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Cómo me emputeciste 3: Es una verdadera puta...

en Orgías

Es una verdadera puta... (Cómo me emputeciste 3)

Busqué tu mirada y te vi delante, sentado en una silla, mientras contemplabas todo. Tu mano acariciaba maquinalmente tu verga. Te habías desnudado por completo y tu expresión era muy seria, casi enojada. Bajé la vista. Como fuera, la erección que tenías no dejaba lugar a dudas. El espectáculo que te estaba dando te excitaba. El moreno continuó acariciándome con uno de sus dedos, y a pesar de la prohibición, se apoderó de mi boca. Abrí los labios y admití su lengua. "Mírala", dijo, dirigiéndose a ti: "es tan guarra que le gusta que la gocemos". Entre tanto, el rubio continuaba sodomizándome.

"Sí", respondiste: "es una verdadera puta".

Esa noche me dormí profundamente. Mi cuerpo estaba demasiado fatigado, y ni qué decir de mi mente y de mis emociones… menos mal que el día siguiente era sábado y pude dormir hasta tarde. Me levanté con todo el cuerpo adolorido. Mis agujeros, especialmente, estaban muy maltrechos. Sentía el culo en carne viva y la mandíbula medio descerrajada. Al llegar me tendí en la cama y no supe más de mí, de modo que hasta la mañana siguiente retiré el consolador.

A pesar de todo, sentía mucha hambre. Me preparé un espléndido desayuno, me tomé dos aspirinas y me refugié en la cama, dispuesta a seguir durmiendo. Vivía sola, ya que mis padres viven en provincias y yo en la capital, y afortunadamente no tenía a quién dar explicaciones. Descansé el resto del día y me preparé para hacer otro tanto el domingo. No supe de ti durante el resto de la semana. Aquello me extrañó. Acostumbrabas llamarme a diario, pero nada. Por fin, el jueves por la noche, ya tarde, sonó el teléfono. Eras tú.

Quise comentar lo ocurrido, pero me cortaste de entrada. "¿Aún quieres ser una puta?", preguntaste. Quise decir muchas cosas, pero me limité a asentir. Entonces añadiste: "Ponte lo que he dejado a la entrada de tu casa y espérame a las nueve en la misma esquina... y espero que hayas seguido usando el consolador, como te dije, o lo pasarás mal...", y colgaste. Yo no podía creerlo. Dabas por sentado que iba a aceptar... Y ni qué decir de lo que pretendías hacerme. No me quedaron dudas de que tu intención era sodomizarme de nuevo. Pero me conocías bien. Pudo más la curiosidad. Abrí la puerta y me encontré la bolsa. La tomé y miré hacia todos lados. No había un alma en la calle.

Cerré la puerta y examiné el contenido: un corsé de seda y encaje con cintas de satín cruzadas. Una prenda de lujo capaz de hacer pecar a un monje, ya no digamos a ti. También venían un par de finas medias, unos tacones de aguja de diez centímetros, un vestido de cuello alto y mangas largas, con el dobladillo a la altura de las rodillas y una especie de capucha de látex. Todo era de color negro, y en un sobre venían instrucciones adicionales que seguí al pie de la letra.

Me puse toda la ropa, excepto la capucha, que guardé en el bolso, y me abrigué con la gabardina del viernes anterior, que había lavado y secado. No debía llevar ni sostén ni bragas. En el culo el consolador, sujeto por el arnés de cuero, y en el coño una fina cadena de oro blanco, en la cual venían engarzadas siete perlas de unos dos centímetros de diámetro cada una. Después supe que a aquello lo llamaban "bolas chinas". La sensación era turbadora pero también deliciosamente morbosa.

Así disfrazada, tomé un taxi y me dirigí a la esquina de marras. Ahí esperé durante unos instantes y me recogiste como la vez anterior. No me atreví a mirarte a los ojos. Todo lo que habíamos vivido estaba aún demasiado fresco en mi memoria y las imágenes de tu cuerpo cubriéndome, montándome como a la perra en celo que yo era, no dejaban de acudir a mi mente, estremeciéndome como si las viviera en ese momento.

Mientras conducías, me entregaste un antifaz y me lo puse; luego bajaste el cierre y sacaste la polla. No tuviste que ordenarme que te mamara. Obedecí a aquella orden muda, ansiosa por saborear de nuevo el gusto de tu verga. Continué durante un rato, hasta que me apartaste y me ordenaste descubrir mis tetas. Obedecí y una especie de orgullo absurdo me invadió al saber que te complacía exhibirme. Las tengo altas, y sin ser excesivas, resultan generosas para mi breve cintura. "Levántate la falda y muéstrame tu coño", dijiste. Así lo hice, y el espectáculo de mi pubis depilado, como ordenabas en las instrucciones, te dejó satisfecho.

Condujiste el descapotable a través de la más iluminada y concurrida de las vías de la ciudad. Ni qué decir la cantidad de obscenidades que me gritaron los transeúntes y que yo debí encajar con el mejor ánimo. Por fin salimos de aquella zona y te dirigiste a las afueras. Con alguna aprensión noté que salíamos del radio urbano y te internabas por una carretera secundaria hacia una zona boscosa. Estaba todo completamente desierto, la noche había entrado por completo y no había un alma en la carretera. Después de cerca de una hora de camino, me inclinaste la cabeza hacia la entrepierna y volví a mamarte. La polla, que se te había puesto flácida, volvió a empalmársete y yo sentí con satisfacción el cambio de textura en mi boca. Por fin, te desviaste de la carretera por un camino agreste y tras un corto trayecto, el descapotable se detuvo.

Me ayudaste a bajar. Sentí temor de pronto. Ahí no había nada, más que un espeso bosque. Con los altos tacones, el consolador en el culo y las bolas chinas en el coño, me resultaba casi imposible caminar, pero con tu ayuda avancé hasta apoyarme contra un árbol. "Sujétate", dijiste, y puse las palmas de mis manos contra el tronco, al que aferré. Levantaste la gabardina y la falda y metiste tu mano en mi entrepierna. Con satisfacción notaste mi humedad. Sacaste las bolas chinas sin ningún cuidado y yo gemí. Para mi sorpresa, las lamiste y saboreaste. Luego me las colocaste al cuello, como un collar. Aquello me estremeció, porque el olor a sexo era aún patente en el objeto.

Después, zafaste el arnés y sacaste el consolador de mi culo. "Espero que lo hayas lubricado antes de metértelo", susurraste a mi oído. "¿Por qué?", pregunté como una idiota. En ese momento sentí la punta contra la entrada y comprendí. Sin decir "agua va" comenzaste a penetrar y yo hice un esfuerzo supremo por relajarme. Entró con más facilidad que la primera vez, y sentí tu sonrisa en tu voz: "Mmm... has estado usando el consolador. Buena chica", dijiste, acariciando mis nalgas, al tiempo que te ibas a tope. Gemí, pero tú me incitaste a continuar quejándome, al tiempo que me insultabas. Tus envites se fueron acelerando poco a poco, hasta que te lanzaste a galope.

Me cabalgaste sin ninguna consideración, pero me di cuenta que, afortuknadamente, no tenías intención de prolongarlo. En efecto: a los pocos instantes te corriste y tu leche inundó mi estrecho canal. Te quedaste apoyado contra mi espalda, mientras recuperabas el aliento, pero pronto tu verga se ablandó y salió de la húmeda cávidad. Comprobaste que mi coño siguiera húmedo, pero no volviste a ponerme el consolador ni el arnés. Me guiaste a través de un sendero y al final, bien oculta entre los árboles, distinguí la mole oscura de una casa grande. Era una especie de mansión. Su arquitectura era antigua, tal vez barroca o rococó. Me despojaste de la gabardina y del antifaz y me pusiste la capucha de látex. Así cubierta, entré.

Los pisos eran de mármol y las habitaciones estaban decoradas con hermosas yeserías del 1700. De los techos pendían arañas de cristal, pero estaban apagadas. Al entrar, tomaste un candelabro, encendiste las velas y dejaste colgados los abrigos. Mi vestido negro, de una tela como crepé de China, no desentonaba con aquel sitio. Los altos tacones de aguja resonaban con un sonido inequívoco sobre el piso, tan brillante que podía ver el reflejo de mi entrepierna depilada sobre la tersa superficie. Dentro de la casa, el aire era frío y el mobiliario, hasta ese momento, escaso. Daba la impresión de estar deshabitada. Salvo el ruido de nuestros pasos, el silencio era completo, y la atmósfera se me antojó muy gótica. Aquel misterio me daba un poco de temor pero al mismo tiempo elevó mi morbo a las alturas. ¿Qué iba a pasar? ¿Qué ibas a hacer conmigo?

Escendimos por una escalinata curva a una especie de sótano. La decoración era del mismo estilo, pero más gótica. Las paredes estaban revestidas de brocado rojo. Las yeserías y los muebles eran negros con detalles dorados, y la tapicería de un rojo tan profundo que parecía sangre coagulada. Avanzamos por un largo pasillo en penumbras y por fin arribamos a una habitación cerrada. Además de tu candelabro, una araña de cristal arrojaba una luz azulosa y escasa. Nos colocamos al centro de la amplia cámara y me ordenaste que me quitara el vestido. Obedecí. Mi cuerpo blanco quedó a la vista, y bajo aquella luz adquirió una apariencia de alabastro.

De entre las sombras salieron dos hombres altos, cubiertos con capas y con capuchas de látex iguales a la mía. Estas ocultaban por completo la cabeza y la mitad de la cara. Sólo tenían agujeros para los ojos y la nariz, y dejaban libre la boca y la mandíbula inferior. Estaban afeitados, no sólo de la cara, sino del vello púbico. Sí, porque noté con incredulidad que bajo las capas estaban totalmente desnudos. Sus cuerpos eran musculosos y bien formados. Uno era moreno y el otro bastante más rubio. Ambos se acercaron y comenzaron a examinar mis tetas.

"No está anillada", observó el moreno. "¿Quieres que le perfore los pezones?", ofreciste. Y al escuchar esto, me estremecí. Pero el hombre negó. "Me dará más placer hacerlo yo mismo", dijo. Y el rubio asintió. Me hicieron volverme y doblar el cuerpo en ángulo recto. A una orden suya, les ofrecí una vista de mi grupa, y luego me ordenaron abrir mis nalgas. Examinaron el agujero y notaron el semen que goteaba. Esto los dejó satisfechos. Luego sus manos exploraron mi raja y comprobaron con satisfacción que estaba húmeda. "Qué guarra es", afirmó el rubio, y el moreno asintió. Discutieron entonces la tarifa contigo. Yo cerré los ojos, avergonzada. Me tasaban como a una res o a una oveja, discutiendo cuánto costaba lo que iban a hacerme. Por fin fijaron el precio y me estremecí: era una cifra que podría cubrir un año entero de mis estudios. Te miré de reojo, pero tú sólo asentiste y tomaste asiento en una silla. No podía creerlo. Te disponías a observar mientras aquellos dos desconocidos iban a someterme a todo lo que habían dicho.

En ese momento se despojaron de las capas, y cubiertos con las capuchas que me impedían establecer su identidad, me ordenaron: "Arrodíllate". Obedecí maquinalmente y aproximaron sus pollas con la evidente intención de que las mamara. Me turné para hacerlo. Tomé primero la del moreno y luego la del rubio. La diferencia entre el color de sus bien formados cuerpos me resultaba excitante. Mientras chupaba a uno, mi mano masturbaba al otro, y así estuve, hasta que conseguí empalmárselas a los dos. Me sorprendió notar sus grandes dimensiones. Sólo conocía tu polla y era, digamos, de tamaño promedio. Pero aquellos garrotes se me antojaron tamaño extra large.

Cuando estuvieron listos, el rubio me asió por la cabellera y me obligó a ponerme de pie. Se colocó a mi espalda y sobó su hermoso cuerpo contra el mío. La verga azotó mis nalgas varias veces y aquella sensación me excitó aún más de lo que ya estaba. Entretanto, el moreno se puso de frente y mis tetas tocaron sus fuertes pectorales. Sus manos abarcaron cada pecho y su boca bajó para chupar primero un pezón y luego el otro. Cerré los ojos. Me daba un morbo indecible ver aquellos dos cuerpos jóvenes dispuestos a gozarme.

Después que el moreno los saboreó, se turnaron para chupar mis pezones. Me acariciaron y metieron mano a mi entrepierna cuanto quisieron, hasta ponerme a punto de caramelo, pero cuando iban a besarme, les recordaste que las putas no gustan de que los clientes las besen. Por fin, el rubio se arrodilló delante e introdujo su lengua en mi raja, mientras el moreno me sujetaba desde atrás, acariciando mis pechos. Tuve que soportar aquella exquisita tortura, ya que ambos me mantuvieron inmóvil. Cuando comencé a jadear por el inminente orgasmo, me soltaron. "Está a punto", dijo el moreno. Me llevaron entonces a un lecho cercano. El rubio se tendió boca arriba, con la verga enhiesta, y el moreno me ayudó a colocarme de espaldas a él y a horcajadas sobre su pelvis.

"Empálate por el culo", ordenó. Cerré los ojos y me apresté a obedecer. Fue el moreno el que tomó la verga del otro y la colocó en la entrada. Hecho esto, me empujó por las caderas. Relajé mi esfínter y admití la prenetración. Lentamente fui bajando hasta que estuvo toda alojada en mi interior. Entonces el moreno se colocó delante y su lengua se abrió paso por mi raja hasta tocar mi botón. Aquello para mí fue electrizante. Jamás había estado con otro hombre que no fueras tú, mucho menos con dos.

Busqué tu mirada y te vi delante, sentado en una silla, mientras contemplabas todo. Tu mano acariciaba maquinalmente tu verga. Te habías desnudado por completo y tu expresión era muy seria, casi enojada. Bajé la vista. Como fuera, la erección que tenías no dejaba lugar a dudas. El espectáculo que te estaba dando te excitaba. El moreno continuó acariciándome con uno de sus dedos, y a pesar de la prohibición, se apoderó de mi boca. Abrí los labios y admití su lengua. "Mírala", dijo, dirigiéndose a ti: "es tan guarra que le gusta que la gocemos". Entre tanto, el rubio continuaba sodomizándome.

"Sí", respondiste: "es una verdadera puta".

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