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El islote Fantasma

en Control Mental

El islote Fantasma

un accidente de aviación cambia la vida de una funcionaria, que adquiere el poder de manejar a quien quiera

Hace poco más de un año que me despedí entre bromas de los compañeros de la delegación de Hacienda en la que trabajo en una pequeña pero importante ciudad del norte de España. Tomo mis vacaciones anuales y a primera hora del día siguiente estoy con dos pequeñas maletas, muerta de sueño, en una de las salas de espera del aeropuerto de Barcelona, lista para tomar un vuelo holandés hasta La Habana, en donde pienso pasar las siguientes tres semanas, dándole al ron caribeño a tope, bailando y follándome a todos los mulatos —o negros o blancos o amarillos o verdes— que pueda.

Me llamo Sonsoles —Sol o Soly desde que marché con catorce años de casa de mis padres, en un pequeño pueblo de la montaña palentina, para ir a estudiar a Valladolid— soy funcionaria, economista especializada en facturación, tengo treinta y siete años recién cumplidos, soltera sin compromiso —hace cuatro años rompí con el capullo que era mi novio, quien salió huyendo cuando le dije que ya era hora que nos casáramos— con un buen pasar económico y aburrida, tremendamente, en mi tranquila vida cotidiana. Sí, también salida, casi siempre, mucho. Me gusta el sexo, pero practico poco.

Menos mal que suceden imprevistos y la vida depara sorpresas de manera tal que no siempre es un simple transcurrir sin apenas cambios que rompan la rutina.

Cuando aún quedan unas dos horas para la llegada del avión a La Habana estamos en medio de una tremenda tormenta tropical con abundancia de aparato eléctrico. Por las ventanillas se ve la lluvia, que cae como si la echaran a cubos, y en un cielo plomizo, negro, de densos nubarrones, se observan multitud de rayos que iluminan la noche, además del fuerte ruido de los truenos que desata el miedo de los que estamos dentro del avión, dando lugar a exclamaciones y gritos de nerviosismo y temor. Movido por el viento, el avión sube, baja, va a derecha e izquierda, y mi estómago también. Me levanto para ir a orinar —los nervios me provocan incontinencia— y cuando una de las azafatas se acerca e intenta decirme que vuelva a mi asiento, se produce una gran sacudida que me obliga a sujetarme de la cortina que da paso a la puerta del aseo, se apagan todas las luces y de nuevo se siente como si la aeronave sufriera un golpetazo más fuerte y otra sacudida salvaje, adelante y atrás, mientras yo reboto contra la pared, arranco la cortina, caigo al suelo, me doy un golpe en la cabeza e intento levantarme con rapidez porque el suelo, la moqueta, me da un doloroso largo calambrazo, como si me fuera a electrocutar, que recorre todo mí cuerpo, parece detenerse en el cerebro y después salir por los oídos, la nariz y la boca. Tremendo. Han impactado varios rayos en el avión y huele mucho como a goma quemada. Estoy aturdida.

Los gritos de miedo del pasaje, los ruidos extraños de los motores, la falta de luz, gente caída por el suelo, ropa, papeles, bolsas y maletas por todos lados, la sensación que algo muy peligroso está ocurriendo, contrastan con la tranquilidad que de repente me invade. Como si estuviera viendo una película, estoy completamente segura que el avión se va a estrellar, que vamos a caer al agua y que algunos pasajeros subiremos a unas balsas de goma que nos llevarán hasta tierra. Me siento en el suelo para amortiguar el golpe, me quejo en voz queda porque me duele el costado izquierdo y estoy sangrando ligeramente de una ceja. La azafata ha quedado tumbada delante de mí en una posición extraña, inverosímil, descoyuntada, me parece que está muerta.

El impacto del avión contra el agua ha sido menos fuerte de lo que yo pensaba, más bien como si resbalara sobre la superficie del mar, eso sí, con mucho ruido y dejando atrás trozos del fuselaje y moviéndose todo como si fuera una terrible atracción de feria. Cuando se queda detenido, inmediatamente noto que el agua penetra por todos lados, no sé si se hunden los restos del avión, pero enseguida estoy empapada y rápidamente debo empezar a nadar porque mis pies ya no están en contacto con la aeronave o lo que de ella quede. Miro en todas direcciones, estoy desorientada. A mi derecha, a unos veinte metros, hay una balsa de color amarillo desde la que me gritan que me acerque. Así lo hago y dos hombres me ayudan a subir. Me siento en el suelo de la barca de goma y veo que somos seis personas a bordo.

Sigue lloviendo con fuerza, la noche es muy oscura porque ya no hay tormenta eléctrica y siento mucho frío. El mar no está en calma del todo, por lo que la balsa parece navegar ella sola, de manera decidida, como si el agua la llevara en volandas. Estoy muy cansada, algo mareada, pero estoy tranquila, como distante ante la situación, que estoy segura —lo sé, ignoro la razón, pero lo sé— va a evolucionar favorablemente para los que estamos en la balsa. No puedo evitar estar excitada sexualmente y mi imaginación —o lo que sea— no se cansa de enseñarme imágenes en las que estoy follando con un joven mulato alto y grande como un armario de tres cuerpos que va en la balsa. Me duermo con una falsa relajación —en la última imagen que pasa por mi cabeza estoy comiéndole la polla al mulato— porque sé lo que va a ocurrir durante las próximas horas. Me limito a esperar acontecimientos. No tengo miedo.

Amaneció ya hace bastante rato cuando avistamos lo que parece ser una larga y estrecha franja de tierra. Según nos acercamos observamos que en la playa hay una barca igual a la nuestra y como dos horas después de remar todos con las manos, a plena luz del achicharrante fuerte sol, vemos que nos hacen señas y oímos gritos de varias personas que nos guían hacia la playa. Nos ha costado, pero ya estamos en tierra firme.

Han pasado varias horas y hemos estado tumbados descansando, dormitando casi todos, aunque siguen algunos de mis compañeros atentos por si llegan más supervivientes. Yo ni me he preocupado porque sé positivamente que ya no va a haber más. Desconozco el motivo, pero no tengo ningún género de dudas que sólo vamos a ser los que ya estamos en esta pequeña isla. Somos once los que hemos llegado en dos balsas amarillas de salvamento, cinco mujeres y seis hombres. Estoy derrengada, tengo sed y hambre.

Uno de los hombres es un joven aeromozo de aspecto asiático que, hablando en inglés, quiere organizarnos para buscar agua, intentar localizar más sobrevivientes, para saber si estamos o no en una isla, colocar señales por si nos buscan los servicios de salvamento, para buscar alimentos. No le hago ni caso, me pongo de pie, interrumpo lo que está diciendo y me sorprendo a mí misma dirigiéndome a los presentes, también en inglés, con voz fuerte, segura, convincente:

—Estamos en una isla muy pequeña, no va a venir nadie más y no van a encontrarnos pongamos o no pongamos señales, así que seguidme porque no muy lejos hay agua, comida y refugio para todos nosotros

De manera instintiva miro directamente a los ojos a dos o tres que parecen dudar de lo que digo, pongo mi mano sobre uno de sus hombros, se acabó el problema, e inmediatamente me pongo a andar hacia el límite de la línea de árboles. Tras de mí siguen los demás, sin preguntar nada, sin poner en duda lo que he dicho ni mi liderazgo de facto. Descubro un sendero apenas marcado en el suelo y tras unos veinte minutos de marcha lenta por entre la densa vegetación llegamos a un claro grande en donde hay una pequeña cascada que llena una preciosa laguna de agua clara, fresca, potable. ¡Qué gozada poder beber un agua tan buena! Aprovecho para quitarme el salitre y la arena del cuerpo, me desnudo por completo y entro en la laguna ante la sorprendida mirada de mis compañeros, un minuto después todos y todas estamos en el agua, sin ropa alguna.

Como sesenta metros más adelante hay una huerta con aspecto de estar habitualmente cuidada, tras la que destaca un gran grupo de árboles y plantas frutales que nos va a solucionar el hambre que ahora mismo tenemos. En un costado hay un cercado en donde se ven gallinas, pavos y otras aves que no conozco. Parece un vergel propio de un paraíso.

Detrás de los árboles frutales, sobre un pequeño altozano prácticamente oculto, protegido de la vista por la arboleda y piedras de gran tamaño, hay seis pequeñas cabañas vacías —no necesito entrar en ellas para saberlo— en una de las cuales hay ropa de hombre y utensilios propios del trabajo en la huerta. En los alrededores hay huellas de pisadas que son recientes, por lo que aviso a mis compañeros:

—En cualquier momento aparecerá el único habitante de la isla. Le hemos asustado y se ha escondido para observarnos

Minutos después aparece de repente un hombre de unos treinta años, alto, delgado, muy rubio, de poblada barba, pelo muy largo, piel morena de sol, vestido con unos viejos pantalones cortos y armado con un gran machete con el que intenta intimidarnos. Le cuesta mucho trabajo hablar, como si llevara tiempo sin hacerlo.

—Fuera de mi isla, marchaos, ¡fuera!

—Hola Paul —sé que ese es su nombre y que nació en Canadá— no tengas miedo. Hemos tenido un accidente de avión y hasta aquí nos ha traído el mar. Nadie va a hacerte daño

Se queda alucinado de que sepa su nombre y cuando me acerco, pongo mi mano sobre su hombro y le repito que vamos a ser amigos, responde sin miedo alguno:

—Bienvenidos a mi isla. Espero que estéis bien, llevo unos cuatro años sin ver a nadie

Han pasado las horas y anochece rápidamente, hemos recorrido prácticamente entera la isla —su nombre geográfico es “islote Fantasma”— y Paul nos ha contado que vino aquí junto a su novio como voluntarios para un estudio de una universidad canadiense que iba a durar veinte años con distintos protagonistas, pero se han debido olvidar de él —su novio falleció durante el primer mes al caerse y golpearse la cabeza cuando estaba pescando entre las rocas— y la radio que trajeron por si surgía una emergencia jamás ha funcionado. Detrás de la zona de las cabañas está disimulada con ramas y plantas la pequeña entrada a una cueva con varias estancias en la que Paul guarda una gran cantidad de suministros de todo tipo que dejaron los que le trajeron, por lo que hemos cenado carne de cerdo enlatada y aparecen en nuestras manos media docena de botellas de ron para celebrar nuestra presencia en la isla. Yo quiero celebrarlo de otra manera.

Marcos es el mulato cubano alto y grande en el que me fijé en la balsa de goma. Es muy educado, amable, callado, casi no habla. Me acerco a él, sonrío, acerco mi boca a su oído al mismo tiempo que pongo la mano sobre su hombro y digo en voz muy baja, intentando que sea de manera sensual:

—Vamos a la laguna, quiero follar contigo

¡Qué bueno está!, tan grande, fuerte y alto. Con el negro pelo peinado hacia atrás, muy largo, hasta más abajo de los hombros, con unos ojazos grises preciosos, una boca de gruesos labios rosados, musculado —¡qué hombros, qué brazos, qué pectorales, qué espaldas!— sin ningún vello en el cuerpo salvo en el pubis —una mata muy poblada, densa y oscura que casi oculta sus testículos— con un culito de lujo, redondo, duro, unos muslos puro músculo y con una gran polla, de película porno. ¡Oh, qué ganas tengo de follármelo!

Para qué andarnos con disimulos, estoy salida y cachonda como perra en celo, y así quiero comportarme. Me quito de un tirón la camiseta y el pantalón corto, un par de besos guarros con lengua, de alguna manera hay que empezar, y ya tengo en mis manos el crecido pollón de Marcos. Larga, gruesa, recta, levemente curvada hacia arriba, con un capullo aún más grueso, bonita, de un suave color canela un poco más oscuro que el resto de su piel, es una polla cojonuda, muy tiesa y dura, que beso y lamo durante un buen rato antes de metérmela en la boca.

¡Qué bueno es sentir mi boca llena de polla! ¡Qué falta me hace! Me estoy dando un atracón con el beneplácito de mí pareja, que tiene puesta una de sus grandes manos sobre mi cabeza acompañando mi suave mamada arriba y abajo, empujando de vez en cuando para que me la meta lo más dentro posible o tirando del pelo hacia arriba para que le chupe el grueso capullo. Con la otra mano manosea mis tetas —le gustan mis pezones y no para de apretarlos y estirarlos— llega hasta el culo y suavemente acaricia desde atrás mi empapado coño, metiendo un par de dedos en la entrada. Necesito más, quiero gozar.

Me tiendo boca arriba sobre la suave hierba y el mulato rápidamente se sube encima, pone una mano bajo mí culo para levantarlo, sin ayudarse de la otra mano empuja la polla hacia la entrada de mi sexo y al tercer o cuarto intento la mete entera, suave y lentamente. ¡Guau!, por fin mi coño tiene dentro ese fabuloso cilindro de carne que entra y sale tranquilamente varias veces, abriendo y cerrando las paredes de mi vagina, empapándose de mis oleosos jugos sexuales y provocándome un calentón salvaje. Se para un momento, me abraza con ambos brazos poniéndose a mamar y mordisquear los pezones durante unos segundos, y de repente empieza un rápido metisaca empujando fuerte, a fondo, de manera constante, lo que me lleva a cruzar las piernas por encima de su culo para apretar hacia abajo y a abrazarme a sus anchas espaldas —me siento como si me estuviera envolviendo con todo su cuerpo— ¡qué follada me está pegando!

Ya lleva muchos minutos y no afloja el ritmo, al contrario, va más deprisa todavía. Me falta poco y estoy tan excitada que seguro que me voy a correr sin apenas tocarme el clítoris. Estoy descontrolada, respiro a bocanadas metiendo ruido como si fuera una cafetera italiana, cada vez que entra hasta el fondo me da la impresión que me va a salir su pollón por la boca —es una de mis fantasías preferidas. Hablo sin saber lo que digo, grito, me quejo, lloriqueo, río y me corro, vaya si me corro.

Ohhh, sííí, qué gusto, qué maravilla, qué corrida más buena. Durante muchos, muchos segundos, he sentido un orgasmo fabuloso que ha liberado mi tensión, mi ansiedad y me ha dejado derrumbada sobre la hierba, tranquila, sosegada, saboreando el placer recibido.

Marcos me la saca del coño, descansa unos instantes recuperando la respiración, se tumba a mi lado, pero quiere que le ayude a correrse. No dice nada, pero me acerca la polla con ganas, la dirige a mi boca de manera incontrolada, dando algún que otro golpe de caderas, y como yo tarde un poco me la va a meter por la nariz, un ojo o el oído más cercano. Está burrote, burrote, el cubano macizo.

Siempre he sido una buena chupapollas desde que con dieciséis o diecisiete años empecé a tener sexo —y aprendí a hacerlo— con un compañero de la residencia de estudiantes en donde vivía, vencí los primeros reparos y el asco al olor de la orina y el sabor del requesón de una polla poco limpia y terminé por cogerle el gusto al asunto. El gilipollas de mi novio es lo único que realmente quería de mí —hazme una de tus mamaditas, corazón— y a pesar de no estar especialmente bien dotado, me gustaba hacerlo, notar el poder de mi lengua, jugar un poco aumentando la excitación del hombre, escuchar sus quejas, sus súplicas, su necesidad, y disfrutar con la explosión del semen en mi boca. Poco a poco le cogí el gusto y casi siempre me lo tragaba, aunque una parte la escupía sobre mis tetas para después extenderlo suavemente como si se tratara de una crema —dicen que es muy hidratante, comentaba el muy cabrón, cuando intentaba besarle en la boca y apartaba la cara porque no le gustaba el sabor de su propia leche.

Con la mano izquierda acaricio y aprieto suavemente, más o menos, los hinchados testículos de Marcos, sin olvidarme de llegar con un dedo hasta el ano. La mano derecha la ocupo en subir y bajar por el duro tronco, dos o tres dedos al principio y toda la mano cuando hay que menearla ya con urgencia, y tras unas cuantas lamidas para ensalivar el capullo, va para dentro, hasta casi tocar la garganta. Me quedaría quieta un buen rato sintiendo la tensión de la polla dentro de mi boca, los movimientos instintivos, sin control, unos casi imperceptibles, otros, fuertes, rápidos, pero el mulato necesita correrse. Me ha cogido la cabeza con las manos para sujetarla y me folla la boca casi con fiereza, consigo que me deje actuar e intento darle la mejor mamada de su vida. Lo consigo en apenas un par de minutos, grita aunque en voz muy queda, quejándose largamente, y eyacula como si fuera una fuente llenándome la boca de cremosa y densa leche de hombre, de fuerte sabor, que trago en parte, rebosa por las comisuras de los labios, pringa mis tetas, y que termino compartiendo con él cuando nos damos un guarro beso final en donde nuestras lenguas compiten por los restos de semen en la boca del otro.

—Gracias, gallega, que mamadita más rica

Es casi lo único que ha dicho en todo el rato. Bueno, no está mal para empezar. Me pienso la posibilidad de follar otra vez, pero no hay prisa, nos bañamos desnudos en el agua maravillosa de la laguna y saludamos con la mano al matrimonio belga que está a lo suyo mientras nos mira a nosotros, unos metros más allá, en la oscuridad iluminada por la lechosa luz de la luna.

No me he descrito todavía. Seguro que para muchos ya entro en la categoría de mujer madura a mis treinta y siete años, pero opino que estoy bastante buena: alta, delgada, de cabello castaño claro, que llevo corto sin llegar a los hombros, peinado con raya a un lado. Mi piel está siempre suavemente tostada —me encanta tomar el sol o los rayos UVA— y no tengo marcas ni lunares que la afeen. No soy la más guapa del lugar, mi rostro es de rasgos duros, muy marcados, la nariz recta, un poco grande, eso sí, mis ojos color miel y la boca sensual de labios gruesos —boca chupona decía el imbécil de mi novio— han sido siempre muy atractivos para los hombres. Cuello largo, estilizado, hombros redondeados y uno de mis puntos fuertes: tetas picudas de tamaño mediano, altas, firmes, separadas, levemente inclinadas hacia los lados, con gruesos pezones amarronados situados dentro de una pequeña areola circular —es un escándalo cuando se ponen tiesos y duros, mis compañeros de la oficina se ponen a mil por hora, especialmente en verano, cuando a menudo me gusta ir sin sujetador y provocar un poco. No tengo estómago y mi tripa está mínimamente abombada dando paso a un pubis con poco vello, de color castaño, muy rizado y suave —ahora mismo voy completamente rasurada por las vacaciones— que no tapa en ningún momento mis gruesos labios vaginales, del mismo color que mis pezones. Las caderas, el culo y los muslos son el otro punto fuerte de mi anatomía —pantalones ajustados y faldas apretadas me sientan espléndidamente— los hombres, en la calle, se vuelven a mirar mi trasero redondo, alto, duro, quizás un poquito grande, pero maravilloso en palabras de los tíos que lo han disfrutado. La verdad es que soy una mujer camera, camera, que tiene un buen polvo —el retrasado de mi novio decía un polvo detrás de otro, pero él era hombre de una sola corrida, el muy pichablanda.

Aún no me he parado a pensar en el poder que he adquirido. Nadie se me resiste en cuanto le miro a los ojos y pongo mi mano sobre su hombro. Supongo que tiene que ver con la descarga eléctrica que sufrí en el avión cuando impactaron los rayos, pero lo que más me impresiona son esa especie de visiones —no sé cómo llamarlo— que me permiten saber por adelantado lo que va a ocurrir, sin ninguna duda por mi parte. Simplemente pienso en alguna próxima situación —incluso en mitad de una conversación— y esas visiones me llegan, como si se tratara de un vídeo, me dicen qué va a suceder y cómo se van a desarrollar los acontecimientos. Además, nunca he estudiado idiomas, pero ahora entiendo y hablo perfectamente francés e inglés. Más adelante quizás intente comprenderlo, ahora simplemente me alegro de ello. Me gusta y lo utilizo.

No he dicho todavía que otra de mis características físicas destacables es el clítoris. En erección, el glande visible y el capuchón que lo recubre son de tamaño grande, mucho, según me han dicho siempre tanto hombres como mujeres —siendo jovencita fui al médico a preguntar si era o no normal— de manera que tiene el aspecto de una falange de dedo gordo de unos tres centímetros con su correspondiente capucha, parece un grueso mini pene. Y sensible, muy sensible.

Tras salir del agua y tenderme a secar con la suave brisa nocturna, hago un gesto a Marcos para que se acerque, nos besamos suavemente en los labios y le abrazo poniendo mi mano sobre el hombro:

—Cómete el coño, no dejes mi botón hasta que me corra, mulatón

Sonríe sin decir nada, el cubano baja la boca hasta mi anhelante sexo, planto ambos pies sobre la hierba y él, con sus manos, primero separa mis piernas y después coge el culo para elevarlo. Dice algo que no entiendo —mi excitación hace que la sangre golpee en mis oídos como si se tratara de un tambor— e inmediatamente pasa la lengua a lo largo, arriba y abajo, de mi excitado coño, muchas veces, lentamente, desde el erecto clítoris hasta la entrada del ano, una y otra vez, muy despacio.

Estoy empapada, por su saliva y por mis abundantes jugos vaginales, muy, muy cachonda. No necesito decir nada porque Marcos decide comerme el clítoris, dedicarse a él en exclusiva:

—Mi reina, es como una verga chiquitita, me gusta

No puedo contestar. Simplemente disfruto de una excelente comida de mi encapuchado punto del placer.

Me doy cuenta que el matrimonio belga nos mira desde unos tres o cuatro metros a la derecha. Ella está a cuatro patas, boca abajo, casi completamente tumbada, mientras él le mete la polla lentamente, más o menos al mismo ritmo de la comida de coño que Marcos me está haciendo. Ambos con los ojos fijos en nosotros, con rostro anhelante, mirada febril, el marido se agarra con fuerza a los glúteos de su esposa, y cuando el cubano se centra en comerme el botón del gusto ya mucho más deprisa, él también eleva la velocidad de su follada

Ohhh, qué rico, qué bueno. Mi orgasmo ha sido fabuloso, sentido, largo, muy largo. Estupendo.

Quedo adormecida, relajada con ese cansancio tan placentero que da una buena corrida, sin preocuparme de si Marcos sigue o no excitado. Le oigo decir algo a lo que no presto atención y veo que se acerca hasta donde están follando los belgas, quienes le reciben amistosamente. Está claro que no necesito una invitación para participar, pero de momento sólo me pongo a mirar tumbada sobre la hierba.

Rafael es una especie de agradable oso peludo, grande, gordo, fuerte, de cincuenta y cinco años bien llevados y un gran sentido del humor. Tiene una polla no demasiado larga, pero muy gruesa, como un vaso de tubo. Lo que sí resulta llamativo es su afición, devoción y ganas de sexo. A todas horas está listo deseando follar con mujeres y hombres, en eso no parece hacer distingos.

Su esposa, Babet, es una rubia guapetona seis o siete años menor, de estatura más bien baja, redondita, llena de curvas, algo pasada de quilos, sensual, atractiva, simpática, claramente exhibicionista, y al igual que Rafael, siempre dispuesta para el sexo. A menudo, en su clímax, da un largo grito, muy alto, que se oye a muchos metros de distancia y que termina en un tremendo ruidoso estornudo que a todos los de la isla nos hace reír.

Marcos tiene la polla bien tiesa y dura. Rafael se la ha sacado a su mujer y le pide que sea el mulato quien la penetre. Allá va, toda dentro, de un solo golpe de riñones, poderoso, provocando exclamaciones de deseo en la excitada belga, quien rápidamente se acopla al ritmo impuesto por el cubano y se mueve adelante-atrás, con los ojos cerrados, muy concentrada en el polvazo que le están pegando.

El marido está preso de una gran actividad, besa a Babet en la boca, lame las tetas, estira sus pezones, se vuelve hacia Marcos y le da un guarro ensalivado beso, varias veces, repitiendo, acaricia el culo del cubano, todo ello sin dejar de menearse el rabo. Me ha lanzado un par de miradas invitadoras, pero lo único que quiero ahora es ver qué hacen.

El grito y el estornudo de Babet indican su gozo, que se alarga durante muchos segundos, abre los ojos, se arrastra hasta llegar a mi lado, se apoya en mí, adormilada, recuperando el resuello mientras observa como Rafael se ha lanzado como un tigre a comerle el pollón al mulato, quien se deja mamar durante un buen rato, hasta que deja su pasividad y coloca al belga boca abajo en la hierba para penetrarle el culo de un empujón decidido, constante, fuerte. Los grititos cortos, las exclamaciones de excitación —un poco mariconas para mi gusto— del enculado duran durante los muchos minutos que Marcos le pega una follada de las buenas, entrando rápidamente, con poco recorrido de la polla, buscando llegar ya al orgasmo. El cubano lanza una fuerte bocanada de aire, cierra los ojos y emite un suave largo bufido, como si fuera un grito en voz baja, hasta que un rato después saca la polla todavía goteando densa lefa. Se levanta sin decir nada y marcha directamente hasta la laguna para meterse en el agua.

Babet se acerca a su esposo, ahora tumbado boca arriba, menea rápidamente su gruesa polla con una mano mientras con la otra aprieta los pezones del hombre con fuerza, provocándole alguna que otra queja. Le habla al oído en voz muy baja, con dureza, como si le estuviera insultando y en cuestión de medio minuto Rafael se corre lanzando muchos chorros de semen que la mujer deja que impacten en su rostro, en el pelo y en las grandes tetas.

Yo también me meto en el agua para limpiarme. Tengo sueño, voy a irme a dormir a la cabaña.

Esta mañana todo el mundo ha ido hasta la playa pequeña, una cala rodeada de grandes rocas situada en la otra parte de la isla, en donde se pescan con gran facilidad distintas variedades de sabrosos pescados, se encuentran finas almejas de buen tamaño y un cangrejo propio de zonas caribeñas, de tamaño grande, riquísimo incluso crudo, que Paul llama caracol. El mar ha echado a la playa varias cajas y maletas no sé si provenientes de nuestro avión u otros posibles accidentes. Yo me retraso con Paul, me interesa hablar con él.

Lo he sabido hace un par de días —lo vi según iba paseando por la playa— y he esperado a estar solos para pedirle a Paul que me enseñe la barca. No se sorprende porque lo sepa y me lleva hacia la zona más densa del arbolado en la parte más alta de la isla. Tras poco más de diez minutos de rápida caminata se detiene junto a la parte trasera de una pequeña cabaña oculta totalmente por los árboles, aparta unas ramas que disimulan un pequeño hueco que da acceso a una cueva de techo bajo cuyo suelo enseguida comienza a bajar con una pendiente pronunciada hasta llegar a una alta bóveda de suave suelo de arena a la que llegan la luz solar y el agua de mar. Una barca de moderno material plástico, pintada de blanco de más de diez metros de largo, ancha como para que vayan sentadas dos personas en cada uno de los cuatro bancos, capaz de soportar un palo corto para una vela y con dos motores fueraborda puestos en la popa, reposa en unos caballetes plantados sobre la arena. En la cueva hay un banco de trabajo propio de un taller, herramientas y una docena de grandes bidones que contienen combustible. Incluso hay un pequeño generador de electricidad. Ni siquiera tengo que preguntar a Paul, que me cuenta la historia:

—Los canadienses nos dejaron esta barca con instrucciones para poder llegar a una isla de Las Bahamas en unas cuatro horas de navegación en un día de mar no muy agitada. Ahora estamos en un islote que es el más alejado de la isla en donde está Nassau, la capital. La isla a la que podemos llegar es del archipiélago Bimini y es la más cercana al Este de Florida, habiendo comunicación por barco con Miami una vez al mes. Alguna vez me he planteado intentar llegar a esa isla, pero me da miedo el mar como para ir yo solo y siempre he pensado que tarde o temprano vendrían a por mí. Los motores y la barca están perfectamente porque los he cuidado al máximo, ahora, cuando los otros lo sepan, quizás podamos organizar salir de aquí

Fijo mi mirada en sus bonitos ojos azules, pongo la mano derecha sobre su hombro y le doy instrucciones:

—No digas nada a nadie, ni siquiera lo comentes conmigo si no te lo pido, es un secreto. Sigue manteniendo barca y motores en perfecto estado. Sólo tú y yo debemos saberlo para evitar tomar decisiones precipitadas de las que nos podamos arrepentir

Me indica en donde están las instrucciones de navegación —ocultas en una caja metálica que contiene una pistola de señales, una moderna brújula digital, una importante cantidad de dinero en dólares y más de tres docenas de pasaportes estadounidenses— y volvemos tranquilamente a la zona de las cabañas. Al llegar, los compañeros nos enseñan las maletas y cajas que han traído. En una de ellas hay un montón de biquinis de tamaño mínimo, bien, está claro cómo vamos a vestirnos en adelante en la isla. Ahora mismo vamos todos y todas con pantalones cortos que hemos arreglado para que sean más pequeños y resulten más cómodos, el topless es bastante habitual en las mujeres y también usamos camisetas de tirantes. La ropa interior ya no existe en nuestros esquemas mentales.

Para casi todos ha pasado desapercibido, pero el mar también nos ha traído otros regalos: pasaportes de los EE. UU. En las maletas que han llegado hasta el islote iban los pasaportes de los viajeros, casi todos estadounidenses, así que discretamente me he quedado con ellos, de hombres y de mujeres. También iba en las maletas el dinero de los viajeros, en dólares, que en una bonita cantidad he guardado junto con la documentación. Según Paul, es bastante habitual que a esa playa lleguen cajas y maletas provenientes de naufragios, por lo que él ha ido guardando dinero y pasaportes en la cueva en donde está la barca. Decido ponerlo todo junto y me hago cargo de ello.

De las cinco mujeres que estamos en el islote dos son pareja: una francesa de cuarenta y tres años, Alex, cuya novia, Nicole, es una guapa norteafricana de diez años menos. Se las ve muy acarameladas, paseando cogidas de la mano, besándose largamente; a menudo se esconden entre el arbolado para tener intimidad. Viven solas en una de las cabañas. También vive solo el matrimonio de maduros cincuentones de los que ya he hablado, abogados belgas que iban a Cuba en una repetición de su viaje de bodas. La otra mujer que queda es portuguesa, de veinticinco años, periodista y fotógrafo profesional que iba a realizar un reportaje acerca de vestigios portugueses en La Habana. Está muy solicitada por los hombres heterosexuales, y lo digo así porque además de Paul, hay una pareja de jóvenes homosexuales mexicanos que viven como matrimonio en San Francisco y aquí habitan otra de las cabañas. Por lo tanto Sonia, la joven portuguesa, y yo, tenemos tres hombres para elegir: el cubano Marcos, un estudiante nicaragüense llamado Antonio, guapo como para gritar, y el aeromozo holandés de origen asiático, Jacobo. Eso en teoría, porque el matrimonio belga —Babet y Rafael— es aficionado a los tríos y al sexo bisexual —ya se han perdido alguna que otra vez camino de la playa o de la laguna con Antonio o con el mulato— Paul no deja de intentar ligar con Marcos, quien no hace ascos ni a pelo ni a pluma, y el marido belga nos echa unas miradas a todas y todos que presagia muchas posibles alternativas. Todo un show, sí señor, y eso que mi poder y yo no hemos intervenido en este asunto.

Desde el primer momento Sonia y Jacobo han intimado, de manera que ahora son pareja, y como todas las nuevas parejas viven su vida un poco separados de los demás, al menos desde el punto de vista del sexo. Viven solos, follan solos y de momento sólo se lo hacen entre ellos.

Sonia es una mujer atlética, deportista, con un cuerpo fuerte, duro, seco, enjuto muy musculado. De mediana estatura, lleva el pelo castaño muy corto, rasgos agradables en su rostro, ni gota de grasa en el cuerpo, casi sin tetas, sobresalen unos pezones muy redondos, gruesos, tiene unas piernas y un culo increíbles, está completamente depilada con láser y tiene tres tatuajes de tamaño pequeño —son letras de un antiguo alfabeto para mí desconocido. Me parece muy atractiva.

Jacobo es un tipo simpático, agradable, siempre echando una mano a los demás. No muy alto, es muy ancho y fuerte. Ha quedado deslumbrado por Sonia —parece algo mutuo— y están batiendo records de follar, no paran, en su cabaña y fuera de ella.

Alex da el tipo de bollera muy macho. Alta, fuerte, de gestos algo toscos, quizás forzados, pelo castaño oscuro muy corto, peinado con raya y flequillo, no es especialmente guapa, pero sí llamativa: tiene un buen par de tetas altas, grandes, redondeadas, y un culo de gran tamaño en forma de pera. En los primeros momentos no hablaba con nadie que no fuera su novia Nicole, aunque poco a poco se ha ido destapando como una mujer educada y de buen criterio, además de eficiente enfermera —su trabajo habitual en París— en las pocas ocasiones que ha sido necesario y excelente cocinera. Comemos muy bien gracias a ella.

Nicole, francesa de origen argelino, es una mujer muy guapa, quizás en una primera mirada no deslumbre, tal y como sucede con muchas morenas, pero cuando te fijas un poco descubres que es un bellezón. Muy alta y delgada, estilizada, de gestos elegantes, sus musculadas largas piernas parecen cinceladas por un escultor, sujetándose en unas redondeadas caderas que por delante albergan un abultado sexo protegido por una poblada negra mata de vello púbico muy rizado, que recorta por los lados, y por detrás un culo alto, fuerte, respingón, redondo como un duro y terso melocotón, con dos medias lunas separadas por una fina y apretada raja. Toda su piel, perfecta, sin mancha ni marca alguna, es de un bonito tono moreno, al igual que el rostro, en donde destacan sus grandes ojos negros, que parecen brillar como carbón ardiente cuando te mira, de manera natural, pero realmente turbadora. Su boca se ha hecho para besar: labios gruesos, más bien rojizos, parecen dibujar un corazón siempre húmedo y brillante que esconde una perfecta blanca dentadura. Yo nunca he sido muy del rollo bollo, tuve alguna que otra experiencia satisfactoria con mujeres en mis tiempos de estudiante pero me gustan más los hombres. Esta mujer me hace dudar, es tan guapa, atractiva y elegante.

Las tetas de Nicole son increíbles. No muy grandes, del tipo copa de champán, apuntando cada una a un lado, parecen caerse hacia arriba, como si tirasen de ellas los pequeños redondos pezones oscuros situados en una areola granulada, también más oscura que el resto de la piel. Que bonitas, que perfección, del tamaño justo, duras pero flexibles, levemente bamboleantes al caminar, qué locura. Me mojo al mirarle las tetas y las deseo con ganas.

Si tengo que elegir algo de la preciosa norteafricana, creo que su melena de pelo negro, largo, suavemente ondulado, brillante, fuerte y espeso, con mucho volumen, sería mi preferida. Qué cabello más bonito, propio de una mujer guapa y excitante de verdad, tal y como realmente es ella.

Estoy pensando más de la cuenta en Nicole, pero ella también se ha fijado en mí, nos hemos descubierto mutuamente mirándonos y nos sonreímos a menudo con cierta complicidad. Hablamos poco, pero nos hacemos comentarios. De momento ella y su novia Alex ya empiezan a relacionarse más con todos los que estamos en la isla y vamos tomando confianza. No quiero forzar ninguna situación con mi poder, pero la guapa argelina no me es indiferente. Me gusta. Me excita. La deseo.

Los dos jóvenes mexicanos homosexuales —putos se llaman en broma así mismos— son una pareja perfecta, estable, que pasaría desapercibida si no fuera por su educación, simpatía y buen humor, sí, también porque son bastante afeminados. Ambos se relacionan con todos nosotros, son encantadores, forman parte de la comunidad —tienen muy buena mano para cuidar la huerta y las aves— pero no quieren saber nada de nada de historias sexuales con otras personas —Rafael se lo insinúa a menudo. Están enamorados.

Alex está con la regla —bendito sea un palé de cajas de tampones que llegó hace unos días a la playa— y en esa situación se vuelve más reservada aún, lo que me permite hablar con Nicole y desearla más a cada minuto que pasa. Cuánto me gusta, me muero de ganas de besar sus labios, y ella también, me lo ha dicho sin necesidad de utilizar mi poder de persuasión.

En cuanto anochece Nicole y yo vamos cogidas de la mano hasta la playa grande. Estamos completamente desnudas. Durante el paseo por el sendero no hemos dejado de darnos besitos, acariciarnos suavemente, reírnos, lamer nuestros pezones, tocarnos el culo y, por supuesto, besarnos con lujuria, con verdaderas ganas y deseo.

Nos acostamos en la yerba que llega hasta el borde de la arena de la playa, junto a dos grandes troncos de palmera caídos. Estamos abrazadas, muy juntas, rozándonos los pechos, los muslos, cogiéndonos del culo y aproximando nuestros sexos. Estoy excitada, me siento mojada y con muchas ganas de gozar con la guapa francesa.

Los besos con Nicole no tienen la urgencia que suelen llevar los de la mayoría de los hombres. Son largos, lentos, húmedos, amorosos, muy excitantes para mí. Lo mismo sucede cuando se come mis tetas, lo hace con calma, sin pasar enseguida a mordisquearme los pezones, a los que puede estar mamando durante muchos, muchos, minutos, provocándome una excitación bestial. Le devuelvo los besos y caricias, pero es ella quien toma la iniciativa y procura que yo llegue primero al orgasmo. Cuando se desata la pasión, cuando hay prisas por alcanzar el placer, Nicole acaricia con sus dedos maravillosamente largos y suaves mi crecido botón del placer, mojado, impregnado de mis oleosos jugos sexuales. Tras varios minutos me da un beso en los labios que se convierte en un muerdo compartido, e inmediatamente baja su cabeza hasta alcanzar mi sexo con la boca. Primero lamidas con la lengua, después los labios, seguidamente los dientes, con los que presiona para alternar suavidad y un poquito de dureza. Qué maravilla.

A Nicole le gusta comerse mi clítoris de gran tamaño, y lo hace a conciencia, besando, lamiendo, chupando, mamando, mordisqueando. Cuando ya estoy cachonda como una perra, gimiendo y suplicando por mi orgasmo, llega el momento de mamar con labios y lengua mi botón del gusto. Qué bien lo hace, que sensaciones mezcladas de excitación, placer, ansiedad, para llegar a una corrida larga, muy sentida, que nace desde lo más profundo de mí ser.

Tardo muchos minutos en recuperarme, intento acariciar el sexo de Nicole para que ella también goce, pero delicadamente me besa los labios, aparta mis manos y volvemos a las cabañas. Se acuesta con Alex.

Antonio es un adonis, guapo hasta gritar basta, simpático, cariñoso. Su pelo largo moreno cortado como a trasquilones le da un aspecto muy juvenil —tiene veintitrés años— unido a la expresión risueña de su moreno rostro, a unos ojos azules como el mar y una boca recta de labios rojos más bien gruesos. Es de mi misma estatura y tiene un cuerpazo a pesar de no estar especialmente musculado. ¡Vaya culito! Me tiene loca, y aunque manifiesta sus gustos tanto por hombres como por mujeres, cada vez más veces tengo sexo con él, se puede decir que le voy acaparando y me gusta compartirle con Nicole. Como a ella no le van los hombres, realmente sólo se lo hace conmigo, aunque Antonio también participe en un trío en el que la beneficiada soy yo. Me he acostumbrado a correrme con Nicole comiéndome el clítoris y con la polla de Antonio penetrando mi culo —le encanta darme por detrás— o el coño. Cómo me excito, qué corridas tengo, cómo me gusta estar con los dos a la vez.

Me siento poderosa. Sólo con Alex he tenido que utilizar mi poder de persuasión más de una vez, para dejarle tranquila acerca de Nicole y yo —en realidad, siguen siendo pareja— y asegurarle que, por mucho que me guste, lo único que quiero es sexo con la guapísima norteafricana y que ella también piensa igual. Sentimentalmente me siento más unida a Antonio.

Vivir en la isla es como estar en unas vacaciones perpetuas en donde el sexo es protagonista, todos trabajamos un poco todos los días en el mantenimiento del grupo y cuando surge algún problema o enfrentamiento, si es necesario, mi poder y yo lo solucionamos. No es el mundo perfecto, pero quizás sí sean las vacaciones perfectas de larga duración.

La verdad que no he dicho todavía es que estoy escribiendo lo que aquí cuento desde Miami, desde la capital de la isla de Cayo Vizcaíno, en donde he fijado mi residencia hace como dos meses. La vida en el islote está muy bien durante un tiempo, ha sido una experiencia inolvidable, pero también cansa, así que aprovechando la barca mantenida por el canadiense Paul y las visiones de mi poder, salí de allí junto con Nicole, Alex, Antonio y Paul —todos ellos quisieron marcharse sin que yo influyera en nada y se decidió en una asamblea con todos los de la isla presentes— para empezar una nueva vida, distinta por completo a la que llevábamos anteriormente, convirtiéndonos de hecho en personas nuevas.

No hemos tenido problema alguno para entrar en los EE. UU., los pasaportes que hemos elegido son completamente legales y cumplen todos los requisitos, son de personas con nombres bastante comunes, características físicas similares a las nuestras y fotografías que pueden pasar perfectamente como si fueran de cada uno de nosotros. Ahora, los cuatro somos ciudadanos estadounidenses de pleno derecho, residentes en Cayo Vizcaíno y dueños de un bonito bar-restaurante que abrimos poco después de llegar, comprado a muy bajo precio gracias a mi poder de persuasión y a los dólares almacenados en el islote. Paul se ha revelado como un excelente bartender, y Alex, gran cocinera aficionada, controla la cocina, mientras que Antonio y Nicole, tan guapos y elegantes, desatan pasiones entre los y las clientes, una parte importante de los cuales son gays. Estamos teniendo un éxito increíble, empezamos con dos empleados y ya son diez los que necesitamos, además de dos aparcacoches. Yo soy la encargada general.

¿Lo que más me gusta de mi nueva vida? Lo de mi poder lo tengo perfectamente asumido, forma parte de mí y me encanta, con lo que tiendo a olvidar que lo tengo, me limito a usarlo. Quizás, el éxito profesional —me han entrevistado para varios periódicos y canales televisivos locales— el aluvión de dinero que produce el local, saberme una nueva persona con una vida completamente distinta y, desde luego, la relación sexual que mantengo.

Cuando cerramos el local espero a Antonio y Nicole en una pequeña oficina situada en la parte trasera. Vienen cansados, pero también excitados porque les dicen de todo, quieren ligar y quedar con ellos, les ofrecen dinero, les dan tremendas propinas con números de teléfono apuntados en los billetes, intentan tocarles suavemente, sus admiradores son legión…

Nada más cerrar la puerta les ofrezco su bebida preferida y según están bebiendo les beso y ayudo a desnudarse acariciando cada parte de su cuerpo que descubren. La mayoría de las noches les ducho, los dos a la vez, les enjabono, lavo, aclaro y seco, de manera tal que es una caricia continua, un intento de excitarles suave pero contundentemente. Siempre reaccionan.

La polla de Antonio no es un pollón muy largo —dieciséis centímetros— es un rabo recto, de color levemente tostado, con el capullo en punta, en forma de ariete no demasiado ancho, perfecto para penetrar mi culo, aunque tres o cuatro centímetros después el tronco ensancha como un dedo a cada lado y —eso le encanta— me provoca siempre una cierta sensación de dolor al empujar para meterla entera en el ano. Me gusta verle disfrutar dándome por el culo, hablándome en voz baja, pegándome algún azote con la mano abierta, excitándose como un verraco, mientras Nicole juega con mi clítoris, mamándolo suavemente hasta el final. Ohhh, qué bueno es gozar así.

Alex y Nicole siguen siendo pareja, simplemente yo me beneficio sexualmente de la joven francesa, e incluso en alguna ocasión lo he hecho con ambas mujeres, aunque prefiero que Antonio esté presente. ¿Somos amigas las tres mujeres? Sí, tajantemente. A Antonio sí que le he quitado la idea de ligar con hombres, de vez en cuando nos hacemos un trío con algún tío que a él le ponga mucho; no sé, algo así como un premio por lo bien que me siento con él, o igual me estoy engañando a mí misma y lo que hago es demostrar que tengo el poder de hacer casi todo lo que quiero.

¿Volver al islote?, sí, de visita, a pasar pequeñas temporadas, tal y como quedamos. Lo haré —lo haremos— pero por ahora estoy muy bien así. Es otra etapa de mi vida y quiero vivirla a tope con Antonio y Nicole. ¿Surgen problemas y malos momentos?, sí, por supuesto, como en cualquier pareja —estaría fuera de lugar decir trío— pero el poder que tengo lo soluciona todo, y eso me da una gran tranquilidad y seguridad personal.

    

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