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Los hombres también lloran

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Caminamos calle abajo por veredas cubiertas de hojas muertas, de luces amarillas, de guantes y bufandas. El aliento es nube de tormentas, los párpados el dique de las lágrimas, el pecho la opresión que nos lastima. Buscamos en los bolsillos alguna suerte de palabra que rompa este silencio que nos parte al medio pero no encontramos más que pelusas y papel de caramelos. Intentamos aferrarnos a las luces de lo vivido juntos, pero hoy, esta noche, las sombras lo cubren todo.

Te miro con el rabillo del ojo. Si supieras las cosas que pienso y no digo para esconderme de vos, para no mostrarte el sismo de mi alma, para no escuchar el crujido de tantos proyectos rotos. Si supieras que tengo ganas de gritar hasta desgarrar mis cuerdas vocales. Si supieras que hasta sería capaz de retroceder sobre mis pasos y dejar todo sin efecto. Lo debés saber.

Las luces del aeropuerto enceguecen nuestros sentidos. Nos suda las manos. Nos tiembla el alma. Y nos sumergimos en el murmullo de la multitud y sus pasos alocados, en sus bienvenidas y sus adioses, en el roce de las maletas y las quejas por el peso, en la voz de los altoparlantes y las lágrimas lloradas.

Nos sentamos, respiramos profundo, berreamos por lo bajo, miramos el suelo. Llevo puestos los zapatos que me regalaste hace unos días solo por consentirme. Siempre lo hacés. La puta madre, una media negra, la otra verde. Miro tus pies... la misma equivocación. Una negra, la otra verde. Creo que será mejor callar como hasta ahora, ¿para qué decírtelo? Me culparías por dejar mis medias junto a las tuyas y yo estaría seguro que fuiste vos quien las dejó sobre mis zapatos. De todas maneras, te quitarás las zapatillas al llegar a casa y con una media en la mano sonreirás con esa sonrisa que suele iluminarme la vida. Me recordarás saltando en una pierna del cuarto hacia el baño con los pantalones enroscados en los tobillos. No podrás evitar carcajear. Y al desvestirte olerás en tu piel el perfume que me regalaste aquél día de los enamorados, los abrazos suelen dejar más que hermosas sensaciones. Y seguro escucharás mis puteadas a dios y todos los santos por llegar sobre la hora al aeropuerto, que los vuelos no esperan por uno, que tenemos que cambiar el puto despertador, que... y todo te será tan reciente que romperás en llanto en nombre de aquellas pequeñas cosas. Eso me duele, deberías saberlo.

Siento la brisa de tus pestañas acariciando mi rostro. Vuelvo la mirada hacia vos, sonrío de lado. Es que estás a mi lado, todavía estamos, verbo presente ¿Por qué será que eso ya no me vasta? ¿por qué será que la felicidad nunca es absoluta? También sonreís, sonreímos... eso sí, no pretendas ni sueñes que estas sonrisas se pinten con labiales de alegría. Las sonrisas forzadas no tienen nada, no son nada, solo son sonrisas como el viento es viento.

Te acercás peligrosamente hacia mí. Sabés que me fascina el peligro. Me acomodás el cuello de la camisa rozándome la nuca con los dedos. Pensar que hace unas horas cojimos como dios insinúa y el instinto manda.

Te besé la frente, una, dos, tres veces, y segundos más tarde nuestras bocas se aferraban desde sus lenguas. Siempre te han gustado nuestros besos. Profundos, intensos, posesos. Te tomé de la cintura apretándote apasionadamente contra mí. Tus senos contra mi pecho, tu abdomen contra mi ingle, tu aliento contra mi aliento. Somos tal para cual. Lo dejamos todo. Cuerpo y alma. Como siempre. Todo. Y mis dedos se deslizaron a través de tu abdomen, sitio de aquél sueño de extendernos más allá de la muerte y de allí sin escalas hasta tu entrepierna, mi infierno predilecto. Te masturbé deleitándome con tus gestos de excitación. Fruncís los ceños, apretás los labios, no gemís... maullás. Y yo no soporto, me podés como nadie jamás. Te arrojé a la cama, salté sobre vos y me perdí entre tus piernas, en tus omóplatos, en tu cóccix, en tus pezones, en tus labios... ambos. Me pediste que te penetre, lo rogaste y me dejé rogar. No mucho. Entrar y salir, vaivén combinado. Tu rostro es otro cuando acabás. Siempre te dije que les abrías una compuerta a tus demonios de cara al orgasmo. Turbás la mirada, entreabrís la boca para luego apretar los párpados. No usamos protección hace meses. Luego de varios análisis de sangre y una confianza de hierro nos permitimos hacerlo como más nos gusta... a flor de piel.

Desinflo el pecho, caen mis hombros. No puedo dibujar eternamente una sonrisa con gusto a nada. No a vos. Pero es que aquí el aire se corta con cuchillo. Ya no es la partida lo que más molesta sino la puta espera. Me siento un condenado a muerte caminando hacia la silla eléctrica. Pensar que durante el almuerzo intentamos hablar varias veces de las sensaciones de este preciso momento - ¿Otra vez, mi amor? - respondiste quinientas doce veces para perder luego tu mirada en el plato de comida que ni tocaste - Mierda, hagámonos cargo, no nos queda otra - respondí otras quinientas doce veces con el tenedor en la mano solo por tenerlo.

No quisiera pensar más ¿Por qué no existirá una pastilla que impida hacerlo? Trato de ocupar la mente en otras cosas. Cuento el número de mujeres que poseen el pelo suelto o la cantidad de hombres que se rapan la cabeza cual mohicano. Observo las corridas, las bienvenidas, los adioses, los abrazos, las palmas de despedida, todo entreverado. Tanta búsqueda y me detengo en los ojos aguados de una cincuentona. Sostiene un espejo pequeño a la altura de su nariz tratando de colorear lo que el llanto descolora. Acá, todos lloramos ¿No es cierto, negra?

Desde los altavoces anuncian que la espera llega a su fin. Es tiempo de abordar.

Caminamos hacia el detector. Veinte pasos, los últimos veinte pasos tomados de la mano. Si me la aguanté hasta ahora, no puedo, no debo aflojar en el tramo final. No sería justo, sé que hacés tu esfuerzo. Pero, ¿cómo evitar que mi mano tiemble al ritmo de la angustia de saber que en unos minutos dejarás de reflejarte en mis pupilas? ¿cómo seguir sin esos ojos que son mi vida entera? Suena la alarma. Mi amor, la cadenita, y la ponés en la palma de mi mano. Recuerdo que te la regalé en uno de tus cumpleaños y nunca más te la quitaste. Nos perdemos en nuestros ojos. Ya no podemos ocultarlo. Me tomás de la muñeca, te tomo de la cintura. No querés irte, no quiero que te vayas. Y nos damos un beso de labios, de almas, de penas, de futuras ausencias... el más triste de todos los besos.

Y te alejás mirando hacia atrás. Tus ojos están llenos de lágrimas. Te arrastra el gentío. Con mi índice marco tres puntos en el aire. TE A-MO. Hacés lo mismo. Sonrío de lado aguantándome ese mar de lágrimas apretujadas en mi alma. Y doblas el pasillo. Nunca más tus caderas. Nunca más tus besos. Nunca más tus manos suaves cual nubes en primavera.

Apoyo la palma de las manos sobre el vidrio que da a la pista de aterrizaje. Muerdo recuerdos, esos que construimos entre los dos, y se adueñan de todo. Yo mismo me siento un recuerdo. El avión se dirige lentamente a la pista principal y desde allí carretea hasta elevarse hacia el cielo de las oportunidades. Argentina no da para más, no tiene futuro. Corrupción, protestas, cortes de rutas, desabastecimiento, desigualdades, inflación, bla bla bla. España te espera con sus brazos abiertos, con su poesía, con sus puertos rebosantes, con el primermundismo como ley primera, con Almodóvar y el chamán Lou Wild, con un abanico de posibilidades.

Iré tras ella, cuestión de tiempo, pero mientras tanto este dolor me quiebra, me doblega, me ahoga. Caminaré toda la noche sin rumbo fijo tratando de helar mis pensamientos bajo el invierno argentino, pero será inútil. Sé que cuando me canse de andar vas a ocuparlo todo y voy a llorar como nunca nadie ha llorado. Los hombres también lloran, negrita... los hombres también lloran.

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