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Heroína

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Las palas del ventilador de techo cortan la nube de humo formada por los veintisiete cigarrillos fumados en dos horas y la llama del encendedor acaricia suavemente la panza de una cuchara con agua. Roce caliente de norte a sur, de este a oeste. No hay prisa. Aunque ahorquen las ganas y el estómago se estruje en su vacío, la noche es larga, muy larga, y no existe otra manera de disolver heroína. Siempre me detengo a observar las figuras que se forman en la superficie líquida; espirales azuladas como garras celestiales, círculos oscuros cual mirada demoníaca… la combinación no es fortuita. Cielo e infierno siempre me disputan en la superficie de la gota que es océano y viceversa. Cosas del vicio y sus consecuencias.

Punta del éxtasis con sabor a parcas. Las agujas siempre me han recordado a las espadas medievales con sueños de gloria y realidades de sangre; su esencia es el caballo blanco cabalgando por el desierto de las realidades y yo, el jinete en esa tormenta de sensaciones, torbellinos de filos… la combinación no es fortuita. Sueño y muerte se entreveran apenas se comienza a llenar la jeringuilla, los límites se dilatan hasta cercarnos el alma entre cuatro paredes blancas, al fin y al cabo, matarse con drogas es una forma de estar loco sin estarlo.

Nadie sabe más que yo de este arte, soy el condenado Da Vinci de las drogas, Alejandro Magno entrando triunfal a la ciudad de los pecados, Edgar Allan Poe polvoreando de blanco muerte a las máscaras de las máscaras de las máscaras de las máscaras, Andy Warhol arrancándole la carne a sus sueños para exponerlos en la galería de los desolados, YO, un demonio jugando a ser dios y viceversa, un ángel maldito burlándose de toda la puta existencia.

Extiendo mi brazo. Respiro profundo. La miro a los ojos, brillan en el negro de unas pupilas que poseen el aleteo del último gran vuelo. Su pómulo izquierdo se recuesta sobre la mesa. Sus labios dibujan una sonrisa de lado. Sus cabellos azabaches se desparraman sobre sus hombros y uno de sus senos ofrece el espectáculo de su pezón asomándose más acá del escote. ¿Cómo no amarla? ¿Cómo no matar o morir por ella? Si es ella quien me hace volar tan alto y tan profundo como ninguna otra. Es ella el último impulso de un alma devorada cada noche por las fauces de los sueños inconclusos. Ella, la que yace dentro de ese recipiente con senos y vagina. Ella, la heroína, mi droga, mi esposa, mi amiga. Heroína, sé mi muerte, sé mi fin, sé todo lo que nunca pude ser ni seré. Contigo en mi sangre y mi cabeza estoy mejor que muerto porque la muerte deja de serlo cuando estás en mí.

Vuelvo la mirada a mi brazo extendido. Un sin fin de minúsculas heridas circulares se extienden a través del camino de las venas. Púrpuras, purulentas, abiertas. Son las huellas que deja el paso de cada ritual de las agujas, la firma de la heroína, el paseo de los picos. Ellas se ríen, lloran, suspiran, gimen, hablan, debaten, aconsejan y obligan apenas los diamantes fluyen en mi sangre; repiten más allá del cansancio mi pensamiento y mi sentir al parirse tras el pinchazo y jamás lo olvidan. Es así como una sinfonía de pensamientos escupidos por esas pequeñas bocas de dolor, despedazan mi cabeza en cada caída tras la estadía en la cima de las cimas.

Rodeo el bíceps con una goma. Aprieto con fuerza. Mi mano se convierte en puño. Los nudillos se inflaman. Se hinchan las venas. Sonríen los picos, salvo el de ayer; ése llora carmesí mientras solloza mi destino. Blasfema, ningún fin podría rozarme si quiera, no existe posibilidad alguna de caer al abismo cuando despliego las alas y me lanzo a los cielos del éxtasis. Sé de medidas, de tiempos, de causas y consecuencias. La diestra toma la jeringuilla que la siniestra espera. Las ansias que clamaban pacientes estallan en furia incontenible. Muerdo mi labio inferior. Resplandece la muerte. Se desborda el deseo. Ella continúa con su pómulo izquierdo recostado sobre la mesa y sus labios levemente arqueados y sus ojos brillando y sus cabellos derramándose sobre sus hombros y uno de sus pezones asomándose en el escote y sus sombras y sus luces.

Entierro la aguja. Halo de émbolo. Ella es hermosa. Me gusta su manera de rozarme, de hablarme, de cojerme, pero por sobre todo me gusta la manera que tiene de clavarse la aguja en sus talones para no ser descubierta por sus padres. Entra sangre en la jeringuilla. Todo vuelve a estar en su lugar. Y la aguja escupe fuego, diamantes con filo, luces y sombras, lobos sin luna, poemas y acordes. El mundo es hermoso. La muerte es una amante despechada, el amor una puta que no cobra. Dios y el diablo violan a la virgen que renueva su himen tras cada embate. Judas no se ahorcó, se voló los sesos con un kalashnikov de gatillo taimado. Mi padre olvidó ser padre apenas escupí pedazos de placenta. Aprieto mi mano. Las uñas se entierran en la palma. ¿Por qué se dirá "tiembla el pulso" cuando lo que tiembla es la mano? La iglesia es una puta pagana, el cordero de dios el triunfo de la empresa católica, la cruz la marca de los esclavos. Estoy solo, más que nunca… como siempre. Mi guitarra ayer confesó que le gustaría ser violín. No me causó gracia, no me gustan los putos timbales. Siento fuego en mis venas. El corazón promete estallar con cada nuevo latido. Vibran mis sienes, tiemblo de pies a cabeza, de su pezón hacia mí. Se enciende una sombra en sus pupilas. "Deseo que llegue una tormenta y arrastre lejos esta mierda. O una bomba queme la ciudad y depure el mar. Deseo que la limpia muerte me llegue" disparan mis ansias. La última lágrima de oro se pierde en el torrente sanguíneo. Y el mar en primavera. Soy el puto dios y el puto diablo masturbando a la muerte que le soba la espalda a la vida. Soy.

Desentierro la aguja. Deshago el puño. Estiro los dedos. Uno, dos, tres, cuatro, seis. Rechinan mis muelas. Respiro profundo. El águila en mi espalda desgarra mi carne. Quiere su libertad. Siento correr en mis venas un líquido caliente y espeso que a su paso funde realidades, desintegra fronteras, evapora lógicas. Desenrosco la goma de mi bíceps. Me adhiero a una sonrisa idiota. Agito mis alas. Vuelo. Y los picos, susurran primero, gritan después y en el medio todos los matices.

- "Basta, te lo ruego, aún tenemos posibilidades, no quiero sufrir más… no quiero sufrir más" – repite incansablemente la marca imborrable del pico que vio en mis ojos el dolor de ser lo que soy y el miedo de saber como terminará esta historia - "Una moneda gira, hay público para nuestro drama" – vocifera un punto oscuro en el antebrazo, ése que alguna vez se infectó hasta convertirse en un bulto circular, ése que requirió un mes de antibióticos para su curación, el mismo que asume su drama con una normalidad que abruma - "Apretaste su muslo y la muerte sonrió" – supura otro desafiando a las parcas hambrientas de vida que revolotearon una noche de invierno en el hospital por pasarme dos puertos – "Gira el espejo contra la pared" – completa un leve tumor enrojecido de piel que se ve a sí mismo como el peor de todos.

Todos hablan menos el último que llora una gota de sangre y duele. Y es su silencio el más profundo de todos los silencios.

Ella ni se inmuta. Me refleja en sus lagos oculares. Y yo le devuelvo mi mirada de pupilas dilatadas de sombras impregnadas. Le pregunto cómo se siente, qué le parece el vuelo, cuánto es dos más dos. No contesta. La sonrisa de lado no se le quita del rostro. Y me da morbo. Su inocencia de mentira me calienta y lo sabe, siempre lo supo. Me gustó apenas la vi. Jumper, camisa blanca, medias tres cuartos. Caderas anchas, cintura pequeña, senos de una mano, ombligo seductor. La saludé. Me ignoró. Le sonreí. Me miró por sobre su hombro. Quince minutos después compartimos el primer pico. Así de simple. Los vicios nunca se dejan para después.

Acaricio su brazo extendido sobre la mesa. No se le ve ni un solo pico. No la envidio. Ella se inyecta en lugares invisibles para los demás. Lo hice durante un tiempo pero concluí que no me place. Me llevo bien con mis picos y sus gritos aunque a veces me quemen en la desesperación. Gajes del oficio, el precio del placer. Un recordatorio de lo que soy.

Contengo la respiración. Dejo caer mis párpados. Un anillo de muerte con el sexo en el centro se traga mi alma. Exhalo y sonrío. Un anillo, la muerte, el sexo, mi alma, todo es un universo girando alrededor de la nueva boca que calla. Veo destellos en mi cabeza. Soy una pintura de Dalí.

- "Reinventemos los dioses, los mitos de todos los tiempos" – eufóricos, corean cuatro picos en la muñeca, noche de Jim Morrison y su lengua de espada en llamas pulverizando a las luciérnagas verbales, grito orgásmico de sus letras y sus acordes, danza del niño salvaje - "Tus ojos siempre son negros" – asegura un círculo rosado entre el anular y el meñique. A veces el camino de las venas duele demasiado, cuando eso ocurre es hora de cambiar el curso de las marcas – "Basta, te lo ruego, aún tenemos posibilidades, no quiero sufrir más… no quiero…" – languidece ese punto entre el antebrazo y el bíceps que sintió el temblor de mi alma al saberse tan efímera.

Todos hablan menos el último que llora una gota de sangre y duele. Y es su silencio el más profundo de todos los silencios.

Con la yema del índice rozo sus labios. Mi cabeza sigue al movimiento dactilar. ¿Tendrá sed? ¿tal vez frío? ángel de hielo, dulce quietud. Y ese índice continúa deslizándose hacia una de sus comisuras camino a la barbilla para acampar media eternidad en su mentón. Mi alma se desprende del cuerpo, mi cuerpo renace desde el sitio simiente. "Soy una puta, la más puta de todas si me lo propongo, y si me das alas seré tuya, tu puta" ecos de ecos en mi cabeza acompañando a una explosión de imágenes de ella. Arrodillada, agitada, encendida. Su mano rodeando a mi pene, subiendo y bajando, sobando el glande, apretando la base. Su mirada, perversa. Sus labios entreabiertos. Su lengua asomándose. Luego la gloria. La besa como una niña, la chupa como una puta. Y mi pene arde y delira como Jim Morrison en el desierto tras meterse todo el peyote de México "Los genitales masculinos son rostros. Trinidades de ladrones y cristos. Padres, hijos y espíritus" Amén.

"Estar drogado es un buen disfraz" - sonríe un pico en la palma de la mano, justo en el comienzo de la línea de la vida. Verdad a medias. Estar drogado es estar drogado, acá o en Kamchatka, y el disfraz no es otro que el de un drogado. Vuelo. Alto, lejos, profundo. Drogado. El aire quema. Y la sangre.

Y cientos de voces enardecidas continúan entreverándose unas con otras conformando un concierto caótico de picos alineados; puntos negros, rojos, violáceos, virulentos, secos, abultados, lisos, tenues, casi invisibles, de todas las formas, tamaños y colores se debaten entre gritos y sollozos, euforia y dolor. Son mis marcas. Esas que día a día imprimen un pasado que no tendrá futuro. Lo tengo claro, la muerte espera a la vuelta de la esquina y no me inmuta. Nadie ha nacido para durar más de una vida y tampoco estamos obligados a desvanecernos lentamente. Prefiero el estallido.

Con la parsimonia que caracteriza al juego de seducción, el índice desciende en espirales por el largo de su cuello hasta detenerse en la clavícula, el sitio exacto de mis besos y de mis mordiscos. Detrás de mis córneas, más allá, una estampida de recuerdos que la contienen. Me encanta morderla, marcarla, dejar en claro que soy el único que puede eternizarse en su piel y en su alma. Al fin y al cabo es mi puta de turno. Lo merezco. Soy el hacedor de sus alas o en el peor de los casos el que las financia. Su chamán personal. Su humedad caliente brotándole desde la entrepierna. Y su aroma. También soy el aroma de su sexo y es que soy todo en su vida. Mejor dicho, tengo todo lo que ella desea en la vida. Una cuchara, un encendedor, una jeringuilla, una goma y heroína. No hace falta más.

El índice continúa avanzando hacia su pecho hasta ingresar a la suavidad de sus senos. Pequeños pero suficientes, carnosos pero firmes. Alguna vez calcé mi pene entre ellos y me masturbé hasta acabar en su cara, en su cuello, en sus cabellos. Un show de entrañas. Me excita como nada verla empapada con mi semen pero mucho más me excita verla como lo quita de sus labios con la lengua. Y lo saborea. Se eriza el recuerdo. Acaricio con la yema del dedo la aureola rosada de su pezón. Mis labios suelen cerrarse alrededor de él. Como mis dedos ahora. Luego mis dientes se ocupan de arrancarle un suspiro que le arquea la espalda y las ganas. Y se contornea, se muerde, se moja, se enloquece, se quiebra y estalla. El rostro de ella varía. Siempre lo hace. Un centenar de muchachas se sustituyen una y otra vez. Muñecas muertas. Solo recipientes.

Voces y más voces. Picos de bocas con dientes y lenguas y sangre y pus y palabras, miles de palabras pinchando mi cuerpo y mi alma. Ninguno imita al último que no hace más que sollozar su profunda tristeza al tiempo que derrama una lágrima infinita de sangre. Hablan sin cesar, cada vez con más fuerza. Digieren mi poder.

Todos hablan menos el último que llora una gota de sangre y duele. Y es su silencio el más profundo de todos los silencios.

Me siento un dios antiguo navegando por los mares oscuros de la mente humana. Persiguiendo ángeles con senos sin escote y labios prestos para una descarga de semen. Sodomizándolos. No sé lo que quiero pero lo quiero ya. Otra cuchara, otra jeringuilla, más heroína. Cinco centímetros más de pene, un Ferrari dorado con cinco ruedas, tres Rólex, una aguja de oro sudafricano para metérmela en las venas, mucha más heroína. Quiero apretar el botón que dispare a todas las bombas nucleares del mundo. Quiero hundir un barco petrolero frente a las costas de Barcelona. Quiero cojerme por el culo a la muerte vestido con los harapos de rey pobre del tal Jesucristo. Quiero destruir, arrasar, aniquilar, borrar, arrancar. Porque cuando los diamantes empiezan a fluir en la sangre, cuando estoy cerca de la muerte y ésta me respira en el cuello, nadie puede ayudarme, sólo pueden irse a la mierda. Y las palas del ventilador de techo cortan la nube de humo formada por los veintisiete cigarrillos fumados en dos horas y el encendedor descansa junto a la cuchara y la jeringuilla a centímetros de su brazo extendido y de su rostro pálido de ojos entre sombras y el pezón y mi índice. Me siento un dios antiguo navegando por los mares oscuros de la mente humana y un perfecto miserable sin más poder que el de drogarse para no recordar que camina sobre estos pies.

Y ella frente a mí. Estatua de hielo soñando con fuego. Ahogada en su silencio. Triunfante entre las sombras. Sus ojos no pierden el brillo del diamante en la sangre ni su sonrisa la geografía de la ironía. Y mi índice que se detiene en el nacimiento de su seno, entre dos costillas. "Dámela más fuerte. Métemela toda. Soy una puta. Tu puta" grita desnuda sobre mí, con mis manos como garras a cada lado de su cuerpo. Se pierde mi ingle bajo sus glúteos. Se derraman sus cabellos sobre mi rostro. Vaivenes de caderas. Chasquido de humedades. Dientes y uñas marcando los territorios de la carne. "Muévete, hijo de puta. Dame más duro. Así. Cójeme así" y los diamantes se disparan dentro de las venas.

Y sus pechos bailan al son de los embates. Su espalda se arquea al borde de quebrarse. Se devora los labios mientras lanza una mirada desafiante. "Sí, clávamela entera. La quiero toda. Rómpeme, hijo de puta, rómpeme" Y los ecos van perdiéndose en las profundidades de este silencio helado hasta dejarnos enfrentados en una mesa. El brazo extendido. El pómulo izquierdo recostado. La sonrisa de lado. La jeringuilla. La goma. Los cristales del alma diseminados en el suelo. Y la cuchara que refleja un aro en su nariz y la parte visible de la aguja clavada en su cuello. Está pálida, fría, muerta… bien muerta.

Se detienen los relojes. Se congelan las lágrimas. La mirada del lector queda petrificada ante la palabra "muerta" No me culpo y no me interesa que lo hagan. Pueden dejar de leer e irse a la mierda. Estoy a gusto con mis heridas y mucho más con el filo que las hace. Soy lo que soy. Estoy condenado a las consecuencias de mis actos. La muerte me ha dado una vida corta pero intensa de ventaja y sus fauces comienzan a salivarme el cuello. Y para colmo de males debo soportar la tormenta de palabras que escupen mis picos. Gritos mudos, desaforados, desesperados, enloquecidos. Verás que me importa una mierda tu condena por darle alas a mi puta de turno. Le di lo que más deseaba. Heroína, sexo, más heroína. Dime que le diste tú. ¿Un vistazo a su culo devorando mi entrepierna? ¿un empalme? ¿un polvo en tu oficina iluminada por el sol en pleno verano? Gozas leyendo las desgracias que nos clava el autor de turno. Festejas el dolor más allá de las letras. Estoy sufriendo entre líneas… y ella, tan muerta como las religiones. Y tú, al terminar de leer le escribirás un puto comentario al hijo de puta que plasmó mis heridas para "delicia" de la platea. No les debo nada.

Su cuerpo descansa. Denota trazas de felicidad. Parece eterna con su pómulo izquierdo recostado y sus labios morados y su brazo extendido y su sonrisa de lado y sus uñas pintadas de negro y su aro en la nariz y la aguja clavada en su cuello y su muerte que le sienta bien. Me tranquiliza verla en paz. El dolor, las soledades, estos gritos, la abstinencia… nada es eterno… solo los ecos de lo que fuimos y el recuerdo de lo que queda.

Sus ojos reflejan los contornos de mis alas. A centímetros, el abismo. Apoyo las manos sobre la mesa. Empujo mi cuerpo hacia arriba. Abandono la silla. Las bocas ubicadas entre dedo y dedo amenazan con morderse entre sí al son de sus gritos. Varios puntos en mis talones claman por otra ronda. Tiemblan mis piernas y mis pies pesan catorce kilos de marihuana. Los arrastro. El océano en primavera más acá de mi nariz. Siento tormentas, terremotos y tornados dentro de mi cabeza. Tambaleo. Mis alas se abren, todo es negro como la noche, como el ojo de la muerte, como el poema que escribió el destino al escuchar mi primer grito. Todo es negro.

Detengo mi mirada en la geografía apacible de sus labios. Acaricio sus cabellos, lluvia azabache derramándose sobre sus hombros cual sombras sin luna. "Todos los poemas tienen lobos. Todos, menos uno. El más hermoso de todos" y sonrío. No se trata de ellas, se trata de mí. De todos los poemas que conforman el poemario de mi vida. Noches, drogas, soledades, drogas, conciertos, drogas, angustia, drogas, poder, drogas, abstinencias, más drogas.

y la muerte sonrió… basta, te lo ruego… me acompaña mi propia soledad… mi hermoso amigo" – se abren las bocas de mis brazos, de mis talones, de mis piernas, se abren y gritan y gritan como nunca lo han hecho – "es un deseo de muerte… si no se suicidaron ya, fue por cobardía… la herida es mortal" – gritos entreverados, purulentos, dolorosos que se clavan en mi mente cual alfileres, gritos desgarrándome los pensamientos, arrebatándome toda razón – "… y el rostro soñado no existe… este es el fin... gira el espejo… me odio" – gritos que van perdiendo la claridad hasta convertirse en un estruendo constante, gritos que me quitan el aliento. Menos el último, que se ahoga en el más profundo silencio de todos los silencios.

Introduzco una mano en el bolsillo de mi pantalón. Dos monedas, seis billetes, una navaja. Lógicamente, no necesitaré dinero para callar a todas estas malditas voces. Y es hora que las fauces del último poema escriban el capítulo final. Tomo la navaja y la llevo a la altura de mis ojos. Tres lágrimas, dos lunares y una sonrisa se reflejan en el acero. Siempre supe que nada dura más de una vida, menos esto. Cosas de los vicios y sus consecuencias. Somos efímeros como la explosión posterior al pico, prescindibles como las jeringuillas vacías, un montón de mierda estéril con ínfulas de seres únicos. Un ejército de soldados minúsculos en una guerra en miniatura. Un suspiro perdido en el viento. Nada.

Los latidos de mi pecho en mis sienes. La caricia del filo en mi muñeca. Y un corte profundo desde la palma de la mano hasta la mitad del antebrazo. Profundo surco de labios carmesí abriéndose en una boca inmensa infectada de todos los silencios del mundo. Navaja sangrante de bocas cortadas olvidando el dolor. Sangre a borbotones. Latidos en fuga. Sombras que hambrientas se lo llevan todo. Y se tropiezan mis recuerdos y mis piernas y mis restos y por el fin el silencio. Absoluto silencio. Oscuro y eterno.

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