuí su mirada, aunque moría por saber de qué color eran sus ojos.

No me costó cultivar fama de serio y ausente. Lo he sido toda mi vida. Tampoco supuso un esfuerzo adicional quedarme a diario hasta la noche en la biblioteca. No tuve que fingir leer o estudiar, ya que lo hacía en firme. La asiduidad y la indiferencia de algún modo me protegieron. Terminé adoptando el mismo aire de invisibilidad que ella. Así, supe cuáles eran sus horas de entrada, de salida, de comer… y me las arreglé para seguirla.

No cometí la torpeza de ofrecerle un aventón. Sabía que no iba a caer en una trampa tan burda. Pero no pude reprimir el impulso que me hizo seguirla por las noches, al menos una vez a la semana, noches, y averiguar así dónde vivía. Quedaba muy lejos, la verdad, pero no me importó. Me cuidé, eso sí, de que me viera. Y poco a poco, fui reconstruyendo el revés de la página. La otra cara de la moneda. Los otros pasajes de su vida que nadie conocía.

Desalentadoramente, la otra realidad parecía ser aún más aburrida que la primera. Durante semanas no hizo más que ir de la biblioteca a su casa, y por las mañanas de regreso, sin cambio alguno. Pero no era yo quien iba a desistir a las primeras de cambio. Algo me decía que aguardara, que continuara con mis pesquisas. Por fin, una noche, la vi llegar a su casa, me aposté tras unos árboles y aguardé. Más de una hora después, cuando ya desesperaba, salió. Iba vestida de enfermera. Jamás me pasó por la cabeza que tuviera ese oficio. Abordó un taxi y la seguí. El sueldo de bibliotecaria no debía alcanzarle, pensé, y se dedicaba a ese trabajo en horas nocturnas. Mi imaginación, como ella, trabajaba horas extras.

Por fin el taxi se detuvo ante un edificio de apartamentos. Pagó, y entró. Me quedé oculto, aguardando. ¿Qué? Lo ignoro. Sólo sabía que tenía que esperar. Entró en la cabina transparente y salir al tercer piso. Había una ventana iluminada. La vi cuando intentó cerrar la cortina, pero alguien no se lo permitió. Vi la silueta oscura del hombre apenas un instante, y escuché su voz grave, llamándola. Ella se destacaba con claridad en el marco de la ancha ventana. Se quitó los zapatos y luego la cofia. El pelo cayó, libre y negro, sobre su espalda. Sus manos finas zafaron los botones uno a uno, con estudiada lentitud. Apareció un corsé, un sostén y un tanga, todos blancos.

Estábamos a punto de entrar al verano, el aire era cálido, y de hecho, aquella noche hacía calor, pero a mí de pronto me dio frío. Poco a poco fue destrozando la imagen de bibliotecaria que con tanto cuidado había cultivado por años. En una danza lenta e invitadora se fue despojando del sostén y de la tanga. Tenía las tetas cremosas, pesadas, con pezones de un rosa oscuro, y aunque se había depilado la entrepierna, dejó un poco de vello negro sobre el monte de Venus. Ese detalle me elevó el morbo a mil.

Se arrodilló ante el hombre sentado y comenzó a lamerle el capullo. Aquello era mejor que estar en un cine. La veía de costado, mientras la polla gruesa y larga entraba una y otra vez en su boquita, como un émbolo. La resistencia del tipo era admirable, y al parecer ella era una experta en aquellos menesteres, pero al cabo fue evidente que él deseaba pasar a otras actividades. La hizo volverse y brindarle la grupa. Me llevé la mano a la entrepierna y comencé a sobarme por encima de la tela, maquinalmente, sin dejar de mirar cómo aquel tipo, maldito quién haya sido, la atravesaba de parte a parte como a un pollo con su espetón, sin moverse de la silla. La boca de ella se abrió, en un grito que llegó hasta mí ralentizado por la distancia.

No podía saber si le daba por el culo o por el coño, y maldito si importaba. No podía dejar de mirar, mientras continuaba tocándome. Era ella quien se clavaba el arma hasta el fondo, una y otra vez, durante un tiempo que se me antojó largísimo, pero al cabo lo dejó. Maldito. Era ella quien hacía todo el trabajo y él gozaba, sin moverse. Fue ella quien se acercó a la verga y la puso entre sus pechos. La piel de las tetas se adivinaba delicada y blanca, perfecta, contrastando con el moreno de la polla enhiesta. Frotó el garrote con las dos masas, como si quisiera sacarle el alma, y al cabo éste comenzó a salpicarle la cara, la boca entreabierta, las tetas, y a resbalar sobre su piel, inconteniblemente.

Ella lamió todo y luego chupó el capullo. Después se levantó y procedió a vestirse. Él le entregó un sobre, sentado aún en la silla de ruedas. Ella lo metió en su bolso sin molestarse en abrirlo, y bajó de nuevo hasta la calle. Caminó unos pasos. Inútil: era obvio que no iba a encontrar un taxi a aquella hora. Sacó el móvil para llamar, pero yo le salí al paso. "¿Quieres que te lleve?", pregunté. Ella me miró. Extrañamente, no parecía sorprendida por mi aparición. Asintió.

No parecía azorada ni temerosa. Tampoco arrepentida. Mientras conducía, llevé su mano a mi entrepierna y tocó mi paquete. No rehuyó el contacto. Oí cómo abría la bragueta y cerré los ojos un instante. Enfilé hacia un bosque cercano, me salí del camino y me detuve. Apagué los faros y la oscuridad fue completa. Sus labios tocaron la punta y yo jadeé. Empujé su cabeza contra mi entrepierna y profundicé la penetración, con violencia. Su boca experta me dio un placer inédito. La tomé por el cabello y se la hundí entonces hasta el paladar.

Ella me dejó hacer con una docilidad que me sublevó. La aparté brutalmente y la saqué del vehículo. Mis manos asieron su pelo a la altura de la nuca y la obligué a seguirme. Entramos a la espesura y caminamos un rato. Por fin la apoyé contra un árbol y le abrí el vestido. Sólo llevaba el corsé. El sostén y el tanga seguro se los había dejado de recuerdo a su cliente. Aquello me puso aún más violento. Le quité el traje de un tirón y la hice dar media vuelta. "¿Te gusta que te den por culo, eh?" dije, mordiendo las palabras. Ella gimió, pero guardó silencio. Le clavé la polla sin ceremonias, y un grito ahogado se escapó de su garganta. Pero ni una súplica. Aguantó mis acometidas a pie firme. Yo ya estaba lanzado, así que la monté con verdadera furia. Ella jadeaba y gemía de cuando en cuando, pero no lloró, ni me pidió que parase ni una sola vez.

Me detuve por fin, y la hice volverse. Tenía la boca entreabierta y los ojos secos. Su entrepierna, en cambio, estaba muy húmeda. "Qué puta eres", exclamé, cuando mi verga sintió los jugos de su coño goteante. Entré en ella hasta el tope, dispuesto a partirla en dos. Tanta distancia, tanta apariencia y en realidad no era más que una sucia puta. La llamé eso y otras cosas. Ella cerró los ojos. Aun entonces y ahí, a mi merced, seguía siendo el mismo ser inalcanzable. La obligué a abrirlos y a fijar su mirada en mis pupilas. Quería que me viera mientras la violaba.

"¿Qué sientes?", pregunté, sin dejar de follarla. Pero no dijo nada. Frustrado, vencido, me arrodillé ante ella. Sentí el olor de su sexo y el del hombre que la había usado. Aquella humillación elevó aún más mi morbo. Hundí mi boca en su coño. Mi lengua buscó primero el canal mojado y la empapé de sus jugos. Luego exploró su raja y por fin dio con su botón. Palpitaba en medio de los labios carnosos. Lo toqué con suma delicadeza y la sentí tensarse. Quiso liberarse de mis manos, pero la tenía firmemente agarrada contra el árbol. Mis dedos se incrustaron en sus caderas y continué atormentándola con aquel placer que adivinaba insoportable.

Sus manos entonces asieron mis cabellos y dirigieron el contacto. Me dejé guiar, hasta que sentí cómo aquella oleada eléctrica atravesaba su cuerpo, tensándolo en un espasmo doloroso y placentero. Estalló por fin en un grito gutural, sacudida como una hoja al viento, por una oleada de temblores. Continué acariciándola con mi boca y hundiéndola más y más en aquella marejada incontenible, hasta que se quedó quieta, vencida, con la espalda apoyada en el árbol.

Lentamente su respiración se remansó. Pareció volver de un sueño o de un país muy lejano. Me miró incrédula. Al darse cuenta de lo ocurrido, sin embargo, no intentó cubrirse. Me erguí. Mi estatura la dominaba, pero no forcé las cosas. Fue ella quien me dio la espalda, en una invitación muda. Al notar mi vacilación, me miró, reafirmando su entrega. Para que no quedaran dudas, abrió con dos dedos sus nalgas y me brindó una visión de su raja. Abierta. Disponible. Ansiosa, incluso. Me arrodillé y empalé su culo con la lengua. Ella gimió audiblemente, mientras la empapaba con mi saliva. Sólo cuando estuvo bien mojada, apoyé el capullo y lo introduje.

Fue una tortura lenta, insoportable, que intenté empero prolongar al máximo. Mis acometidas eran suaves, delicadas, pero hondas y avasallantes. Dejé muchos besos en su espalda, en su nuca, en su pelo, hasta que fue ella la que me urgió, acelerando el ritmo de cada envite, empalándose a sí misma, moviéndose en un galope demencial, hasta precipitarme en el abismo de aquella cascada que se derramó de mí hasta vaciarme por completo.

Nuestros cuerpos febriles, sudorosos, quedaron abrazados, exánimes. La solté por fin con pesar. No deseaba que aquella noche terminara. Con la misma tristeza la ayudé a vestirse. Arreglé mis ropas y nos marchamos. Por el camino nadie dijo nada. A pesar del placer, aún sentía rabia. Comprendía que no tenía derecho, pero una cólera irracional nublaba mi mente. La conduje a su casa y la dejé en el andén. Ninguno habló ni hubo despedidas.

Al día siguiente volví ante el mostrador. Pensé que iba a evitarme, pero ahí estaba, como siempre. Como si nunca hubiera quebrado un plato. Me atendió igual. Sólo las leves ojeras denunciaban el desvelo. Pero hasta eso la embellecía. Tenía un aire lánguido, más lejano que nunca. Aún así, no rehuyó mis ojos. Lo sabía todo, se acordaba de todo, lo tenía presente todo. Y estaba ahí, con su pinta de bibliotecaria fría y ausente, cuando no era más que una puta. Sentí ira, la misma ira de la noche anterior. Le entregué el libro. Ella lo abrió y notó el sobre. No dijo nada. Se limitó a guardarlo en su bolso. Yo me alejé y me sumergí en la lectura mientras pasaba el tiempo.

Virtud del cazador: dejar que transcurra el tiempo sin impacientarse, sin apresurar las cosas, hasta que llega el momento oportuno y la presa cae. A la hora precisa la vi salir. No le concedí una segunda mirada. "Te espero", decía el mensaje. A la misma hora. En el mismo árbol. Y adjuntaba una buena cantidad para pagar los servicios de la víspera y de esa noche.

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