Lo busqué. Es cierto. Sin disculpas. Sin coartadas. Sin pretextos. Lo busqué. Lo único que me interesaba era apoderarme de su falo. Adentrarlo, abarcarlo con mi cuerpo. Expropiármelo. Hacerlo parte de mí. Enajenarlo. Enardecerlo. Enloquecerlo. Sólo en mi interior era capaz de crecer, de abandonar la inercia que lo mantenía convertido en una hoja marchita, de convertirse en flor, estambre fecundante, ente autónomo, con vida propia, fecundante. Fuera de mí no existía. No podía existir. Fuera era un instrumento carente de propósito. Enteramente prescindible. Gratuito por completo. Sólo en mí, por mí, en virtud de la existencia de mi propio cuerpo, de mi roce, del hecho de admitirlo en mi interior, su existencia cobraba vida nueva, importancia, peso y sustancia. Fuera de mí no existes, le gritaba mi propio vacío, mi vagina sola, aún no llenada por aquella carne ajena, turgente de sangre gracias al roce con mi carne húmeda, cálida, capaz de envolver la suya. Fuera de mí no eres. Fuera de mí el deseo y su plenitud goteante, palpitante, el oleaje desbordado del último oleaje, de la postrera tempestad, de la marea desatada no existe. Sucedáneo ilusorio. Soy lo verdadero. Lo único que existe: el principio del mundo.