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Laura va

en Confesiones

- Laura, los padres no existen... son los Reyes Magos -

- ...

Aún puedo verme. Los codos apoyados en el borde de la ventana, las manos sosteniendo mi rostro de ojos grandes y húmedos. Cuesta abajo, el jardín que sirve de entrada al orfelinato, y más allá, otro automóvil que se va. Tras de sí, decenas de niños saludando mientras van empequeñeciéndose en el espejo retrovisor y dentro de sus corazones.

Nunca me miran, pensaba al perder mi vista en el polvo que levantaban aquellas partidas. Con once años, flaca como el palo de una escoba, pálida como la luna, triste como una niña que perdió a sus padres antes de conocerlos y en la antesala de la adolescencia, no era la mejor opción. Cargaba con un pasado, desmadejado y sin abrazos, demasiada realidad por ser niña.

- Tontita, los padres no existen, son los Reyes Magos - me decía Mario en su afán de consolarme. Mi respuesta era un silencio acompañado de una mirada a punto de llover. Y es que para nosotros, padres era solo una palabra grave, sin acentos ni presencia, tan inalcanzable como las estrellas, tan imposible como los besos de las buenas noches, tan desconocidos como los cumpleaños con sonrisas.

Con quince años, Mario era el mayor de los niños habitantes del orfelinato y mi mejor amigo. A su lado se hizo menos duro transitar los oscuros valles de las soledades y las ausencias. Fueron sus hombros el único sitio en donde mi rostro descansaba cada vez que era presa del llanto y sus ojos el refugio de mi tristeza. Él era mi padre y mi hermano, era lo único que tenía. Sí, pronto cumpliría su mayoría de edad, es verdad, pero no lo perdería ya que tenía pensado continuar en el orfelinato como enfermero y pupilo.

Aún puedo verlo. Sus pasos largos cruzando el jardín trasero rumbo al pasillo que lo llevaba hasta la puerta de mi habitación. Entre sus manos, un pequeño ramo de fresias blancas y rosas, y una enorme sonrisa iluminando su rostro. Sus pupilas reflejaban la palidez de mi rostro y la línea de mis labios arqueándose hacia arriba para darle forma a la única felicidad conocida por mi alma. Desconozco el instante en el cual me enamore de él, solo sé que mi corazón lo albergaba en sus profundidades, en el más inmenso de los silencios, en el más oculto de mis secretos.

- Sos tan hermoso, Mario. Sin vos no sé que sería de mí -

- No me cuesta nada, estoy de paso... y nada de hermoso que vos sos la única belleza kilómetros a la redonda. Bueno, vos y las fresias, aunque quizá sea porque no hay ningún espejo en donde pueda verme, de esa forma seríamos los tres -

- Ay tonto, hablo en serio -

- Y yo también, nena ¿me estoy riendo? pues no -

- Siempre haciendo bromas. Sos incorregible -

- Es que me encanta verte sonreír -

Mario tenía un gran sentido del humor a pesar de una vida de tragos amargos, ausencias y carencias. Según las enfermeras más antiguas del orfelinato, había sido abandonado por su madre en un basurero entre pañales con mierda, botellas y jeringuillas. Su padre, del que nunca nadie supo nada, pudo haber sido un adicto a la heroína, un empresario o un monje tibetano, cualquier cosa; lo trágicamente cierto era el inmenso espacio vacío que dejó como irrefutable y dolorosa herencia. Pero Mario podía con todo eso y se disfrazaba de sonrisa con pies, iluminando a todos con sus ocurrencias.

Aún puedo vernos. Él, agitando sus manos entre decenas de niños. Yo, en el asiento trasero de un auto, mirándolo por el espejo retrovisor. Los dos, con un océano sangrando desde nuestros ojos. Tenía doce años cuando un matrimonio vio en mí a la niña que habían perdido en un trágico accidente. Iba rumbo a Mar del Plata y en plena ruta se les cruzó una motocicleta. El auto dio vueltas y vueltas, y la muerte giró en torno a la niña que por capricho se había rehusado a utilizar el cinturón de seguridad.

- Qué hermosa sos - murmuró el hombre con sus ojos humedecidos.

- Gracias, señor. Pero más bellas son las fresias - le contesté pensando en ese pequeño ramo de todas las mañanas.

- Te parecés tanto a mi Sonia ¿No es cierto querida? - la mujer no hizo más que acurrucarse en el hombro de su marido y romper en llanto - ¿Cómo te llamás? - preguntó él con la voz entrecortada.

- Laura, señor... me llamo Laura -

Se miraron largamente a los ojos, comprendiéndose, apoyándose, apretando con los párpados tanto dolor y ausencia. Ella me ofreció su mejor sonrisa y aún con lágrimas en su rostro me hizo la pregunta tan ansiada - ¿Querés venir con nosotros? -

Los padres existen, pensé, y mi sonrisa asomó la luz de mi alegría hasta que Mario surcó mi mente y se acurrucó en mi pecho. Su rostro anguloso, su sonrisa revitalizadora, sus pasos atravesando el jardín trasero rumbo al pasillo que lo llevaba una y otra vez a la puerta de mi habitación, el ramo de fresias rosas y blancas, amor e inocencia ¿Lo perdería para siempre? ¿podría vivir sin su presencia? me repetía en un círculo "A veces, en la victoria yace la derrota" me dijo alguna vez mi Mario, el Mario de las sonrisas, la alegría del orfelinato, el mismo Mario al que amé desde el primer día en que lo conocí, pero mi ilusión del beso paternal de las buenas noches y las caricias maternales pudo más. Tendría padres. Sí, los padres existían.

La despedida dolió como solo la pérdida del ser más amado puede doler. Mario recorrió la extensión de mis labios con su pulgar, me grabó en sus pupilas y me plantó un beso en la frente. Adiós. Hay adioses que estrujan el alma cual pétalos de rosas en las manos del invierno. El automóvil fue alejándose lentamente dejando tras de sí, toda mi vida de huérfana y con ella, a la persona más hermosa de todo este mundo.

 

 

 

Aún puedo ver como almanaque otoñal al paso del tiempo. Así se fue deshojando mi adolescencia. Veinte años de brillos tenues y de sombras infinitas. Veinte años de cargar mis hombros de carencias, hundiéndome así, en el fango de la infelicidad. Veinte largos años de ahogar mi grito en la almohada. El tango dice que veinte años son nada. Es fácil verlo así si se vive rodeado de riquezas afectivas bajo las luces de Paris y no en las sombras de la soledad. Creí que subir a ese automóvil sería la compensación que recibiría de la vida. El amor de una familia, ese abrazo paterno, ese beso de madre. Debí detenerme a pensar en que los cuentos de hadas no existen... y las compensaciones a los sufrimientos padecidos, tampoco.

Mis nuevos padres no tardaron en comprender que su hija de sangre no podría ser reemplazada, y antes del primer beso de las buenas noches, me convertí en una extraña viviendo en la casa de unos extraños. En mi soledad añoraba la sonrisa de Mario y sus ramos de fresia rosas y blancas, los juegos en el patio del orfelinato, la complicidad que me unía a Soledad, una niña de mi edad que quedó inválida en un accidente de tránsito cuando caminaba junto a su hermano rumbo a casa de unos amigos. La soledad trae consigo dolor, nostalgia, melancolía, amargura. Irónico, jamás viaja sola ¿Por qué ese epítome de ausencias? ¿por qué la suerte es tan esquiva? ¿para qué vivir?

 

Y cuando pensaba que no podía caer más bajo, el infierno de mi vida se agrandó a mis dieciséis.

 

- Permiso, Laura, ¿puedo pasar? - pregunta mi padrastro tras abrir la puerta de mi habitación sin golpear.

- Hola, pues estás prácticamente dentro, así que nada... pasá - y continúo escribiendo en mi agenda personal lo mucho que extraño a Mario y lo tanto que quisiera estar con él.

- Vengo hablarte por pedido de tu madre (aseguro que no hacía falta que me lo dijera para saberlo) Ella está cansada de enfrentarte, Laura (¿enfrentarme? apenas me dirigía la palabra) Me comentó que tus notas escolares van de mal en peor (solo me habían aplazado una materia de doce) y tu conducta es despreciable dentro y fuera de esta casa (solo frecuentaba dos sitios y por obligación; el colegio en donde no hablaba con nadie y la habitación de mi casa en donde permanecía todo el día) ¿Pensás que sos la única desdichada de este maldito planeta? (solo pensaba en mi desdicha que ya era mucha) -

- ¿Desde cuándo les importa de mí? Desde que llegué a esta casa, TU casa, no hacen más que tratarme como si fuese una leprosa. Pero ya, trataré de molestar lo menos posible arreglando todo lo que esté haciendo mal - digo sin levantar la vista de las trazas de tinta sobre el papel.

- Estuve en el bar festejando el divorcio de uno de mis amigos y las copas me hicieron bastante mal - dijo saliendo de contexto. Su confesión logró quitarme de mi mundo que en ese instante se reducía a mi agenda personal. Enorme sorpresa cuando noté que estaba mirándome los senos a través de mi pijama.

- Es mejor que te acostés a dormir - le digo invitándolo a salir de la habitación con una de mis manos.

- Sí, ya me voy, pero estoy un poco mareado y prefiero esperar un rato - agregó sin quitar sus ojos de mi pijama, mejor dicho, de mis tetas.

- Te rogaría que dejés de mirarme de esa forma. Me asustás - dije poniéndome de pie cual resorte.

- ¿Qué? ¿qué te deje de mirar de qué forma? (mientras repetía mi pregunta continuaba con sus ojos en mis pechos) Laura, ¿estás loca? -

- ¿Ves? No me tienen respeto. Quiero irme de esta casa y no volver nunca más. Esto es demasiado ¿Para qué me trajeron? ¿por qué creyeron que podrían reemplazar a su hija? Quiero irme. Y te lo pido por favor, dejá de mirarme las tetas - las palabras iban sucediéndose al ritmo de mi llanto.

- Pendeja de mierda, la reputa madre que te mal parió ¿Quién mierda te creés para hablar de mi hija? No sos nadie, hija de mil putas, no sos ni la mitad de lo que ella hubiese sido. El dolor, las carencias, no son de tu propiedad, estúpida de mierda - bramó con sus ojos inundados de ira viniendo hacia mí. Apoyó sus dos manos en mis glúteos y hundió sus dedos cual garras de cuervo pegándome contra su cuerpo.

- Soltáme, por favor, soltáme. Me quiero ir - era mi grito ahogado en llanto.

- Hija de puta, tu papito te va a dar lo que merecés, ¿no querías eso, putita? - y en mi ingle sentí la opresión de la dureza de su pene. Su aliento a bar de mala muerte se derramaba sobre mi rostro, impregnándome el alma, deshaciéndola. No podía respirar. Sentía asco, me sentía sucia - ¿Vos querías atención de tu papi? hoy vamos a terminar con esa carencia, pendeja maleducada - Apoyó su mentón sobre uno de mis hombros y apretó aún más su cuerpo contra el mío. Sentí náuseas cuando comenzó a moverse sobre mi ingle, sentí ganas de verlo muerto como lo estaba su hija, sentí ganas de matar a su mujer, verlo destruido, solo. Sus jadeos de excitación se acentuaron cuando me levantó el pijama hasta la cintura, dejando al desnudo las redondeces de mi culo. Sus dedos no tardaron en hundirse entre mis glúteos y mucho menos en presionar sobre mi ano.

Necesitaba a Mario, lo invocaba con todas mis fuerzas. Él era mi príncipe azul montando un caballo vestido de fresias. Él era mi salvador, pero aquella noche no cruzó esa puerta.

- Soltáme, quiero irme de acá, soltáme - insistía tratando de escapar; me esforcé todo lo que pude, pero nada evitó que me arrojara a la cama y me arrancara el pijama. Sentirlo sobre mí con sus manos dejándome huellas imborrables de su arrebato animal fue odiarlo como jamás odié a nadie ni a nada. Busqué con la mirada algún objeto cercano que me ayude a quitármelo de encima. Tijeras, lápices, el busto de Jim Morrison, el lapicero de cerámica ocre que me regaló Soledad, la inválida del orfelinato. Nada. Todo estaba tan lejos como podría estarlo la avenida Corrientes o Madagascar.

- Por favor, no lo hagás, por lo que más quieras... no sigás - supliqué una y otra vez... jamás me escuchó, no quería hacerlo. Bajó el cierre de su pantalón (aún puedo escuchar ese ruido atravesando el silencio de mis noches) y empujando con sus rodillas, abrió mis piernas. Quería creer que mi alma no estaba allí, que solo estaba quebrando mi cuerpo, pero no sirvió de nada. No me lo creí. Sentí un ardor intenso en mi entrepierna, su dureza penetrándome salvajemente hundiendo todas sus desdichas, y mi inocencia se desangró en el dolor. Sentí su boca empapándome los senos, malditos mordiscos en mis pezones y embates durísimos contra mi ingle. Sentí que la vida era solo mierda y estaba harta de olerla día tras día. Y todo se tiñó de rojo oscuro.

Derramó todo lo que tenía que derramar, se levantó sin decir una sola palabra y salió de la habitación. Quedé tumbada sobre la cama con las piernas abiertas y las rodillas apuntando al techo. En la pared colgaba un cuadro que contenía en su interior las últimas fresias que Mario me dio antes del adiós. Recordé su sonrisa, su mirada, sus pasos a través del jardín trasero y eché a llorar.

 

 

 

 

Han pasado veinte años desde que el espejo retrovisor de aquel automóvil refractó a decenas de niños agitando sus manos y a Mario llorando entre ellos. Veinte largos años. Mis muñecas son atravesadas por las marcas de mis renuncias. Siete renuncias. Siete intentos de suicidio. Siete fracasos. Cortes rectos, transversales, profundos, superficiales, estrellados, curvilíneos; los tuve de todo tipo pero al parecer, la vida se divierte conmigo y prefiere posponer la hora de mi muerte. Que se joda, con treinta años y un pasado sin futuro, he decidido ponerle el punto final de los finales a mi historia.

Alquilé la habitación de un hotel sin estrellas ni ascensores. Tercer piso departamento "L" puerta blanca de bordes azules. Observé la calle desde la ventana. Suipacha es un caos. La gente, los autos, los pasos, los ruidos, la vida fluyendo entre las luces de neón. Nunca me sentí parte de esa dinámica tan viva. Introduje veintisiete pastillas dentro de una botella llena de tequila y le di dos sorbos antes de cortar mis muñecas en forma de cruz con una navaja. Llevé la botella varias veces a mi boca hasta que las fuerzas me abandonaron. Caí de rodillas, luego de costado. Detuve mi mirada en una de las cruces de sangre. Espero que no crean que la religión tuvo algo que ver en todo esto. Lo odiaría. Sonreí de lado, sarcásticamente, y antes de cerrar los ojos pensé en Mario, mi dulce príncipe azul.

 

 

 

 

 

Aún puedo verme entre sábanas blancas de hospital y decenas de tubos saliendo y entrando de mi cuerpo. Todo es blanco, incluso el rayo de luz que penetra un espacio entre las cortinas blancas; incluso la sonrisa de... Mario.

- Laura, ¿te sentís bien? Era hora de que despertés, nena -

- ¿Mario? ¿qué hacés acá? ¿dónde estoy? -

- Estás en un hospital despertando luego de veintisiete días de inconsciencia -

- ¿Y vos, qué hacés acá? ¿cómo me encontraste? -

- Te encontré como se encuentra todo lo que se busca -

- Mario, no podés ser vos - suspiro - Debo estar en el cielo. No podés ser vos -

- ¿Cielo? si el cielo está en un hospital del centro, pues estás en el cielo - carcajea.

- Pero estás a mi lado - poso mi mano sobre la suya y me veo reflejada en la humedad de sus ojos.

- ... y estoy a tu lado luego de haberte buscado por años - toma aire - En el orfelinato me prohibieron hacerlo, "no está bien y bla bla bla"... aún así, te busqué durante veinte años... y cuando te encuentro... debo tumbar una puerta - posa los labios en mi frente y aprieto los párpados. El silencio posterior deja que las respiraciones, las miradas perdidas, las caricias diáfanas, los latidos marcando el sentimiento ocupen el lugar de las palabras.

- Te amo, Laura, siempre te amé -

 

 

 

Y en una noche entre velas y proyectos volamos hacia la luna sin más motores que nuestros corazones. Estar a su lado es como volar. Me tomó del mentón, se perdió más allá de mis pupilas y descubrí que siempre estuve dentro de él. Lentamente acercó su boca a la mía, mordió mi labio inferior y nos fundimos en un largo beso. Descubrí que las almas se estremecen y que con los latidos del pecho es posible perforar un pecho ajeno. Y sus manos me recorrieron con la lentitud de quien degusta cada segundo como si fuera el último. El saliente de mis omóplatos, el nacimiento de los senos, la curva del cóccix, la bajada de la cintura hacia las caderas, ánfora deseosa de él, guitarra clamando acordes.

Se erizó mi piel cuando sentí la dureza de su pene en mi entrepierna. Nunca antes había sentido placer. Mucho menos amor. Tener sexo era simplemente eso, tener sexo, pero con Mario sexo es amor inocente y salvaje, etéreo y carnal, todo a la vez. Cuando la erección de mis pezones comenzaba a doler y mi vagina empapada de placer provocaba que los movimientos de mis caderas sean frenéticos y poco más, sentí el primer orgasmo de mi vida. Fue ver el cielo y el infierno en un estallido de hielos y fuegos.

Y los dedos apretaron, tomaron, introdujeron, quemaron, sobaron, amasaron. Falanges, nudillos, uñas, palmas entreverándose en el sudor y su aroma.

Con un movimiento brusco me ubicó de espaldas a él haciéndome vibrar al sentir todo el peso de su cuerpo sobre mí. Una de sus manos en mi cintura, la otra enredada en mis cabellos halando hacia él. Mis rodillas aplastando las sábanas, mi espalda curvándose, mis glúteos ofreciéndome completa y la humedad de su aliento derramándose en mi nuca. Y aceleró sus embates contra mí, oleada de placeres contra mis adentros, tormenta de pasión desatándose en el muelle de mi entrepierna.

- Laura... te amo - jadea a mi oído en el momento que se derrama dentro de mí - Te amo y jamás volveré a perderte - agrega entre espasmos. Sonrío, no solo con mis labios ni con los ojos sino con el alma.

 

 

Veinte años después he descubierto que el amor es el motor de mi vida, el aire que respiro, las piernas que me mueven, el reflejo en su mirada. El amor me ha salvado de todas las formas en que alguien puede ser salvado. Me arrancó de los brazos de la muerte y me rehizo de pies a cabeza, de la piel al alma, de él hacia mí. Me enseñó que el pasado es una recta que no puede ser modificada, solo recordada, y que el futuro es un tintero de esperanzas. Viví entre las sombras de la noche más oscura, caminé por senderos en llamas, estuve ciega; y la luz de su sonrisa me mantuvo firme al timón... con vida... esperanzada, de alguna manera esperanzada.

 

 

 

Semanas después, un doce de mayo, Mario quiso sorprenderme. Llegó de la calle con su eterna sonrisa y clavó su mirada en mis ojos.

 

- Dentro de este puño hay un futuro en el que te despertás cada mañana a mi lado... y cada noche nos abrazamos antes de dormir... en ese futuro la vida sigue siendo dura y tratamos de pelearla... pero juntos... nunca más solos - su puño permanece cerrado frente a mi pecho y más allá de él se encuentra esa sonrisa por la cual permanezco firme al timón - ¿Entonces? - pregunta ansioso.

- Sí, nunca pensé en otro futuro - respondo mordiéndome el labio inferior entre lágrimas de alegría.

- Vas a cumplir el sueño de mi vida, ¿sabías? porque siempre soñé casarme con vos - y su mano queda abierta con la palma al cielo y un anillo dorado.

- Entonces siempre tuvimos el mismo sueño - sonrío en cuerpo y alma mientras él toma mi anular izquierdo y lo surca para siempre - Yo también tengo que decirte algo - sollozo.

- No me irás a decir que sos casada, ¿no? - interrumpe con una carcajada.

- No, tontito, no soy casada, es otra cosa la que tengo que decirte - y clavo mis ojos en los suyos.

- ¿Y qué otra cosa? - y todas las ansiedades del mundo se le aglutinan en la garganta.

- Vamos a ser Reyes Magos -

 

 

 

Dedicado a quien tenía que ser... y es. Dedicado a la futura madre de mis hijos.

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