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Un barrio (1)

en Confesiones

UN BARRIO (I)

Mi madre murió, tras larga enfermedad, un frío invierno de mediados de los años cincuenta, al poco de cumplir yo los nueve años. Mi padre se volvió medio loco, abandonó su trabajo de cantero, se dedicó a beber como un cosaco y tras varios líos por deudas de juego, nos mudamos desde Colmenar Viejo a Madrid, al barrio de Legazpi, en donde aún convivían huertas, casas bajas y solares con fábricas y talleres y que veía condicionada su vida cotidiana por el mercado de frutas y verduras, el matadero municipal y el gran número de camiones y empresas de transporte de mercancías que había en la zona.

De mi padre heredé el nombre, Roque, y un físico de hombre grande, alto, muy fuerte e incansable. Tuve que madurar pronto (con catorce años tenía barba y me había desarrollado físicamente) y como no me gustó nunca el colegio a pesar de que no se me daban mal los estudios, mi padre me llevó a ver a uno de sus amigos de borracheras y partidas de cartas que me puso a trabajar en una de las cuadrillas de descargadores de camiones que él controlaba en el mercado de frutas y verduras.

Tras más de tres años de realizar el trabajo brutal de carga y descarga de camiones me convertí en un amasijo de músculos que ganaba todas las peleas en las que me metía y que me permitió llegar a tener diez hombres trabajando para mí en las cuadrillas del mercado. La única relación que tenía con mi padre era compartir un pequeño piso situado frente al bar en el que él prácticamente vivía y siempre que podía, follarme a alguna de las tres putas que mi progenitor tenía trabajando por las noches en las esquinas de las calles de las fábricas y sacarle algún dinero, por las buenas o por las malas (cuando estaba cabreado), a estas mujeres.

Me cansé de los pesados sacos de patatas y las hirientes cajas de madera de la fruta y entré a trabajar de camarero en un bar famoso entre los camioneros por lo mucho y bien que se comía a buen precio, además de que se realizaban pequeños trapicheos con relojes, medias de seda, chaquetas de cuero, condones, tabaco americano, radios, ... . Los dueños, Rosa y Paco, además de enseñarme el oficio, me trataron siempre como si fuera el hijo que nunca tuvieron.

En la Nochebuena de mis diecinueve años tuve un golpe de suerte: mi padre llegó de madrugada más borracho de lo habitual, tropezó con una silla y se rompió el cuello contra la pila de la cocina. Las cartas le habían sido favorables ese día y llevaba varios fajos de billetes de mil en los bolsillos, dinero que me permitió pagar a los dueños del restaurante el primero de tres plazos por la venta que me hicieron de su local. Marcharon al pueblo de donde eran originarios y me convertí en propietario del negocio desde el que he cimentado mi bienestar posterior.

Por el bar, que yo rebauticé como "mesón de Roque", aparecían a diario todo tipo de personajes del barrio. Destacaba entre todos Mulay, marroquí de cerca de setenta años que todos los días a las doce en punto de la mañana se sentaba en la mesa más cercana a la salida trasera del local y bebiendo té moruno con aguardiente de orujo y fumando tabaco americano de contrabando, manejaba desde allí el trapicheo del hachís que le enviaban desde el Rif y llegaba a Madrid en camiones de fruta. Mulay había sido soldado condecorado del ejército franquista y al terminar la guerra civil entró en la policía, en donde ganó fama apaleando y torturando a los detenidos hasta que fue expulsado por una pelea con un superior al que dejó malherido. No llegó a ir a la cárcel y se refugió en el barrio vendiendo grifa y actuando como confidente policial. Manejaba sus negocios con mano de hierro y era temido por su crueldad y brutalidad.

Mulay consiguió gracias a sus contactos (y a cincuenta mil pesetas mías) que yo fuera declarado inútil para el servicio militar y como pago de sus servicios contraté a Sara, la menor de sus tres mujeres, como cocinera del mesón.

La primera vez que vi a Sara me empalmé como un mulo y desde ese preciso momento se convirtió en objeto de mi deseo sexual. Tendría entonces unos veintisiete años y no puede decirse que fuera una mujer guapa (una gran nariz y una boca también muy grande afeaban su rostro), pero qué rica estaba: alta, cabello negro, grandes ojazos oscuros y de piel tan morena que la llamaban "la negra"; verdaderamente exuberante, de abundantes curvas y carnes prietas y duras que bajo la fina bata con la que siempre estaba en la cocina se convirtieron para mí en un deseo inalcanzable. Nunca me miraba ni me dirigía la palabra salvo por asuntos del bar y su altivez y distanciamiento, siempre con un punto de desprecio, se fueron convirtiendo en un elemento más de excitación y deseo. ¡Qué caliente me ponía!.

Una de las putas que trabajó para mi padre, Martina, era quien se ocupaba de mi ropa, de la limpieza de la casa y de darme gusto siempre que me apetecía, lo que solía ser muchas tardes a la hora de la siesta. Subía a su piso tras comer en el mesón, me sentaba en el comedor en un gran sillón de orejas y mientras tomaba café y fumaba un cigarrillo, la mujer me bajaba el pantalón y los calzoncillos, se arrodillaba ante mí y mamaba la polla durante muchos minutos con gran maestría, hasta que me corría en su boca. Yo terminaba el café, apagaba la colilla, me levantaba y ya la tenía otra vez tiesa y dura para que ella se doblara por la cintura agarrada a la espalda del sillón y se la metiera en el coño para darle un metisaca largo que poco a poco iba creciendo en intensidad y rapidez. Me gustaba darle azotes en el culo, lo que provocaba grititos de la mujer que me excitaban aún más, y muchas veces cerraba los ojos y pensaba que era a Sara a quien me estaba follando. ¡Qué corridas más cojonudas me proporcionaba la ilusión de estar con "la negra"!.

Martina tenía más de treinta y cinco años y desde que se trabajaba las esquinas para mi padre, se había preocupado por mí y le debo agradecimiento por las muchas veces que me dio de comer y encontré refugio en su piso cuando mi padre quería darme una paliza o me abandonaba en invierno en la calle sin dejarme entrar en casa. Según fui creciendo se preocupó de descubrirme el sexo ("a ti no te hace falta hacerte pajas, yo te voy a dar gusto siempre que quieras, Roque") y de hacer crecer mi autoestima ("vaya cipotón que tienes, niño, es mucho más grande que el de tu padre y el de todos los cabrones que hay por aquí"). Era una mujer risueña, de rasgos agradables, de mediana estatura y, a pesar de los años de puterío, conservaba muy bien su cuerpo de tetas pequeñas y culo grande en forma de pera.

No sólo me daba placer y compañía, sino que Martina se convirtió en parte importante de mis negocios. Compré un local cercano que había sido una carbonería y abrí un almacén de materiales de construcción, albañilería y fontanería. Ya estaban desapareciendo las casas bajas de la zona y muchos de los pequeños talleres cerraban por la presión de las fábricas, por lo que se empezaron a construir bloques de pisos para los obreros que como una manada cada mañana vomitaba la boca de metro de la plaza de Legazpi. Martina organizó un grupo de una docena de jóvenes del barrio que dedicaban las noches a arramblar con todo lo que podían en las obras que se extendían desde Usera hasta el barrio de la China y después se ponía a la venta en el almacén. Todo un gran éxito comercial que Martina manejaba con pericia, lo que la llevó a mudarse al piso situado sobre el almacén y a mí a hacer algo más de ejercicio caminando por las tardes hasta allí para follármela.

Con veintipocos años me eché novia, en realidad la única que he tenido. Teresa era una chica de mi edad que trabajaba en la gestoría que me llevaba asuntos de documentación, permisos y gestiones burocráticas. Me llamó la atención porque era muy rubia, muy alta (me llegaba a los hombros) y tenía una risa franca y sonora que destacaba en su bonita cara. Nos caímos bien, quedábamos a menudo, paseábamos de la mano, íbamos al cine a besarnos, meternos mano y darnos el lote a fondo, pero de follar, nada de nada. Siempre decía que no por muy calientes que estuviéramos los dos, y yo, claro, primero me cabreaba y después me iba a buscar consuelo sexual con Martina.

Teresa tenía un jefecillo de unos cuarenta años, bajito y baboso, que siempre se estaba metiendo con ella por su estatura, haciendo chistes a su costa y que le tocaba el culo cuando pasaba a su lado. Una noche me lo encontré por el barrio después de un tremendo calentón tras darme el lote con Teresa y me desfogué con él: le di una paliza que le tuvo cuatro días en cama. Mano de santo. No sólo el muy capullo empezó a tratar a mi novia con total respeto, sino que al día siguiente de los golpes Teresa accedió a subir a mi casa, yo creía que para follar de una vez por todas.

Nos empezamos a besar y acariciar como siempre, pero yo tengo prisa por ver su cuerpo desnudo: tetas de piel blanca, redondas, grandes, con areolas de color beige y pezones pequeños más oscuros, con el añadido de tener alrededor de cada uno de sus pezones como media docena de pelos rubios largos; caderas anchas que albergan un culazo alargado y duro; muslos gruesos y el sexo sin apenas vello púbico (de color rubio amarillento) que lo tape. ¡Qué buena está y qué excitado estoy!.

Me desnudo rápidamente, Teresa me coge de la mano y me lleva hasta el sofá (yo la intento llevar hacia el dormitorio, pero nada de nada), toma mi tieso y duro rabo con su mano derecha y lentamente, arriba y abajo, cubre y descubre mi hinchado rojo capullo ("ya veo que te gusto, ¡qué grande la tienes!; te voy a dar placer, ya verás, pero no nos podemos acostar, eso sólo lo voy a hacer con mi marido cuando me case").

No he podido ni decir una palabra cuando se lanza a comerme la boca al mismo tiempo que comienza a menearme la polla con un ritmo rápido y unos gestos que mi rabo agradece de manera que en pocos minutos tengo una corrida larga, profunda y lanzo media docena de chorros de leche que impactan en sus tetas. Aunque no es lo que yo pensaba, ha sido una gayola estupenda.

De ahí nunca pude pasar, igual daba que me pusiera cariñoso que borde, de follar nada de nada hasta después del matrimonio. En más de una ocasión estuve a punto de ponerme violento, pero no me atreví.

El padre de Teresa era un honrado funcionario municipal muy respetado en el barrio que controlaba la entrada de mercancías en el mercado de frutas y verduras, por lo que conociendo mis actividades, no me tenía ninguna simpatía. No hubo lugar a discutir: acertó una quiniela de catorce millonaria y la familia dejó el barrio para trasladarse al centro de la ciudad y poner una frutería, famosa aún hoy en día.

Después de esto en pocas semanas se acabó mi único noviazgo y yo seguí buscando satisfacción en las mamadas de Martina.

Con treinta años salí del barrio una mañana camino de la calle de Alcalá a la oficina central de uno de los bancos más conocidos. Cuando el empleado que me atendió vio la cantidad de dinero que llevaba en una maleta atada con un viejo cinturón de cuero, me pasó a tratar con uno de los directivos y volví al barrio en un cochazo con chofer que pusieron a mi disposición y no en el metro, tal y como yo había ido al centro de la ciudad. Hasta que abrieron una sucursal en el barrio unos años después, dos o tres veces al mes un coche del banco pasaba a recogerme y yo hacía el correspondiente ingreso en efectivo.

Mulay le había hecho mal a mucha gente y él ya se sentía mayor y vulnerable, por lo que estaba pensando en volverse a su pueblo rifeño. Había tenido con sus dos primeras mujeres cuatro hijos varones y todos le habían abandonado hartos de su brutalidad (a las hijas ni siquiera las contaba como tales y en cuanto crecían se las follaba durante una temporada y luego las casaba para cobrar la dote o las vendía a algún burdel).

Me traspasó a buen precio el acuerdo que tenía con los productores de grifa (incluía un envío de hachís al mes y diversos artículos de contrabando) y los pagarés de la familia de Sara por los que ella había llegado a ser su tercera esposa (una historia relacionada con una epidemia de araña roja, mortal para las plantas de marihuana, y préstamos de dinero que él les había hecho). Compró un gran automóvil francés y unos días antes de irse cometió el error de que sus mujeres se enteraran que estaba acumulando su dinero en casa preparando la marcha a Marruecos.

Un amanecer apareció muerto sobre la acera, con la cabeza abierta, cosido a puñaladas y con una gruesa estaca de madera metida por el culo. Antes de que a nadie se le pasara por la cabeza llamar a la policía, sus hijos y yo nos repartimos el dinero que en gruesos fajos de dólares había escondido en los asientos del coche, después subieron a él junto con sus madres y salieron a toda velocidad camino de Francia. Jamás volvieron por el barrio.

La policía repartió unas cuantas bofetadas a diestro y siniestro intentando conocer qué había pasado (y sobre todo si el moro había dejado dinero), pero nadie había visto ni sabía nada de nada y el asunto se olvidó en un par de semanas.

Una tarde, cuando todo se había tranquilizado, Sara me abordó en la planta superior del mesón, que yo utilizaba como oficina y dormitorio ocasional: "ahora que el cerdo de Mulay ha muerto quiero volver a mi tierra, así que me gustaría que me dieras algún dinero y marcharme lo antes posible". Mi momento había llegado: "me parece, Sara, que no conoces la realidad de la situación. Tu marido me vendió los pagarés y el acuerdo con tu familia y yo me he preocupado de renovarlos con ellos, por lo que ahora eres de mi propiedad". No dijo nada ni movió un solo músculo de la cara, simplemente apretó los labios cuando le dije: "desnúdate, quiero verte".

Al quitarse la bata, el cuerpo que me trae loco desde hace años queda ante mí: tetas grandes, redondeadas, altas y duras, adornadas con pezones rugosos gruesos, casi negros; ¡qué maravilla!. Las largas piernas y los duros muslos se coronan con un culo espectacular: muy redondo, prieto, grande, de una preciosa piel oscura sin mancha alguna (su marido alardeaba de que era la parte más excitante de su cuerpo y por eso casi siempre se la follaba por el culo) y bajo la tripa redondeada ni la menor huella de vello púbico. Está completamente rasurada con lo que los gruesos labios vaginales aparecen tentadores, dispuestos para el sexo. ¡Qué excitante!.

Mi polla exige inmediatos cuidados, así que la ordeno arrodillarse, que me la saque y empiece a mamar. No se si soy demasiado desconfiado o es que noto una leve sombra que pasa por sus ojos, pero del bolsillo derecho del pantalón, donde siempre la llevo, saco una navaja automática que pongo abierta apretada contra el cuello de "la negra" mientras sujeto su cabeza con la otra mano: "me dan ganas de quitarte los dientes a golpes para que puedas mamarme la polla sin peligro de que te asalten malas ideas, pero eres lista y te habrás dado cuenta de que conmigo puedes estar muy bien; bueno, tu decides lo que vamos a hacer; yo, te pongas como te pongas, voy a follarte siempre que me apetezca".

No duda ni un segundo, mirándome a los ojos comienza a chupar lentamente mi hinchado cipote (¡joder, qué excitado estoy!). Yo sigo sujetando la cabeza agarrando sus cabellos, aparto la navaja y sin pausa meto y saco el rabo de la boca de Sara de manera que no deje de mamar ni un momento. Me encanta una lengua de mujer que sepa excitarme (por eso las felaciones de Martina han sido siempre mis preferidas), para mí es un placer añadido que engrandece mis corridas y, desde luego, esta mora es una comepollas cojonuda. Me ha puesto en un estado tal que necesito correrme ya, lo que hago soltando cuatro o cinco chorros de leche que la mora recibe a medias en su boca, su cara y las tetas. ¡Qué gustazo!.

Me siento y enciendo un pitillo mientras Sara sigue de rodillas. Hago que se levante y acerque hasta mí y veo mojados sus muslos y el sexo ("vaya, mora, te has puesto cachonda"), empiezo a tocarle con la mano abierta lo largo del coño, arriba y abajo, y la mujer cierra los ojos y respira con fuerza, mojándose todavía más mientras mi polla da nuevamente señales de vida. Apoyo los pies en el suelo y le digo que se siente sobre el tieso rabo, lo que hace ayudándose con la mano y gimiendo en voz muy baja y cuando la tiene metida entera me folla subiendo y bajando y moviéndose a derecha e izquierda como si de una coctelera se tratara; a mucha velocidad, con un fuerte chapoteo provocado por la gran cantidad de líquido vaginal que genera y subiendo el tono de sus gritos y exclamaciones. Es una gozada ver cómo apenas se mueven esas tremendas duras tetazas a pesar del fuerte movimiento y yo no puedo dejar de sujetarlas y apretarlas con fuerza. Sigue moviéndose durante varios minutos y hacia el final me está dando unos tremendos golpetazos en los muslos que suenan como un tambor. Su casi callado orgasmo transforma los rasgos crispados de su cara en la imagen de la satisfacción, me moja aún más y sus contracciones siguen apretando mi polla durante un buen rato, hasta que vuelvo a eyacular.

Ya hace varios meses que Sara "la negra" vive en el piso situado encima del mesón y yo reparto mi tiempo sexual entre algunas tardes en las que voy a ver a Martina al almacén y la mayoría de las noches que paso con la mora. Cojonudo, ningún hombre puede pedir más. Eso sí, la mora sigue sin apenas hablarme, me da gusto siempre que se lo pido y ella también se corre con ganas, pero me ignora y desprecia todo lo que puede y más.

Sigo manteniendo contacto con los antiguos dueños del mesón quienes, quizás junto con Martina, son lo más parecido a una familia que he tenido. Viven en el pequeño pueblo toledano cercano a Cáceres en donde nacieron y de vez en cuando les visito y paso un fin de semana con ellos. Han abierto un bar en el que por las noches se refugian a charlar y tomar copas algunos de los habitantes del pueblo más solitarios y necesitados de calor humano; entre ellos está la señorita Lina (Marcelina), maestra de escuela que lleva varios años destinada en el pueblo. Es una mujer ya en la cuarentena, amable, callada y con un aura de tristeza que sólo rompe muy de vez en cuando con una bonita sonrisa. Desde que una noche la acompañé a su casa, suelo hacerlo siempre, hablamos unos momentos y enseguida me despido, doy la vuelta y entro por la puerta trasera del patio de la casa; se supone que así los vecinos no se dan cuenta de que me quedo con ella.

Físicamente la maestra no es gran cosa hasta que se desnuda: es bajita, de media melena castaña, ojos oscuros y labios finos; unas grandes tetas que parecen dos cántaras caídas y exceso de quilos de cintura para abajo, con tripa redonda, sin apenas vello púbico y un culazo grande que se sujeta en dos muslos gruesos y macizos. Lina cambia como de la noche al día en cuanto nos abrazamos y empezamos a acariciarnos: se convierte en una insaciable loba salida que besa, chupa, lame, araña y muerde todo mi cuerpo al mismo tiempo que habla, ríe, insulta y grita, excitándose y poniéndome muy cachondo.

Con Lina el primer polvo siempre es rápido: se tumba en la cama y sin más preámbulo que comerle los pezones durante unos pocos segundos me urge a que la meta en su coño caliente y ajustado; me gusta mucho. Se mueve rápidamente, con urgencia, acompasada a mi metisaca y resultan muy excitantes sus gemidos, que poco a poco van subiendo el tono. Me corro yo primero, lo que le da pie para decirme: "no la saques; sigue, ya llego; sigue más, más, aaahhhhhhh …". Durante muchos segundos sigo sintiendo sus contracciones vaginales y leves golpecitos contra mi pelvis, hasta que abre de nuevo los ojos, me besa, ríe con ganas y hace que me tumbe a su lado.

Hablamos poco y en cuanto pasan unos minutos se gira en la cama hacia mi rabo, lo lame un par de veces y después lo consigue meter casi entero en su boca, con expresión golosa. En cuanto de nuevo la tengo tiesa y dura, se sube sobre mi polla y se la introduce lentamente, manteniendo los ojos cerrados mientras respira con fuerza, y cuando la tiene dentro entera me folla arriba y abajo a gran velocidad, con profusión de gritos y exclamaciones. Es una gozada ver cómo se bambolean sus tetazas arriba y abajo hasta que se las sujeto y me dice: "sí, los pezones, cógelos, vamos, apriétalos", lo que hago con ganas (me excita mucho oír cómo se queja de mis fuertes pellizcos) hasta que se corre dando un grito largo y prolongado. Descabalga, se tumba a mi lado, acaricia la polla suavemente mientras va recuperando el resuello y después se arrodilla para hacerme una mamada. En pocos minutos me corro e inmediatamente me besa introduciendo parte de la lefa en mi boca, dándome un beso largo, baboso y guarro.

Solemos echar un cigarrillo prácticamente en silencio y después me marcho a dormir a casa de Rosa y Paco, aunque en ocasiones me pide otra follada.

Durante varios años muchos fines de semana estuve visitando el pueblo y siempre he recordado con alegría y excitación los tremendas polvazos que por las noches nos pegábamos la maestra y yo. Se trasladó a León, su tierra, y allí se casó ya bastante mayorcita con un primo lejano.

La muerte del dictador y las emergentes luchas sociales se reflejan en el barrio de una manera curiosa: poco a poco la heroína se va abriendo camino entre los jóvenes que vienen a comprar hachís. Yo no quiero pringarme en eso, entre otras cosas porque me mosquea ver que la policía está demasiado metida en su distribución por los barrios obreros y sigo con la grifa, aunque ya no trapicheo, me limito a revender los envíos con un margen de ganancia de al menos el 300%. No está mal; por cierto, el último envío ha venido acompañado de una jovencita, delgada y feúcha, llamada Zawra que no habla nada de español y que se queda a vivir y trabajar con Sara en el mesón; son primas, parece ser, y se llevan muy bien. La morita joven es buena cocinera y prepara unos postres de hojaldre, miel, almendra y hierbabuena que están para chuparse los dedos, así que me parece bien que se quede en vez de vendérsela a algún macarra.

Martina deja el almacén de materiales de construcción y con dinero mío ha entrado como socia en una pequeña empresa constructora de la zona que, por supuesto, no sufre robos nocturnos de material. Las primeras promociones de pisos y locales son todo un éxito y mi patrimonio aumenta de manera tal que en el banco me aconsejan sobre inversiones en el extranjero y abro una cuenta en Suiza.

Alfredo (Fredy le gusta que le llamen) es un joven marica que lleva ya varios años trabajando en el mesón. Es el encargado de la barra y su gracia y desparpajo le granjean simpatías entre los rudos camioneros a pesar de su descarado afeminamiento e, incluso, se permite ligar de vez en cuando con alguno porque es un tipo guapo a pesar de ser chiquitín y poca cosa. A mí me tira los tejos de forma más o menos discreta y como no le corto y reacciono tomándolo a broma, sigue intentándolo.

En los bajos de un cine cercano hay una discoteca que los fines de semana, a partir de la media noche, cambia su clientela juvenil por un ambiente homosexual organizando fiestas que duran toda la noche. El portero de la discoteca trabaja para mí y es quien me avisa que Alfredo está pasando heroína en distintos locales del barrio, incluso en el mesón cuando yo no estoy.

Son las tres de la mañana de un domingo cuando el camarero vuelve a su casa, solo y pasado de alcohol; se lleva una sorpresa cuando me descubre oculto entre las sombras de su portal: "hola, Fredy, qué tarde te recoges"; "vaya, Roque, ¿me esperabas?, qué sorpresa"; "pasaba por aquí y he pensado en subir a verte para tomar una copa y comentarte algunos cambios que quiero hacer en el mesón; quiero conocer tu opinión".

Llevamos un rato tomando copas y contando chistes y Fredy se ha relajado, ha bajado la guardia y no deja de acercarse a mí, rozándome, acariciando mi pelo e intentando besarme. No le rechazo, tomo la iniciativa y acaricio lentamente su mano, primero, y sus mejillas, después, lo que provoca que el mariquita se lance a besarme (no me desagrada y respondo con mi lengua cuando con la suya recorre toda mi boca) y lleve su mano a mi paquete: "déjame que te de placer". Ambos nos desnudamos en el dormitorio y Alfredo se sienta en el borde de la cama sin dejar de acariciar mi polla arriba y abajo hasta que presento una erección tremenda ("qué cipote más grande, me muero de ganas por mamarlo") y se la mete de golpe en la boca, empezando un chup-chup lento acompasando el movimiento de su cabeza con el de la mano con la que acaricia el tronco de mi nabo. Me excita como lo hace y me está gustando tanto o más que con las mujeres que habitualmente me tiro. Jamás había estado con un tío y me sorprende que me esté gustando tanto.

Si seguimos así me voy a correr rápidamente, por lo que sujeto su cabeza para que pare y le pido que se coloque a cuatro patas porque quiero follarme su culo ("seguro que me va a gustar, pero tu polla es muy larga y gruesa, me tengo que dar vaselina"). Sólo tarda unos segundos en ponerse un buen pegote de vaselina en el ano, penetrándose varias veces con un dedo, y también recorre mi tranca con las manos pringadas de la espesa sustancia. Casi en el borde apoya las rodillas separadas una de otra y reposa el cuerpo sobre la cama de manera que pone los brazos hacia atrás y con las manos agarra los cachetes del culo y los separa para ofrecerme su agujero ("con cuidado, Roque, por favor"). En eso estoy pensando yo con el calentón que me he cogido viendo los preliminares: coloco la punta del capullo en el agujero, sujeto al hombre de las caderas con mis manos y empujo fuerte varias veces hasta que consigo entrar de golpe y sin hacer caso de las advertencias del marica ("ay, ay; despacio, despacio") me muevo adelante y atrás follándome el culo como si de un coño muy ajustado se tratara. Me está gustando mucho y me muevo deprisa, con ganas de correrme, lo que hago varios minutos después soltando mi leche dentro del culo de Alfredo, que no ha dejado de quejarse pero que no ha parado de menearse su rabo. Recupero la respiración y saco la polla, no sin dificultad, mientras Fredy se corre y se tumba en la cama boca arriba y con los ojos cerrados. Es en ese momento cuando agarro con las dos manos una almohada y la presiono contra la cara y la boca del maricón, que apenas pone resistencia. Sigo apretando un rato aunque es evidente que el hombre ya no respira, limpio mi polla en las sábanas y revuelvo la casa como si alguien hubiera estado buscando algo. En la mesilla de noche hay una bolsa de plástico con unos cuantos miles de pesetas, que me llevo, y dejo a la vista cinco o seis papelinas de heroína.

La policía dedujo rápidamente que era un asesinato por ajuste de cuentas o por robo tras una follada entre maricones, lo que de manera más fina y correcta fue publicado en la prensa en páginas de las que apenas nadie lee. Ni siquiera se preocuparon de investigar.

La experiencia con el camarero no ha dejado de rondarme por la cabeza. Jamás pensé en estar con un hombre ni en meterla en el trasero de una mujer, pero me ha gustado mucho darle por el culo a Fredy y aunque supongo que la decisión de deshacerme de él incrementó mi excitación, me parece llegado el momento de probar con mujeres; me apetece más que con hombres.

Desde luego Mulay no mentía: la mora tiene un culo fabuloso y, joder, con qué facilidad la he penetrado (con el dedo se ha puesto en la entrada apenas un poco de vaselina) y qué sensación más estupenda es estar dentro. Es un culo tan acogedor, caliente y apretado que meterle la polla es una experiencia fabulosa y en pocos minutos de un metisaca fuerte y rápido me corro dejando que mis chorros de semen queden dentro. Sara se ha masturbado después y, como siempre, sigue tratándome con total desapego e indiferencia; me suele dar igual siempre y cuando yo quede sexualmente satisfecho, pero cualquier día le voy a dar una mano de hostias para que se vaya enterando de qué va el tema.

Cuando le pedí a Martina que me diera el culo simplemente contestó: "ya tardabas, ya; sois todos igual de maricones y tarde o temprano nos dais por detrás". No es igual que hacerlo con "la negra", pero Martina se preocupa de que me resulte placentero (y divertido, porque siempre nos reímos mucho), como ha hecho desde que la conozco. Ya no es ninguna jovencita, pero me sigue resultando indispensable en los negocios de construcción y sus mamadas me gustan más que nada porque, entre otras cosas, alivian mi tensión y me dan sensación de seguridad. A veces la veo como una hermana mayor que me ayuda, aconseja y me da gusto.

Con Martina trabaja como secretaria una economista treintañera, Eugenia, que es en realidad la contable de mis distintos negocios. Nuestra relación es absolutamente profesional: nos vemos a menudo en el despacho que Martina tiene en la oficina sede de la constructora, conoce perfectamente la relación sexual que mantengo desde siempre con mi amiga (en ocasiones hemos estado follando en una habitación situada al lado del despacho en donde ella trabaja habitualmente) y la considero una empleada capaz, seria y discreta, casi indispensable, lo que le reconozco con unas retribuciones de importante cuantía que, evidentemente, también compran su lealtad y silencio.

No se si es que Martina se ha cansado de mí y quiere que tenga algún asunto con Eugenia, pero no deja de hablarme bien de la joven y de lo mucho que yo le gusto. Me alaba tanto el físico de la chica que empiezo a fijarme en ella: no se puede decir que sea un bellezón, pero resulta atractiva y guapa a pesar de parecerme un poco delgada. Todo el año tiene un bonito color tostado en su piel y es muy llamativo su cabello pelirrojo oscuro que lleva hasta media espalda, casi siempre peinado en una cola de caballo; además, es simpática, amable, elegante y femenina en sus movimientos y en la forma de vestir y arreglarse. Resulta muy deseable, la verdad sea dicha, y así se lo reconozco a Martina.

Dos días después llego al despacho cachondo y con ganas de follar con Martina, pero no está y me ha dejado una nota que Eugenia me entrega: "tengo que estar en Málaga varios días, así que acuéstate con Eugenia y después me cuentas el polvo con pelos y señales. Seguro que te gusta".

Eugenia está a un par de pasos de mí, callada, observándome y esperando algún tipo de reacción por mi parte. Se acerca más y mirándome a los ojos se quita rápidamente el vestido, lo arroja al suelo y rápidamente se arranca el sujetador y las bragas dejando a la vista dos bonitas tetas picudas (de las que llamamos pitones en el barrio) que se bambolean como flanes, con unos largos pezones rojizos puestos en el medio de una pequeña, oscura y redonda areola; la espalda se curva sinuosa hasta un culo pequeño y prieto que parece un melocotón, duros muslos finos con piernas estilizadas y una rizada abundante mata de pelo rojizo en su sexo. "Me has mirado ya bien, so cabronazo. ¿Te gusto?. Prepárate porque mi coño quiere que te lo comas; ¡vamos!, de rodillas y a jugar con la lengua, maricón". Vaya, vaya con la mosquita muerta; no está mal, no señor.

Tengo la cara empapada de mi saliva y de los líquidos vaginales de la mujer que desprenden un perfume fuerte y dulzón (como jazmín o almizcle o algo parecido) verdaderamente embriagador; me agarra del pelo y tira con fuerza hacia arriba para ponerme en pie al mismo tiempo que se arrodilla ante mí y sin cerrar los ojos comienza a chupar golosamente mi polla, que pone tiesa y dura como un palo de escoba. No quiero correrme todavía, le obligo a darse la vuelta y ponerse a cuatro patas encima de uno de los sillones y meto mi rabo en su mojado sexo para darle unos buenos pollazos ("así, más fuerte, más, más; qué grande es, qué dura está; sigue, sigue") buscando ya mi orgasmo que no llega a pesar de las fuertes y largas contracciones vaginales y del poderoso grito que da Eugenia al tener su corrida. La habitación entera queda sumergida en el denso perfume de la mujer. Me encanta ese olor.

Suavemente me meneo la polla arriba y abajo hasta que Eugenia parece reaccionar, da una rápida carrera hasta el cuarto de baño, al volver se ríe ("cómo me gusta tu pollón, so cabronazo"), me hace sentar en el sillón y se sube encima para llevar mi capullo hasta la mojada entrada de su culo ("te va a encantar, ya lo verás"). Empuja lentamente y muy poco a poco va metiendo el rabo hasta poco más de la mitad, siendo entonces cuando empiezo a sentir que me lo empuja hacia afuera y luego lo absorbe hacia adentro. ¡Qué excitante es este juego!; sin necesidad de moverme y sin esfuerzo alguno le estoy follando (mejor debería decir que ella me está follando) el culo. En pocos minutos me provoca una corrida fabulosa.

Sigue moviéndose y meneándose el clítoris durante el par de minutos en los que aún mantengo el rabo dentro de su culo y su nuevo escandaloso y perfumado orgasmo se alarga bastante hasta que descabalga para sentarse a mi lado, descansar, darme un beso en los labios y quedar ambos adormilados.

Bueno, ha estado muy bien; merece la pena el sexo con Eugenia y desde luego que me la voy a follar siempre que pueda. Le daré las gracias a Martina cuando le cuente los polvos con nuestra contable; seguro que así se excita.

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Jubilados

Miranda

El Piraña

Miguel, chico listo

Cipriana, la que manda

La odiada prima Fernanda

El islote Fantasma

Chelo o Algunas mujeres se ponen muy putas

Qué tendrá el oro

Veinte años o cosa así

Pues sí que me importa a mí mucho

El amo de Tierraluna

El señor presidente

El coma

El funcionario huelebraguetas (y II)

El funcionario huelebraguetas (I)

Tres días en Rabat

La máquina tragaperras con cara de payaso (y II)

La máquina tragaperras roja con cara de payaso (I)

Pon una mujer madura en tu vida, te va a encantar

Inés, la amante del tío Jesús

Inés, la amante del tío Jesús – parte II y última

La Academia

Volver a casa tiene premio

El que hace incesto hace ciento (parte 1)

El que hace incesto hace ciento (parte 2 y última)

Call-boy

Como una familia unida

Butaterm: calienta pero no quema

Macho muy macho

La bomba

Alegría

Sinceramente

Telecoño

Gintonic

Un barrio (y 2)

Aquellas vacaciones

Marisa

Nunca es tarde

El cepillo de madera

Me voy pal pueblo

La nueva Pilar

La tía Julia

Nuestra amiga Rosa

Cambio de vida

Carmela

40 años

El punto R