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El más oscuro nombre del olvido (8)

en Grandes Series

Alicia:

—¿Estás bien? —preguntó. Yo asentí.

—¿Por qué lloras? ¿Es la emoción? —asentí nuevamente. Me abrazó con ternura. Su verga terminó de salir de mi coño y él se acostó a mi lado, aferrando mi cintura.

—¿Duele? —preguntó. Negué. En realidad, me dolía un poco, pero no tanto como temí. Volví mis ojos a la colcha. Era blanca, pero entre mis piernas aparecía una mancha roja. Él siguió mi mirada y bajó la vista, avergonzado.

—Te he hecho daño —se acusó. Negué con la cabeza. Abrió mis labios y me revisó con la lámpara.

—Tienes un pequeño desgarro... ¿de verdad no duele? —insistió. Yo volví a negar.

—Ya no eres virgen... —reconoció— ¿te das cuenta de que le has entregado tu virginidad a un desconocido? —moví la cabeza horizontalmente, de lado a lado. Me besó tiernamente, y a pesar de mis protestas, comenzó a desatarme.

—Quiero gozarte —dijo. Entonces me relajé y permití que zafara mis ligaduras. Me atrajo hacia sí y me abrazó.

—Quiero gozarte... —insistió— quiero poseerte muchas veces. Quiero volver a follarte hasta no dejar rastro de tu virginidad, quiero apoderarme de ti, montarte, penetrarte por todos tus agujeros, hacerte mía hasta hacerte gritar de placer... o hasta que me pidas clemencia... —reí en sus brazos y él me besó.

—Déjame quitarte la capucha —suplicó. Pero me negué. No insistió. Entonces me incorporé, tomé una de las cuerdas y por gestos le pedí que me dejara conservar las muñecas atadas, pero de tal modo que un trozo de cuerda quedaba entre ambas. De ese modo tenía libertad de movimientos, pero aún estaba cautiva. Accedió. Creo que a los dos nos dio mucho morbo el que me atara. Se recostó en la cama y yo fui hasta el carrito y comencé a prepararle un plato de carnes frías, quesos y vegetales.

—¿Es para mí? —preguntó. Yo asentí y le serví el plato, poniéndome de rodillas ante él. Creo que se sintió incómodo.

——Levántate, sírvete y come —dijo con cierta brusquedad. Obedecí, y también llené su copa con champaña. Comimos en silencio. Cuando terminamos fuimos a lavarnos al baño, y luego regresamos a la cama. Permanecimos abrazados, con nuestras manos unidas.

—¿Eres feliz? —preguntó. "¿Y tú?", pregunté a mi vez, con gestos.

—Yo pregunté primero —dijo. Entonces respondí que sí.

—Yo también... —al oírlo, mi mirada se ensombreció. Pero de inmediato reaccioné. ¿Cómo era posible que sintiera celos de mí misma? "Idiota", me reconvino la enemiga. Pero la ignoré.

—¿Pensabas que iba a ser así? —negué—. ¿Mejor? —preguntó. Volví a negar.

—¿Superó tus expectativas? —asentí—. ¡Qué bueno! —exclamó. Permanecimos así, unidos en estrecho abrazo, y nos adormilamos un tanto. Debimos dormir una hora. Cuando desperté, comencé a besarlo. En su mentón empezaba a despuntar la barba. Me gustó la sensación áspera y besé la línea de su mandíbula. Despertó, me abrazó y me tumbó boca arriba. Subió sobre mí y profundizó su beso, hasta violarme apasionadamente con su lengua.

—Vaya, despertaste al fin—dijo. Yo le mordí uno de los pezones, en protesta. Él inclinó la cabeza y se apoderó de una de mis tetas con su boca. Pero en lugar de morderla, chupó con fuerza. Yo gemí. Dolía. La áspera barba raspaba, pero sin embargo, me gustó la sensación. Tomé su cabeza y sobé mis pechos contra sus mejillas. Él comprendió y frotó su barba por toda la sensible piel de mi busto. Quedó enrojecido.

—Eres extraña... —dijo, y sus manos acariciaron mi cintura. La besó y bajo hasta mi pubis. Abrió mis piernas y separó los labios con sus dedos. Metió la lengua en medio y comenzó a lamer y chupar. Bebió los rastros de sangre y semen en un gesto que me arranco lágrimas de ternura. Me conmovió hondamente y él notó mis sollozos. Me abrazó. Y sin embargo, su caricia íntima tuvo la virtud de excitarme de nuevo. Ansiaba que me follara otra vez. Tomé su verga y comencé a pajearla. Él entendió el mensaje y me la metió en la boca. Chupé ávida, y bebí la gotita transparente que comenzó a formarse poco después. Él se dio vuelta y nos trenzamos en un intenso sesenta y nueve. Jamás había vivido nada semejante.

En poco tiempo su polla estuvo dura de nuevo. Yo también estaba excitada, y mis jugos goteaban como lentos ríos por mis muslos, mezclados con el semen de su corrida. Se incorporó y me ayudó a ponerme boca abajo, con el culo en pompa y yo, que ya iba conociendo sus gustos, supe lo que deseaba. Lubricó mi coño y mi culo con nuevos trozos de mantequilla, y luego introdujo un pedazo de hielo profundamente en mi vagina. Di un respingo. No me lo esperaba, y él rió. Sin decir "agua va", me empaló a fondo y yo grité.

Se retiró y me preguntó si me dolía. Asentí, pero por gestos le pedí que siguiera. Se resistió, pero al fin lo hizo. Metió su polla despacio y yo aguanté la extraña sensación de aquel objeto frío y de su verga cálida. Me folló por el coño durante largo rato, y luego me preguntó si era virgen por el culo. Negué. De todos modos, me introdujo dos trozos de mantequilla y me penetró lentamente. Yo gemí al recibirlo. Por más que relajé el esfínter, volvió a doler, pero era más tolerable que las otras veces. Me folló así durante largo rato, hasta que decidió cambiar. Se tendió boca arriba e hizo que me sentara a horcajadas sobre sus caderas y que yo misma me empalara el coño con su verga. La penetración fue más profunda que las anteriores y jadeé al sentir cómo la punta tocaba el cuello de mi útero; pero él insistió en que siguiera.

—Fóllame, puta... —exigió— viólame... —al oírlo, me abismé en sus ojos.

—Sí, —respondió a mi muda pregunta— yo también quiero ser poseído, violado, tomado, por ti. No quiero sólo tomarte... —aceleré mis acometidas.

—Cómo te deseo... —afirmó, y yo me sentí feliz. Luego, me pidió que tomara otro pedazo de mantequilla y que me lo metiera en el culo. Supe lo que deseaba, y obedecí. Luego puse la punta de su capullo contra el estrecho agujero y bajé lentamente sobre él, empalándome poco a poco, hasta que su verga llenó mi intestino con su carne cálida. Me quedé quieta sintiéndolo, sopesándolo, apretándolo rítmicamente en toda su longitud.

—Muévete —ordenó, y yo obedecí. Al principio, muy lentamente, y luego, cada vez más rápido, hasta alcanzar un ritmo febril. Él empezó a moverse también, y a profundizar sus acometidas, al tiempo que sus dedos me acariciaban el clítoris.

—Quiero que te corras con mi polla en tu culo —dijo. Yo me concentré en mis sensaciones placenteras, tratando de ignorar la incomodidad en mi esfínter, que cada vez dolía menos. Entonces comenzó a decirme un montón de frases que me resultaron al mismo tiempo terriblemente humillantes y excitantes:

—Quiero follar contigo por todos tus agujeros, zorra... Esta noche voy a hacer que te corras como nunca, sucia puta... voy a derramarme en tu coño, en tu culo, en tu boca, en tus tetas... te voy a llenar de leche hasta el pelo, cerda. Te follaré hasta cubrirte todo el cuerpo con mi semen. Quiero que lo bebas todo, y que luego me chupes la polla hasta dejarla limpia, que no dejes una gota... así, métetelo hasta el fondo, quiero reventarte el culo... fóllame, puta, muévete... —mientras hablaba, yo bajé mi mano hasta mi entrepierna y me masturbé, mientras él me aferraba por las nalgas y me clavaba su garrote, amenazando con partirme en dos.

Y entonces comencé a sentir cómo desde el fondo de mi ser se elevaba aquella oleada de calor, tan intensa que dolía. Mi espina se arqueó y todas las fibras de mi ser se tensaron. Un rugido gutural se escapó de mi garganta y temblé como la hoja a punto de ser arrebatada por el vendaval. Me abandoné a la salvaje violencia del orgasmo, que me sacudió, incontenible. Mario sintió cómo todo mi cuerpo se estremecía, y en ese momento lo alcanzó a él también aquella agonía deliciosa e interminable, que avanzaba como un temblor bajo la piel, con su fuerza eterna e instantánea. Y a los dos nos cegó la misma luz.

Después de ese orgasmo, nos quedamos quietos y volvimos a adormilarnos. Mis agujeros rezumaban semen, pero no me importó. Debimos de dormir varias horas, agotados. A ratos, yo despertaba y lo veía dormir, a mi lado, y no podía creer que aquello estuviera sucediendo. Mi felicidad al verlo era inaudita. Acariciaba sus cabellos negros, su piel morena, tratando de fijar en mi memoria hasta la última línea de aquel cuerpo hermoso, derramado como un río. Él era para mí, lo sabía, el único que podía saciar mi sed. Lo besé, lo abracé, y volví a quedarme dormida. A las cuatro de la mañana se levantó. Evitó despertarme, pero yo lo sentí separarse con dificultad de mi cuerpo. No quería marcharse, pero al parecer estaba dispuesto a continuar mi juego. Contradictoriamente, me entristecí. Me dolió su docilidad. Habría querido que se rebelase y que intentara averiguar quién era yo.

A pesar de que disfrutó conmigo, me di cuenta que no era igual que cuando estábamos frente a frente, cuando él sabía que era yo la mujer a la que penetraba. ¿Sería posible que se hubiera encaprichado con Olvido? Escuché el rumor de la ducha. Siempre que el encuentro terminaba, yo sentía aquella insondable tristeza. Pero comprendí que así eran las cosas. Así era como debía ser todo. No quería depender de él, o que aquella relación se convirtiera en algo tedioso. Tampoco quería aburrirlo. Era mejor que se fuese deseando más a que comenzara a estar harto de verme. Intuía que una persona puede volverse incómoda y eso era lo último que deseaba que sintiera con respecto a mí.

Salió de la ducha, comenzó a secarse y me observó. Yo fingía dormir. No quería que la despedida fuera más triste de lo que ya era. Se vistió en silencio, y cuando estuvo listo, sacó de su cartera los billetes y los puso encima del velador. Se sentó en la cama, se inclinó y me besó. Yo me moví, como si despertara, y abrí los labios. Me abrazó, y besó mis tetas. Luego dijo:

—Debo irme. Es lo que quiere Olvido... —al escuchar estas palabras, me abracé a su cuerpo y nos besamos. Luego, se incorporó, abrió la puerta y se marchó. Eso fue todo. Yo me dejé caer al pozo de la más honda tristeza. Nos separábamos y yo volvía a sentirme incompleta, vacía. Al fin, me sacudí la autocompasión y me levanté. No quise eliminar su olor de mi piel. Aún estaba sucia de sangre, de semen y no me lavé. Quise conservar aquel aroma a su colonia, a hombre, a sexo. Sólo sequé el exceso de humedad con pañuelos de papel, y procedí a desnudarme del todo.

Hecho esto me fui al clóset y apagué la cámara. Había comprado una cámara electrónica de video y había instalado un pequeño teleobjetivo que había captado todo a través de un agujero en las molduras del armario. Pulsé un botón y en la pantalla digital aparecieron nuestras imágenes haciendo el amor. Observé un momento, y luego apagué la cámara. Sobre la colcha aún permanecía la mancha de sangre. Le di un beso y la envolví cuidadosamente. Luego abrí el armario y saqué el uniforme de mucama. Me lo puse, me quité la peluca rubia y encima de mi pelo aún recogido me puse la otra, corta y negra, la redecilla y la gorra. Borré todo maquillaje y me dejé la cara limpia. Me puse los espejuelos claros y los zapatos tenis.

Sentí hambre y tomé un poco de la comida que había sobrado. También me terminé la botella de champaña. Ordené la habitación lo mejor que pude y guardé todas las cosas que había traído en la bolsa grande. Luego agarré el dinero y lo conté. Era más del doble de lo que habitualmente me pagaba. Vaya, estaba satisfecho... No dejó de darme tristeza, de todos modos. Era la prueba fehaciente de que yo era una puta. Lo guardé y bajé al vestíbulo por la escalera de servicio. Cancelé lo que aún estaba pendiente de la cuenta y salí del hotel por la puerta de atrás. Me aseguré que nadie me fuera siguiendo y caminé hasta la oficina. Cerré la puerta y me derrumbé en el sofá. Lloré amargamente.

En los últimos días, mi estado de ánimo oscilaba entre la más frenética actividad, maquinando e inventando cosas, la excitación sexual más intensa y la más profunda depresión. Había dado un paso definitivo, y lo había hecho con plena conciencia. Deseaba a Mario, y todo formaba parte del plan que mi calenturienta imaginación había urdido, pero aún así... la verdad es que yo sólo era una niña que acababa de perder la virginidad, y que aquello, que yo pensé que no me iba a importar tanto, a la hora de las horas sí había importado. Con todo, había querido que fuera con Mario, y en eso estaba satisfecha. Tarde o temprano, pensé, iba a suceder. Mejor que fuera con alguien que verdaderamente me importaba.

Lloré largo rato hasta sentirme vacía de emociones. Luego, puse el despertador y me dormí cinco horas exactas. Cuando me desperté, me fui a la ducha. Volví a llorar, bajo el agua, cuando mis manos enjuagaron la entrepierna y saqué los dedos manchados de sangre y leche. Me sentía sucia, y al mismo tiempo y en forma contradictoria, me sentía plena. Empezaba a ser una mujer adulta.

Cerré los ojos y me quedé largo rato bajo el chorro tibio, sintiendo cómo envolvía toda mi piel y cómo su calor iba penetrando hasta mis huesos. Dejé que el agua relajara todos mis músculos. Me dejé invadir por la caricia líquida, que tocaba y cubría toda la extensión que Mario había poseído. Y después empecé lentamente a borrar sus caricias y su olor de todos los rincones de mi piel, imponiéndoles el aroma que yo había escogido. Volví a posesionarme de mi cuerpo, a hacerlo mío, a sustraerlo a su dominio. Me acaricié toda, centímetro a centímetro, hasta volver a sentirme en posesión completa de mi ser.

Cuando salí de la ducha me cubrí con una toalla grande. No sentía dolor, sólo un cansancio más allá de los huesos y de los músculos. Hice en la alfombra todos mis ejercicios de taichí, hasta deshacer los nudos que sentía y desvanecer la tensión. Luego, volví a usar mi perfume en cada centímetro de mi cuerpo y envolví el aire que me rodeaba en una nube de aquel aroma que había escogido para ser parte de mi piel. Me aseguré que mi coño hubiera dejado de sangrar. Me apliqué una pomada cicatrizante, limpié el exceso con una toalla de papel y al poco rato empecé a ponerme la ropa.

No me puse sostén ni bragas. Tampoco liguero ni corsé. Escogí en cambio un vestido negro, severo, de impecable corte. La seda se pegó a mi piel y dibujó cada línea. Era claro que debajo no llevaba nada. Borré el brillo de las uñas y las repasé con la lima. Decidí dejarlas al natural. Me maquillé muy dark. Sombras intensas, blush y labial. No me puse joyas de ningún tipo, y hasta me quité el reloj. Entre más desnuda, mejor. Me calcé unas sandalias negras, altas, muy desnudas. Luego, me cepillé el cabello hasta hacerlo brillar y lo dejé suelto sobre mis hombros. Guardé la bolsa con las cosas que había utilizado la víspera, y puse el dinero en la caja fuerte.

Ordené un poco la oficina. Cuando todo estuvo en su lugar, me puse una chaqueta de lino negra. Me llegaba a la mitad del muslo y tenía un corte casi militar. La abroché al frente, tomé mi bolso y salí. Abordé un taxi hasta la zona de los hoteles y me entretuve largo rato en las boutiques, viendo prendas de todo tipo. Tenía tiempo de sobra, y no me preocupé en ser puntual. Quería que él llegara primero para no tener que esperarlo, por eso me concentré en lo que veía y cuando eché un ojo a mi reloj, di un respingo: ¡la una y diez!

Caminé hacia el restaurante, pero en el último tramo refrené el paso y entré al restaurante. Avancé contoneándome. Algunas cabezas de volvieron a mirarme, apreciando mis piernas largas y mi cuerpo, obviamente desnudo bajo el vestido. El maitre me llevó hasta la mesa que había reservado. Y ahí esperándome, correctamente vestido de gris, estaba el hombre que pocas horas antes me había desflorado. Me acerqué a él, y luego de besar mi mano con aire insinuante y de acercarme la silla, volvió a tomar asiento. Yo me senté y crucé las piernas, con lo que mi falda se levantó hasta medio muslo. Sin embargo, en lugar de hacer algún comentario sobre mis piernas, él se limitó a decir:

—¡Qué bueno que viniste!

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