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Soy tu puta... (Fóllame 3)

en Amor filial

Soy tu puta (Fóllame 3)

Cómo te gustaba sodomizarme. Desde la primera vez, se convirtió en tu vicio favorito. En tu obsesión. Ninguna otra cosa te daba tanto morbo ni placer. Mis dedos buscaron el pequeño botón entre los carnosos labios y empecé a masturbarme. Había aprendido que aquello facilitaba las cosas. La excitación hacía menos dolorosa la sensación en mi culo…

Llegué a las ocho y media. Vestía como la víspera: una corta túnica que se abría delante y que sólo una lazada de la misma seda mantenía cerrada sobre mi cuerpo. Encima de aquel breve atuendo, que dejaba a la vista mis bien torneadas piernas y el generoso escote, llevaba la gabardina negra. Un pañuelo ancho anudado al cuello y unas enormes gafas oscuras ocultaban mi larga cabellera y la mitad del rostro. De ahí en adelante aquel vestuario sería mi "uniforme". Con él tenía una apariencia muy poco llamativa, acentuada por los tacones bajos y gruesos que cambié, ya instalada en mi lugar de trabajo, por los zapatos de aguja de última moda que llevaba la víspera.

Pero eso fue cuando llegaste… entre tanto permanecí sentada en la sala de espera. Me observé en el espejo. Las gafas eran tan grandes que hacían imposible reconocerme. Pensé que era mejor así. No quería que nadie me abordase en la calle. Mejor así… la secretaria que me recibió, una señora muy seria y mayor que no me concedió una segunda mirada. Bien. Entre más bajo mi perfil, mejor. Por fin llegaste. Puntualísimo, como siempre. Me hiciste pasar a tu despacho después de indicarme cuál sería mi escritorio y mi cargo: asistente personal de la gerencia. Pero sólo tú y yo sabíamos cuáles serían en verdad mis funciones "personales". "No espero que seas sólo una puta" dejaste claro tan pronto estuvimos solos. "También quiero una secretaria eficiente, leal y dispuesta a hacer todo por complacerme… como bien sé que harás", dijiste, dirigiéndole una mirada elocuente a mis piernas, enfundadas en las medias negras.

Sabía que estabas dispuesto a pagarme espléndidamente, como habías hecho la tarde anterior. Sonreí para mis adentros, aunque no moví un músculo de mi bien maquillado rostro. Me había despojado de la gabardina, el pañuelo y las gafas tan pronto llegaste y en aquel momento apreciabas cada una de las curvas que la seda dibujaba con rigurosa exactitud. "Ven acá", dijiste. Y me aproximé. Bien sabía lo que deseabas. ¿Para qué perder el tiempo? En los días siguientes iría conociéndote cada vez mejor, pero ya tenía idea de tus gustos. Me abrí la túnica y dejé que apreciaras la belleza de mi cuerpo. Tengo las tetas grandes y pesadas, aunque no excesivas, y son completamente naturales. Morenas, con los pezones morados. Y la entrepierna cubierta por un vello corto que podo una vez al mes, pero no me depilo. Algunos me han dicho que tengo un aire gitano que me hace más deseable. No sé. Lo que sí sé bien es el efecto que mi cuerpo desnudo les hace a los hombres. Enloquecen literalmente…

Y ahí estabas tú, mirándome con el deseo en los ojos. Me arrodillé delante justo cuando bajabas el cierre, en una invitación muda. Pero fui yo quien sacó la polla y la llevé a mis labios. Mmm… fue una delicia saborear las primeras gotas de aquel mucílago transparente que dejaba escapar tu glande, ya casi enhiesto al contacto con mis labios. Turgente y duro, tu garrote moría por empalarme, lo sé. Sin mediar palabra me hiciste ponerme de pie y me doblaste en ángulo recto sobre el tablero de tu escritorio. Mis nalgas quedaron a la altura de tu paquete. "Ábrelas", ordenaste, en aquel tono perentorio que acostumbrabas. No estabas habituado a que te desobedecieran, lo supe entonces. Abrí los melones para que pudieras contemplar la raja. La había lubricado bien antes de salir, en previsión de lo que vendría… y no me equivoqué. En aquel momento metiste la verga entre mis nalgas y empujaste la punta contra el pequeño agujero. Hice un gran esfuerzo y me relajé. Te dejé entrar muy lentamente y te sentí respirar contra mi espalda. Tenías aquel jadeo que dejaba traslucir tu insoportable excitación.

Cómo te gustaba sodomizarme. Desde la primera vez, se convirtió en tu vicio favorito. En tu obsesión. Ninguna otra cosa te daba tanto morbo ni placer. Mis dedos buscaron el pequeño botón entre los carnosos labios y empecé a masturbarme. Había aprendido que aquello facilitaba las cosas. La excitación hacía menos dolorosa la sensación en mi culo, tal vez porque me concentraba en el morbo de saberme sometida a tu voluntad y en el placer que me proporcionaba a mí misma. Como sea, perdí la noción del tiempo. No sé cuántos minutos transcurrieron mientras tú continuabas penetrándome por el culo. Sí sé que en determinado momento me soltaste y me obligaste a mamarte de nuevo. De improviso comenzaste a correrte sobre mi cara. Abarqué lo que pude pero la corrida resbaló y se derramó sobre mis tetas. "Úntate con mi leche", dijiste. Y obedecí. Me mirabas, fascinado, mientras mis manos de largas uñas rojas extendían el líquido viscoso encima de mis tetas morenas hasta ponerlas brillantes. El olor a sexo era muy fuerte, pero no te importó. Ni a mí. Me encantaba aquella sensación. Se me antojaba… pecaminosa.

"Quiero que vengas a la oficina vestida sólo con este tipo de ropa", dijiste, interrumpiendo mis pensamientos cuando ya tu respiración se normalizó. Después de chupártela hasta que la tuviste limpia, guardé tu verga y subí el cierre. Recuperaste la compostura y ordenaste tus ropas. Te sentaste delante del escritorio como si nada hubiera pasado, pero sin quitarme los ojos de encima. No hice ademán de cubrirme. Tu leche secó sobre mi piel desnuda y dejó en ella su inconfundible olor a sexo. Me acercaste y me diste un beso entre los senos. Aquello me conmovió. Era el primer gesto de ternura que tenías hacia mí. Pero de inmediato adoptaste aquella máscara de indiferencia y me ordenaste: "Cúbrete". Obedecí, muda, y comenzaste a dictarme.

El resto de la mañana fue como si el sexo no existiera. Ni entonces ni nunca hiciste mención a lo que habíamos tenido unos minutos antes. Era como si fuéramos dos personas distintas. En un momento dado me asaltabas como un hambriento, y pocos segundos después de satisfecho, me tratabas con aquella indiferencia de hielo. Me fui acostumbrando, sin embargo, a aquella rutina. Me pagabas espléndidamente y como jefe eras de lo mejor. Además, aprendí muchísimo durante el tiempo que trabajé contigo y me convertí en una secretaria modelo. En una puta modelo, también, por supuesto. Pero eso la mayoría de la gente lo ignoraba.

Si estaba satisfecha con aquel arreglo, jamás me lo preguntaste. Supongo que no te importaba, o dabas por descontado que aquello me gustaba. Quizá pensabas que, en todo caso, una paga tan buena compensaba con creces cualquier incomodidad. Como sea, estuvimos así varios meses, sin cambios. Llegábamos puntuales, yo generalmente antes que tú, y lo primero que hacías era encerrarte conmigo en el despacho y follarme de aquel modo rápido y brutal que te gustaba. Casi siempre por el culo. Y luego nos dedicábamos a todos los asuntos pendientes. Aquellas cópulas frenéticas no duraban más de media hora. Tal se diría que llenabas conmigo una mera formalidad y luego, hala, cada quien a lo suyo.

Las cosas se desenvolvieron de la misma forma fluida durante varios meses. Aprendí mucho en aquel tiempo, no sólo en cuanto a complacerte, sino del teje y maneje de la oficina, hasta que un día, luego del encuentro matutino de siempre y de una hora de trabajo, me enviaste al décimo piso, al despacho de tu padre. Era un hombre cincuentón, pero todavía de buen ver. Llamé y entré. "Corre el pestillo", dijo, sin levantar la vista de los documentos que estaba firmando. El mismo tono y las mismas palabras con que me recibías tú invariablemente. Obedecí de modo maquinal, igual que hacía contigo, y me acerqué a su escritorio. Terminó de firmar todo, apartó los papeles y alzó la mirada hacia mí. Leí en sus ojos el mismo deseo tuyo y aquello me estremeció.

Era como estar ante una versión de ti mismo veinte años mayor. Ambos eran muy parecidos: la misma cabellera negra, poblada, aunque la suya tenía más hebras de plata, idénticos los ojos azules y el mismo rostro atezado. Seguro tomaban muchos baños de sol, o quizá aquel tono trigueño fuera natural. No sé. No tuve tiempo de seguir pensando en ello porque en ese momento ya bajaba el cierre. No hizo ningún gesto ni dijo nada, pero sus ojos me dijeron a gritos lo que esperaba de mí. Sin mediar palabra me arrodillé delante en la misma ceremonia que oficiabas tú cada mañana y a la cual sacrificaba mi juventud y mis mejores energías. Al ver aquel garrote, sin embargo, titubeé. Era más largo y grueso que el tuyo. Lo siento, mi vida: la verdad ante todo. Una verga de cuidado: eso era lo que a tu padre le colgaba entre las piernas. Al pensar que poco después aquel trozo de carne maciza, que ya empezaba a ponerse turgente entre mis labios, habría de penetrar y apoderarse de mi delicada intimidad, me dio miedo, lo confieso sin reparos.

Durante aquellos meses me habías usado con mucha asiduidad. Y no sólo por el culo. También mi coño, mi boca y hasta mis tetas habían recibido tus abundantes y diarias corridas. Estaba habituada y hecha a lo que mandases. Pero lo de aquella mañana no me lo esperaba, la verdad. Era tu padre… y precisamente una hora escasa antes te habías corrido en mi culo, varios pisos abajo, en tu despacho… aquello me sabía de lo más perverso. Sin embargo, debo reconocer que me elevó el morbo a mil, sobre todo cuando vi la gotita que asomaba por la punta del glande. La saboreé, golosa, y aquello debió de ponerlo cachondísimo. "¿Adónde se ha corrido mi hijo esta mañana?", preguntó de modo totalmente natural, como si hablara del clima.

Enrojecí hasta la raíz de los cabellos y bajé la vista, pero respondí: "En mi culo". Sonrió y me alzó la barbilla para obligarme a mirarlo. "Bien", repuso. "Entonces probaremos primero por ahí, ya que estará más lubricado el camino". Para entonces ya la tenía casi completamente empalmada. Supongo que la idea de sodomizarme lo ponía cachondísimo. Me abrí el vestido, le dejé apreciar mis generosas tetas y le hice un cubano. Se deleitó con aquella caricia y sopesó mis senos con manos expertas, ponderándolos con admiración. Volví a enrojecer pero lo dejé que tocara lo que quisiera, sin regatearle el goce.

Cuando estuvo satisfecho, me colocó sobre el tablero, con el cuerpo doblado en ángulo recto y las nalgas hacia él. "Ábretelas", ordenó. Así lo hice y se complació en recorrer la raja con su lengua. Comprobó la humedad de ambos agujeros, lo cual pareció complacerlo mucho, y luego asió su garrote y apoyó la punta contra la abertura del culo. A pesar de que desplegó una delicadeza inaudita y una lentitud enervante, me hizo gritar de dolor tan pronto introdujo el capullo. Estuvo un rato así, y a juzgar por sus jadeos gozó lo suyo sodomizándome, pero también se fatigó bastante debido a mi estrechez. Desistió de continuar por esa vía, para mi fortuna, ya que aquello dolía indeciblemente, y sacó por fin el arma de tan apretada funda.

"Por el momento, y hasta que el uso que le da mi hijo no lo haga dar de sí, me abstendré de penetrarte por el culo", prometió. Como una tonta, me sentí mal y bajé la vista. Pero él me obligó a mirarlo y sin decir palabra me besó en la boca. Aquello me sorprendió. Tú también me besabas de vez en cuando, aunque nunca con tanta ternura como él. Más bien, tus besos establecían tu dominio sobre mí y la exigente necesidad que te llevaba a follarme o sodomizarme a diario. Aún así, adoraba tus besos. Y el de tu padre me conmovió hondamente. Estaba unida a ti por un sentimiento parecido a la lealtad. Era tu puta, me pagabas, me usabas y trabajaba para ti. En muchas formas me habías favorecido. No satisfecho con el pago a la semana, espléndido por lo demás, me habías regalado algunas acciones de la compañía. Cuando me ascendiste a negociadora personal, me premiabas con jugosas bonificaciones por cada decisión exitosa.

Mi educación básica había sido poco menos que deficiente, lo reconozco, aunque desde que entré a trabajar contigo me había matriculado en una universidad a distancia y no perdía ocasión de aprender lo que hiciese falta. Pero estaba consciente de mis limitaciones. Por eso hasta entonces los empleos que había conseguido habían sido poco exigentes intelectualmente hablando. Con el físico que tenía era difícil que alguien se fijara en otra cosa. Fui camarera en un bar, luego ascendí a chica de compañía, de esas que hacen que los clientes beban, luego trabajé en una barra show, bailando a medida que me quitaba la ropa, y no "progresé" más allá porque eso implicaba necesariamente convertirme en lo que ya era en aquel momento: una puta. Me juré a mí misma que si no tenía alternativa, al menos iba a cobrar muy caro por mis favores… y ahí estaba, doblada sobre un escritorio mientras tu padre me metía "mano" y otras cosas en mi anatomía abierta y disponible.

Tu viejo me montó con la energía de un hombre de tu edad. Me sorprendió su entusiasmo y el aguante de su verga, que durante todo el asalto no perdió ni un ápice de su dureza. Cuando iba a correrse, me hizo arrodillarme ante él y recibir su leche sobre la boca y las tetas. En eso, ambos se parecen. Les gustan las corridas en plena cara. Me vio untarme con la espesa crema y luego chupar mis dedos, golosa. "Límpiala", me ordenó, introduciendo el glande entre mis labios. Obedecí sonriendo, y lamí su garrote como una gatita, hasta no dejar gota. Al parecer todo aquello le gustó mucho, pero no había terminado. "Vamos", dijo, "ahora quiero ver cómo te corres…"

Me le quedé mirando sorprendida. "Que te corras, cerda", ordenó. Y diciendo esto, sus manazas asieron mi cintura y me sentó sobre el escritorio, sin importarle que lo embarrara con mis jugos. Me abrió de piernas y acercó su lengua a mi raja. Abrió sin dificultad mis labios y encontró el suave botón. De inmediato comenzó a atormentarlo y al sentir sus lengüetazos, gemí. Enredé mis dedos en sus cabellos y lo guié hasta los sitios donde el placer me ponía a punto de caramelo. Convencida de que en verdad deseaba que me corriera, mis dedos buscaron el sitio exacto que me hacía explotar y comenzaron a estimularme. Se retiró y se sentó a observar, mientras me concentraba en las sensaciones placenteras que partían de mi entrepierna. Con la otra mano acaricié uno de mis pezones.

Él me veía hacer, moviendo maquinalmente su polla, que a ojos vistas volvió a ponerse dura. "Vamos, puta, dime lo que sientes", ordenó. "Estoy muy caliente", confesé, sin hurtarle los ojos. "¿Te gusta que te empalen, eh?", preguntó, aunque bien sabía la respuesta. Asentí, vehemente. "Y que te den por culo, ¿te gusta, eh, zorra?", insistió. "Siiiií…", confesé, con ganas de correrme. "¿Quieres correrte mientras te la meto, eh, putita?", preguntó, sin dejar de pajearse. Al oírlo, mis ojos se iluminaron. Me arrodillé delante y comencé a mamársela con entusiasmo. Él sonrió, divertido, y me dejó hacer. Cuando la tuvo empalmada de nuevo, se inclinó y susurró a mi oído: "Quiero metértela, putita".

Lo suponía. Aquello me daba mucho morbo pero también temor, y se lo dije. Por toda respuesta, abrió una gaveta del escritorio y sacó un pomo de una sustancia lubricante con la que untó la enhiesta verga. "Vamos, siéntate sobre ella y métetela en el coño… pero no te corras aún", me advirtió. Obedecí. La silla no tenía brazos y no me costó colocarme a horcajadas sobre sus caderas con el garrote inserto hasta el fondo del coño. La carne dura y turgente entró acariciada en la cálida funda. Mmm… era una delicia. Me hizo cabalgarlo durante un rato en aquella posición, mientras acariciaba mis tetas. "Son hermosas", ponderó. Y fijando su mirada en la mía, dijo: "Y tú eres una mujer muy bella… vales todo lo que mi hijo te paga y más…"

Al escuchar aquello, enrojecí. ¿Qué le habías dicho de mí? ¿Qué habrían hablado en mi ausencia? Y si él estaba al corriente de mi relación contigo, ¿quién más lo sabía? ¿Acaso todos estaban enterados? De pronto me sentí muy avergonzada, pero recordé que había aceptado aquel trato desde el primer día. Necesitaba el empleo y había tomado la oferta que me habías planteado directamente en aquella primera entrevista. Sin tapujos ni escrúpulos de ningún tipo. Y yo acepté. "Fóllame", había pedido, como una perra en celo. De cualquier modo, pensaba, habría terminado convertida en una puta en los antros adonde trabajaba… y cobrando mucho menos. De modo que no me arrepentía. Lo miré a los ojos y comprendió que no conseguía humillarme. Aquello le gustó. "Mastúrbate", dijo, y obedecí. Cuando por la expresión de mi rostro supo que estaba a punto, ordenó: "Ponte de espaldas a mí y empálate el culo con mi verga".

Así lo hice. Qué pronto había olvidado su promesa. Pero no me extrañaba. Sabía que el morbo tiraba mucho más. Noté que podía observar todo lo que ocurría desde un enorme espejo que cubría casi toda la pared opuesta. De aquel modo había contemplado mi grupa todo el rato mientras me gozaba. Sí que era pervertido el vejete. Pero no dije nada. Lubriqué su polla y me la metí poco a poco en el agujero de atrás. Tuve que recurrir a toda mi sangre fría y autocontrol, pero al fin estuvo toda dentro. Me quedé quieta sopesando aquella sensación inquietante, y luego mi mano buscó el botón entre mis labios. Lenta, muy lentamente comencé a moverme. Lo sentí gemir a medida que aceleraba mis movimientos. Llegó un momento en que las sensaciones placenteras que me proporcionaba a mí misma se hicieron más fuertes que el dolor de las penetraciones por detrás.

Me dejó controlar todos los movimientos con una sumisión que me resultó sorprendente. Buscó mi botón y dejó que lo guiara hasta que aprendió a masturbarme adecuadamente. Las sensaciones eran indescriptibles. Pronto comencé a jadear y gemir como una cerda. "Me corroooo…", exclamé, al tiempo que aquella corriente eléctrica me atravesaba de parte a parte. En el momento en que mis temblores cesaron, él aceleró y sus envites se hicieron incontrolables. Grité de miedo y de dolor, pero aquel galope enardecido no duró mucho y pronto se corrió en mi interior inconteniblemente.

La sensación fue muy intensa. Durante varios minutos permanecimos quietos, vinculados de aquel modo tan íntimo. Luego, su verga flácida abandonó la adolorida cavidad de mi culo y goteó sobre el piso. Me levanté y él insistió en examinarme. Volví a colocarme inclinada sobre el tablero y abrió mis nalgas. Estaba bien. Un poco enrojecida e irritada, pero sin lastimaduras más graves. "Eres muy valiente", reconoció. Sonreí, sin acertar a responder. Me arrodillé de nuevo y lo lamí hasta dejarle la polla completamente limpia. Me dejó hacer. Luego limpié el piso con una toalla de papel y sin mediar palabra, me vestí.

Le agradó que no hiciera intento por secarme y que me dejara los fluidos en el cuerpo. "A él le gustará", dijo, refiriéndose a ti. Aquello me estremeció. Comprendí entonces que no hay nada que embellezca más a una mujer a los ojos de un hombre que la mirada de deseo de otro hombre. De algún modo, follar con tu padre me convertiría, lo supe, en una mujer aún más deseable para ti. Y eso era mejor que cualquier otro premio. Aún así, acepté el abultado sobre que me tendió, una vez vestida, y el largo collar de perlas que colgó de mi cuello. Besó mis labios y supe que aquella era la primera, pero no sería en modo alguno la última vez que llevaría documentos al décimo piso.

041005

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