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Marisa

en Confesiones

Marisa

Nací en Madrid a mediados de los años cincuenta en un barrio popular de la zona centro. Mis padres se separaron cuando yo tenía nueve años por el conocido método del ahí te quedas (en el tenebroso país de la dictadura franquista el divorcio no sólo no existía, sino que además era pecado), mi padre marchó a Alemania y mi madre entró a trabajar en las oficinas de una empresa de papelería en jornada de mañana y tarde, quedando yo a cargo de las tías de mi madre, media docena de mujeres de distintas edades que trabajaban en la afamada peluquería de señoras de mi abuela, ya entonces mayor y muy enferma, que estaba junto al portal de mi casa. Todas las tardes, al salir del colegio, jugaba un rato en la calle y después merendaba y hacía los deberes en la trastienda de la peluquería rodeado de las atenciones y el cariño de un montón de mujeres, familia, empleadas y clientas, que tenían en mí algo así como el niño de todas, hasta el momento en que mi madre me recogía para ir a casa a cenar junto con la abuela.

Así fue durante años y poco a poco fui descubriendo lo que me pareció un mundo maravilloso y tremendamente excitante: las conversaciones que clientas y peluqueras mantienen y las confidencias íntimas que de la manera más natural se hacen unas a otras. Prácticamente sin darme cuenta se hicieron familiares para mí términos tales como muerdos, darse el lote, meter mano, estar mojada, chupetones, follar, pajas, estar empalmado, mamadas, correrse, tener la regla, … ; el pisto que me daba yo con los amigos del barrio y del colegio quienes, evidentemente, me tenían como fuente de información. Con el paso del tiempo me fui convirtiendo en alguien transparente, que se sabe que está pero que no molesta y delante de quien todo se dice y se habla sin disimular en exceso. Aprendí que hombres y mujeres se necesitan y se buscan y que en lo que a sexo se refiere no hay diferencias: todos y todas tenemos necesidades y a todas y todos nos gusta.

Pero lo que siempre me resultó más interesante de las conversaciones estaba en los momentos en los que se establecía complicidad y confianza entre las mujeres y hablaban de la mecánica del sexo con total naturalidad; vamos, que me enteraba de cuándo, cómo y dónde follaban mis tías, primas y vecinas con sus maridos, novios y amantes; de cuál es la mejor manera de hacerle una paja a un hombre en la oscuridad del cine o de mamársela en un portal; de dejarse penetrar por el culo para evitar embarazos o de recibir una suave comida de coño; de las distintas posturas sexuales; de la importancia del clítoris; de las pensiones para parejas y los sitios oscuros y despoblados del barrio; de dónde vendían condones de contrabando (estaba prohibida su venta y su uso también era pecado) y de todo aquello que en mi mente dibujaba un mundo apasionante, prácticamente prohibido a un chico de mi edad, en el que me moría de ganas por entrar.

Con quince años ya estaba yo muy desarrollado y las mujeres no dejaban de tomarme el pelo ("Ramiro, qué guapo te estás poniendo, como te pareces a tu padre; ya te echarás novia pronto, acuérdate de mí; ¿te has comprado moto?, vaya bultaco que llevas") y cada vez con más interés en las mujeres y dada mi constante presencia en la peluquería vivía situaciones (por cierto, totalmente inalcanzables para mis amigos de barrio y compañeros del instituto masculino al que iba) tales como ver cambiarse de ropa a las peluqueras en el cuartito destinado a vestuario y vislumbrar tetas, muslos, culos y estimulante ropa interior. Estaba siempre excitado y empalmado (supongo que las hormonas de adolescente también ayudaban lo suyo) y me convertí en un experimentado pajero: me la cascaba a todas horas.

La tía Marisa (María Luisa, hermana pequeña de mi abuela y encargada de la peluquería) terminó por darse cuenta de que yo estaba siempre estudiando a la hora de cerrar y no tardó en encontrarme espiando a una de las peluqueras mientras se cambiaba de ropa, al mismo tiempo que con pantalón y calzoncillos a la altura de las rodillas me masturbaba a toda velocidad. ¡Qué momento!. ¡Qué miedo!. ¡Qué vergüenza!. No sabía cómo iba a reaccionar Marisa y yo ya me veía castigado de por vida por mi madre y recibiendo el desprecio y la enemistad de las mujeres de la peluquería y del barrio entero.

Por supuesto, en el momento se me cortó el rollo y mi rabo se desinfló a la espera de los gritos y bofetadas que esperaba recibir, pero sucedió lo que ni por asomo podía pensar: "vaya, el niño Ramiro es ya todo un hombrecito y sabe menearse su cosita; bueno, de cosita nada, que parece toda una picha". Me quedé helado y más preocupado si cabe, totalmente cortado y tratando de tapar mis partes con las manos. "No te tapes, no; vamos a ver que pirula tienes que tanto te gusta tocarte". Quité las manos y vi como mi tía ponía una expresión de grata sorpresa al mismo tiempo que decía: "joder, sobrino, ya estás crecidito, ya; lo tuyo es un pollón". "Quédate ahí que voy a ver que estemos solos y a cerrar la puerta".

Al volver, Marisa traía cara de pitorreo y yo estaba aún más escamado. "Bueno, chaval, ¿desde cuándo te meneas el rabo?; ya se que te dedicas a espiar a las mujeres cuando se cambian y te das buenas raciones de vista. Anda, enséñame como lo haces; sigue con lo tuyo, menéatela, hazte una gayola que no es bueno quedarse a medias".

¿Qué puede decir un chaval de quince años estando con los calzoncillos bajados, la polla dando señales de vida y tu tía animándote a meneártela mientras te mira el rabo y no deja de piropearlo?. Pues nada, claro, simplemente la cogí con mi mano derecha y empecé el conocido sube y baja, primero lentamente y como con temor y poco a poco más rápido y con urgente necesidad.

La tía María Luisa era una mujer soltera de cuarenta y cinco años, alegre y simpática, siempre rodeada de un cierto secretismo en lo relacionado con su vida sentimental, tanto que había quien pensaba que era lesbiana (bollera se decía en el barrio). Físicamente era de estatura mediana, más bien delgada, morena de piel, con melena por debajo de los hombros de color castaño oscuro (se teñía a menudo de distintos colores y tonos) siempre peinada a la última moda, con ojazos marrones y boca grande de gruesos labios siempre pintados de carmín rojo intenso y un punto de coquetería y chulería de peluquera de barrio que la hacía muy atractiva.

Según sube el ritmo de mi pajote, Marisa no deja de hablarme ("nene, no pares, que me estás excitando mucho; vaya rabazo que tienes, ladrón, qué grueso y largo; qué bien te la cascas, guarrillo") mientras se desabrocha la bata y deja a mi vista un negro sujetador (sostén era el término más usado entonces) que todo lo tapa y unas grandes bragas negras caladas que transparentan el vello sexual. Se quita la ropa interior ("ahora no tienes que espiarme, cabroncete; ¿te gusta tu tía en pelotas, eh?; ¿verdad que te gusto?") y mis ojos descubren unos pechos grandes y duros caídos hacia los lados con pezones muy oscuros del tamaño de una avellana; tripa redondeada, una mata de vello púbico oscura, densa, rizada y extendida hasta cerca del ovalado ombligo y un culazo de una vez, grande, redondo, sujeto en unos muslos fuertes y anchos. Hoy en día se diría que es una madura que todavía está muy buena y entonces también, lo que le demostraban sus muchos admiradores (moscones salidos los llamaba ella).

Sigo con un ritmo frenético buscando correrme, lo que sucede en unos tres o cuatro minutos lanzando media docena de potentes chorros de semen que impactan en el pecho y el estómago de la peluquera ("cuánta lefa tienes, mamón; qué blanca y espesa, so guarro"), quien rápidamente lleva su mano derecha al sexo (mi aturdimiento y la gran cantidad de pelo me impiden ver claramente cómo lo hace) y se masturba a gran velocidad, con los ojos muy abiertos y sin dejar de hablar ("qué cosas hago, mi niño; qué mojada estoy; qué guarra es tu tía") mientras con la mano izquierda extiende mi semen por sus tetas ("qué leche más buena, cómo me gusta, Ramiro") hasta que se corre dando un sonoro largo grito ("aaaaahhhhh") y se sienta a punto de desplomarse.

"Es tarde, vístete que en cualquier momento va a venir tu madre; tu estate callado, no se te ocurra decir nada de esto ni a tus amigos ni a nadie; si se enteran nos matan o me mandan a la cárcel. Mañana hablamos". Era viernes y aunque se trabajaba los sábados (también había colegio hasta las doce del mediodía), no hablamos hasta varios días después, lo que no dejó de mantenerme tan nervioso que ni siquiera me masturbé, la verdad sea dicha.

La tía Marisa esperó a que el martes se quedara vacía la peluquería y tras cerrar y sentarse conmigo en la trastienda a fumar un cigarrillo (mi madre me dejaba fumar a condición de que no me quemara las camisas), empezó a hablar: "sobrino, pasar tanto tiempo entre mujeres te ha venido muy bien, has aprendido muchas cosas y ya te imaginas que la vida es dura y cada uno lleva lo suyo encima. Ramiro, ya no eres un niño y se que vas a entender lo que ahora te cuento, aunque a nadie debes decir nada de nada".

"Durante más de diez años tuve un asunto amoroso con un hombre casado; lo que empezó siendo una divertida aventura sexual se convirtió en pasión desenfrenada, en verdadera locura y yo me enamoré a pesar de ser el marido de alguien muy cercano a mí. Era impensable que pudiéramos tener vida en común y, además, me terminé enterando de que yo no era su única amante, sino una más de entre muchas. El desencanto fue tal que he pasado los últimos siete u ocho años sin apenas tener sexo con hombres y la masturbación ha sido mi consuelo habitual. Quizás algún día te cuente quien es, aunque sí te digo que físicamente te pareces mucho y me lo recuerdas cada vez que te miro".

"Creo que ya tienes edad de estar de vez en cuando con una mujer y que no sólo te mates a pajas o termines metiendo con alguna de las putas guarras del barrio, así que he pensado que tu y yo podemos darnos gusto cuando nos apetezca, en total y absoluto secreto, claro está. Ya tengo ganas de que un hombre me cabalgue y me meta un buen rabo y tu cosita me gustó mucho el otro día. ¿Díme, qué opinas?".

Yo soy incapaz de articular palabra, me quedo mirando a Marisa con la boca abierta y con un gesto incontrolado llevo mi mano a tocarme la crecida polla. El gesto lo interrumpe mi tía y lleva su mano al paquete para decirme: "guarro, si ya tienes dura la picha; desde luego no se le puede decir cosita, qué grande la tienes; las mujeres te van a perseguir. Sácatela, so marrano".

Marisa no sólo habla, sino que me la ha cogido y lentamente sube y baja su mano cubriendo y descubriendo mi hinchado rojo capullo ("me gusta, cabroncete, me gusta tu polla; yo te voy a dar gusto, ya verás") haciéndome una lenta paja hasta que se detiene ("no te corras aún, eh, espera un poquito"), se quita la bata, me mira poniendo un semblante de excitación, con ojos húmedos, quizás vidriosos, y dice: "vamos, nene, quítame el sostén y las bragas". Qué espectáculo más excitante es ver como salen las tetas de su prisión de tela negra y apuntan a mi boca esos dos oscuros, grandes y rugosos pezones. Qué bueno es mamarlos, con los ojos cerrados e intentando coger y amasar un pecho con cada mano, al mismo tiempo que Marisa respira cada vez con más fuerza hasta que con voz ronca dice: "espera, ponte de rodillas y quítame las bragas; ya, hazlo ya". Tener a pocos centímetros de la cara esa abundante mata de oscuro pelo y ver, por primera vez en mi vida, un coño que además a mí me parece que tiene vida propia y que está húmedo, brillante y muy rojo, es algo que jamás podré olvidar; me quedo un poco cortado porque no se qué debo hacer, pero la mujer me saca de dudas: "tócalo, acarícialo, bésalo, chúpalo; no dejes que te asuste porque te va a dar mucho placer y cuando lo conozcas no podrás vivir sin él". Qué razón tenía mi tía.

Los primeros momentos son emocionantes: me encanta mojarme los dedos en ese líquido denso cuyo olor me gusta (no se parece a lo que siempre me habían dicho los amigos del barrio: los coños huelen a bacalao) y la sensación de meterle un dedo dentro es estupenda ("anda, nene, mete otro dedo que no te va a comer"), en especial viendo que en la mujer provoca un suave movimiento hacia adelante y hacia atrás acompasado a la entrada y salida de los dedos ("lo haces muy bien, guarrillo") que poco a poco va subiendo en velocidad e intensidad. Los tres o cuatro primeros besos los doy con miedo, pero una vez me acostumbro a los pinchazos del vello púbico, al olor y al agradable sabor, que no acierto a comparar con nada, enseguida me invaden unas tremendas ganas de lamer y chupar el mojadísimo coño de Marisa, quien con voz ronca no deja de dirigir mis acciones ("más arriba, sí; ahí, chupa sin miedo; sigue rápido, sigue ahí, no pares"), pone su mano sobre mi cabeza para sujetarla mientras yo me agarro a sus caderas con las dos manos y golpea mi cara con el movimiento acompasado de las caderas ("no pares, no pares") hasta que varios minutos después me sobresalta el grito fuerte y largo que da ("aaaaahhhhh") y noto que su golpeteo sobre mi rostro lo va sustituyendo por varios suaves restregones hasta que se detiene, da un fuerte suspiro, se tambalea hasta sentarse en una silla y mientras recupera la respiración dice: "joder, qué corrida; qué gusto, nene; vaya pinta que tienes con la cara empapada de mi licor; anda, ven que te doy gusto".

Me hace falta porque hace ya un buen rato que noto los huevos muy llenos y pesados y una presión en el bajo vientre que no llega a ser dolor pero que molesta más de la cuenta, además, el rabo lo tengo tieso, duro, grande, gordo y rojo como nunca me lo había visto; así que cuando mi tía empieza a cascármela lo agradezco con un gemido ("qué burro estás, guarro, qué rabazo tienes"). Poco después Marisa empieza a lamer mi capullo ("ya verás, sobrino, como te va a gustar mi lengua") mientras sigue pajeándome cada vez más rápido y yo cierro los ojos con sensación de estar muy cerca del paraíso y empiezo a resoplar con fuerza cuando noto llegar una corrida larga, honda, sentida profundamente. Mi tía me ha sujetado de la cintura con la mano izquierda para que no me caiga y cuando abro los ojos la veo con expresión viciosa extenderse por la cara y las tetas los manchurrones de mi semen ("marrano, cuánta lechecita tienes; me encanta tu lefa"). Cojo el cigarrillo que se está quemando en el cenicero, le doy unas caladas y en ese momento me siento como si fuera el rey del barrio. María Luisa me da un azote en el culo y dice: "vamos a vestirnos que ya es tarde, no nos vaya a pillar tu madre. Lávate muy bien la cara que hueles a coño. Tenemos que ser cuidadosos, sobrino".

Desde esa tarde casi todos los días tras cerrar la peluquería Marisa y yo nos damos el lote, nos metemos mano y nos masturbamos mutuamente teniendo unas corridas tremendas. Para mí lo máximo es pegarme un festín chupando, lamiendo y mordiendo su peludo sexo (le encanta que le deje pequeñas marcas en las tetas y los muslos con mis chupetones).

Como en varias ocasiones mi madre ha estado cerca de pillarnos, María Luisa me contrata como chico para todo (nunca mejor dicho) para ayudar a recoger, limpiar y mantener el almacén del sótano, con lo que ya no pasa a buscarme y, además, me gano un dinerillo con poco esfuerzo y mucho, muchísimo, gusto.

Pasados unos dos meses, Marisa dice una tarde: "no se la razón pero he estado retrasando el momento de que tu y yo follemos; me parece que ya es hora y, además, me muero de ganas por que me la metas. Te va a gustar mucho, Ramiro. Mañana cuando salgas del instituto me acompañarás a hacer unos encargos al almacén".

El almacén de mayoristas de peluquería estaba cercano a la Gran Vía, así que cogimos el metro y en menos de una hora estaba todo el trámite realizado. Mi tía, simpática, alegre, arreglada y muy guapa, me coge del brazo y dirige nuestros pasos hacia una cercana pensión de discreta entrada. La señora mayor que abre la puerta saluda efusivamente a María Luisa y nos dirige rápidamente a una habitación situada al final de un largo pasillo; me parece notar que no deja de mirarme con cara de sorpresa, como si ya me conociera de antes.

"Sabes, sobrino, estoy muy contenta de estar aquí contigo; qué guapo eres, ladrón". Se abalanza sobre mi boca y tras un largo, húmedo y apasionado beso me lleva de la mano junto a la gran cama de matrimonio de la habitación. Nos desnudamos mutuamente con bastante prisa y de haber sido creyente me hubiera postrado de rodillas para rezarle a algún dios del sexo porque me ataca un repentino miedo de hacerlo mal o de no dar la talla con Marisa. "Qué haces, ¿acaso no quieres follarme?; anda ven, que vaya cómo se te está poniendo la polla, cabroncete".

El momento de pánico ha pasado y también ayudan los comentarios de mi tía ("qué ganas tengo; qué salida estoy, sobrino, cómo me enciendes"), que me tumba boca arriba en el centro de la cama y se sube encima de mí poniendo una rodilla a cada lado de mis caderas ("mi niño guapo la va a meter en el coño de su tía"). Acaricia mi rabo cinco o seis veces arriba y abajo para cerciorarse de que la tengo ya como una barra de hierro ("qué grande y dura, guarrillo") y mete la polla muy lentamente en su coño, que siento muy mojado, suave y caliente. Es como si penetrara en un mar que se cierra y ajusta sobre mi rabo y lo acoge con gusto, dándole calor y envolviéndole en un suave licor. Joder, qué estupendo; no pensaba que fuera tan cojonudo estar dentro de un coño.

Marisa apenas se mueve y mantiene los ojos cerrados mientras lanza suaves gemidos de excitación que muy poco a poco van creciendo según comienza a moverse más rápido y fuerte ("qué bueno, mi niño, cómo me llenas"). Termina cabalgándome a toda velocidad con mis manos en sus caderas y se corre dando un fuerte alarido, quedándose completamente quieta durante lo que me parecen bastantes segundos mientras yo siento las contracciones de su vagina que aprietan mi polla y provocan mi eyaculación mientras intento sacarla del coño de Marisa ("niño, a partir de ahora usaremos condones"). Ha sido estupendo; ya se por qué los hombres se vuelven locos por follar. Me apunto a pecar todo lo que pueda.

Una vez por semana mi tía y yo vamos a la pensión de mi primera vez. Nos hemos puesto a la tarea con ganas y en cuestión de pocos meses creo que he logrado un notable alto como alumno de Marisa en el cursillo de sexo que me está dando. Seguimos dándonos el lote en la peluquería, las pajas y mamadas son diarias y alguna que otra vez follamos en el almacén del sótano en donde hay un desvencijado viejo sofá. Ahora soy todo un experto en comprar condones a los moros que los venden de contrabando por los bares del barrio.

Poco a poco me he ido soltando (lo que hace practicar a menudo) y tomo un papel cada vez más activo durante los polvazos que Marisa y yo echamos y la verdad es que la iniciativa ya no siempre le corresponde a ella.

Me gusta mucho que se arrodille en la cama a cuatro patas para tener a la vista su gran culo, ponerme tras ella, amasarle el trasero durante un buen rato, darle algunos pellizcos y un par de azotes sonoros y metérsela entera de un solo pollazo para pasar a bombear con velocidad creciente. Cuando Marisa gime en voz más alta me sujeto a sus caderas como si mis manos fueran garras y siempre en muy pocos minutos tiene su primer orgasmo, movido y agitado como una coctelera ("sigue follando, cabrón; quiero más, mucho más"); después sigo el metisaca, ya también con urgencia por mi parte. Poco después viene el segundo orgasmo de la mujer ("qué bueno, qué rico, mi niño") y según me suele pedir a grandes gritos saco el rabo y me la meneo con prisa para correrme sobre ella. Esto se va a repetir muy a menudo durante el tiempo en el que voy a meter con María Luisa: le encanta sentir el semen sobre su cuerpo y extenderlo como si de una crema se tratara, en especial sobre su cara, aunque las veces en las que me corro en su boca no suele tragarse mi lefa porque dice que le sabe a bicarbonato y le da asco.

En mis tiempos de adolescencia y juventud era muy importante socialmente que quedase claro que un hombre era muy macho, sin la menor sombra de duda (se fumaba con la mano izquierda, se bebía alcohol desde muy joven, había que soltar tacos, se usaban colores discretos en la ropa, se desprendía machismo por todos los poros, …) y que, bajo ningún concepto, se pudiera pensar que era afeminado o, peor todavía, maricón, por lo que tuve alguna que otra duda cuando Marisa empezó a entusiasmarse con mi culo. Muchas veces me desnudaba ella para enseguida pasar a excitarme lamiendo y chupando todo mi cuerpo, entreteniéndose en los pezones y en la polla, hasta llegar al culo; tenía especial fijación en lamer mi ano y penetrarlo lentamente con la lengua, una y otra vez, cada vez más dentro ("qué culo tienes Ramiro, qué excitante"). Una vez vencidos mis primeros recelos, a mí me encantaba ("qué mariquilla es mi niño") y me ponía muy burrote. Al cabo del rato me tumbaba boca arriba en la cama y mi tía jugaba a restregar sus tetas por mi cara hasta que la sujetaba de las caderas con las dos manos, atrapaba sus pezones con la boca y los mamaba y mordisqueaba con fuerza ("muérdeme, bruto; qué gusto me das"). En ese momento Marisa ya no podía aguantar más y me pedía a gritos que la penetrara, tras lo que empezaba una larga y gratificante follada.

No fui realmente consciente de la suerte que tuve con mi tía Marisa hasta mucho tiempo después, cuando ya casi peinaba canas, pero en aquellos momentos lo que vivía me parecía natural y, agradecido por lo que sexualmente suponía, me limitaba a vivir un día detrás de otro sin plantearme nada más que pasarlo bien (procurando que mis estudios no se resintieran mucho) y pasarlo bien significaba para mí follar con María Luisa.

La situación duró sin cambios unos tres años y cerca de cumplir los diecinueve, un día, después de comer y de que mi madre se fuera a trabajar, la abuela Rosa se dirigió a mí: "Ramiro, espera un momento, hijo, quiero hablar contigo; sabes, a pesar de que apenas salgo de casa y de que cada vez me interesan menos cosas, se perfectamente que te estás acostando con Marisa, mi hermana pequeña, tía de tu madre. No, no te asustes, ya eres todo un hombre y tienes que afrontar tus actos, mejor escucha atentamente y actúa según tus propias decisiones. Tu madre ha sido muy desgraciada en su matrimonio con tu padre, un hombre bueno, trabajador, simpático pero con un gran defecto: es muy guapo y tiene una verga grande que funciona como si fuera un imán para las mujeres. Se convirtió en el semental del barrio y María Luisa, que siempre ha sido muy caliente y bastante puta, fue durante años una de sus amantes y uno de los motivos por el que se separaron tus padres. Ahora ve en ti una copia del mismo guapo hombre que la volvió loca de gusto, ya se que también te pareces a tu padre en lo de la picha grande, y de quien se enamoró perdidamente. Bueno, siempre y cuando tu madre no sufra, y mejor será que no se entere, si Marisa y tu os lo pasáis bien en la cama y os quitáis el calentón chingando, pues allá vosotros, pero tu eres muy joven, acabas de empezar en la universidad, tienes que conocer chicas de tu edad y vivir el mundo fuera de este barrio. Ten cuidado, hijo, ten cuidado".

Nada le comenté a Marisa acerca de lo dicho por la abuela, aunque la curiosidad por saber acerca de su historia con mi padre era mucha y siempre tuve la esperanza de que me lo contara, lo que nunca sucedió.

Mi relación con la tía María Luisa continuó de igual manera durante dos años más, hasta que mi madre aceptó una oferta de trabajo para dirigir las oficinas en León de una importante empresa papelera de El Bierzo, incluida para mí una beca que me permitiría continuar los estudios de Veterinaria que sobrellevaba en Madrid con sólo mediano éxito. La única opción que me dio mi madre fue ayudarme a hacer las maletas y permitirme venir a Madrid en vacaciones.

La semana anterior al traslado a León la vivimos Marisa y yo prácticamente sin salir de la pensión. En ningún momento hablamos de futuro, ni siquiera de cara a las vacaciones de verano o las Navidades o mi cumpleaños (en alguna ocasión habíamos hablado de mi próxima mayoría de edad: los ansiados veintiuno) y sólo nos dedicamos a follar como locos. El último día, tras cerrar la peluquería, María Luisa se desnudó completamente, después hizo lo propio conmigo, se arrodilló ante mi polla y durante muchos, muchos minutos me hizo la mejor mamada de toda mi vida, con el añadido de que por primera vez se tragó todo mi semen. Me besó en la boca, se vistió, me pidió que yo también lo hiciera y sin decir nada más me abrió la puerta para que saliera.

La vi una sola vez más, en el entierro de la abuela Rosa, tres años después y apenas me permitió cruzar con ella un par de frases. Ni siquiera me felicitó cuando empecé a ejercer como veterinario, algo que siempre dijo le hacía mucha ilusión. Siguió unos diez años más al frente de la peluquería, hasta que las hermanas decidieron vender el local a una conocida cadena de comida rápida y tras el reparto del dinero, Marisa marchó a vivir a un pueblo de la costa gaditana sin mantener desde entonces casi ninguna relación con la familia.

Semanas después de su muerte recibí una comunicación de un notario de Cádiz a la que acompañaba un sobre con una llave e instrucciones para acceder a la caja de seguridad de un banco. Encontré una importante cantidad de dinero y una nota escrita de su puño y letra con una única frase: "gracias, mi niño".

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