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Sodomizada y violada

en Sexo Anal

Llegó cansada del trabajo. Había sido un día duro. Abrió con su llave y lo vio, como siempre, aplastado en el sofá, con una cerveza en una mano y el control de la televisión en la otra. Preparó la cena y le sirvió. Él apenas si le concedió una segunda mirada, concentrado como estaba en el juego de fútbol que se desarrollaba en la pantalla. Subió, se quitó los zapatos de tacón alto, las medias, la falda y la blusa. Cuando él subió, ella sólo vestía el sostén y el diminuto tanga, pero no la vio. Se limitó a tenderse en la cama, y en menos de tres minutos roncaba audiblemente. Ella suspiró, se metió entre las sábanas y comenzó a acariciarse. Hacía mucho que no sentía la verga de un hombre en su interior y tenía que conformarse con aburridas pajas. Sin embargo, eso era mejor que nada. Se calentó un rato, pero al final, frustrada y decepcionada, se dio vuelta y se durmió.

Muchas horas después abrió los ojos y miró el reloj. Aún estaba oscuro, pero se levantó. Lavó la ropa, se dio una ducha y se vistió, indiferente al hombre que roncaba. Desayunó en el camino y llegó puntual. Trabajó todo el día, como una autómata eficiente y bien aceitada. Al caer la noche, el jefe la llamó a su despacho. Ella sabía perfectamente de lo que se trataba. Cerró la puerta tras de sí, y echó el cerrojo. Él guardó silencio y se limitó a doblarla boca abajo sobre el tablero del escritorio, vacío, y a subirle la falda. Ella había ido al baño y se había quitado el tanga antes de entrar. Él puso la punta de su polla contra el pequeño agujero y presionó. Ella hizo un esfuerzo y se relajó lo más que pudo. Sintió aquella carne ajena como una invasión, candente y dolorosa, en el centro de su cuerpo. Aún así, admitió la penetración y dejó que él la sodomizara durante largo rato. Oponerse no habría servido de nada, no era la primera vez, y podía costarle el trabajo. Al fin, él se corrió, y la dejó repleta de aquel líquido viscoso que comenzó a escurrirse lentamente por sus muslos, mientras caminaba en forma automática hacia su puesto de trabajo, tomaba el bolso, bajaba al primer piso, introducía la tarjeta en el reloj marcador y salía a la calle.

Ningún gesto turbó su cara, ni una lágrima, ni un suspiro, sólo aquel grito enorme pugnando por escapar de su garganta. Caminó durante un rato, sintiendo cómo el semen de su jefe goteaba de su culo. A pesar del dolor y de la humillación, se maldijo porque también sus jugos escurrían incontenibles por sus piernas. Entró a un enorme centro comercial, abierto a aquella hora. Habría querido hacerse invisible, no existir, escapar y no tener que volver a aquella vida cotidiana que le pesaba como una lápida. Se sentía como un satélite, siempre girando en torno a otros, viviendo para otros, satisfaciendo las necesidades de otros, mientras su cuerpo y su alma quedaban siempre insatisfechos. Miró hacia una vidriera, y la pulida superficie le devolvió su imagen. Era joven, atractiva, pero en sus ojos se dibujaba una profunda tristeza. Y de pronto, lo vio. Estaba ahí, a sus espaldas, con los ojos fijos en los suyos, a través del reflejo en el vidrio. Se acercó a ella sin tocarla. Sintió su aliento contra su nuca y se estremeció. Buscó sus ojos a través de la vidriera y supo que ya lo había visto antes, pero ¿dónde?

No se volvió. Percibió su cuerpo a través de la ropa, y el leve movimiento que hizo para volverse. Comenzó a caminar, y ella adecuó sus pasos a los de él. No se tocaron. Cualquiera al verlos habría pensado que no iban juntos, pero avanzaron por el centro comercial, en silencio, hacia la salida. Él se aproximó al vehículo, abrió y tomó el volante. Ella abrió la puerta más próxima y entró. La atmósfera oscura en el interior la envolvió. De inmediato sonó el motor acelerando y el vehículo comenzó a moverse. No supo adónde la llevaba. La lluvia se había desatado y realizaron el trayecto como en un sueño. Él llevó la mano femenina y la colocó encima del cierre. Ella lo bajó y se inclinó sobre él. Lo introdujo en su boca y comenzó a chupar, sin mirarlo. Él tenía los ojos fijos en el camino y sólo se percibía su respiración, a veces entrecortada.

Al fin, el motor se detuvo. Bajaron. Estaban en un paraje solitario. La casa antigua se alzaba en medio de un pequeño bosque, sobre un acantilado. A lo lejos se escuchaba el mar. La condujo dentro y subió la escalera de mármol cargándola en brazos. Cuando llegaron al dormitorio, no aguardó a que estuviera desnuda. Le alzó la falda, la alzó por los muslos y la penetró de pie, de frente, hasta el fondo del coño. Ella gimió y se estremeció cuando la carne tibia entró y se detuvo contra el cuello de la matriz. Lo abrazó mientras él hundía la cara en el escote y soltaba los primeros botones de la blusa. No llevaba sostén, comprobó con deleite, y sus tetas eran redondas y firmes. Las estrujó con pasión, al tiempo que se hundía una y otra vez en el pantano palpitante de su coño. La folló con furia, al tiempo que ella se quitaba la blusa y la falda por encima de la cabeza.

Al fin la soltó y se desnudó. La forzó a arrodillarse y a chuparlo de nuevo. Luego, la penetró desde atrás, como una perra, hasta vaciar en ella su deseo. Culminó y se derrumbó. Ella cayó al piso, vencida. Otro más, pensó. Otro que llega hasta mí buscando ser saciado. Pero entonces él notó la humedad en su culo y se acercó a beberla. Lamió como un perro todo el líquido derramado por sus muslos, y al hacerlo, ella sintió como su propia excitación crecía. Se dio la vuelta y abrió las piernas, brindándole su sexo, pleno y palpitante, como una fruta en carne viva. Él lo lamió y bebió, hasta que aquella incontenible marejada se abrió paso por el cuerpo de ella, desencadenada, salvaje, completamente abandonada a la dolorosa y electrizante intensidad del deseo. La sintió gritar, morder el aire, gemir, hasta caer, ya vacía de energía, a un pozo hondo y negro. Cuando se recobró, él la besó largamente.

Se vistieron en silencio, y en silencio hicieron el trayecto de regreso. Él la dejó en el mismo lugar donde la había encontrado, sin decir nada, sin preguntar nada, sin querer averiguar su nombre, su edad, o su número de teléfono. Ella caminó maquinalmente. Llegó cansada del trabajo. Había sido un día duro. Abrió con su llave y lo vio, como siempre, aplastado en el sofá, con una cerveza en una mano y el control de la televisión en la otra. Pero esta vez, ella sabía que tarde o temprano, estaría de nuevo enfrente de aquel escaparate, y que volvería a sentir su aliento contra su nuca, y que estaría ahí, para abrir el cierre y dar rienda suelta a la bestia infernal que llevaba debajo de la piel… y que lo haría todo de nuevo, sin mirar hacia atrás ni una sola vez, sin convertirse en estatua de sal, sin arrepentirse de nada.

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