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Alejandría

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Aferro mis temblorosas manos a la fría barandilla de hierro del balcón, mientras mis ojos se pierden en la perfecta simetría de las calles de ángulos rectos y columnatas que caracterizan a la ciudad. Mas allá, la pálida luna se refleja impetuosa sobre las apacibles aguas del Nilo, que suavemente golpean contra el Heptastadium, la enorme base de roca maciza que hace de Alejandría, uno de los puertos mas poderosos jamas conocidos.

A lo lejos, en la isla de Faros, se alza una gigantesca torre en lo alto de la cual, por las noches, se enciende una hoguera para guiar a los navegantes. Hoy no arde desde su coronilla, pues en el horizonte, los navegantes esta vez, son crueles guerreros en pos de destruir todo lo bello que supimos conseguir.

Me alejo del balcón y cierro las blancas cortinas perfumadas con incienso... trataré de conciliar el sueño para así poder borrar de mi mente a las tormentosas imágenes de la guerra, sus gritos, sus llamas, sus muertes. Una de mis manos sostiene una especie de vela que alumbrará mi recorrido hasta mis aposentos, mientras la otra se apoya contra las paredes del largo pasillo, uno de los tantos que convierten a la Gran Biblioteca, en un laberinto de saber.

La oscuridad y sus sombras, sumadas a mi vejez, dificultan mi andar... quien pudiera nuevamente tener quince años y sentir que nos queda toda una vida por delante. Pero ya los tuve, los disfruté galopando con mi caballo Centauro en las verdes praderas de Macedonia, tierra del Magno, los saboreé en el regazo de la dulce poesía que fluía de entre los labios de mis profesores, hasta entre los fuegos de las incesantes guerras los valoré. Pero basta de recuerdos, no es hora para las nostalgias y sus invisibles lágrimas... es momento de dormir y de caminar hacia mi reposo.

- Eumenes... Eumenes.- Una penetrante voz desgarra la fina atmósfera del silencio mencionando mi nombre y el alma cae desfallecida entre mis tobillos desnudos, atravesando antes el temblor de mis piernas y el golpeteo entre sí de mis huesudas rodillas.

- Decidme, ¿quién se encuentra allí?. Pues nadie ha de permanecer dentro de la Biblioteca a estas horas en que la luna todo lo domina.-

- Eumenes... anciano de carne decadente, sabio de letras y buen hombre... ¿quién te ha dicho que a estas horas la luna todo lo domina?.-

¿Quién sería?. ¿Qué pretendería?. Es sabido que a nadie se le permite permanecer en la Gran Biblioteca una vez que el sol se pierde entre los negros de la noche. Soy yo su único erudito encargado y habitante nocturno, sobresaliente poeta de la escuela de Zenódoto de Efeso, el primer bibliotecario de la ciudad. Y ese extraño, debo confesarlo, logró atemorizarme. La lumbre de la vela tiembla como lo hacen todos y cada uno de mis latidos, el miedo sitió a mis reflejos, dejándome inmóvil a mitad de uno de los pasillos más oscuros.

- Os ordeno que me digáis a quien le pertenecen esos labios que articulan mi nombre.-

- ¿Cómo te atrevéis a ordenarme algo?. Deberías arrodillarte ante mi sola presencia y rogarme benevolencia.- Estrepitosa la voz, atravesó como fina daga a mi temblorosa alma.

- Dime por favor, ¿quién eres?. Conocéis mi nombre, es justo que me hagáis saber vuestra gracia.- Respondí a modo de pregunta, con el miedo sobre mis espaldas, entrelazado en mis huesudas y blancas piernas cansadas. Temor y curiosidad se entreveraron entre mis sensaciones mas profundas. Temor y curiosidad destilando desde mis poros, en forma de frío sudor.

- En lo profundo de tus pardos ojos puedo ver que lo sabéis, pero la lógica que te domina destierra todo pensamiento descarriado. Pues verdad es que no soy hombre ni mujer, ente soy, ángel y demonio, presente y futuro, no así pasado.-

El silencio nacido en las penumbras del oscuro pasillo dio cuenta de mi estupor. Fue su respuesta tan enigmática, tan plagada de mística, que no hizo mas que acrecentar mis ansias de adentrarme en ese misterioso laberinto que ofrecía aquella voz de ocultos labios.

- Por favor, decidme vuestro nombre, vanaglóriame con ese deseo.-

- ¿Por qué debería de hacerlo?. No eres mas que un hombre, endeble tal cual junco en la tormenta, efímero como el suspiro de los dioses. Aún así, merecéis mis respetos y los demostraré develando mi nombre.- El corazón, juro, dejó de latir en ese momento, y mis fuerzas a poco de extinguirse. Se oyeron cuatro pesados pasos, vibró el piso y junto a el, mi humanidad toda. Nuevamente el silencio me ahogo en la hondura de la intriga y su excitación.

- ¿Os llamáis Muerte?. ¿Venid a buscarme?.- Pregunté mientras mis dientes rechinaban sin cesar.

- Eumenes, ¿habéis perdido el juicio?. Verdaderamente os creía más perspicaz. Muchos cuerpos he tenido y muchas muertes... os daréis cuenta que por muchos nombres me habéis llamado.- Dos pasos mas se dejaron oír con pesadez y de entre las sombras del frente unos ojos, rojos como el amanecer sobre el Nilo, se suspendieron frente a mí. Apenas podía mantenerme en pie y la lumbre se ondulaba en mi mano tal cual serpiente sobre las cálidas arenas del desierto al sur de Cirenaica.

- ¿Quién eres?.- Alcancé a decir con la voz quebrada y prácticamente inaudible... temiendo la respuesta. Hubiese huido si en mis débiles piernas tuviese la fuerza que los años me robaron, tanto miedo poseía.

- He caminado sobre la tierra cuando esta aún ardía entre las llamas del comienzo, luché para y contra los grandes imperios, con mi sangre regué la tierra que tantas veces me acunó en la victoria, he guiado ejércitos a las puertas de la gloria y con ellos me desviví en el campo de batalla... el Angel de la Guerra soy... Alejandro el Magno mi ultima reencarnación.- Dos pasos mas y el rostro cadavérico de aquél oscuro ángel se plantó a centímetros de mi pálido y estupefacto rostro. Las palabras, terreno que dominé desde siempre, me habían abandonado en él mas profundo de los silencios.

- Eumenes... ¿os habéis espantado?.-

- Dejadme entender el motivo por el cual, el gran Alejandro, hacedor del mayor de los imperios, se encuentra frente a mí, dentro de una Biblioteca en su honor, en vez de estar junto a los soldados ptolemaicos que esperan el indefectible ataque de los malditos romanos.-

Aquélla bestia de putrefacto rostro y ojos empapados en sangre, que decía ser el Magno, dio dos pasos hacia atrás y frunció sus velludas cejas... el enojo era mas que evidente.

- ¿Sois Eumenes o un simple plebeyo que oculta su ignorancia entre los quinientos mil rollos y volúmenes de mi Biblioteca?.-

- Señor, solo quiero entender.-

- El ataque no solo es inminente... arde el Heptastadium en este preciso instante... arderá la Gran Biblioteca, ¿te dais cuenta ahora hombre sabio pero incrédulo?.- Al escuchar tamaña noticia, mis ojos se humedecieron al borde del llanto y cayó la lumbre a mis pies. Mi hogar, mi sueño de toda la vida, ardería sin atenuantes. Corrí hacia el balcón, corrí lo más rápido posible mientras aquellos ojos se perdían tras de mí.

Aferre mis temblorosas manos a la fría barandilla de hierro del balcón y desde mis ojos, las lagrimas reflejaron las llamas que, como lenguas del infierno, se esparcían por diferentes puntos de Alejandría. Lloré... como un infante lloré.

Una explosión tras de mí y proveniente desde los depósitos de la Biblioteca, empujó su furia de azufre contra mi encorvada espalda, haciéndome perder el equilibrio primero y ya en el piso, el conocimiento.

El dulce chirrido de los pájaros y los agradables rayos del sol, encontraron a mi decrépito cuerpo yaciente en el suelo. Me incorporé tan rápido como pude y apoyando mi pelvis contra la barandilla del balcón observé temeroso de lo que podría encontrar. Columnas de humo negro nacían desde algunos puntos de la ciudad y del puerto... barcos hundidos, calles en llamas, algunas corridas... a simple vista la batalla había sido realmente dura. Giré mi mirada por sobre mis hombros y pensé en la Biblioteca.

Desesperado, corrí a través de los pasillos del intrincado laberinto, revisé cada sección, cada hilera de rollos y de volúmenes, cada rincón, y solo el incendio había afectado a los depósitos de los subsuelos... lo demás, insólitamente intacto.

Exhausto me senté en el piso para luego apoyar mi pómulo derecho contra una pared. Allí estaba la vela que había caído entre mis pies horas atrás, allí estaba yo.

Sonreí asombrado mientras recordaba mi encuentro nocturno con Alejandro... pues era Alejandro sin ningún lugar a la duda, con la intención de proteger a la obra del saber que su figura cumbre había inspirado para la humanidad. Sabía el oscuro ángel que su Biblioteca corría grandes riesgos, a ciencia cierta sabía del ataque de las tropas de Pompeyo Magno, ese insípido romano que moriría esa noche, lo sabía, pues como me lo había dicho, ha estado en la tierra desde que ésta ardía en las llamas de sus comienzos.

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