miprimita.com

Héroes de hielo

en Otros Textos

4 de julio de 1982

Base Naval Faslane, Río Clyde, Escocia.

 

Un mástil, un periscopio, un radar, una torreta, dos alerones dorsales, el lomo oscuro de un submarino nuclear emergiendo de las aguas. El HMS Conqueror surca la calma del río rumbo al descanso que le espera luego de una estadía de casi tres meses en los mares del sur. Se abre su escotilla y por ella se asoma un soldado. Respira profundo. Se da cuenta cuanto ha extrañado el aroma de Escocia, su tierra, y sonríe. Detrás de él sus otros compañeros que han sido asignados para despedir al océano de espaldas a la base y la multitud que los espera. Sus rostros desbordan felicidad. Sus ojos se humedecen y muerden lágrimas de emoción. Han regresado con vida a casa.

 

- Arriad a Jolly Roger.

- Sí, mi señor.

 

Y un paño negro con una calavera y dos tibias cruzadas se eleva bajo el cielo plomizo. La tradición de la Royal Navy se cumple al pie de la letra. Se ha hundido un objetivo. Ha triunfado la corona.

 

- Facklands es un buen nombre. ¿A quién se le ocurriría cambiarlo por el de Malvinas?

- Solo a los argentinos – responden entre sonrisas los soldados montados en la torreta, a centímetros de la bandera pirata.

 

 

2 de mayo de 1982

ARA Gral. Belgrano, crucero de guerra argentino.

Latitud 55 grados S, longitud 61 grados O, Océano Atlántico Sur.

 

 

- Che, ¿a qué no saben? – el rostro pálido de un niño en uniforme blanco irrumpe a los gritos en la sala de cañones - Nos esperan unas horas bravísimas así que ha cuidarse el culo – agrega esbozando una sonrisa nerviosa. Se llama Víctor; diecinueve años, estudiante de periodismo, hijo de un profesor de literatura y de una maestra jardinera, poseedor de una Rémington modelo doce y de las gafas más feas de Buenos Aires.

- ¿Qué decís? No seas boludo, con esas cosas no se jode. Estamos en medio de la nada, lejos de casa, cagados de frío, en plena guerra con estos ingleses de mierda y vos venís a decirnos que nos tenemos que cuidar el culo. Gil… como si no lo supiéramos. Dejáte de joder que para malas noticias ya no hay espacio – increpa José, dieciocho años, estudiante, hijo de un obrero y un ama de casa, novio de Josefa, una rubia de ojos celestes y tres lunares en el pómulo izquierdo. José frunce el ceño, aprieta los dientes y siente ganas de matar. Odia a Víctor, al mar y a cada compañero por ser parte de una guerra infame. Odia a los recuerdos que lo mantienen en un constante estado de nostalgia, incluso, odia el hecho de odiar. Vuelve la mirada a la fotografía en su mano. En ella, su madre, su padre, ese abrazo. Los extraña mucho. Extraña su casa. Extraña su cama. Extraña a su novia y a esos tres lunarcitos que lo vuelven loco de amor. Una lágrima amenaza con desprenderse de su alma. Mejor piensa en el frío que siente. O en las malas nuevas de Víctor. Es mejor odiar que extrañar.

- Loco, no te calentés. Mirá si voy a joder con eso. Viniendo para acá me crucé con dos superiores que hablaban sobre vientos de más de ciento veinte kilómetros por hora, olas de hasta doce metros, diez grados bajo cero y un pronóstico meteorológico que pintaba mal para las próximas doce horas – encoje sus hombros mientras ve reflejado su rostro atemorizado en la lágrima que pende del mentón de Juan; dieciocho años, hijo de Ana y Pedro, dos de los treinta mil desaparecidos luego de ser "chupados" una noche de otoño mientras preparaban la cena. Milanesas con papas fritas. No ha vuelto a comer ese plato. Agacha su cabeza. Respira profundo. Sonríe amargamente. Para él, la vida es una guerra constante. Lucha contra la soledad de su casa. Lucha contra las lágrimas de su abuela pidiendo justicia en Plaza de Mayo. Lucha contra la indiferencia de todo un pueblo. Lucha… pero siempre pierde.

 

 

Dos estelas se dibujan en las aguas tempestivas. Dos misiles MK 8 de trescientos sesenta y tres kilos de alto poder explosivo que se dirigen hacia el ARA Gral. Belgrano. El primero impacta en la sala de máquinas de popa y un sonido poderoso como un trueno estremece a todos y cada uno de los tripulantes. El buque se sacude violentamente. Cesa la fuerza motriz. Colapsa la energía. Todo queda a oscuras. Y comienza a elevarse. El segundo impacta en la proa. Desde el puente de mando dos hombres con los ojos abiertos como sus bocas presencian el estallido; una columna de agua, hierro y maderas que al disiparse deja ver la falta de quince metros de buque.

 

 

- Hijos de mil putas. Se suponía que estábamos fuera de la puta zona de exclusión que ellos mismos trazaron – balbucea Joaquín desde el puente; treinta y siete años, hijo de un general, casado, dos hijos, dos perros, dueño de una mano derecha que se encargó de firmar setenta y cuatro allanamientos con un resultado de ochenta y dos desaparecidos, y de una mano izquierda que, según él, solo le sirve para llevar el anillo de casado. Aprieta los puños. Enrojecen los nudillos. Siente impotencia. Desea matar a todos los ingleses sin distinción de sexo, edad ni clero. Desea abrir con un cuchillo oxidado el vientre de las embarazadas y darles de comer sus propios fetos. Desea picanear hasta la muerte a todos los ancianos y enfermos. Desea matar a todos los hijos frente a todos los padres. Desea devastar, diezmar, aniquilar, acabar, arrasar Inglaterra. Siente una humedad caliente atravesándole el rostro. Piensa que es una lágrima. Sería raro. Nunca ha llorado. Es un hilo de sangre descendiendo desde una herida en su cabeza. Es el odio emanando desde su herida. Y todos los deseos muriéndose en las ganas.

 

 

- Aviones, mierda, nos atacan aviones – grita, desde el habitáculo de un cañón izquierdo de seis pulgadas ubicado en la proa, Octavio; veinte años, criado por sus abuelos en una estancia santacruceña, soñador empedernido, admirador de Pablo Neruda, Miguel Hernández y Mario Benedetti. Sus sueños no se embarcaron. Descansan en el punto y aparte de alguno de sus libros, se recuestan en las líneas de un verso, sueñan detrás de sus párpados. Le tiemblan las piernas. Se muerde los labios. No falta mucho para que se orine en los pantalones.

 

 

- No seas boludo, no son aviones. Son torpedos – le responde Mario; veinticinco años, descendiente de marinos, suboficial del Belgrano – Los hijos de puta nos metieron dos torpedos – mueve la cabeza a los lados y escupe hacia un costado. Los relojes se desvanecen. Se detiene el mundo. La suma de todos los silencios impregna cada rincón, cada rostro, cada mueca, cada temblor, a la espera de un tercer torpedo que no llegará a destino. Y luego los gritos, el llanto, la desesperación. Todos corren hacia las cubiertas altas inmersos en una oscuridad atravesada solo por los hilos de luz de las linternas.

 

 

El buque ya se ha inclinado diez grados a babor y el casco se hunde con mayor incidencia de popa. A lo lejos, el asesino observa su victoria. A diferencia de todos los tripulantes del submarino, Sean no sonríe. Una mueca amarga ocupa su rostro. Por un momento se imagina en el buque. Le duele el estómago. Le sudan las manos. Desea con toda su alma poder abrazar a su hijo de quince años, solo tres años menor que la mayoría de los tripulantes del Belgrano. Y agacha la cabeza.

 

 

La cubierta alta del Belgrano es el punto de encuentro de todos los tripulantes. No tarda en poblarse de rostros pálidos y labios morados temblando al ritmo de su desesperación; algunos vestidos, otros envueltos en frazadas, todos preguntándose que será de ellos – Soldados, mantengan el orden y dejen de mariconear. Diríjanse a las estaciones de abandono repartidas en la cubierta alta para organizarnos mejor – grita, megáfono en mano, Luis; treinta y siete años, cabo principal, esposo de Georgina y padre de Ernestina, un retoño con solo dos meses de vida. El tic en su ojo izquierdo comenzó con un leve pestañeo luego de la primera explosión. Ahora es un show de parpadeos involuntarios que lo obligan a mover su cabeza hacia los lados.

 

 

- Gordo, lo peor está por venir. Estamos en medio de un océano helado y el puerto está a dos días de acá – murmura Juan Ignacio; veinte años, ojos grises como los cielos del sur, cabello negro como el destino del barco que lo vislumbró apenas se reflejó en sus pupilas. Ayudado por tres compañeros, carga sobre sus hombros una lona naranja y la arroja al mar. Se trata de una de las setenta y dos balsas salvavidas disponibles que se abren automáticamente al tocar el agua para permanecer amarradas a los lados del buque. Desde los megáfonos se informa que se trata de una acción preventiva. La verdad es que la suerte está echada. El ARA Belgrano se irá sin más al fondo del mar. El resto son solo especulaciones para mantener la calma.

 

 

- Che, loco, aguantá. La cubierta no nos queda lejos – dice Enrique; veinte años, empleado desde los catorce años en una fábrica metalúrgica, mientras carga en sus hombros a Esteban; veintiséis años, suboficial, hijo de militares, coleccionista de banderas y armas antiguas. Corre entre chorros de vapor, humo, fuego, gases, agua helada. Le queman las piernas. Le arde el alma. Corre con el corazón en la boca. Le atemoriza la idea de morir en medio de la nada, lejos de los suyos. Solloza. Corre y patea una puerta. Le duelen las rodillas. Le estallan las sienes. Corre por su vida y por la de su compañero. En la espalda de Esteban se expande una mancha de sangre. Su rostro está blanco. Sus ojos, abiertos, pero sin mirar - Che, me debes unas cervezas. En mi vida había cargado a nadie – dice Enrique entre jadeos de cansancio. Esteban no le contesta. Ni lo hará.

 

 

La inclinación ya es de veinte grados y el petróleo derramado sobre la cubierta, las fuertes ráfagas de viento y el oleaje obligan a los tripulantes a aferrarse como sea a la estructura del buque – Colorado, no seas boludo, si no me agarrás fuerte de la mano se nos van a caer todos los heridos al agua – grita Cristian; dieciocho años, un niño rico y uno de los tantos conscriptos que, tomados de la mano, forman una barrera humana para evitar la caída de los heridos – No seas pelotudo, me estoy cagando tanto de frío que no siento los dedos – responde Hernán; diecinueve años, esposo de Guillermina, desocupado, dueño de una Gibson Les Paul, una púa negra, tres cuerdas que le sirven de repuesto y un sueño grande como el Lunapark.

 

 

El comandante observa con los ojos enrojecidos y un nudo en la garganta. Su imagen recuerda a la de un cóndor de alas replegadas y vuelo taimado. Tan impetuoso y sublime. Pero tan inútil. Minuto a minuto recibe el informe de los hombres de control de averías sobre la progresión de la inclinación del buque. En base a ello a podido demorar la orden de abandono para así poder evacuar el interior del buque y socorrer a los heridos. Crece una lágrima en su alma. Muere un latido en su pecho. Los gritos y el silbido de las ráfagas de viento lo ensordecen. Cierra los ojos por un instante. Su hijo tiene cuatro años menos que la mayoría de los conscriptos. Es un niño. Es su niño. Piernas delgadas, rostro fino, mirada inocente, sonrisa pícara, rodillas peladas. Le encanta el fútbol. Aún no le ha hablado sobre "mujeres" y mucho menos de estas realidades de sangre y fuego. Se arrepiente por ello. Al abrir los ojos cientos de jóvenes que podrían ser sus hijos se debaten entre la vida y la muerte. Carraspea. Respira profundo. Es hora.

 

 

- ¡Abandonar el buque! – es la orden del comandante, una orden que atraviesa estructuras de acero, piernas temblorosas, orejas heladas, borceguíes empapados y pies descalzos. Ni en la peor de sus pesadillas imaginó que llegaría el momento de decirlo. Todo está terminado para el ARA Belgrano. Sus músculos de acero continúan recostándose en su lecho de muerte. Su grandeza se inunda de lágrimas y sueños rotos. Su historia será devorada por el océano. Lejos sus servicios en la US Army. Lejos su huída del ataque a Pearl Harbor. Lejos su juramento a la bandera Argentina. Incluso, lejos el día en que zarpó de Puerto Belgrano sin saber que ese sería su viaje final.

 

 

Los que tienen megáfonos organizan el abandono. Gritan, gesticulan, putean, empujan, alientan. Nadie lo duda; los primeros que deben ser transbordados son los heridos y ellos no pueden hacerlo por sus propios medios. Todos colaboran. Sebastián, veintidós años, marinero, dos metros de altura, infiltrado como espía entre las madres de Plaza de Mayo, carga sobre sus hombros a dos conscriptos de dieciocho años cada uno – Loco, no me va a alcanzar la vida para agradecértelo – le dice Eulogio, uno de los conscriptos, primo de un estudiante desaparecido durante la "noche de los lápices" Sebastián carraspea indiferencia y humo – No me debés nada, flaquito, no me debés nada – y piensa en la medalla que le darán por rescatar a dos marineritos.

 

 

La furia de las olas, la fuerza del viento y los remolinos en la base del buque complican aún más la situación. Es imposible mantener a las balsas amarradas entre sí por lo que se procede a cortar las sogas que las unen en grupos. Algunas embarcaciones son empujadas contra las paredes de acero del gigante mientras otras son arrastradas hacia el filo de la proa destruida. Una de ellas no puede evitar ser lanzada contra el borde de acero, el flotador sufre un corte y comienza a desinflarse. Los tripulantes no tienen otra alternativa que lanzarse al agua helada. Facundo, veinte años, hijo de predicadores evangélicos, coleccionista de imágenes religiosas e infaltable en la misa de los domingos por la mañana, nada con todas sus fuerzas hacia la balsa más próxima. Siente agujas clavándose en su carne. Siente dolor al respirar. En su mente ecos de un recuerdo "Cinco minutos en agua helada y la muerte por congelación es un hecho" Cinco minutos. Tan solo cinco minutos. Cerca de él, Germán, dieciocho años, "estudiante de la calle" como se hace llamar, no sabe nadar. Intenta quitarse los borceguíes con sus pies en el afán de restar peso. No siente las piernas. Piensa en su sobrino. Será que la promesa de llevarlo a la cancha quedará en promesa. Facundo pasa a su lado abriendo surcos en el agua. Lo mira por un instante, amaga a detenerse y continúa la carrera hacia su salvación. Facundo sigue pensando en su sobrino. Sonríe de lado, entregado a su suerte, mientras siente como lo reclaman las profundidades del océano "Va a ser mejor que su tío. A qué sí"

 

 

 

El comandante pone su mano sobre el hombro de Adriano, un suboficial que ha permanecido a su lado durante la evacuación, y pierde la mirada en el horizonte nubloso – Ya puede ir hacia las balsas. Acá no queda nada más por hacer. Ha sido un honor tenerlo a mi lado en estos momentos tan dolorosos -

- Mi Comandante, ¿usted qué hará? -

- Esperar a que usted suba a una balsa. Luego los seguiré – dice mientras observa desde el buque como el oleaje empetrolado choca contra las balsas naranjas. Se pregunta tantas cosas ¿Cómo llegamos a este punto? ¿Por qué no pudimos preverlo? ¿Y ahora? Hoy no es día de respuestas. Seguramente, tampoco mañana.

 

 

La popa está totalmente sumergida y la escora anuncia una vuelta campana del buque que podría formar un vacío y arrastrar en su viaje al fondo del mar a las balsas cercanas. Los remos se debaten entre las olas. Las lágrimas descienden como cuchillos. Los pechos se inundan de congoja. La muerte danza en cada remolino.

 

 

José María, diecinueve años, hijo de María, una costurera de toda la vida, tiembla como nunca lo ha hecho. Una frazada es lo único que lo cubre. El techo de su balsa no pudo armarse y ahora el embate del mar la está convirtiendo en una piscina. Él y diez de sus compañeros deberán pasarse a otra o no podrán sobrevivir. Gritan con los brazos en alto, gritan hasta que arden las gargantas. Se aproxima una de las balsas y se pega a ellos – Suban y dejen de mariconear. Acá hay lugar para todos los argentinos que lo necesiten. Ingleses hijos de remil putas – vocifera Eduardo, cuarenta años, soltero, campeón de tiro en su juventud y militar de alto grado, extendiendo su mano. Uno, dos, tres, el cuarto, José María, es golpeado por una ola que lo desestabiliza y lo lanza al mar. Tratan de halarlo de los brazos pero otra ola lo arrastra más allá. Nadie puede hacer nada. Solo llorar. Desde el mar, José María grita desesperado con sus brazos en alto – Díganle a mi mamá que la amo, por favor, díganle que la amo – grita entre tragos de agua. La frazada aún flota cuando él desaparece de la vista de todos.

 

 

Jairo; cuarenta y dos años, militar de alto rango, casado, dos hijos, un piso en el barrio Palermo, dos automóviles y una fama de duro añeja como inquebrantable, llora desconsoladamente. Le tiemblan las manos, las rodillas, el vientre. Tiembla en cuerpo y alma. Desde su nariz desciende un hilo de mucosidad dándole el marco a un rostro en pánico – Nos vamos a morir todos. La puta que los parió. Nos vamos a morir todos en medio de la nada – repite una y otra vez. Jacobo, treinta años, médico, le estrella un puñetazo en la barbilla. El silencio posterior es acariciado solo por sollozos. Un pensamiento anónimo surca sus mentes "Estos son los militares que nos dirigen en una guerra perdida antes de empezar"

 

 

Las grietas del casco escupen lenguas de vapor debido al contacto del hierro caliente con la temperatura bajo cero del agua. Un denso humo blanco que rodea al coloso moribundo y los matices grises de un cielo sin patria ni dios, son los velos que cubren a los últimos minutos del hundimiento. La escora a sesenta grados. Decenas de bidones de petróleo golpeando contra las paredes. Varios radares perdiéndose entre las olas. Y trescientas veintitrés almas que serán eternas junto a los laureles que supieron conseguir. Trescientos veintitrés sueños que latirán en el pecho de millones. Trescientos veintitrés que nunca serán olvidados.

 

 

- No miren. Es mejor no mirar – dice Juan; veintinueve años, suboficial, en su afán de evitar que sus compañeros de balsa se impresionen con las últimas imágenes del naufragio. Nadie lo escucha. ¿Qué podría ser peor que todo lo visto y todo lo vivido? Las dos explosiones, los movimientos bruscos, las corridas, la sangre, los gritos, la desesperación, el miedo, la guerra, la muerte. Nada puede ser peor. Los latidos se amontonan en sus gargantas. Una congoja helada no los deja respirar. Tiemblan las pupilas en su humedad. Y en una lágrima de cientos se reflejan los destellos grises de la proa girando suavemente hacia las profundidades "Viva la patria, carajo" es el grito ensangrentado que se pierde entre los aplausos, las olas y el viento, en medio de una nada helada. Luego un profundo silencio.

 

 

 

 

 

Autor: El relato está basado en hechos, lamentablemente, reales. Los personajes y sus características son producto de mi imaginación. Espero haber sido justo con la realidad de quienes formaron parte de esa historia. Con el corazón, les dedico cada letra, cada punto, cada coma, a los trescientos veintitrés muertos y a los mil noventa y tres sobrevivientes de la tragedia del ARA Belgrano. Las Malvinas son y serán, argentinas.

Mas de THECROW

El lado oscuro de la fiesta

Putas, las piernas abiertas de Argentina

Sexo, drogas y dolor

Cría Cuervos

La fragilidad del olvido

Tres lágrimas

Nena, no te duermas

Árbol de fuego

La cama de los sueños

Cosas del destino, burlas de mi suerte

Cortos de Crow: Entierro

Respirar

Adolescencia otoñal

Malvinas, la puta helada

Poema N°3: Si quieres

Poema N°2: Por quien vivo y por quien muero

Perversos

Poema N°1: Te doy

Contengo sombras

Entre sábanas de seda

Cortos de Crow: Todo negro

El Naufragio del Te Erre

El Ocaso de Caro

Una cogida con alas y sin piernas

El amante perfecto

Un día menos en este puto infierno

El filo de las drogas, su herida y el abismo

A Trazada

Ángeles caídos

Cortos de Crow: En el nombre del padre

Todo por Jim Morrison

Asesinato en tercera persona

Cría cuervos...

El viejo, su mundo personal y la chica

Sangre ...

Confesiones de una puta

El árbol de fuego. Nuestra morada

Ojos violeta

(Leedor) de una sola mano

Heroína

Todo negro

Yo, su hija, la más puta

Alas de una dama oscura

Confesión de un suicida por amor

Todo por Jim Morrison

Respirar (de rosas y claveles)

Jugando al límite

Un día menos en el infierno

No te duermas

Derrames de Silencio

Ángel crucificado

Hermana mía

Incesto, drogas y Jim Morrison (2)

Incesto en Do Menor

La Cama de los Sueños

Cosas del destino, burlas de mi suerte

El ocaso de Caro

Violación consentida

sosrevreP

Siempre más

Los hombres también lloran

eNTRE sÁBANAS dE sEDA

Laura va

Un espectáculo dantesco

iNCESTO, dROGAS y jIM mORRISON

iNVÓCAME

Poema Nº19: Fuiste

Leedor de una sola mano

Hermanita mía

Los Cortos de Crow: En el nombre del padre

Entierro

La hipocresía de los hipócritas

Poema Nº18: Teníamos

Los cortos de Crow: Contengo sombras

Ella es mi chica

El Blanco Filo Del Slencio

Los cortos de Crow: La revancha sobre el gatillo

Poema Nª17 (Mi testamento)

Disfraces

Ángeles Caídos...

Cría cuervos...

Memorias de un adicto (version mejorada)

Un día menos en el infierno

25 de febrero, De Luces y De Sombras

Oscuridad En El Piano

Poema N°16 (Designio)

Poema N°15 (No Te Dejo)

Incesto en Do Menor

Poema N°14 (Te Amaré y Después... Te Amaré)

El Árbol De Fuego

Poema N°13 (¿Perdonarte?)

La Cama De Sus Sueños

Poema N°12 (Volviendo a Vos)

Poema N°11 (Mi Morada)

Poema N°10 (Tuyo y Mía)

Poema N°9 (Usted)

Duermes...

Perversos (2)

Meet the angel of the dark flame

Meet the angel of death

Interview with the female mystery

Poema Nº8: Quiero amarte siempre

Alejandría

Derrames de Silencio

A feast of Morrison

Todo negro

Sangre

Memorias de un adicto

¿Vale La Pena Amar?

Todo Por Jim Morrison

El Ocaso de Caro

La vida de Laura...

Maldito Océano Atlántico

Un Espectáculo Dantesco

Incesto, Drogas y Jim Morrison

Poema (07: Si Queres)

Cosas del Destino, Burlas de mi Suerte

Poema (06: Tengo Que Decirte Adiós)

La Terminal

Confesión de una puta

Los hombres tambien lloran

Bife y Mollejas

Llorá... pero no olvides

Poema (05: El Adiós Que No Escuché)

La puta y el gran falo

Poema (04: Llevate)

Poema (03: Sublime)

Poema (02: Logros En Vano)

Poema (01: Lamento)

Tormenta Perfecta

El que viaja a dedo

Incesto, Drogas y Jim Morrison

Pam, mi dealer y yo

Argentina Beauty (1)

Naty y yo... amor eterno

El divorcio

Será hereditario?

Que hicimos Naty...