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El lado oscuro de la fiesta

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Odiábamos el verde militar, los bigotes de alto mando, el agua fría y las planchas de acero; los largos pasillos embebidos de sombras, el espacio vacío de los ausentes pero más odiábamos aquel radio viejo que funcionaba con las intermitencias provocadas por los continuos bajones de luz.

“Señores, así como el comandante arenga a su tropa antes del combate, así he querido hoy, frente a ustedes y a través de esta visita ejemplar, que se sientan y sean realmente ganadores”  le oímos decir a través de esa radio a ese hijo de puta mientras El Negro daba su grito más desgarrador en otra de las habitaciones. Las manos se hicieron puños que golpearon las paredes con la furia de la impotencia y los labios mordidos sangraron lo que quedaba por sangrar. Llorábamos de tanta rabia. Y puteábamos, mierda que putear era la mejor terapia… y la más inútil.

El Negro no volvió nunca más. Nos dijeron que su colaboración aportando nombres y apellidos le había dado el pasaje a la libertad, que debíamos seguir su ejemplo si queríamos volver a nuestras casas. El Negro jamás nos dijo un solo nombre, ni siquiera el suyo. No podría hacerlo. Era mudo.

El tordo, la morocha, hasta el pendejito que llegó primero por tenencia de banderas rojas, le siguieron los pasos. Sabíamos que “hoy” podía ser sinónimo de “último día” y que no saldríamos nunca más de allí.

Pero aquella noche fue diferente a todas las demás. El grito enardecido de miles de personas atravesó el grueso de los muros, se coló entre las grietas del cielo raso, tapó las voces de aquel viejo radio y nos trajo al Tigre Torturador con los brazos en alto y las manos libres de picanas. Sus gritos y el de los otros verdugos se unieron al grito de Argentina campeón mundial de fútbol, el celeste y blanco se salpicó de rojo, la infamia se vistió de gala.

Entre los cánticos y las puteadas triunfalistas grité con todas mis fuerzas que era un futuro “desaparecido”, que me habían chupado hace semanas, que amaba a mi hijo, que me faltaba escribir un libro, que jamás me liberarían, no con vida. Lloré desconsoladamente al darme cuenta que nadie me escuchaba ni me escucharía, que al apagarse el último grito, aquel viejo radio volvería a funcionar con las intermitencias provocadas por los continuos golpes de picana y dolor.

                                                                                                     

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