Un filoso estrépito incrustado en mi cabeza, las manos aferradas al volante, la espalda amalgamándose al asiento, y vueltas... cientos de vueltas. Todo da vueltas. Grises, líneas, rostros, vidrios, chispas, hierros retorciéndose en cada golpe, tormenta sanguínea salpicando la visión. Mierda.
¿Qué antes del último suspiro toda la vida desfila ante nosotros? Lamento noquearles tal mito; antes de que una guadaña inesperada me acaricie con su filo de una vez y para siempre, debo confesarles que eso es una gran mentira. A mi mente no han llegado los pastelitos recién salidos del horno con los que mi madre me esperaba cada mañana ni las noches de concierto que grababan en mi alma gritos y aplausos. Ni con la fugacidad de un relámpago, esta cabeza a dado cuenta del millón de lunas que me vieron acabar en ombligos de bolsa o la primera vez que mis dedos se escurrieron dentro de una vagina.
Cada dendrita es recorrida por la imagen de unas manos acariciando mi entrepierna y el cierre de mi pantalón corriéndose hasta liberar a mi verga. No recuerdo las risas en el ritual de los humos ni los asados de los domingos, tampoco abordan en mi frente los abrazos de mis muertos queridos o los saltos en las tribunas de mi San Lorenzo. Cabellos oscuros cual noche derramándose entre mis piernas, una lengua caliente salivando los bordes de mi glande y el ardor de una boca abierta devorándome el sexo hasta la base es la imagen que ocupa cada golpe eléctrico de mis neuronas.
Y mis labios mordiéndose con salvaje desesperación, mis ojos apretándose bajo los párpados, mis manos aferradas al volante, mi espalda amalgamándose al asiento, y vueltas... cientos de vueltas. Todo da vueltas, ella, yo, el auto, el mundo, todos. Y su mandíbula cerrándose alrededor de mi pene, y esa cabeza golpeando bajo en volante, y, la puta madre que los parió. Mierda. Un golpe seco, un estruendo deshaciéndose entre vidrios, sangre, hierros retorcidos entre chispas.
Y en el final, el silencio. Todo negro.