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Menudo lío (3: Poseída por todos)

en Fantasías Eróticas

Poseída por todos... (Menudo lío 3)

…En las veladas de aquel grupo abundaba la comida, el vino, el juego, y ya bien entrada la noche hacían llamar a alguna de aquellas mujeres. La elegida acudía vestida sólo con un corsé y los seis u ocho petimetres se turnaban para poseerla durante el resto de la noche por todos sus agujeros. Les gustaba especialmente gozar de África, pero más de Dulce, ya que su índole huraña daba pretexto para que terminara siendo azotada por todos los presentes. Las imágenes del cuerpo de la mulata, brillante de sudor y de semen, atada con los brazos y piernas bien abiertos, mientras los azotes llovían, me excitaron indeciblemente. Desperté bañada en sudor y con el sexo completamente mojado…

-Creo que merezco una explicación… -afirmé. Por primera vez Alfonso perdió el aplomo.

-Te necesito -dijo, y se derrumbó hasta el piso del estudio. Se abrazó a mis piernas y yo lo miré de modo raro.

-Te pagaré bien… no tendrás que hacer nada que no quieras… -añadió atropelladamente. Lo pensé mejor. Ahí había encontrado paz, tranquilidad, un lugar donde vivir, un amo que no me hacía proposiciones indecorosas… al menos, hasta ese momento… un buen salario. ¿Qué podía hacer? ¿Regresar a luchar con aquellos tiburones que lo único que deseaban era follarme? "Eres una puta, Belén. Es tu destino…", pensé, retomando sus palabras. Lo miré. No estaba mal, la verdad. Estaba mucho mejor que el gordo de contabilidad, en todo caso. Un hombre maduro pero elegante… a lo mejor sería mucho más considerado que los otros machos en celo. "Bueno, posaré", decidí, y se lo dije. "Después, Dios dirá…", pensé para mí. Él sonrió, satisfecho. "Continuaremos mañana", anunció. Respiré con alivio. Fui tras el biombo, me cambié de ropa y preparé el almuerzo.

Una incomodidad nueva se había instalado entre nosotros. Alfonso me hurtaba la mirada, y yo a él. Algo inconfesable había sucedido entre nosotros. Algo… pecaminoso. Nuestra charla aparentaba ser relajada, pero en realidad, estábamos muy tensos. Cuando terminamos de comer, lavé los platos y él se encerró en el estudio. No vimos las noticias. Aseé la casa y me marché a clases. Anduve como en trance durante toda la tarde. No lograba concentrarme en nada. Por fin volví a casa, preparé la cena y lo llamé a comer. Ya ni siquiera intentaba continuar la conversación. Parecía ausente. Lo inyecté antes de dormir y durante todo el rato traté de ignorar el volumen de su paquete. Me fui a la cama, pero tardé en dormirme.

Soñé con una ciudad de mediados del siglo XIX situada no en el centro del Caribe, sino en Europa. Estábamos en invierno y la nieve blanqueaba las calles. Había tranvías, carruajes y personas que deambulaban con prisa, enfundados en abrigos oscuros. Un carruaje llegó hasta la fachada del teatro, que lucía hermosamente iluminada. La puerta se abrió y un hombre bajó. Le cedió el paso y le tendió su mano a una figura que permanecía en el interior. Vi de nuevo el par de ojos amarillos, pero esta vez aquella figura de pantera estaba enfundada en un elegante traje de noche. El brocado amarillo destacaba su piel morena y la luz en aquella mirada inolvidable. La amplia crinolina y el estrecho corsé realzaban la brevedad de su cintura y la opulencia de las tetas que llenaban el escote. A su lado, Alfonso (o quien quiera que fuese) caminaba vestido con un frac negro.

Ella se quedó un par de pasos detrás y entraron al amplio vestíbulo iluminado por arañas de cristal. Las miradas de todos parecían fijas en la figura de curvas bien definidas que caminaba junto a Alfonso, con la cabeza en alto. Su cabellera rizada había sido planchada y recogida a la usanza de la época. Ocuparon el palco, desde el cual se divisaba al público, arremolinándose en la parte baja, y el telón que ocultaba todavía al escenario. La llegada de ambos no pasó inadvertida. Numerosos impertinentes se volvieron hacia ellos, y una sonrisa de satisfacción curvó la boca de Alfonso. Hacía poco había llegado de Cuba, donde su familia poseía extensas plantaciones, y todos se preguntaban quién era aquella mujer de arrebatadora belleza que lo acompañaba.

En realidad, Alfonso, marqués de Traslosheros, lo tenía todo. Pertenecía a una rica familia, su padre poseía extensas plantaciones en Cuba y lo había enviado a estudiar a España. En mi sueño parecía un joven de unos veinte años, y la mulata que lo acompañaba tendría entre quince y diecisiete, pero su porte y desenvoltura la hacían parecer mayor. "Su esclava", murmuraban los que lo conocían. "Se llama África… " decían otros. Y nada más. Nadie sabía mayor cosa. Ni tenían por qué.

Alfonso era un señorito bastante calavera, al que le gustaba disfrutar de la buena mesa y del buen vino y follar con cuanta mujer se le cruzara enfrente. Pero sin complicarse la vida. Aunque su puntería era impecable, no le hacían gracia los duelos. Y meterse a la cama con una mujer de su propio nivel social llevaba casi inevitablemente a ello. Siempre habría un marido, un padre, un hermano que creyera o supiera mancillado su honor e intentara lavarlo de aquel modo.

A Alfonso eso se le antojaba ridículo: con lo buenas que estaban las cortesanas, o las chicas de origen humilde, a quienes sus propios padres vendían con la esperanza de que encontrasen a un protector poderoso que a cambio de follar las sacara de pasar hambre… Y al parecer, el yacimiento de esas maravillas era inagotable. De modo que encapricharse con una señoritinga era poco menos que demencial. Bonita manera de complicarse la vida.

Por otro lado, sólo las jovencitas de ese origen soportaban las cosas que Alfonso deseaba hacerles. Había crecido en el campo, en unas tierras donde la esclavitud era legal y las mujeres debían someterse a todo lo que sus amos mandasen. Había follado a una mujer por vez primera a los trece años: era Siboney, la madre de África. Siboney era una mulata de hermosos ojos verdes, quien se había convertido en la favorita de su padre y sobre todo del hermano de la madre de Alfonso, que los visitaba con frecuencia.

El tío Domingo era un tipo rubio, de ojos azules, y había preñado a Siboney en varias ocasiones. La esclava había parido varias hijas, todas de una belleza deslumbrante. Tanto, que el padre de Alfonso prefería que fuera su cuñado quien preñara a la esclava, porque las crías de esa mezcla eran mucho más hermosas, y cuando la montaba generalmente se corría en el culo o en la boca de Siboney, dejando que fuera Domingo quien repletara el coño de la mulata con su leche. Alfonso había crecido viendo estas cosas, y le parecían lo más normal del mundo. Alejados de la ciudad, en la hacienda no había más ley que la voluntad de aquellos amos sensuales y arbitrarios.

De su madre, Isabel, Alfonso había heredado los mismos ojos azules del tío Domingo. De su padre, el cabello negro, la complexión robusta y una cierta vena cruel. A veces, después de follar o sodomizar a alguna de sus esclavas, le gustaba azotarla. No con el látigo que usaba con los animales, ni con el rebenque de los caballos, sino con unas tiras de cuero más suave, que dolían lo suyo pero no dejaban marcas tan señaladas como los otros instrumentos. Después de perder la virginidad con Siboney, su padre le había regalado a una de las hijas de ésta. Se llamaba Dulce, pero su carácter desmentía tal nombre.

Alfonso la usó durante varios años, y la azotó bastante, ya que era muy insumisa y rebelde. La preñó en una ocasión, pero se las arregló para abortar. Volvió a cargarla y la amenazó con que la mataría a golpes si no lograba dar a luz. Dulce tuvo entonces a una hermosa niña. Ese año, África llegó a la edad núbil y Alfonso se la pidió de regalo a su padre. Éste aceptó, no sin antes ejercer el derecho de pernada. Esa noche, los tres, ya que el tío Domingo se unió a la fiesta, la follaron hasta el cansancio. Curiosamente, a pesar de que era usada a menudo por los tres, África no quedaba encinta.

Se convirtió en la favorita de Alfonso. Era mucho más dócil que Dulce y prefería someterse a todos los caprichos del amo antes de sufrir sus azotes, de modo que pronto fue una perra muy ducha y hábil en los placeres de la cama. Se prestaba con mucha docilidad a ser sodomizada, uno de los placeres favoritos de Alfonso.

Isabel sabía todo lo que ocurría pero jamás intervino. Había sido obligada a casarse cuando aún era una adolescente, y agradecía que su marido se desfogara con las esclavas y no intentara ejercer sus derechos sobre ella. Pasaba largas temporadas en la casa de la familia en Santiago, donde se ocupaba de los negocios de exportación y de los intereses financieros. Se decía que Isabel desfogaba sus ímpetus con otra de las hijas de Siboney, Clara, hija también de su hermano. Le habían puesto de nombre Clara porque su piel era tan pálida que podía pasar por blanca. Tenía los mismos ojos azules del tío Domingo y una vena tan lujuriosa como África.

Así las cosas, Alfonso llegó a la edad en que debía concluir su educación y fue enviado a España. Allá lo que menos hizo fue estudiar, pero en cambio se relacionó con un grupo de señoritos tan calaveras como él. Su inmensa fortuna y su igualmente inmensa sed de placeres lo hicieron el más popular. Se había llevado consigo a Dulce y a África y las usaba a menudo, aunque pronto comenzó a comprar los virgos de las niñas que sus padres vendían por hambre.

En las veladas de aquel grupo abundaba la comida, el vino, el juego, y ya bien entrada la noche hacían llamar a alguna de aquellas mujeres. La elegida acudía vestida sólo con un corsé y los seis u ocho petimetres se turnaban para poseerla durante el resto de la noche por todos sus agujeros. Les gustaba especialmente gozar de África, pero más de Dulce, ya que su índole huraña daba pretexto para que terminara siendo azotada por todos los presentes.

Las imágenes del cuerpo de la mulata, brillante de sudor y de semen, atada con los brazos y piernas bien abiertos, mientras los azotes llovían, me excitaron indeciblemente. Desperté bañada en sudor y con el sexo completamente mojado. Amanecía. Me levanté, incapaz de conciliar el sueño, me duché y me vestí. Bajé a preparar el desayuno, aún presa de aquella intensa excitación. Si algo notó Alfonso, no lo dijo. Se zambulló en la lectura del periódico, y luego de lavar los platos, me indicó pasar al estudio. Me hizo sentarme en el lugar de siempre, pero esta vez me pidió que levantara la falda y dejara a la vista mis piernas.

Obedecí y mi excitación creció aún más. Sin embargo, no me tocó. Se limitó a dibujar esa parte de mi cuerpo en distintas posiciones y con diferentes calidades de luz. Al llegar la hora, me cambié y fui a preparar el almuerzo. En los días siguientes la rutina no varió. Fue concentrándose en distintas partes de mi cuerpo y las dibujó como si quisiera grabárselas de memoria. Luego, comenzó a tocarme los pies. Como yo diera un respingo, replicó: "Quieta… necesito que mis manos guarden memoria de las dimensiones y proporciones de cada parte… no quiero hacerte daño". Lo dejé hacer, pero la sensación de sus manos recorriendo mi piel me puso aún más cachonda.

Para colmo, continuaba teniendo aquellos sueños lúbricos, en los cuales Alfonso follaba a África y a su hermana Dulce. A veces montaba verdaderas orgías junto con los calaveras de sus amigos. No me costaba entrar en la piel de las mulatas, ni de las jovencitas blancas que compraba y que iba emputeciendo poco a poco. Era como si el deseo de los otros machos las volviera más deseables a sus ojos.

Vivía en un estado de excitación sin fin ni alivio. Asistía a las clases como una autómata, pero lo que en verdad deseaba era que Alfonso planteara las cosas de una buena vez, que me sedujera y yo pudiera entregarme. Ansiaba sentir su garrote en mi interior. De seguro era tan puta como África, pero cada vez me importaba menos.

Gradualmente, me fue quitando la ropa hasta hacerme posar desnuda. Aquello, lejos de aminorar mi excitación, la exacerbó. Y para colmo, me ponía en actitudes cada vez más abiertas y disponibles. Mi lujuria alcanzó extremos terribles. Ya ni masturbarme todas las noches me aliviaba. Comencé a hacerlo a lo largo del día, varias veces, oculta en el baño. No sé si él se daba cuenta de mis gemidos y jadeos, pero no podía evitarlo.

Por fin, una mañana, me sentó sobre una silla y me abrió de piernas. "¿Quieres que pose así?", pregunté con un hilo de voz. Él me examinaba en ese momento, arrodillado ante mi coño, y por toda respuesta, observó, asombrado: "Eres virgen…". Yo asentí. "¿Por qué? No puedo creer que nadie te haya hecho gozar, con lo hermosa que eres…", repuso. Sin que lo dijera, supo que era yo la que no me había prestado a seguir adelante.

Su mano acarició mi raja y yo suspiré de placer. Introdujo uno de sus dedos en la húmeda hendidura y presionó con suavidad contra la entrada del coño, sin dejar de mirarme. Le gustó cómo la expresión de mi cara iba cambiando a medida que el placer se intensificaba. Hundió su cara en mi entrepierna y la lengua en la calidez húmeda de aquel pantano. Lo sentí sorber mis jugos y recorrer de arriba abajo el hueco vertical entre los labios. Luego, la lengua sondeó el coño, sin forzar su entrada, y después se concentró en mi botón.

Así sus cabellos con mis dedos crispados y lo guié. Con infinita sabiduría rodeó el botón con lengüetazos circulares. Mmm… aquello sabía a gloria. Me fue llevando, llevando, hasta que una explosión repentina me alcanzó y me partió en dos. Las oleadas llegaron una tras otra en espasmos eléctricos sucesivos. Creo que gemí y grité, pero no me importó. En ese momento no me importaba nada. Me hundí por fin en las profundidades de un placer sin orillas, mientras sus manos continuaban aferrando mis nalgas.

Fue largo rato después, cuando volví de muy lejos y lo miré. "Tú me deseas, pequeña…", afirmó. Y yo no tuve ánimo de negarlo. "¿Qué quieres? ¿Qué te posea? ¿Quieres ser mi puta…?". No había énfasis en sus palabras y no me sentí ofendida. Bajé la vista por toda respuesta. "No quiero preñarte…", dijo, y yo asentí. No dijimos más. Así, como estaba, abierta y con la entrepierna goteando jugos por mis muslos, me dibujó. "Pon la misma cara que en el momento del orgasmo… mastúrbate…", pidió. Y yo obedecí. Tan entregada estaba.

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