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Derrames de Silencio

en Erotismo y Amor

Derrames de silencio

Mis manos se deslizan a través de la piel tostada de una mujer sentada en el borde de su cama matrimonial, con la parsimonia de los rituales. Sensuales como una poesía, las yemas de los dedos recorren cada curva, cada línea, cada pliegue, convirtiendo a esa imagen en un lienzo romántico entre las llamas del deseo. Sus ojos se aprietan, como resguardando ese brillo que tantas manos en tanto tiempo no supieron alimentar y muerde su labio interior en el afán de contener la explosión de sus ardores. Aspira profundamente todo el calor que la rodea y sonríe extasiada entre suspiros y agitación; ahogada por la velocidad de sus latidos, sumergida en los mares de una lujuria que no sabe de límites. Su pecho amenaza con salirse de su sitio y tiembla. No existen las palabras cuando las pieles se encienden en la hoguera de la lujuria, sólo el lenguaje del cuerpo y los fuegos que, en su interior, desatan incendios voraces.

Lentamente libero a sus pies de los apretados zapatos aguja tomándola de los tobillos, para luego, surcar la tersura de las esbeltas piernas envueltas en medias de red negras. Cruzo los bordes de su falda, incursiono en su interior tibio hasta detenerme en la cintura. Mis pupilas se cubren con su rostro excitado... un rostro que lo pide todo, que no se conforma con los límites ya conocidos.

Se detienen los relojes, se tensa el aire, abre sus ojos, reclama con su mirada, su alma pide a gritos que continúe. "Dilatando el placer", pienso, y las yemas de mis dedos acarician la delgada tira de tela con la cual su ropa interior rodea la cintura.

Mi mirada refleja por un instante una foto que la posee sonriente y abrazada a un hombre, inmerso en una gran felicidad. Sombras danzantes más allá de mis pupilas, un infierno de oscuridades infinitas, de bohemia desmedida y el alma tras una tormenta de latidos. Miles de preguntas sobre mi destino se disparan en mi mente, miles de reproches y posibilidades truncas plagando los caminos de mi vida. Pero no es momento de detenerme a pensar en lo que no es. El cielo vestido de noche, observa ansioso con su ojo de luna esperando que la vehemencia de la pasión arroje entrañas, destile ganas, llene vacíos.

Delicadamente tomo aquélla delgada tira de tela y con sibarítico desdén, jalo hacia abajo, sintiendo en mis manos el placer que se amolda a la piel de una mujer ardiendo en la lujuria. Arquea su espalda entregándose por completo al filo de los deseos y exhala todo el aire de sus pulmones; hasta retazos de alma enrojecida escapan de entre sus labios. Las braguitas blancas comienzan a deslizarse a través de sus piernas vestidas con aquéllas redes negras; el calor de su pubis, la belleza de sus muslos, la dureza de sus rodillas, la angulosidad de los tobillos; para culminar el recorrido contra el piso frío de baldosas oscuras.

Retomo, con caricias de extrema sensualidad, el camino hacia ese norte encendido, hasta posar las yemas de los dedos en el punto de inicio: su cintura fina, curvas de seda. "Viviría eternamente en las llanuras candentes de esa cintura", pienso con una sonrisa en el alma, mientras mi lengua se pasea por el umbral de mi boca entreabierta. Sus manos a cada lado de su cuerpo, su pecho agitado bajo una blusa blanca, sus piernas abriéndose imperceptiblemente ante la inminencia de la bendita tormenta, y su mirada expectante implorando que acabe ese calvario de sensaciones en carne viva, rogando sentir su interior invadido.

Me incorporo pausadamente, sin quitar los dedos traviesos de su cintura, logrando con mis antebrazos que la falda quede cual cinturón de tela oscura. No existe mejor espectáculo que el de una mujer rendida ante los demonios lujuriosos de la excitación, ni más apetitosa imagen que una vagina húmeda abriéndose tímidamente, mientras el brillo empapado de las ganas esperan por el impacto de fuego. No existe un solo vello que interfiera con mi degustación visual, ni siquiera en las inmediaciones de su sexo; nada que desafine con aquélla perfección. Totalmente depilada para la ocasión, cuidado hasta el más mínimo detalle; es imposible no sentirse agradecido por ese esmero en aras de una noche diferente a todas las demás noches.

Por un segundo eterno, recuesta su rostro sobre el pómulo derecho, dirigiendo su mirada hacia aquélla foto que la retrata abrazada a ese hombre feliz. Se detiene en las facciones del pasado, en los días de brillos y felicidades pulidas, en ese futuro que aún era lejano. Una lágrima redonda y compacta se asoma en su ojo izquierdo, y se esfuerza por no brotar en todo su esplendor; pende y pende con extrema dificultad, hasta que cede la vana resistencia y pesada, surca el tabique nasal, rumbo a la almohada. ¿Cuántas lágrimas habrá coleccionado esa almohada tras largas noches de congoja? ¿Cuántos llantos escondidos entre las sombras de esa soledad sin estar sola? ¿Cuántas noches más? No es justo que piense en eso, no cuándo esta luna se alza en el puño de los placeres, no si el brillo de las miradas me muestran que no existen las casualidades y el cielo me permitió llegar hasta aquí, quién sabe por qué extraño designio del destino.

No es nada fácil entender lo que no sabe de lógicas, lo que carece de razones; en sus ojos se encuentra la verdad que he buscado durante toda mi vida, el sueño que deseché por iluso e imposible, el deseo enardecido de darle la bienvenida a mi otra mitad, a mi dueña. Pero es tarde, en la foto yace el puñal que el destino enterró en nuestras almas, en esa sonrisa retratada mi felicidad ya perdida, en su mirada el inmenso dolor de también, haberme reconocido... pero tarde.

Tomo su mentón, trayendo su mirada hacia mí y la alejo de esa realidad palpable. Las palabras serían inútiles; sé lo que siente, sé del sabor de sus lagrimas, sé que no todo es perfecto en esta vida; también me desangro por sus caminos, los he transitado en todo su recorrido, sus polvos he mordido. Sonrío de lado, amargamente, con la certeza de la intensidad de su dolor... y el mío. Sus córneas me reflejan en su brillo, me pierdo en ese cielo de llanuras inmensas, me dejo perder por primera vez en mi existencia; qué rara es la vida. Una segunda lágrima se desliza a través de su pómulo izquierdo, dejando tras de sí una estela negra, un cauce de dolor que permanecerá plasmado en mi alma por siempre. "Pero mierda, qué rara es la vida", me repito en el pecho, gravita en mi alma, lo sufro en mis latidos.

Sus ojos amalgamándose a mis ojos, mis rodillas enterrándose en el borde de la cama, mi cuerpo acercándose lentamente hacia su cuerpo recostado, expectante... y esa extraña comunión de almas danzando dentro de nuestros pechos. Si ahora mis labios fuesen acariciados por los filos suaves de mis palabras, le diría lo que no debo, y es por eso que, en un silencio atroz, enterraré a esta lengua desfalleciendo por articular mis sensaciones. ¿Es justo acallar el galope que nos lleva hacia el final de la búsqueda eterna? No se trata de justicias, así es la vida.

Mis piernas se colocan en el espacio que dejan sus piernas abiertas, y el primer roce de pieles calientes llega al sentir cómo éstas se acomodan. Se agitan los demonios de la lujuria, se encienden los candelabros de la pasión incontrolable, y pronto se abre el cielo, cuando las pelvis se acarician suavemente. Las miradas se tornan oscuras, ven y no ven. No existe la realidad, el mundo y su gente; no existen los remordimientos y los pesares; no existen el pasado y el futuro; no existe nada más que estos dos cuerpos en los umbrales de la eternidad. Sí... la eternidad condensada en un instante. Cállate pecho, no dejes que me traicione la boca y estalle así en palabras... no me abandones, te lo pido por favor, no me dejes sin tu fuerza.

Aprieto mis manos en las sábanas de seda, a escasos centímetros de sus manos hechas garras sobre el colchón. Y los abdómenes se aplastan en su cercanía cero tan ansiada, y los pechos intercambian sus latidos descontrolados, y las miradas nos convierte en cíclopes sonrojados, y los labios sólo desean devorarse. No me abandones silencio, no me dejes a la vera de tus razones, en las puertas de tus motivos. Su espalda arqueada logra que su sexo roce la suavidad de la seda y, mis glúteos hacia arriba, contienen la dureza en mi entrepierna. Si supieras lo que estoy pensando, si tan sólo leyeras mis pensamientos. Pero agradezco que así no sea... ahora entiendo por qué dicen que la vida es sabia.

Tiemblan los labios al acercarse inexorablemente al impacto que tanto hemos soñado; dibujan los alientos, con sus brumas invisibles, a tanto deseo incontenible y las miradas se ocultan tras párpados apretados. Siento la suave humedad de su lengua en mi labio inferior, justo sobre ese lunar pequeño que tanto desprecio, mientras la punta de mi lengua recorre la tersa superficie de su labio superior. Percibimos sin ojos, sentimos... dos sonrisas de encuentro, dos felicidades que dormían ocultas en los páramos de nuestras almas, dos vidas... un designio. ¿Si todos los besos son iguales? No lo son, cada uno posee una química, una esencia que los hace diferentes entre sí. Pero existe sólo un beso que puede arrancarnos de este mundo y llevarnos a la eternidad, es ése "El beso"... único, inolvidable, irrepetible; lleno de vida, lleno de muerte. Y la colisión desenfrenada acabó con el agotador camino hacia la verdad... dos bocas devorándose; sumidos en una desesperante devoción, tanto tiempo buscando ese beso y justo esta luna lo trae a mis labios. Qué rara es la vida.

El tiempo detenido en esos instantes, las furias desgarrándonos las pieles, y mis glúteos empujándome hacia su entrepierna. Cállense latidos, se los ruego, no me abandonen... cuántas ganas de gritarlo, cuántos deseos de decirlo por primera vez. Y el fuego de mi glande roza la suavidad ardiente de su pubis, y busca incesantemente el lugar de su descanso agitado. Una humedad entre llamas lo empapa, luego, el calor de una cavidad lo retiene, y empujo con firmeza, y la penetro palmo a palmo. Y la vida se entrevera con la muerte, y la muerte se deshace al renacernos.

Mis manos se mezclan con sus manos, los dedos se intercalan sin saber de sus dueños y dos puños de cuatro sobre las sábanas de seda. Se ahogan los gemidos dentro de las bocas, suspiros profundos marcan lo que no se dice y los latidos de ambos pechos se lamen, se abrazan. Los sexos se invaden, se aprisionan, se retienen, se friccionan, se empapan, se queman, y, en los vaivenes desesperados de las caderas, los chasquidos húmedos, el olor a sexo, la cercanía de la cima del éxtasis supremo.

Mil espasmos me recorren desde la nuca a mi sexo, mil temblores se suceden en su cuerpo dándome sus ecos, y se tensa su interior alrededor de mi pene ardiendo en el instante final de las fuerzas. Apretamos los pubis hasta hacerlo uno, mientras sus jugos incendian a mi sexo que estalla en su interior. Se mezclan las savias, se esparcen entre las piernas y caen los cuerpos extasiados, agotados, completos.

Nos une un abrazo, el abrazo más fuerte que nos hayan dado y con un suave beso, expresamos todo aquello que jamás diremos; porque la vida es rara, porque la vida duele. Las pupilas unifican sus negros, y me dejo caer en sus cielos, y se deja caer en los míos.

La hora ha culminado, los relojes comienzan su parco recorrido hacia la vida de siempre; esa vida, injusta a veces, dolorosa siempre. Nos deshacemos en la lejanía anterior al adiós tácito y definitivo, mientras nos vestimos lentamente con la intención de arrebatarle otro segundo más, a este destino que nos arrebató de nuestros brazos. "Duele en el alma no poder decirte lo que siento".

Sus ojos húmedos se pierden en mis pupilas nubladas por las lágrimas más dolorosas jamás lloradas. Cuántas cosas por decirte, cuántos latidos desesperados golpeándome el pecho, deseando estallar en tus oídos, cuánto silencio ahogando nuestras esencias. Nos reconocimos, lo sé... las palabras sobran, el destino manda.

Se derraman las miradas sobre el piso frío de su habitación marital. Es hora. Se acabó la noche, nuestra noche. Con los ojos desatándose entre tormentas de un dolor que mata, me acerco a la puerta, tomo el picaporte y jalo hacia abajo; qué cruel es la vida, que no puedo decirle ni adiós ni bienvenida.

- Olvida los cincuenta dólares – le digo con la voz deshecha, mientras mis pupilas por sobre mi hombro derecho la verán por última vez – El amor verdadero no se paga, se lleva para siempre.

 

Se cierra la puerta tras de mí, nada más importa.

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