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La Terminal

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El tren va deteniéndose lentamente mientras atraviesa un espeso manto de niebla, al ingresar impetuoso en el casco de la terminal ferroviaria. Sobre los andenes se encuentran centenares de personas con los brazos abiertos y las caras ansiosas por recibir a los hijos pródigos de todo un pueblo.

Por fin culmina el eterno viaje de regreso a casa, el largo retorno a las vidas que dejamos cuando en el Puerto de Río Gallegos y casi con un pie en el buque, una voz de mando llena de fervor, autoritarismo y entusiasmo, surcó cada oído de los allí presentes... - El Ejercito Argentino ha recuperado lo que por derecho histórico le pertenece. El enemigo esta al acecho y el destino ha querido que sean ustedes los elegidos para protagonizar esta gesta. La Patria los reclama... -. Elegidos, me repetí en silencio, y no pude evitar que mi pecho se expanda de orgullo.

Los faroles se derraman sobre los andenes tal cual torrentes de blanca luz... si pareciese que el cielo mismo bajó hoy para recibirnos con sus mejores ángeles. Hasta puedo oír el sonido dulce de las trompetas celestiales anunciándonos con euforia y emoción. Estaré loco, no sería nada raro luego de vivir lo que he vivido junto a mis compañeros... mis hermanos.

Nos asomamos a las ventanillas y apoyando las manos sobre el vidrio observamos a quienes, en cuestión de segundos, nos darán la tan ansiada y merecida bienvenida. Siento un cosquilleo en el estomago y un leve ardor... estoy tan nervioso que tiemblo como una hoja. Y es que, desde que nos despedimos de nuestros hogares hasta esta noche hemos cambiado mucho. Tanto que el miedo a que me vean distinto se trepa por mis huesos y me estruja el alma con la fuerza que lo precede... tanto que puedo sentirlo, mis manos, mi cara, mis pies, hasta mis lunares están en su lugar, pero no soy el mismo.

Si todavía puedo verme en mi puesto de vigilancia, parado en medio de la más absoluta oscuridad, endurecido por la escarcha y apretando entre mis manos a la única chica y compañera que poseía en Malvinas... mi fusil automático liviano. El viento soplando helado, y cuando digo helado me refiero a ese que se cuela entre los huesos y hace que apenas sientas los pies para estar parado. Y la llovizna humedeciéndolo todo, sí... todo.

Por eso cuando sacaba del bolsillo de mi campera verde militar a la foto de Andrea, lo hacía solo por un par de segundos. Retenía en mi memoria cada línea de su rostro, cada curva de su cuerpo, cada pliegue de su ropa... me preguntaba como podía ser tan bella, sonreía y la guardaba nuevamente. Tanto tiempo sin verla me hizo creer varias veces que la había inventado para no sucumbir ante las amargas garras de la soledad que la lejanía provocaba. Pero pronto mi corazón corroboraba la veracidad de su existencia y la abrazaba en el recuerdo.

Nos conocimos hace dos años, cuando ambos teníamos 16 años, y después de ese glorioso día no nos dejamos de amar. Tenemos pensado casarnos, irnos de luna de miel a Madagascar, tener dos hijos (Celeste y Damián), un auto familiar, dos perros y tres gatos... todo un arsenal de proyectos... arsenal, me recuerda a los continuos ataques ingleses cada noche... explosiones y más explosiones cercenándonos los nervios. Dicen que un enemigo falto de sueño es presa fácil... los súbditos de la Reina lo saben mejor que nadie.

Pero Andrea ocupando mis pensamientos me daba fuerzas para no desistir, para no caer en el campo minado de la desesperanza, para no ceder ante los embates de una guerra que no comprendíamos, una guerra que se nos escapaba de las manos.

Su cuerpo, sin dudas, poesía hecha mujer, quedaba en mi mente sin un solo vestigio de ropa alguna. Sus pechos pequeños y en punta, de redondos pezones rosados, se movían con locura, mientras sus torneadas piernas abiertas dejaban que mi pija penetre a esa vagina depilada y cerrada, una y otra vez, en hidalga cabalgata hacia las fauces del éxtasis. Que bien nos entendíamos en la cama, jamás un movimiento desacertado, nunca un desacople vergonzoso.

Tomándola de las caderas, la empujaba contra mí, para así hundirme más aún en ella. Sus gemidos despertaban a los vecinos a diez cuadras a la redonda y yo no podía permanecer inmutable ante algo tan sensual. El tiempo me convirtió en un gemidor por excelencia, o sea que, cada vez que cogíamos, toda la ciudad se daba cuenta de ello.

Ella siempre destacó mis lamidas a su conchita y su culito, debo confesar que me fascinaba hacerlo. Podía permanecer horas y horas, con la mandíbula agotada y la lengua al rojo vivo, pero sin detenerme un segundo. Mis labios recorrían suavemente de arriba hacia abajo a los pliegues de su vagina, húmeda a esas alturas, para luego posar la punta de la lengua sobre el duro clítoris y presionarlo. Mmm, se retorcía como una serpiente en medio del desierto, arqueando su espalda, hundiéndome entre sus piernas. Luego jugaba paseándome por su ingle, los bordes de su ano, la suavidad de sus labiecitos... que delicioso. Su aroma a sexo, a perra caliente, a hembra de burdel, me enloquecía. Innumerables fueron las veces que logré hacerla acabar en mi boca, solo lamiéndola... agradecida devolvía el favor.

Y de que manera. Cuando se ocupaba de mi pene, sabía muy bien que hacer. Lo tomaba entre sus manos y lo masturbaba hasta que posaba la punta de su lengua sobre el hirviente glande. Un hilo transparente unía a su boca con mi pija, era mi líquido de excitación, el puente de nuestra lujuria. Lentamente lamía todo el tronco, con amor y dedicación, mientras apretaba a mis huevos entre sus dedos. Mmm, mi cabeza se pegaba al colchón, se hundía en él... y mis manos se clavaban tal cual garras de cuervo en su azabache cabello, para penetrarle más y más su boquita. Innumerables veces fueron las oportunidades que hizo que acabe en su boca. Saboreaba mi semen sin perderse de una sola gota. Sonreía siempre al hacerlo, decía que viviría solo tomando la leche que por ella de mi falo emanaba.

Si... ella me daba fuerzas para seguir.

El tren sé va deteniendo lentamente... los nervios me están incendiando el estomago.

Anoche tuve miedo de morir, justo la noche en que se cumplía el aniversario de la muerte de viejita. Pobre viejita, como hubiese sufrido si viviera. Si hasta creo oír su voz diciéndome que me alimente, que sea fuerte, que me cuide del frío, que no va a llorar porque sabe que voy a volver, que me espera con mate y bizcochos de grasa, que me ama... si, que me ama.

Anoche los ingleses dispararon a razón de diez proyectiles por vez, otra vez aprovecharon la oscuridad para atacar desde sus barcos a nuestras posiciones en tierra. Los proyectiles pasaban sobre nuestras trincheras con su particular silbido, la banda sonora de la muerte. Gritamos todos, lloramos todos, me oriné en los pantalones y puedo asegurar que no fui el único en hacerlo. Me coloqué el casco sobre la cabeza sosteniéndolo fuertemente con ambas manos, me ubiqué en posición fetal y mordí un rosario entre los dientes. Lo rompí, lo deshice en mi boca. A pocos metros del pozo de zorro que me alojaba junto a mis compañeros estalla una bomba. Me ensordece. Eduardo, un amigo, me sostiene la mano, llora. Mierda grita, mierda pienso, tenes razón, esto es una mierda.

El tren se detiene. La niebla por fin se disipa. Comenzamos a bajar lentamente uno por uno, que nervios, aunque debo aceptar que el ardor ha cesado, que alivio. Cientos de personas, cientos de abrazos, cientos de bienvenidas, el andén se ilumina de alegría. Busco a mis hermanos, a mi papá, a Andrea... ¿dónde estarán?, ¿Habrán venido a mi encuentro?, ¿Se habrán olvidado?.

Una mano desde atrás me toca el hombro tal cual pluma roza la piel. Me doy vuelta.

– Hijito querido, cuánto te he extrañado.

- Mamá.

 

 

Dedicado a quienes no pudieron volver.

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