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Violación consentida

en No Consentido

Enclaustrarse en el auto, apretar el acelerador y conducir sin rumbo fijo, sin planes claros, sin pretextos ni responsabilidades que atender ¿No lo harías? ¿No has pensado en ello? No seas hipócrita. Somos parte de una generación de adictos, los huérfanos de la historia, los inconformes conformados. Gritamos en las plazas con la boca llena de libertades e izquierdas, y a fin de mes gastamos nuestros sueldos en las novedades del shopping de la esquina. Torres Gemelas, Irak, etarras, Bin Laden y sus cuarenta ladrones, reality shows, sexo por internet, drogas baratas, psicofármacos, juegos por video, petróleo y sangre, hambre y muerte, cócteles de adicciones y mentiras. Sí, somos unos hipócritas. A qué negarás que les miras el culo a las amigas de tu hija y hasta que te has masturbado pensando en una de ellas. No esperaba menos de nosotros; bebimos de las tetas infectadas de la caótica década de los noventa, donde los farsantes cargaban con coronas y los héroes morían de olvido. Apretar el play y escuchar "Riders of the storm" de los Doors. Conducir sin rumbo fijo y perderse para no encontrarnos nunca más. Aunque, en honor a la verdad, ¿alguna vez nos encontraremos a nosotros mismos? Vaya, mucho rollo para una noche.

Poso el porro entre mis labios, hundo los pómulos, achino los ojos. Contengo el humo lo suficiente como para saborearlo como corresponde y lo dejo escapar desde mi boca. Fumar es un placer dañino. Fumar marihuana un vicio irreparable.

Fuera del automóvil, la humedad se adhiere a los huesos mientras la luna se deshace entre las nubes y el cielo plomizo se aplasta contra el asfalto y el tráfico de una Buenos Aires que no duerme, nunca duerme.

Aferro mis manos al volante. Sonrío de lado. Imagino. Sus ardores, su humedad, sus gemidos, sus labios mordidos, sus pliegues más íntimos. Si la tuviese frente a mí la partiría al medio. Sus labios entreabiertos de agitación, su pecho convulsionado, sus espasmos, sus gemidos, sus gotas de sudor son la postal que terminan por decidirme. Tomo el celular, marco los números mágicos y ella atiende, como cada noche desde aquella vez que nos topamos en una sala de chat.

- Hola ¿estás sola? - sonrío apretando el celular contra mi oreja mientras doblo en una oscura esquina hacia la avenida. Pensar que nuestro único contacto se reduce a masturbaciones vía MSN y teléfono. Pensar que somos solo deseos incorpóreos. La respiración a través del teléfono, los jadeos incontrolables, la imaginación incendiándose de ganas, el chasquido de las humedades, mi pene dentro de mi mano imaginando a su mano en la vagina y viceversa, es un todo que me enloquece.

- Mi Jim, estoy solita y deseosa de escucharte, ¿cómo estás? – dice de voz aniñada; si hasta la imagino lamiendo una chupeta y haciendo ochos en el suelo con la punta de su pie derecho. Toda una postal a la inocencia.

- Deseoso de escucharte… y de tantas otras cosas – respondo. El vidrio del automóvil comienza a poblarse de pequeñas gotas de lluvia que aumentan de tamaño e intensidad mientras avanzo. Se avecina una gran tormenta, lo siento en los huesos… y en las ganas. Al fin y al cabo, somos jinetes bajo la tormenta, ¿no, Jim?

- Jim, como siempre estamos en la misma frecuencia, porque también tengo ganas de tantas otras cosas – y sonríe. Imagino su sonrisa inocente y salvaje, sacra y perversa, la sonrisa de las mujeres a la hora de instigar a los demonios de los placeres.

- ¿Cómo es eso de qué estás sola? Es la primera vez que lo recalcás con esa efusividad que me da nota –

- Es que mi hermano se fue una semana a la costa, mis viejos duermen y por fin podemos hablar tranquilos, sin moros en la costa –

- ¿Y en qué parte de la casa estás? –

- En la habitación de mi hermano. Un mundo aparte –

- ¿Por qué decís que está en un mundo aparte? –

- ¿No te conté? Está ubicada en la terraza, lejos del resto de la casa. De ocupar siempre esta habitación no pasaríamos tantos nervios a la hora de hacer nuestras cositas telefónicas –por el tono de su voz, imagino que decirlo la habrá sonrojado.

- Qué suerte la nuestra. Y mejor aún, olvidaba decirlo, por fin sé donde vivís – asevero recibiendo como respuesta inmediata, silencio. No es difícil rastrear el domicilio de alguien si se disponen de datos personales tales como el nombre y el número telefónico; internet es el mejor espía. Nunca falla.

- Jim, muy linda la broma pero jamás se te ocurra aparecerte. Sabés muy bien que nuestra relación es lo que es y nada más. No vivo sola y tampoco está en mis planes conocerte – dice de voz temblorosa. Con la paciencia y la seguridad de lo inminente, me arrimo a la acera, detengo el vehículo, pego mi espalda al asiento y le doy un beso profundo a mi compañero, el porro - Hola, ¿seguís ahí? – pregunta con todas las angustias sobre sus hombros. Sabe que no miento, que sigo a mi instinto, que vivo el presente... mañana no existe y puede que nunca exista. Lo sabe y debe lamentarse por no haberse percatado de ello. Al fin de cuentas, solo conoce lo que le he dicho de mí. Si nos ponemos a hilar fino, soy para ella un perfecto extraño.

- Sigo aquí… todavía – contesto mientras pito por enésima vez.

- Es que me pusiste nerviosa. Si querés que sigamos con nuestros juegos, olvidá mi dirección –

- Linda, es hora de pasar a la siguiente base –

- Basta, ya te dije que eso no va a pasar – increpa de manera efusiva.

- Tengo cosas que hacer, nos estamos hablando – remato con la intención de cortar.

- Nos hablamos Jim, pero ya sabés, el juego sigue y seguirá siendo solo por teléfono, ¿ok? No existe posibilidad de negociar eso –

- Más que claro, niña, más que claro – alejo el teléfono de mi oído y lo arrojo contra el asiento trasero. Pito, exhalo, y me

pierdo en los pequeños remolinos que el humo provoca al chocar contra el vidrio. Por fin, se desata la tormenta con sus fulgores y sus aguas, con su caos y su belleza. Apoyo la cabeza contra la cabecera del asiento. Abro las piernas. La imagino recostada boca arriba sobre la cama de su hermano y meto una mano más allá de mi bragueta. Empuño mi pene, lo aprieto y me masturbo mientras que con la otra mano sostengo lo que queda del porro.

Elevo la mirada que se topa con el espejo retrovisor. Mis ojos parecen bolas de fuego a punto de estallar. Sonrío mientras observo más allá. Acaba de apagar la luz, ya es hora.

Abro la puerta del automóvil, arrojo a la calle los restos de mi compañero consumido y, en cuestión de segundos, la lluvia me empapa de cuerpo entero. Me quito la remera que lanzo dentro del vehículo y cierro la puerta. Estoy ubicado en el punto sin retorno. No hay vuelta atrás.

Cruzo las rejas y atravieso el jardín. Piso una rosa. Tan frágil, tan inocente. Me aferro a los bordes de la pared y trepo hasta la terraza. No es fácil cuando la lluvia da directo a los ojos, pero tampoco es imposible. Allá, la habitación. Estoy a pasos de ingresar al bosque esmeralda y me siento un dios del averno. Mi mente estalla entre imágenes de ella en ropa interior gimiendo, con el teléfono pegado a su oído, y su mano metiéndose entre sus piernas. Apoyo los dedos sobre el vidrio de la ventana y hago presión hacia los costados. No tiene traba. Demasiada suerte de mi lado. Una vez dentro, la penumbra roja producto de unas velas, develan la suerte de sus curvas sobre la cama.

Me aproximo lentamente cual felino a su presa, atravesando las sombras, camino hacia esa voz que ya no es solo voz sino cuerpo y curvas y tanto más. Hasta que mis ojos la reflejan, boca abajo, de espalda amplia que se cierra hacia la cintura para luego ensancharse deliciosamente en las caderas. Y un tanga diminuto perdiéndose entre glúteos redondos.

En cuestión de segundos, me quito el pantalón, entierro mis rodillas sobre el colchón, a los pies de la ninfa dormida y, disfrutando de toda su figura, tomo mi pene para comenzar a masturbarme como cada noche que hablamos. Me inclino lentamente hacia ella, tanto que para no perder el equilibrio apoyó una de mis manos a un costado de su cuerpo. Tarde, recuerdo los efectos de la lluvia sobre mí. Estoy empapado y no puedo evitar que un hilo de agua corriendo a través de mis pómulos hacia el mentón se haga gota pendiendo amenazante sobre ella. Y cae sobre sus omóplatos, y para peor, otras la acompañan.

Inevitable, se despierta, gira su cabeza hacia mí y sus ojos, que reflejan mi sonrisa de lado, salen de sus órbitas. Antes de que intente alejarme me abalanzo sobre ella tomándola de los brazos y aplastando mis labios entre su cuello y el oído.

- Hola, niña, ésta vez el teléfono será el que observe como te voy a coger -

Asustada intenta zafar de mí pero mi fuerza apoyada por mis ganas de cojerla puede con su resistencia en una posición incómoda.

- Hijo de puta, te dije que no vengas. Andáte, hijo de puta, no quiero saber más nada de vos -

La empujo contra el colchón y muerdo su cuello – Putita de mierda, sabés que por más que grités, nadie te va a escuchar – clava sus uñas en mis muñecas, intenta cerrar sus piernas pero mis rodillas se lo impiden.

- Dejáme, hijo de puta, no me hagas esto, no a la fuerza. Andáte, andáte de mi casa – solloza a la vez que su rostro se cubre de lágrimas.

Enredo su tanga entre mis dedos y halo hacia mí hasta arrancársela. Su culo es, por decir algo, imponente, y el comienzo de sus labios vaginales, imponente al cuadrado. Agita toda su existencia en el afán de escapar y no deja de insultarme. Si supiera que justamente eso acrecienta mi excitación. Tomo mi pene entre las manos y lo recuesto entre sus glúteos. Siento la opresión que sus nalgas ejercen en mi verga y la tibieza de la mezcla del agua de lluvia y el líquido viscoso que sale de mi sexo. Me muevo, poseído de placer, enloquecido de ella. En el ir y venir mis bolas golpean contra sus labios vaginales y noto que están húmedos.

- Pendeja, sé que te gusta, aunque llorés y pataleés, aunque te hagás la dura, sé que te calienta – musito en su oído y paso la lengua por su lóbulo.

- Pedazo de mierda, dejáme en paz y andáte – esputa entre dientes, llena de ira. Separo aún más mis rodillas, abriendo más las suyas, llevo mi abdomen a su cóccix y apoyo el glande sobre su ano – No, hijo de puta, por el culo, no – grita con todas sus fuerzas.

- Más te oponés, más te va a doler – y empujo con todo mi cuerpo abriéndome paso, primero con la punta del glande, luego con el cuello del mismo. Muerde la almohada, putea en cuerpo y alma, me desea la peor de las muertes. Una vez dentro de ella, le toca el turno al tronco que se hunde centímetro a centímetro, y en cada avance, un grito de dolor y placer que se aplasta entre las sábanas. Sus uñas se clavan en el colchón. Sus dientes desgarran la almohada. Mi pecho golpea su espalda. Mi ingle se pierde entre sus nalgas. Y el pene se clava y desclava al ritmo de tanta calentura.

- Dejáme en paz, perro de mierda, quiero que te vayas a la concha de tu madre y no vuelvas más – dice con la voz ahogada en un gemido que trata de ocultar y no puede; como tampoco puede evitar arquear la espalda y separar sus rodillas al punto de desgarrarle el corazón. El chasquido de nuestras humedades habla por sí solo. Puede gritar y putear cuanto quiera, puede amenazarme con llamar a la interpol, hasta puede negar lo bien que la está pasando, pero su sexo está empapado y sus caderas se mueven a un ritmo enloquecido.

Tomo sus muñecas y la doy vuelta dejándola de cara a mí. Sus rodillas apuntan al techo, sus piernas permanecen abiertas y su vagina despide el brillo de la excitación. Reparo en el tamaño medio de sus tetas. Tal y como me gustan. Detiene su mirada en mi rostro, luego en mi verga tiesa… y me escupe – Ya tenés lo que querías, hijo de puta, ahora andáte de mi casa. No quiero volver a verte nunca más – brama por enésima vez.

La tomo de la cintura y acerco su sexo a mi ingle. Arqueo mi espalda, aprieto mis glúteos y sin más preámbulos entierro mi verga en su vagina. Clava sus uñas en mi espalda, muerde mi cuello, berrea, gime. Mis huevos se aplastan entre su perineo, también mojado y caliente. Llevo una mano a su cóccix y la elevo, dejando el paso libre al índice de mi otra mano para que se entierre en su culo. ¿Qué mujer no se calienta al imaginarse cojida en todos sus orificios a la vez? Cierto, somos hipócritas.

Sus senos acompañan el ritmo frenético del mete y saca, pone y quita. Pienso, si tuviese dos manos más le magreo las tetas, y sonrío.

- ¿De qué te reís, hijo de puta? –

- Me encantás, putita. Sos tan puta -

- Andáte a la mierda -

Muerde su labio inferior, no puede evitarlo, tampoco yo.

- Te odio, hijo de puta, te odio con toda mi alma –

- Lo sé, putita –

Mi índice apresura su ir y venir dentro de su culo y ella arquea su espalda, clava sus talones en mis muslos y llora. Todo huele a sexo. Olemos a sexo; las cortinas, las paredes, las sábanas, las fotografías, el colchón, las velas rojas, hasta la rosa que pisé en el jardín. Puede que también su odio.

- Voy a acabar, putita, y va a ser dentro tuyo – musito ahogado en las leches que están por venir.

- Hijo de puta, no se te ocurra acabarme adentro – musita ahogada en las leches que seguro, quiere recibir.

Un rayo de fuego e hielo atraviesa mi espalda rumbo a la entrepierna y tras apretar mi ingle contra su ingle me derramo dentro de ella. Hundo mi grito entre sus cabellos. Hunde el suyo en forma de mordida entre mi cuello y el hombro. Luego, todo blanco. Respiraciones entrecortadas, sensaciones entreveradas, miradas perdidas, silencio.

Me siento al borde de la cama para luego ponerme de pie. Tomo mi pantalón. Ella rodea sus rodillas mientras pierde su mirada en la llama ondulante de la última vela que permanece encendida.

- Sos un hijo de puta -

- Sabías que esto iba a pasar -

- No, sos un hijo de mil putas -

La miro a los ojos y asiento con la cabeza – Sí, soy un hijo de mil putas. Pero no soy un hipócrita de mierda, al menos, no en este caso, niña – llevo el índice fálico a la altura de mi nariz y lo huelo – Sí que me gusta tu olor – sonrío de lado y ante tu mirada perpleja me dirijo hacia la ventana… de salida.

- Sos tan asqueroso, perro –

- También lo soy, niña, también lo soy… y perro, por sobretodo soy un perro. Lo que digas – retruco con un pie del otro lado de la ventana – Bueno, hasta la próxima, putita – me despido girando mi cabeza hacia ella.

- Hijo de puta, no habrá próxima vez en esta habitación, también conozco tu casa – dice con una sonrisa socarrona plantada en su rostro – Saludos a tu mujer y a Camila, tu hija. Decíle que mañana no llegue tarde a clases, el profesor de geografía que nos cojemos ya arregló para salir antes y según me dijo, tiene más sorpresas para las dos. Grandes sorpresas -

 

 

Somos jinetes bajo una tormenta, sí señor. Conducir sin rumbo fijo y perderse para no encontrarnos nunca más.

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