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Los Cortos de Crow: En el nombre del padre

en MicroRelatos

Era yo, y no lo era

Era ella en primavera

Y allí estaba sin desearlo

Con aliento de azufre y brea.

 

Aún resuenan las imágenes que, vagas, se arrastran bajo el fuego de los flashes. Aún el negro invade al blanco salpicándolo de rojo. Aún las marcas atraviesan el cuerpo y el alma. Y la inocencia taimada en un derrape de locura se recuesta sobre el mármol frío de lo roto. No sonríe, aún le duelen los labios, las piernas, el amor, los brazos, la sangre, los besos, la espalda, los dientes, el frío. Aún le duele todo.

Ángel sin alas volando sobre pasos adolescentes, falda a cuadros, camisa blanca, pintura de contrabando. Sensible como su madre, bella como su abuela, sincera como su hermano, voluptuosa como su tía. ¿Quién pudiera destruir los límites y acariciar la redondez de sus glúteos? ¿y bordear el escote impúdicamente con la esperanza de robarle el cántaro de los suspiros? ¿y lograr que sus labios se muerdan con el ansía de las ganas? ¿Quién pudiera?

 

Era yo, y no lo era

Era ella con sus quince

No dieciocho ni veintiuno

Como el editor lo quisiera.

 

Una lágrima doliente de tantas que se escapan de mis ojos atraviesa la geografía arrugada de mi rostro y se aferra al mentón; lucha por no caer, pelea con todas sus fuerzas para no dejarme solo con mis culpas hasta que finalmente cede en peso, se desprende y golpea contra el suelo. No muere, no se desintegra, no se evapora, el dolor no se pierde en ninguno de sus estados, incluso cuando es una lágrima desesperada. Se esfuerza, se arrastra dejando tras de sí una estela de salada humedad. Pasa por debajo de una puerta de hierro, dobla a la izquierda, evita un escritorio, un lápiz con la punta rota y continúa en línea recta hasta la puerta de salida, baja siete escalones, cruza la calle y otra y otra y otra, dobla esquinas, derechas, izquierdas, evita a tres latas de gaseosa, cinco cigarrillos apagados y doscientas suelas hasta que se pierde en las sombras de un sitio sin luces para reflejar una cruz y un nombre en lo que queda de su existencia. Una cruz y un nombre.

 

No escuchaba sus gritos, los veía.

No sentía sus uñas rasgando mi carne

ni el calor de mi sangre descendiendo desde las heridas.

 

Era yo, y no.

Era ella, lo era.

Y la bestia rasgó en su locura a la frágil inocencia.

 

Mis manos como garras arrancando sus ropas no eran mis manos, tampoco lo eran mis rodillas separando sus rodillas al punto de rasgarle el corazón, pero sin duda alguna la mirada perdida en esa desesperación oscura y húmeda que se alojaba en sus pupilas, esa era mi mirada.

 

Jamás olvidaré esos ojos

Perlas negras de pesar ahogando al corazón confundido –

Ni a los míos reflejándose en ellos

Círculos de fuego creciendo al ritmo de los latidos –

 

No y no y no mil siete, dos mil trescientos, un millón de veces "no" atravesando sus labios como las dagas lo hacen en la carne. "No" y deshaciéndose en llanto descansaba para recuperar fuerzas y continuar con sus infructuosos intentos de escapar del asedio. "No" crecía en desesperación tras cada nueva bocanada. No, yo no escuchaba sus palabras, las veía. Y no quería verlas, por eso mi mano que no era mía tapó su boca y el aire y las súplicas.

 

Ángel sin alas, sin vuelos, sin horizontes, sin tiempo, sin fuerzas, sin ganas. Ángel de piernas abiertas, de muñecas moradas, de ojos lloviendo, de sueños rotos, de abdomen chato, de senos desnudos, vaivén de impudicia, de ternura perdida, de dolor como ninguno. Ángel, simplemente un ángel arrancado del cielo para ser devorado por las bestias de la locura, un ángel deshecho con los dientes de los bajos instintos, muerto en su luz.

 

Era yo y no lo era

era muerte

era mierda

era herida y era sangre

era filo

era sombra

era yo, el peor de todos.

 

Sintió el final de su inocencia en la sequedad doliente de su entrepierna, el roce tortuoso de un sube y baja que le quitaba la respiración y la esperanza de olvidarlo todo, el calor de mi cuerpo que no era mi cuerpo consumiéndola como el infierno a las almas, y sintió ganas de vomitar.

 

Mordió mi mano que no era mía, toda la fuerza de su cuerpo se apoderó de su mordida que era suya y de su instinto de supervivencia. En el aire se dibujaron llamaradas de furia, estelas de violencia desproporcionada impregnados de ruidos secos, golpes al azar. Malditos los demonios de mi cuerpo que no era mi cuerpo, maldito yo que no era yo… pero lo era.

 

No sentí el latido de mis puños que no eran mis puños cuando se empaparon de carmesí caliente y chorreante tras quince golpes que la secaron. No sentí el cese de toda resistencia ni la brisa dulce de sus párpados cerrándose. No escuché el sonido de los talones arrastrándose hasta dejar las piernas rectas sobre el piso. No me percaté de sus brazos extendidos a cada lado de su cuerpo, ángel crucificado. No sentí como el frío la fue invadiendo hasta convertirla en invierno. No escuché su último grito o suspiro o ahogo o silencio cuando abrió las alas para perderse entre las brumas de la muerte. Yo no sentía hasta que sentí y pude verla debajo de mí, hermosa como su abuela, sincera como su hermano, voluptuosa como su tía, sensible como su madre.

 

Era yo en pleno otoño

Era ella en primavera

Y todos los jueces del mundo

No alcanzarán para mi pena.

 

Sonreí de lado, amargo como la hiel, terrible como la nostalgia; un estallido en mi mente trajo los ecos de un llanto de recién nacido, el miedo al tomarla entre mis brazos, la emoción de su primer día de escuela, el color blanco del orgullo de verla crecer tan fuerte e inteligente, el calor de sus primeras lágrimas por amor sobre mis hombros, las reminiscencias de su primer palabra… papá.

 

Soy yo, su padre

Su asesino.

Y ella… mi hija

Lo era.

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