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El Blanco Filo Del Slencio

en Sexo con maduros

Del otro lado del vidrio la nevisca se suspende en el aire, el cielo se matiza de grises y las huellas se aplastan en la nieve, tanto como el recuerdo de las imágenes más bellas lo hacen en dos almas en este lado del vidrio. Sonrisas de mil dientes, manos enlazando más que manos, charlas antes y después de hacer el amor, cenas con velas, domingos en la cama. Recuerdos.

Ella a punto de encender un cigarrillo entre sus labios, pensando en el billete arrugado que pagará su café, deteniendo la mirada en la llama que acaricia la punta de su vicio. Mueve su cabeza a los lados y resigna cualquier giro que pueda dar este encuentro destinado al silencio, algo ha cambiado... el rojo es blanco, todo es blanco.

Él mueve sus piernas sin control por debajo de la mesa de nogal y sus dedos se disputan los trozos deshechos de una servilleta de papel. Rechinan sus dientes tras los labios apretados de una boca que tensa no emite palabra alguna; si supiera que los dentistas prohíben esa fricción por ser uno de los principales factores del debilitamiento del esmalte dental. Quizá lo sepa, tal vez no, en todo caso ¿qué importa?

 

***

 

Cucharas de acero inoxidable golpeando en el interior de las tazas de porcelana blanca, murmullos continuos sin vocales ni consonantes, risas de hiena a dos mesas de la puerta, una mirada perdiéndose en la danza de un papel al viento más allá de la ventana, la rutina en las espaldas de un tipo cerca de la barra. Y ellos…

 

***

 

Ella le da una profunda pitada al cigarrillo "Hace dos semanas que no me hablas y actúas como si fuese una extraña. Necesito gritar, abrir las compuertas del llanto, volver a respirar… no soporto tu indiferencia", piensa mientras arroja las colillas dentro de un cenicero que posee el nombre del bar grabado en letras doradas.

Él observa la superficie lisa de la mesa mientras continúa despedazando a la inocente servilleta de papel. El silencio se aferra a su lengua, muerde palabras, mastica confesiones, ¿será que se ha perdido en el camino el latido que les daba el motivo a sus pasos? ¿es posible que las eternidades sólo habitan en la zona de promesas? ¿son los te amo una sucesión de sensaciones a corto plazo?

Aparta su mirada de aquél nogal oscuro y la lleva hacia la barbilla de ella. Su rostro anguloso de mentón prominente se suspende en los ojos atónitos de la mujer que ama y con la que ha compartido cinco años de convivencia. Sonríe de lado.

 

Ella clava sus codos sobre la mesa y lo mira más allá de sus pupilas "Sí tan solo pudieses mostrar ese mundo interior que tanto te he reclamado y que siempre mantuviste bajo doce llaves, sí tan solo me contarás sobre esta lejanía sin palabras. Tantas veces reclamé que confíes en mí, tantas veces… y ahora, el habértelo pedido me lastima por dos" Aplasta al cigarrillo dentro del cenicero como pretendiendo desaparecerlo del mundo y sin perder tiempo toma otro. La llama que emerge desde el encendedor se ondula por el temblor de su mano, serpiente de fuego consumiéndolos.

 

Él despeja su garganta con mesura, ubica sus manos sobre las rodillas, aplasta la mirada contra ese naranja fuego y entreabre los labios con una parsimonia desesperante. Ella ahogada en la ausencia de las palabras que él le ofrenda, estalla – Dime qué te ocurre, dime de una vez qué te está pasando, porqué actúas tan lejano – dice mientras él la observa con sus labios cocidos por hilos de silencio. Se desploman uno a uno los latidos que la mantenían firme. Sus pulmones se llenan de todo el aire posible, apoya el cigarrillo en el borde del cenicero y pierde su mirada en algún punto del pasado, la morada de las remembranzas. Desea que la tierra se abra a sus pies o que el cielo se le caiga encima más nada de eso ocurre – No puedo más con esto, ya no puedo, ¿tú lo sabes? - un silencio misterioso de respuesta seguido de un leve asentimiento con la cabeza – Lo sabes, debí imaginarlo – Él entrecierra los ojos.

 

***

 

El filo de los cuchillos acariciando el fondo de los platos, una voz femenina pidiendo la cuenta, dos voces masculinas diciendo que no aceptarán que ella pague, el llanto de un niño, el grito de su padre imponiendo orden, el taconeo de tres mujeres rumbo a la salida, sonrisas de lado a quien con su mirada perdida observa la danza de un papel más allá de la ventana. Y ella… y él.

 

***

- Cuánto me duele, qué sucia me siento – cesa todo latido, todo brillo, el blanco se derrama sobre ellos, el blanco de la nada, del engaño vil, de la culpa incisiva – Juro que luché contra ese deseo pero al final caí rendida ante él. No hubo amor, sólo sexo y una vez... sólo una vez – una lágrima desciende desde el enrojecido ojo izquierdo de él, atraviesa el pómulo y se deshace contra la mesa.

 

Se miran a los ojos.

 

Han pasado dos semanas desde aquella tarde en la que caí presa del deseo; dos semanas de sentir vergüenza al mirarte a los ojos, de cargar en mi pecho con la culpa del engaño, de ahogar mis lágrimas en la almohada sintiéndome una perra insensible. Mi amor, jamás puse en duda lo que siento por ti pero fracasé en pretender doblegar la lujuria que me provocaban esos ojos empapados de años de experiencia, esas marcas de veteranía surcando su rostro, esas canas plateadas cubriéndole las sienes. Aquella tarde estaba totalmente cautivada por ese alguien que me duplicaba en edad, un alguien prohibido como nadie, imposible como pocos, quizá el único tipo en el mundo por el cuál no debía ceder… y cedí.

 

 

Aquella tarde hablamos de nuestros vidas; de mi frustrado paso por la universidad, de mi debilidad por el chocolate suizo, de sus ganas de volver el tiempo atrás para no cometer el error de abandonar su carrera, de sus miedos a la vejez inminente, de la rutina que ahorca pero no mata, de las familias… y hablamos de ti, porque hablar de familia es hablar de ti y de todo lo que te amo. Fue ahí cuando se acercó a mí, me abarcó entre sus brazos y tras mirarme largamente a los ojos, me dijo de la ternura que le provocaba escuchar eso y de su envidia, sana, pero envidia al fin. Y su pelvis contra mi pelvis, sus dedos en mi espalda, mis labios entreabiertos, mi excitación, la suya.

 

 

Perdóname mi amor, no podía callarlo ni un segundo más. Me siento tan sucia. Por no poder resistir subirme a esa mesa y abrirme a los instintos animales, por excitarme al sentir como arrancaba mi falda, por arquear mi espalda expectante de su furia, por gozar con cada embestida que hacia crujir la mesa hasta el punto de hacer caer un jarrón que se encontraba sobre ella y por nombrarte al acabar, ensuciando tu nombre, traicionando lo nuestro.

 

Silencio. Todo blanco y frío como la nieve.

 

Él llora desconsoladamente, la congoja le abarca el pecho, apenas lo deja respirar. Se pone de pie.

 

***

 

El silencio se adueña de cada rincón, no se escucha el ruido de los tenedores y los cuchillos en los platos ni las risas de las hienas ni las cucharas en las tazas de porcelana blanca ni el llanto de los niños ni siquiera la mirada de quién se perdía en la danza del papel más allá de la ventana.

 

***

 

Por un instante él pierde las fuerzas de su cuerpo y cae sentado en la silla. Sus ojos navegan en el vacío de la desolación, siente que el mundo se le viene encima, desea que la tierra se lo devore… pero más desea matarla. Piensa en tomar el cuchillo que está sobre la mesa y clavárselo en el estómago para que su muerte sea lenta, pero iría preso, piensa que no valdría la pena ir preso por una cualquiera y desiste de la idea. ¿Y sí lo mato a él? Y se imagina tomando la escopeta con la que caza venados para descargarla en ese pecho, pero sería lo mismo, ir preso por una mierda. Sonríe de lado y la mira a los ojos, las lágrimas le brotan cual cántaro roto. Mueve la cabeza a los lados y se pone de pie. Por un instante sus párpados le clausuran la mirada. Se deshace de dolor, piensa que tal vez no llegue a la puerta pero sabe que podrá y mientras más rápido, mejor.

 

Mete una de sus manos en el bolsillo derecho de su saco y ésta sale convertida en un puño que aplasta contra la mesa. Al deshacerlo extendiendo sus dedos y aleja la mano del nogal oscuro. Una caja roja con una cinta del mismo color y en su interior, un anillo de oro con la inscripción "Hasta que la muerte nos separe" ocupa las pupilas de ella.

Antes del adiós y de ofrecer su espalda perdiéndose en el horizonte blanco, rompe su silencio – Sí, lo sabía con toda mi alma. Sabía que quería compartir toda mi vida a tu lado, que quería decirte "sí" en un altar ante dios y el mundo. Supe del jarrón roto en casa de mis padres, de la mirada culposa de mi padre al pedirle si quería ser padrino de nuestra boda y de su negativa. Ahora solo sé que estuve a dos semanas de cometer el error más grande de mi vida.

 

Cucharas, tazas de porcelana, risas de hienas, llanto de niños, pasos, platos, el mundo continúa con todos sus sonidos mientras para ella se cierra la puerta y el blanco lo domina todo.

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