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Quintaesencia: La Ninfa de Maebe (V)

en Grandes Series

Dioses

Increíble. No podía apartar los ojos de ella, de su risa intentando liberarse de esas plantas que ella misma parecía ir creando a su paso. Y sus manos... ¡Esas llamas blancas que le llegaban a los codos no la quemaban! Miró a sus hombres, todos ellos con los ojos clavados en esa muchacha de cabello carmesí que con ayuda de la pequeña intentaba salir de su propia creación, la misma que seguía expandiéndose desde la hoguera de dos escudos de altura en cualquier dirección. Incluso Ufrer tenía la boca abierta, pues ni en sus visiones más verdaderas habría podido imaginar lo que iban a encontrar en esa desconocida tierra de Dioses. Lo era sin duda, y esa belleza jamás comparable con nada que hubieran visto en sus vidas y con la que habían ido a topar, debía serlo. Sus movimientos en un principio le habían recordado a los ritos de sacrificio de su tierra, incluso había temido por un momento por la vida de la niña, pero no se habría podido imaginar ni en mil vidas el resultado del baile que había hecho la muchacha con ese cuchillo. A partir de ahí todo había sido inverosímil. Había cortado el viento, todos lo habían visto aparecer en su mano. Y su voz, esa canción que le resonaba en todo el cuerpo, aun sin entender las palabras… Vio movimiento a su derecha, a Rollho sonriente, avanzando aún agazapado sin orden alguna. Le hizo una señal a Prayve y él ululó para llamar su atención. Pero no solo Rollho se giró a mirarle, la muchacha también lo hizo y a pesar de la distancia pudo ver su rostro, sus ojos. Azules, intensamente brillantes, fijos en la maleza que ocultaba a sus hombres y a él mismo unos segundos antes de volver a sus manos. A hablar con la pequeña mirando alrededor, incorporándose aprisa.

    —Ni, un, murmullo —susurró a sus hombres, sabiendo que el poder que la joven tenía no era para tomárselo a la ligera.

No sabían nada de esa tierra, si había más como ella cerca. Todo lo que habían visto hasta ahora era señal inequívoca de que había un poblado cerca. Ni siquiera llevaban ropas de abrigo, pieles para pasar la noche. Estaban solas y aun así no iba a interceder aún, menos si al verse amenazada les atacaba con esas llamas. Les atraparía entre plantas y raíces, como le estaba pasando a ella y a esa niña.

    —¡Lily, corre, aléjate! —la escuchó gritar y volvió a mirarla mejor, viéndola caer al suelo otra vez. Chillando, pero esta vez no reía ninguna de las dos.

    —¡Páralo, me hacen daño! —no sabía qué estaban diciendo, quizá Prayve…

    —¡No puedo pararlo! —parecían nerviosas, y las llamas blancas no hacían más que crecer tanto en la hoguera como en sus brazos, igual que las raíces verdosas que ya habían atrapado a la pequeña hasta la cintura—. ¡Basta, por favor! ¡Ya basta! —el grito desesperado de la muchacha le impulsó a levantarse. No entendía las palabras, pero la pequeña sufría y ella cayó de nuevo al suelo antes de que decidiera salir de su escondite, seguido por sus hombres.

    —¡Eli! —llegó hasta la niña, que al verle chilló aterrorizada, más cuando sacó la espada del cinto y comenzó a cortar las enredaderas que habían aprisionado su cuerpo. Que empezaban a hacer lo mismo con la muchacha inconsciente y aún con llamas en los brazos—. ¡QUIERO IR CON MAMÁ! —esa palabra sí la entendió, la había escuchado muchas veces antes.

Miró a la joven sin aliento dejando a sus hombres la liberación de la pequeña, acercando la espada a las llamas, tocando el acero que de forma inverosímil seguía frío y comenzando a cortar las raíces que ya le empezaban a atrapar a él también por los tobillos. Consiguió sacar a la joven de su propia trampa viva e hizo lo único que se le ocurrió hacer viendo las llamas lamer sus pieles sin quemarlas. Eran llamas al fin y al cabo, y hacia el agua la llevó enredándose cada vez más a ella y sin dejar de mirar su rostro de piel clara con un gesto de dolor inscrito, su cabello vivamente rojo entrar en contacto con la superficie de ese riachuelo. Haciendo desaparecer las llamas, notando su cuerpo relajarse entre sus brazos. Su gesto apaciguarse tanto que por un momento la creyó muerta hasta que vio su pecho levantarse levemente, tomando aire. Dioses…

    —Rojo —dijo Ufrer tras él, con la niña llorando en sus brazos—. Dolor y sangre —le mostró sus cortas piernas, llenas de cortes ensangrentados. Miró los brazos y piernas de la muchacha que tenía completamente lacia en los suyos, sin un solo rasguño—. Odín tenía razón.

    —La tenía —tuvo que admitir al fin y al cabo, aunque eso implicara darle la razón a él por partes iguales—. Ayudadme, estoy…—intentó sacar el pie del fangoso río—… atrapado. 

Rollho fue el primero en acercarse espada en mano, cortando las raíces que aún le unían a la joven sin perder la sonrisa ni el contacto visual con su rostro, con su cuerpo lacio. Hizo el amago de cogerla de sus brazos y se dio media vuelta, advirtiéndole con una sola mirada. No era el momento. Tres de sus hombres le ayudaron a desenterrar las botas del fango sin que soltara a la joven, ordenándoles recuperar su espada de entre las raíces de esa hoguera que según ellos se había apagado sola en el momento que ella había entrado en el agua, al igual que el fuego blanquecino de sus manos. Sin embargo las raíces aún presentes, aunque no crecían más, se habían extendido de tal manera que habían atrapado a Dragnar contra el tronco de un árbol y a Garish el Manco de rodillas para abajo. Ambos tenían cortes, él también los sentía por todo el cuerpo, como esa chiquilla que no dejaba de llorar aterrada y seguramente muy dolorida en los brazos de Ufrer. No podía tener más de cuatro inviernos, y les miraba aterrorizada llamando a su madre. A ella, Eli, que no salió de su inconsciencia ni cuando tomó uno de los cuencos que sus hombres le acercaron y le vertió agua sobre el rostro, no hizo un solo gesto de molestia. Estaba completamente vencida, pero vivía y no tenía heridas visibles en piernas y brazos, como la pequeña que aún chillaba y lloraba a su lado.

    —Señor, ¿nos cenamos a la niña? —comentó Ufrer en cuanto vio que el rumbo que llevaban no era otro que el de las cuevas—. Hemos venido a cazar, si Odín mal no me recuerda.

    —Encontrad su caballo, el jabalí o lo que os dé la gana —con eso la promesa de carne estaría saldada y se quitaba a ese loco de encima, a ser posible—. Prayve, ayúdala.

Con solo cambiar de portador, la niña frenó un poco el llanto, y ya cuando llegaban a la base del cúmulo rocoso en el que se hallaba su escondrijo dejó de escucharla y vio que se había quedado dormida con las hierbas que Prayve le había hecho oler durante todo el trayecto, las que usaba para calmar los dolores de su padre. Pero aún le sangraban las piernas a pesar de los improvisados vendajes que el chico le había puesto rompiendo su propia ropa, necesitaba la atención de Goldart y su sabiduría para que esas heridas no le dejasen marca de por vida. Volvió a mirar ese hermoso rostro de piel clara entre rizos vivamente rojizos y salvajes sin saber qué era el ser que los Dioses habían puesto en su camino, abriéndose paso entre la veintena de hombres curiosos que había dejado en las cuevas y que le siguieron murmurando y riendo de camino a la parte más profunda y resguardada, cerca del fuego donde les ordenó colocar unas pieles y dejó a la joven, igual que Prayve dejó a la niña dormida a su lado. Les ordenó callar, salir. Ni siquiera se molestó en contarles lo sucedido a los que se agolpaban para verla mejor, tenía diez testigos. Bueno, nueve y un loco que ya la proclamaba la Diosa del fuego del infierno, hija del mismísimo Loki y la hechicera creadora de verde, Groa.

Peligrosa y nacida del averno, aseguraba. Diosa, se repitió arropándola bajo sus pieles, observándola. Diosa sí, no podía ser otra cosa. Y peligrosa también, pues a pesar de lo indudablemente bello, lo que había provocado su poder también era algo de lo que incluso ella se había asustado. Los cortes en las piernas de la niña que descubrió con cuidado de no despertarla, como sus hombres fueron a hacer con Goldart en ese instante a su orden, no tenían buen aspecto. Algunos eran profundos. Mandó a Prayve a por algo que aliviara el dolor de la pequeña, lo que fuera que su padre le ordenase traer, dado que antes de que el sol se alzase sobre ellos indicando la mitad del día la niña empezó a despertar, a  sollozar en sueños. Necesitaban algo que cicatrizara semejantes cortes, lo que no esperó fue lo que sus hombres trajeron a esa parte de la cueva con ellos con ayuda de un improvisado camastro. Goldart seguía con vida, poca y dolorosa, pero aún le restaba para venir a mirar, a observar a esa joven dormida sobre sus pieles, al lado de su fuego. En silencio y con los ojos abiertos de puro pasmo seguramente por el color de sus largos rizos y lo que sus hombres llevaban comentando en murmullos desde que habían llegado con el extraño resultado de su partida de caza.

    —Por todos los Dioses, Rurik, ¿quién es? —se encogió de hombros sin poder apartar los ojos de su rostro—. Prayve me ha repetido algunas de sus palabras. No estamos en Asgard.

    —Pues dime cómo lo ha hecho —si no era la tierra de los Dioses, no lo entendía—. He visto fuego, Goldart, fuego blanco salido de sus manos que arde y no quema. La he visto bailar con el viento, cortarlo, hacer brotar tantas raíces que… —se llevó las manos a la cabeza, levantando la vista al techo de piedra que les cobijaba, confuso, pues ni siquiera sabía si lo que había visto era real. Ahora él parecía el loco.

    —No sé qué habéis visto, pero sé lo que yo veo —siguió su mirada febril y sonriente hacia ellas de nuevo—. Los Dioses compensan al fin tus inmerecidas carencias, Rurik —negó a esa posibilidad que ni siquiera se había cruzado por su mente—. Una niña, que tiene la edad que tendría tu pequeña, y la mujer más hermosa que he visto en todos mis días, ¿qué ves tú si no?

    —Una joven con algún tipo de… poder incontrolable y su hija no son lo que hemos venido a buscar aquí —habían zarpado por riquezas, oro, cosas intercambiables para un invierno al que ya no llegaban a tiempo—. Los mares se helarán antes de que podamos volver a nuestro hogar. Sea donde sea que estemos, estamos atrapados.

    —Britania —aseguró Goldart al grupo que permanecía en silencio a su alrededor escuchando la conversación entre ambos—. Y ella...-se rió, no supo de qué—. Es la mismísima Freya reencarnada si quieres mi opinión —desde luego era mejor opinión que la de Ufrer, y aún así le señaló las piernas de la pequeña—. Los Dioses son crueles a veces, tú lo sabes bien.

    —No creo que fuese crueldad, parecía asustada de sí misma —comentó Dragnar, que a pesar de los cortes en su propia piel no había dicho una sola palabra en contra de la joven desde que habían llegado. Le dio toda la razón.

    —Sea como sea llevan ropas de lana, lo que significa ganado. Tiene un cuchillo, un caballo, una hija —asintió al comentario de Rollho—. Si hay niñas, hay hombres. Y si hay hombres…

    —Hay plata —dijeron varios a la vez, incluido él—. Y qué, ¿cogemos el botín y nos vamos en nuestros cuatro navíos quebrados y medio hundidos a terminar de morir congelados? No seré tan necio de atacarles en su propia tierra, menos si tienen un poder similar al suyo.

Se hizo el silencio un instante y al siguiente se llenó de murmullos. Les ordenó salir a todos menos a Goldart, esperando que le dijese qué palabras eran las que le había escuchado cantar a ella y que tenía grabadas a fuego en la mente. Cuando lo hizo la observó más atónito aún, pues si no era una Diosa, Freya o la divinidad a quien quisieran nombrar sus hombres que se asemejara a ella en algún sentido, sin duda era un miembro de los Vanir. Su belleza y su poder no podían provenir de otra fuente, y dado su canto a la naturaleza, lo tenía más claro aún. ¿Pero Vanir, sus dioses, en Britania? No podía creer lo que Goldart aseguraba, pues muy al noreste tendrían que estar igualmente para haber navegado tanto tiempo a la deriva. La tormenta les había desviado demasiado de su rumbo.

Optó, al igual que Goldart, por volver a tomar el amargo caldo de musgos y bayas que tenían, pues sus hombres volvieron sin carne al caer la noche. No habían encontrado al caballo después de tanto tiempo siguiendo las huellas de sus herraduras por el bosque, pero algunos de ellos aseguraban que había algo que les observaba atentamente entre los árboles y esta vez no lo tomó a broma. Ordenó que encontraran a ese caballo como fuera, antes de que regresara de donde había salido la muchacha sin jinete y alertase a otros Vanir de su presencia, montando guardias alrededor de la cueva en todas direcciones para hacer lo posible por mantener la zona en la que se habían resguardado vigilada. Desoyó los consejos de abandonar a la muchacha donde la habían encontrado durante la noche, al igual que a la niña que les delataría, pues ella sí les había visto aunque ahora estuviera dormida por el efecto de las hierbas que Goldart acercaba a su rostro cada vez que se movía mientras Prayve llegaba con más hierbas y su padre le aconsejaba cómo mezclarlas, cómo aplicarlas sobre las piernas de la niña, que debido al dolor volvió a despertar. Y con su llanto esos ojos que había visto brillar de un azul cristalino a la luz del sol se entreabrieron, mostrándole el cambio en su mirada a un intenso verde que se clavó en él con fijación entre parpadeos soñolientos. Avisó a cada uno de sus hombres para que tuvieran a mano las armas y escudos, pues la Vanir, Freya o quien fuese esa hermosa y no menos poderosa muchacha, estaba despertando.

Continuará...

Espero disfrutéis de la historia y sobre todo, me hagáis saber vuestra opinión.

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