Máximo se despierta. Sus párpados se levantan lentamente develando el pigmento verde de los iris, suspendidos en el hueco de sus córneas irritadas. Las pupilas se ajustan en la penumbra que ofrece un rayo de luz colándose por entre las hendijas de la ventana. Un movimiento casi imperceptible en su ojo derecho resulta de la combinación de dos movimientos, una brusca contracción del globo ocular sucediendo a una dilatación más lenta del mismo.
Máximo estira los brazos por sobre su cabeza y disfruta el dolor placentero de los músculos al desperezarse. Se restriega el rostro con sus dos manos en el afán de despabilarse y las siente húmedas. Las aleja. Las contempla. Falanges, uñas, nudillos, palmas, huellas dactilares, líneas. Piensa, no podía permitir convertirme en eso, y asiente con la cabeza.
Se sienta en el borde de la cama con la parsimonia de los recién despiertos y apoya el mentón sobre su pecho. Viste solo un bóxer blanco adherido a la carne con devoción y celo. En la zona de contacto con la entrepierna y la ingle, un fluido se ha secado hasta convertirse en una mancha circular, áspera y dura.
El cuerpo de Máximo es perfecto y la perfección no suele ser una manifestación común de la naturaleza. Ha trabajado cada milímetro de su físico tras largos años de privaciones y sacrificios con la obsesión de quien busca amarse en los espejos. Claro ejemplo de ello es la sublime angulosidad de sus pectorales, producto de treinta frascos de anabólicos, cientos de horas de ejercicios específicos combinados y tanto sudor como se pueda imaginar. Y la perfección no solo es a nivel muscular. Extrajo con un tratamiento doloroso de doce meses, todos y cada uno de los pelos que cubrían a su cuerpo del cuello hacia abajo, excepto aquellos residentes en las axilas y un calculado triángulo coronando a su sexo, dejando cada ángulo, cada pliegue, cada ondulación a la vista de quien quiera admirar a su escultural figura de adonis.
Pierde su mirada más allá del piso de ébano dividido en rectángulos iguales a la vez que una lágrima desciende amarga a través de un pómulo que, tras tres operaciones, imita al del David de Miguel Ángel. Mierda, no podía permitir convertirme en eso, repite en su cabeza una y otra vez.
Se encoge de hombros, respira profundo y se recuesta en la cama en posición fetal. Apoya sobre las sábanas de seda aquella nariz que le ha costado miles de dólares y aspira como si se tratase de la mejor línea de cocaína. Intenta reconstruir la noche con la que soñó toda su vida en las reminiscencias olorosas apresadas en la suavidad de la tela.
Máximo puede percibir sobre la almohada el sabor de aquellos besos procedentes de los labios más dulces, esos que posados sobre las líneas exactas de los suyos le aceleraron la respiración al punto de sentir el corazón en la garganta. Aún puede sentir la humedad de aquella lengua desesperada introduciéndose dentro de su boca. Qué placer le causa recordar aquellos mordiscos en la nuca, planicie plana que se abre conformando una espalda ancha cual dios griego. Qué locura sentir aquellas caricias ásperas de palmas presionando y uñas mal cortadas declarando la morbosidad de la sodomización a la belleza. Por dios santo, perderse en este collage prohibido entre llamas, exclama para sus adentros.
Máximo se desliza entre las sábanas de seda y siente que todos aquellos olores particulares se funden en uno solo, el olor al sexo desenfrenado, a la concupiscencia de las ganas, a tanta exaltación reprimida. Jamás creyó que su cuerpo podría gozar de esa manera, y sin embargo, lo esperaba agazapado en las oscuridades de la negación. Tanto escapar, tanto negarlo, ¿para qué diablos? Es imposible evitar ceder ante los embates de los instintos, de la naturaleza propia, del destino y su contundencia.
Máximo identifica la zona en la cual ha retozado aquel sexo mojado. Su humedad permanece plasmada en el centro de la cama, recordatorio de fuego. Y como horas atrás cae preso del deseo y de sus implacables demonios internos. Su pene se endurece, se le hinchan las venas, se enrojece el glande, desea con todas sus fuerzas volver el tiempo atrás... pero eso es imposible. Algunas ausencias realmente lastiman, piensa sin detenerse Y aprieta los párpados de pestañas negras y arqueadas. Retiene aquella imagen, crece en deseo. Aloja su pene en un puño y comienza a masturbarse. Arriba, abajo, su daga de carne se humedece, arriba, abajo, laten sus testículos, arriba, abajo, vibra desde el glande, arriba, abajo, se quiebra el silencio ante los látigos sonoros del jadeo y sus espasmos.
Máximo estalla y se derrama sobre el lienzo del éxtasis, la ancha geografía de su espalda se adhiere contra la cama y dobla las rodillas hasta llevar los talones a sus glúteos redondos y duros. El jadeo final se arrastra en cada rincón de la habitación, rebota contra el marco celeste de las puertas y rechina en los vidrios deslizándose en el filo de una tijera ubicada al lado de una foto de Jim Morrison para pegotearse entre sus manos.
El semen desciende denso a través de su falo, empapa las planicies de la ingle y cual lava ardiente se pierde en la entrepierna.
Máximo vuelve en sí. Sus párpados se levantan lentamente develando el pigmento verde de los iris suspendidos en el hueco de sus córneas irritadas. Las pupilas, nuevamente, se ajustan en la penumbra que ofrecen tres rayos de luz colándose por entre las hendijas de la ventana. Como un deja vú vuelve a sentarse en el borde de la cama con la parsimonia de los recién derramados y con su mirada acaricia el filo de la tijera al lado de la foto de Jim Morrison.
Lleva las manos frente a su rostro. No podía permitirme eso, hace eco en su cabeza. Falanges, uñas, nudillos, palmas, huellas dactilares, líneas, se encuentran impregnadas de rojo carmesí... y el filo de la tijera, y la foto de Jim, y las sábanas de seda, y las paredes, y el piso de ébano, y Orlando, mi Orlando.