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Cosas del destino, burlas de mi suerte

en Voyerismo

¿Cómo he llegado hasta aquí? Cosas del destino, burlas de mi suerte.

La historia podría ser típica; un hombre normal en una situación ideal. La puerta entreabierta de una habitación en penumbras, una mujer sentada al borde de una cama y su hombre, su amante, su “lo que sea” frente a ella ¿Qué tiene de típica esa imagen? Ser el tercero, el sobrante, al menos eso es típico en mi vida pero esa es otra historia que no viene a cuento.

Debo confesar que en mis treinta y diez inviernos no he tenido ni un solo día de sol si es que el amor puede compararse con una tarde soleada. Para mí, la primavera siempre ha sido solo una estación ajena a estos fríos. Jamás me han dicho te amo, tampoco me sentí cobijado en los brazos de las novias de turno o las putas de siempre. Claro, asumo mi responsabilidad; mis labios y mis latidos no saben, no quieren, no pueden ni sienten decirle te amo a nadie y mis brazos no abrazan, solo aprietan y sueltan.

Acepto que no soy ni seré un tipo confiable y en honor a la verdad  tampoco pretendo serlo. Dicen que los excesos te pierden entre la gente hasta convertirte en un ente invisible que deambula cual fantasma ausente. Dicen que la droga te absorbe el apellido y lo convierte en un sinónimo de “nada” y que te exprime el alma hasta dejarte seco de todo. No sé si eso es cierto,  de serlo, me la habré tomado toda antes de darme cuenta.

Ella, Paola, es mi contracara, el otro lado de la moneda, aquello que jamás tuve ni soñé con tener. Con sus veintipocos años, su inocencia de niña de buena cuna a cuestas y una belleza digna de las revistas de moda, logró quitarme el primer suspiro, el segundo y el tercero. No diré que el cuarto. Tampoco viene a cuento.

¿Si me enamoré de ella? No me gusta hablar de mis sentimientos ni explicar lo obvio. No creo en cupido ni en el catorce de febrero ni en los anillos ni en los veintiuno de setiembre ni en las eternidades de los enamorados ni en las promesas teñidas de cursilería barata ni en toda esa mierda. Eso no es para mí. Eso sí, creo en Paola, en su nariz respingada, en su sonrisa de mil dientes, en sus caderas, en sus pechos insinuándose bajo la ropa, en esos besos que no me ha dado, en esos abrazos que no conozco. En fin. Decía que no me gusta hablar de lo que siento, tampoco viene al caso.

Vuelvo a la historia por la cual estoy aquí. Como verán nada anormal, nada con aristas de otro mundo, nada que haga de este relato a uno de la talla de los tres o cuatro buenos autores de TR... nada de eso. Ni por cerca, ni por error, ni siquiera queriendo.

Aquella noche arrancó atípica y es que Paola llamó a mi celular para invitarme a su cumpleaños número veintiuno. Una fiesta espectacular en la quinta de sus padres; piscina profesional, fuegos artificiales y una torta enorme como su culo. No fue un sueño ni una mala nota, me llamó para invitarme a su cumpleaños y juro que nuestros encuentros, fugaces por cierto, se dieron las pocas veces en las que fui a la casa de su hermano, mi dealer amigo, mi Jesús personal. Jamás entablamos una conversación, nos limitamos al saludo obligado y miradas con el rabillo del ojo. Furtivas. Eso sí, muy furtivas y cargadas de sensaciones, pero como todo lo que se oculta hasta de uno mismo, muere sin hacer historia, o eso creía.

Al recibir el llamado me encontraba colocadísimo con un tigre corriendo en las venas, pero no lo pensé ni un jodido segundo. Desempolvé la mejor ropa; saco de vestir negro, camisa blanca, pantalón estilo italiano, zapatos de cuero pampeano y cinco gramos en la nariz. Al taxista le ofrecí tres veces el pago de la tarifa si me llevaba tres veces más temprano, y no descubro nada si digo que el dinero mueve al mundo, porque tuve que pagar lo ofrecido.

Craso error el de ir a una fiesta en donde el único que me conocía estaba tirado sobre una mesa, abrazado a una botella de whisky no tan escocés – ¿Y tu hermana? - le pregunté mordiendo mi labio inferior – En su habitación, primer piso, final del pasillo, puerta azul – respondió mecánicamente antes de vomitar toda la cena hacia un costado. A la mierda con todo, pensé, las coordenadas hacia mi felicidad. Quizá estaba todo preparado, quién sabe. Era cuestión de averiguar. Tomé una botella de tequila, la llevé a mi boca para darle un largo beso y emprendí viaje al primer piso, final del pasillo, puerta azul. Esa noche llevaba interiores azules pero ésa también es otra historia.

No tardé mucho. La suerte debe aprovecharse o se pierde. Me abrí paso entre la gente, subí las escaleras y en el final de ésta se extendía el largo pasillo en penumbras ladeado por una decena de puertas cerradas, salvo una, la azul, que se encontraba entreabierta. Mientras caminaba hacia ella pensé en hacerme católico, musulmán o morrisoniano, todo sea para agradecerle el regalo a algún ser divino. Y efectivamente Paola estaba allí, de espalda, sentada en el borde de la cama junto a su amante, novio, marido o lo que mierda fuere, para el caso sería lo mismo.

Vaya postal del desastre, fotografía de mi maldita desgracia. Agradecí no creer en ningún puto dios salvo en algún que otro músico de los sesenta. Suerte para él, no para este voyeur entre las sombras. Los omóplatos de ella fueron testigos de las manos de él dibujándole espirales. Paola acercó sus labios al oído de su amante y le susurró las palabras mágicas – Te amo frase que retumbó en el silencio de mis adentros. Mierda, mierda y más mierda. Con los párpados a media asta lo miró a los ojos y lo besó en la boca. Mucho amor para un solo beso, demasiado amor para mí. Y por supuesto, por fin sentí celos, ira, desasosiego, envidia. Decenas de puñales se clavaron en mi carne y en mi alma y por si fuera poco, decenas de dedos se hundieron en las heridas que me propinaban esos puñales. Le eché la culpa a la droga y a la puta que parió a mi desgracia. Estaba enardecido, me quemaban las entrañas, ardía de odio y mi conciencia puteaba el momento, el lugar y el chiste - ¿Qué carajo estoy haciendo aquí? Debería estar pateándole el culo a la idea de tenerla. El amor es una mierda, es una gran mentira, un sentimiento sobrevalorado, una idea de escaparle a la soledad. Debería irme, irme bien a la mierda y no volver jamás. Este no es mi lugar – aún así no me moví ni un solo paso.

Ese beso se volvió infierno y esas cuatro manos comenzaron a perder la razón naufragando sobre pieles erizadas y sudorosas. Entonces la envidia me abrazó los huesos y la lujuria se encendió entre mis piernas. Cuando oí el primer gemido de Paola mis dos manos ya estaban ocupadas; una con la botella de tequila y la otra con mi pene.

El tipo le metió una mano en la entrepierna, más allá de la falda y Paola, volada de placer, le bajó la cremallera, tomó aquella verga, la masturbó, una, dos, tres veces y se inclinó ante ella para llevársela a la boca. Nunca hubiese imaginado que para Paola chupar una verga era una devoción. Su cabeza subía y bajaba con la velocidad de la locura mientras aquella tranca se hundía entera dentro de su boca. Qué guarra resultaba ser la hermana de mi Jesús personal y saber eso no hacía más que potenciar mis sentimientos para con ella ¿Si estaba enamorado? Dejémonos de sandeces, estamos hablando de calentura elevada a su máxima potencia. El amor debió ahogarse en la botella de tequila mientras se masturbaba o simplemente preferí obviarlo para no sucumbir ante la humillación de no tenerla.

Cuando el tipo le arrancó literalmente el tanga y la lanzó contra la puerta sin pensar que caía a mis pies, la imaginación me llevó a la desesperada tierra de la más grande de mis calenturas. Y es que comencé a verme en ese lugar, mis caricias yacían en esas manos, podía sentir su humedad entre mis dedos, su aliento y el roce de sus dientes alrededor de mi pene.

La tomó de los cabellos para alejarla de su verga, la recostó sobre la cama y le separó las piernas hasta casi rasgarle el corazón – ¿Vas a cojerme? – murmuró Paola mordiéndose el labio inferior. Y con esas palabras se caía dentro de mí su imagen de inocente niña, dándole lugar a la imagen de una mujer apasionada, tan puta como las camas lo requieren. Sin mediar palabra, el tipo se puso en cuatro sobre Paola, con la verga apuntando hacia abajo cual lanza y se la enterró en la vagina de un golpe hasta los huevos. La vagina de Paola. Una pequeña hendidura abriéndose entre las piernas, rosada, suave a la vista, ni imaginarme al tacto. Y pensar que nunca me había lanzado a su conquista por verla como a una niña inocente, si parecía ser casi inaccesible para un buitre adicto como yo y ahora veo esto. Duro revés del destino, la puta madre. Evidentemente a la historia no la escriben los segundos ni decir los terceros.

Qué va, me hice una paja como pocas mientras los veía coger. Apreté mi verga hasta dejarme el glande morado. Me imaginaba sobre ella, penetrándola, sobándola, succionándola, cogiéndomela con locura, hasta me di licencia para hacer mío a ese te amo. Ilusos los voyeuristas, los que observan desde la parte trasera a los protagonistas de la obra. Ilusos e idiotas.

Paola hundía sus gemidos en el cuello del tipo, gemidos que se hicieron mordiscos cuando los dos comenzaron a moverse con la velocidad de mi mano. El golpeteo de sus carnes, el chasquido de sus humedades, los gemidos ahogándose en las penumbras, el olor a sexo, todo me hacía sentir parte… y lo era, penosamente de voyeur, pero lo era.

Y de pronto esa puta droga melancólica que me llevó a mis olvidadas praderas coronarias. La yema de mis dedos en la ruta de sus cejas negras, los cuatro lunares de su rostro dándole un centro a mi universo, la palidez de sus pómulos, su pequeña nariz, la humedad en la geografía de sus labios, esos labios que besaría hasta perderme, esos besos que quizá me darían la tranquilidad de sentir amor, ese amor que se escapaba de mi vida, esa vida que la necesitaba, que te necesitaba Paola, para que le des luz y ánimos e impulsos. Se dispararon luces dentro de mi mente y todas apuntaban a ese rostro perdiéndose en mis ojos.

Volver a mi cuerpo excitado fue como chocar a doscientos kilómetros por hora contra el paredón de la realidad. Apreté la botella de tequila en mi mano mientras la otra le daba los últimos jalones a mi verga. Ese desconocido hijo de puta estaba cogiéndose a la única mujer que deseé con el cuerpo y el alma. Ella era la posibilidad palpable y real de sentir amor, más que amor. Pero él estaba allí, yo estaba aquí y ella… ella no estaba conmigo. La ecuación me daba por perdido y me ubicaba en la parte trasera de esa gran obra. El amor, la felicidad, un futuro sin sombras, sin soledades, sin malos días, sin drogas ni dealers, todo yacía en esa cama.

Pateé la puerta, apreté con fuerza a la botella y la llevé por sobre mi cabeza para luego bajarla velozmente hacia la frente del hijo de puta desconocido que ya había clavado su mirada en mis desencajados ojos negros.

El golpe fue certero. El tipo cayó muerto sobre Paola y en sus ojos abiertos se reflejó mi sonrisa de lado. Lo tomé de los hombros y lo hice a un costado - Ese lugar me pertenece, es mío por destino - me dije mientras me acomodaba sobre ella, abriéndole las piernas hasta rasgarle el corazón. Jamas oí sus desconsolados gritos, jamás conté el número de sus lágrimas ni de las gotas de sangre en su rostro, mucho menos me percaté de su dolor… que no era amor, que no era lo mismo que con él.

Enterré mi verga en la suavidad caliente de su vagina y me moví sobre ella para acabar de una vez. Su humedad, su olor a sexo, su calor corporal. Lo disfruté, mi sueño era realidad. Estaba cogiendo a la mujer que podría darme felicidad y el plus de te amo que necesitaba para creer en el amor. Y acabé dentro de ella, la llené de leche, de locuras, de droga, de lágrimas, de sangre, de odio, de ausencias, de soledades, de muerte. Y se encendieron las luces, escuché puteadas antes de sentir un golpe en la cabeza que lo puso todo negro.

Desperté tirado en el suelo con una herida sangrante en mi cabeza y mis labios secos. A mi alrededor, gente enardecida con ganas de cagarme a trompadas y un par de tipos agarrándome de las manos y de los pies. Sobre la cama, el muerto, ese hijo de mil putas y una mujer desnuda con la entrepierna empapada, gritando, llorando ¿quién mierda era esa mujer? No la había visto en toda mi vida y sin embargo me miraba y me odiaba desde su llanto.

Al llevar la vista hacia el frente, mis ojos enormes por la sorpresa reflejaron a Paola apoyada sobre el marco de la puerta, llorando, acongojada, tan sorprendida como yo o mucho más, quién sabe – ¿Cómo pudiste hacerme esto? Te invité para declararte mi… amor… y… y… ¿por qué? ¿cómo pudiste hacer algo así?  – murmuró entre lágrimas antes de dejar su espalda grabada en mi mente.

¿Cómo he llegado aquí Señor Juez? Cosas del destino, burlas de mi suerte.

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