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Respirar (de rosas y claveles)

en Confesiones

 Había comprado flores para darte en nuestro decimosegundo aniversario de casados. Eran rosas, claro que estoy seguro, no digas que eran claveles. Siempre fueron rosas rojas cuando se trataba de nuestro aniversario; sabés muy bien que por más pequeños, por más idiotas, jamás se me escaparían esos detalles. Sé que nunca te gustaron los claveles, por eso te regalaba rosas. Qué no, no te llevaba claveles para molestarte, te llevaba rosas, tus flores favoritas.

¿Recordarás cuando te cantaba al oído aquella canción de Sabina? ¿y los ardientes besos bajo de las sábanas? Besarte. Casi no recuerdo tus labios. El tiempo suele apagarnos cual velas al viento hasta arrancarnos los hermosos detalles en la memoria. Ironías de la vida. Siempre recordaremos el último trago en ese bar de mala muerte o aquel beso frío en la mejilla al decirnos adiós y taparemos con aquellas imágenes, todos y cada uno de los soles que brillaron en nuestro cielo coronario. Es injusto. La vida es injusta.

La llama del encendedor acaricia la punta de un cigarro. Pito hundiendo los pómulos de placer y llenando los pulmones de muerte mientras mis pasos se suceden, perdidos, en el asfalto gris de una callecita olvidada de Buenos Aires. Cómo pasa el tiempo. Es increíble cómo va pasando, y con él, nuestros latidos, arrastrando consigo los fulgores de las miradas, la intensidad de las primeras veces, las emociones de lo nuevo. Cómo morimos en el corazón ajeno. Nos deshacemos sin más tumbas que aquella residente en el corazón propio, cambalacheados, vueltos nada. Al final terminamos viviendo con el más extraño de los extraños. La pareja… y uno mismo.

Caminar sin rumbo fijo, sin relojes ni permisos de salida. Carecer de bienvenidas, del beso en la mejilla, de la cena ya servida. Caminar bajo una noche de invierno más solo que la soledad, menos esperanzado que la desesperanza... y con los pies helados. Años de tener todo aquello y añorar las libertades de la juventud, pero hoy, con mis cuarenta y diez en los hombros, nada es igual y todo sabe a soledad.

Más allá, en la esquina más oscura de la ciudad, diviso un bar perdido entre luces y sombras, y me promete, perjura, que allí podré ahogar el frío en vasos de alcohol barato. Me quedó parado en la puerta a la luz de las marquesinas; enciendo un cigarro, luego otro y no logro decidirme. Un tercer cigarro hace que recuerde el consejo martillo de mi doctor "No deberías fumar. Tenés los pulmones al borde de un colapso. Cuídate" De algo hay que morir, he respondido siempre, con la ignorancia de los adictos. Imagino que los médicos son los individuos menos escuchados de la historia. Nos dicen que hagamos lo que nunca hacemos y hacemos todo lo que nos hace daño. En fin. ¿Por qué no entrar? ¿qué me lo impide? ¿mi salud? Tomaré un trago, tal vez dos y luego me iré a dormir.

Inseguridad. Esa daga hundiéndose en mi pecho durante toda mi vida. Sin pensarlo más - que siempre se encuentran motivos para decir "no" - tomo el picaporte, halo hacia abajo y abro la puerta. Una vez dentro, escojo una mesa ubicada en un rincón en penumbras, a la izquierda de una ventana que brinda la vista de una calle gris y la luna reflejándose en sus charcos. Tan tanguero. Tan porteño.

Pido una ginebra, me traen un tequila. Da igual, alcohol por alcohol. En el fondo del bar, un escenario, y en él, un tipo disfrazado de persona, con traje, corbata y zapatos lustrados. A viva voz y entre el bullicio anuncia el segundo show de la noche en el que una mujer sin más ropa que su piel bailará un tango de Piazzola. Espero que no sea "Libertango", el tango favorito de mi ex. Sí, mi ex, alguna vez tuve esposa y sueños, pero nada hace gala de la eternidad. Un día cualquiera de hace diez inviernos, la mujer de las rosas, la que me dijo "sí" en un altar, tomó mis manos, me miró a los ojos y en una mesa de bar, ante dos café y tres medialunas, dijo las palabras menos esperadas: "Quiero el divorcio". Decidió que ya no me amaba, que vivir a mi lado era un suplicio, que no soportaría verme la maldita cara una mañana más. Y firmé, por amor, por no darle más aire a sus suplicios, porque a nadie se le niega la libertad cuando uno mismo se convierte en su cárcel. Firmé.

Un hijo de nueve años, un perro, una casa en los suburbios y un automóvil de marca japonesa. Todo repartido a la mitad. Nuestro hijo, cinco o seis días a la semana con ella; el perro conmigo. Vaya mierda, poder disfrutar de mi hijo una vez por semana y sufrir a un perro todos los putos días del año. Y digo "sufrir" porque lo único que hace ese animal es comer, cagar y destrozar los pocos muebles que me quedan. Es increíble como de un instante a otro, la eternidad jurada en los altares es más corta que un suspiro y el valor de los anillos es menor que el de su precio.

La música me trae nuevamente a la silla de madera ubicada en este rincón y en aquel escenario, la mujer bailando sola con su desnudez de pechos turgentes, pezones oscuros, cintura perfecta, pubis depilado y la coronación en sus ojos negros. Me acerco al borde de las tablas con el tercer vaso de tequila en una mano y pienso en encender el cuarto cigarro. Será mejor que lo haga en mi casa. Obedecería al médico… a medias. Y todos contentos.

Mis ojos recorren cada ángulo, escondrijo, contorno, en busca de nada, o mejor dicho, en busca de no mirar a la hermosa mujer desnuda. Es que será mejor evitar la erección en mis pantalones y su, muy posible, posterior eyaculación, y es que meses de abstinencia me haría estallar, incluso, a mis cuarenta y diez. Y en ese recorrido visual me encuentro con unos ojos de gata y una sonrisa perversa más abajo. Alguien me ha visto; existo, vivo, gusto a pesar de la soledad en el fondo de mis ojos, de las facciones entristecidas por la barba de una semana y el dolor de mucho más tiempo. No puedo ni quiero luchar contra esa mirada que desempolva los huesos de mis deseos en este cuerpo olvidado hasta por mí. Recorro una vez más el lugar con mis ojos, sonrío, acabo el tequila de un sorbo y vuelvo a la mesa; satisfecho, es que existo, es bueno dejar de sentirse un fantasma entre la gente.

Más allá de la ventana, la calle está gris como siempre y la luna aún tiembla en los charcos de agua. El resumen de mi vida. Una calle gris y la noche en cada charco. Mierda. El octavo vaso de tequila hizo que apoyé la frente sobre la mesa. Todo gira, todo gira, el amor, la calentura, el techo, el olvido, el piso y la puta madre que me parió.

- Hola lindo, ¿puedo? – irrumpe una fémina sentándose a mi lado. Sí, era ella, la de los ojos de gata y sonrisa perversa más abajo. Una mujer de unos cuarenta años, voz de fumadora empedernida, labios carnosos y unas tetas de antología asomándose en el escote – Se te ve muy aburrido – agrega.

– ¿Aburrido? Estoy completamente borracho – respondo con la seguridad que tantas veces me ha faltado.

- Y no está mal – sonríe - La vida es muy corta y la única manera de no desperdiciarla es hacer lo que uno desea. Imagino que vos deseabas beber hasta emborracharte y está bien. Bebamos para emborracharnos – dice sin desvanecer a su sonrisa de mil dientes.

- Sí, la vida es muy corta pero mi intención no era terminar borracho – esbozo y me rasco la nuca.

- Te preguntarás porqué estoy sentada a tu lado. Fácil. Nos miramos y creo que nos gustamos y como te dije, la vida es muy corta y la única manera de no desperdiciarla es hacer lo que uno desea. Bueno, yo deseo estar con vos, hablando, confesando… lo que sea, pero estar con vos – y se acomoda esa montaña de tetas sin quitar su mirada de mis ojos.

- Disculpá, pero no sería buena compañía – respondo estupefacto por lo directa que es esta mujer. He avanzado muchas veces pero nunca me avanzaron y eso descoloca hasta al mejor pintado.

- Mmmm ¿puedo dudarlo? – lleva su mano a mi entrepierna y aprieta la erección que yace en ella– Lo tenés duro como una roca y con eso bastaría, ¿no creés? – remata con sus ojos inyectados en deseo.

- Preciosa, no tengo mucho dinero – musito llevando mis caderas hacia atrás.

- Te confundís, lindo, no soy una puta. Me divorcié hace un año y la vida es demasiado corta como para seguir desperdiciándola sola en casa, deprimida y sin más delineador que las lágrimas. Hoy decidí que acabaría con eso y me acostaría con el hombre que más me guste del lugar… y vos sos el que más me gustás – dice sonrojada pero segura – Y para ser más directa, quiero que me cojas, en tu casa, en la mía, en un hotel o hasta en un baño, pero quiero que me cojas. Es mi manera de festejar un año de soledades – agrega dejándome atónito, descolocado, avergonzado de mi eterna inseguridad. Vaya ejemplo de cómo pedir las cosas. Sin rodeos, sin segundas, al punto.

Quince minutos nos llevó llegar a su cama y mucho menos tiempo tardé en quitarle la ropa. La blusa con escote voló en el ascensor, perdió la falda en la puerta de entrada y sus braguitas cedieron, empapadas, en la sala de estar, rumbo a la habitación. Desnuda sobre la cama me mostró lo que hace meses no veía… la perfección del cuerpo de una mujer. Y es que la perfección no es aquella de las estatuas griegas sino las líneas y las curvas del placer. Sus senos algo caídos pero de buena forma, su abdomen con vestigios de uno o varios embarazos, su pubis sembrado de vellos, sus caderas abiertas, sus piernas con las sombras del tiempo… eso es perfección y no el torso inerte, sin vida y sin brazos de una Venus de Milos. Intento quitarme los pantalones. Confieso que el momento es eterno, estar borracho lo complica todo, incluso hasta quitarse unas medias.

- Lindo, soy toda tuya – y posa una mano en su vagina para restregarla con desenfreno. Me arrojo, literalmente, sobre ella y mis besos, mitad besos, mitad mordiscos, le devoran el cuello rumbo al mentón, a los pómulos, a su boca en la cual se desata una guerrilla de lenguas. Mi cuerpo sobre el suyo, mis manos inquietas en su cintura, sus tetas contra mi pecho, el olor a sudor y a sexo, la noche con la que vengo soñando hace meses se estaba consumiendo entre dos.

Ella hunde sus dedos en mis muslos empujándome contra su entrepierna y mi verga que se recuesta sobre la línea de la vagina, empapándome en la viscosa humedad de su excitación. Así me moví friccionando los sexos sin penetración y eso nos puso aún más, si es que algo podía ya ponernos más calientes. Separó sus piernas empinando las rodillas, y su vagina se abre presta a recibir el bombeo de mi verga. Llevo mis nalgas hacia atrás, con los dedos ayudo a ubicar mi glande entre los labios de su vagina, y de un movimiento me entierro hasta los huevos. Bendito pecado el de coger. Entrar, salir, rozar, friccionar, sudar, jadear.

Tomo sus piernas, las apoyo sobre mis hombros, y ahora, vagina y ano, se ofrecen como manjares imposibles de no probar – Rompéme toda, lindo, cojéme como quieras que soy toda tuya – jadea hundida en el éxtasis. Con toda mi existencia empujo hacia adelante y con el pene totalmente dentro bombeo de atrás hacia adelante, de izquierda a derecha. Ella pega la cabeza contra la almohada, cierra los ojos y arroja un grito de placer al mismo tiempo que desde su entrepierna baja el líquido caliente de la gloria – Cojéme por el culo, rompéme todo el culo, quiero que me la metás por atrás – jadea casi sin respiración. Con lo que me gusta un culo. La quito de su vagina, falo empapado, latiendo y brillando, y lo apoyo contra el ano. Nada de agregar lubricaciones, me calienta más meterla y que duela. Empujo con furia, con ganas, caliente como nunca y cuando todo el glande queda en el interior de ese culo, doy el empujón de gracia. Arriba, abajo, constante, fuerte y los escalofríos del final que comienzan a recorrerme el cuerpo y el alma.

- Voy a acabar, ¿dónde la querés? – musito casi sin poder hablar.

- Acabáme adentro, del culo, de la concha, dónde quieras, pero adentro, que quiero sentir tu leche caliente derramándose en mí – exclamó casi a los gritos ¿Qué mejor pedido qué ése? Acabar dentro, sin sacarla, una delicia incomparable. Tomo más velocidad, mis huevos se aplastan contra sus nalgas y mis dedos se entierran en sus caderas hasta que acabo… acabo con tanta fuerza que siento como se resquebraja el alma en el grito del final.

Caigo sobre ella. Sudamos sexo, olemos sexo, todo es sexo. Ella sonríe. Guiña un ojo. Me palmea el culo. Le sobo las tetas. Y hablamos de todo. De esa noche, de las anteriores, de nuestras alegrías y tristezas. Fumando mi decimosegundo cigarro es cuando recuerdo los claveles que nunca compré y las rosas rojas que negó recibir de mí, del perro cagando en mi cama, de mi cama sin ella luego del divorcio, de mi hijo, de la casa en los suburbios, del auto japonés. Pero las rosas rojas son las que lo ocupan todo. Las imagino marchitas dentro de un florero agrietado, sin agua, gris. Eso duele, pero duele aún más que no recuerde que mi amor entregó rosas rojas y no simples claveles.

Vuelvo la mirada a la mujer a mi lado. La vida debe continuar. Al fin de cuentas, de eso se trata vivir.

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