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Los Agentes del Ojo (7)

en Grandes Series

El anciano librero miraba el reloj impaciente mientras esperaba detrás del mostrador. Era ya de noche y faltaba muy poco para la hora de cerrar. La librería era penumbrosa y los volúmenes antiguos se amontonaban en las estanterías ocupando todo el espacio formando un ambiente claustrofóbico.

El viejo se levantó de repente para proceder a cerrar su negocio diez minutos antes de lo que indicaba el cartel de la entrada, pero es que ya no podía esperar más. Una sonrisa maliciosa de dibujaba en su rostro mientras cerraba la persiana y echaba la llave.

Luego se dirigió raudo a la trastienda donde tenía un pequeño despacho. Estaba igualmente rodeado de libros que amenazaban con echársele encima de un momento a otro. Luego, junto a la pared, había un escritorio vacío excepto por un objeto prominente que se encontraba tapado por una gruesa manta. Ansioso, el viejo destapó el objeto, liberando una potente luz blanca que deshizo la penumbra del pequeño despacho.

El objeto era una esfera de cristal del tamaño de una sandía. Dentro había algo increíble que producía la intensa luz. Medía alrededor de siete centímetros de estatura, pero su figura era la de una mujer adulta y muy hermosa. Sus proporciones eran exuberantes y generosas. Sus caderas más bien anchas y su cintura muy estrecha. Sus pechos abundantes y firmes y las piernas largas y sedosas. Llevaba un vestido corto de color verde pardo que dejaba al aire sus piernas y sus brazos y que estaba confeccionado íntegramente con hierbas frescas trenzadas con maestría.

Los rasgos de la diminuta mujer eran equilibrados y hermosos, si bien alguno de ellos dejaba claro (por si su tamaño no lo hiciera) que no era humana: tenía los ojos rasgados y las cejas eran pobladas y se prolongaban más allá de su frente como hacen los bigotes de los gatos; sus orejas eran más propias de un zorro que de una persona y acababan en unos pequeños mechones. Su cabello era rubio dorado como el trigo y le llegaba hasta la cintura, pero lo más sorprendente de todo se encontraba en su espalda, pues de ella surgían cuatro alas transparentes como las que tienen las libélulas.

La pequeña criatura estaba acurrucada en el suelo. Al parecer, hasta el momento en que el anciano la destapara había estado durmiendo y ahora se desperezaba con desgana.

Venga... — dijo el viejo sentándose delante de la esfera — haz lo que sabes...

La pequeña mujer miró con odio al anciano y se abrazó a sí misma como intentando protegerse. El viejo, por su parte, se bajó la cremallera del pantalón para sacar afuera un pene pequeño y flácido que se puso a frotar.

¡Vamos! Empieza con lo tuyo...

La diminuta mujer simplemente giró la cara para no contemplar al anciano. Éste, frustrado, echó mano de algo en un cajón del mismo escritorio. Era un viejo cucharón de latón, de color apagado y mortecino.

Muy bien... — dijo el viejo mostrando el utensilio de cocina a la mujer minúscula — tu te los has buscado...

Seguidamente el viejo dobló el cucharón noventa grados. La reacción de la pequeña fue instantánea. Se encogió de repente, como si un intenso dolor le rasgara las entrañas. Se sujetó el estomago y se desplomó en el suelo de su jaula de cristal.

¿Ya has tenido bastante? — dijo el viejo devolviendo su forma original al cucharón —

La mujer diminuta volvió a mirar con odio al anciano y un par de lágrimas comenzaron a surgir de esos ojos llenos de desprecio. Eran como dos gotas de rocío, y pronto se agrandaron hasta casi la mitad del rostro de la pequeña mujer, cayendo en el suelo de su jaula de cristal y formando un charquito.

Ella ya sabía lo que tenía que hacer para evitar el dolor. Poco a poco se fue quitando el vestido de hojas, destrenzando algunas costuras que hacían las veces de botones y cremalleras. Quedó completamente desnuda para regocijo del viejo que se frotaba el miembro con ansia.

Luego, la exuberante muñequita se abrió de piernas mostrando su diminuta vagina. Después introdujo un dedo en ella fingiendo una masturbación.

Si, eso es, ahora tócate los pechos...

La minúscula mujer obedeció mecánicamente acariciándose uno de sus generosos pechos, humedeciéndose el pezón con un poco de saliva. Los dedos seguían entre sus piernas y el anciano observaba con lascivia mientras se tocaba.

Venga, ahora date la vuelta, enséñame el culito...

La mujer diminuta obedeció de mala gana. Colocada a cuatro patas mostró su trasero al anciano mientras volvía a introducirse el dedo en la entrepierna.

De pronto, en la puerta de la tienda se escucharon unos fuertes golpes. El anciano, contrariado, se guardó la verga en los pantalones y volvió a tapar la esfera con la manta. Luego abandonó la trastienda para ir a ver que es lo que pasaba.

Se trataba de un individuo que golpeaba la puerta con el puño insistentemente.

¡Oiga! ¡Abra! ¡Aún no son las ocho y media!

¿Pero que es lo que quiere?— dijo el anciano abriendo un dedo la puerta por detrás de la reja y asomándose — ¿No ve que está cerrado?

¡Vamos! — dijo el hombre ataviado con un abrigo negro — aún no son las ocho y media, y necesito comprar un libro para mi novia...

¡Lárguese! ¡Venga mañana! ¡Acabo de cerrar!

¡Vamos, hombre! ¡Lo necesito esta noche! Es un regalo muy especial, le pagaré el doble si quiere, pero es un caso de vida o muerte...

¿Ha dicho el doble? — preguntó el anciano con expresión ruin —

Sí, el doble. El dinero no es ningún problema — dijo mostrando un buen fajo de billetes —

Muy bien, espere un momento que abro la reja...

El anciano quitó la reja y permitió que el hombre de la abultada billetera entrara en su negocio. Éste lo hizo sin ninguna prisa, mirando a su alrededor con curiosidad.

Muy bien ¿Cuál es el libro que busca?

Caramba, caramba... tiene usted muchos libros aquí — dijo observando una estantería con las manos en los bolsillos del abrigo — ¿Nunca quita el polvo?

Oiga, soy un hombre muy ocupado, dígame que libro está buscando...

Basura, basura... — dijo el hombre del abrigo ojeando los lomos de algunos libros — ¡Todo es basura!

¿Pero que dice? Son todos antigüedades...

El hombre del abrigo sacó las manos de los bolsillos y empezó a hojear algunos libros. Pero tan pronto los sacaba de la estantería y los examinaba los tiraba al suelo con desdén.

¿Pero que es lo que hace? ¡Esos libros son muy valiosos!

¿No tiene nada mejor? No sé, algo de Stephen King...

Muy bien — dijo en anciano lleno de ira — ya se ha divertido bastante, ahora fuera de aquí...

A lo mejor tiene algo más interesante en la trastienda...

No, fuera de aquí, fuera o llamo a la policía...

Eso, llame a la policía, buena idea...

El hombre del abrigo negro se fue encaminando hasta la trastienda a pesar de las protestas del viejo. Una vez dentro del pequeño despacho casi fue directo al escritorio.

¡No! ¡No toque eso!

Pero ya era tarde, el individuo del abrigo se prestó a quitar la manta de la esfera.

¡Maldito entrometido! — gritó el anciano e hizo un amago de golpear al hombre, pero éste le detuvo simplemente mirándolo amenazadoramente.

¿Y eso? ¿Quieres pelea?

Diciendo esto el hombre del abrigo sacó del forro de éste una llave inglesa. Contempló un instante la desnuda criatura que se acurrucaba en un rincón de la celda de cristal y entonces la golpeó haciéndola añicos.

El anciano se apresuró a sujetar el cucharón, pero un rápido movimiento del hombre del abrigo le hizo soltarlo, apretándole con fuerza la muñeca.

La mujer diminuta se había agachado y tapado la cabeza con las manos tan pronto había visto como aquel gigante empuñaba el arma que la iba a liberar. Ahora miraba tímidamente a su alrededor. De su jaula sólo quedaban pequeños pedazos esparcidos por todos lados. Sonrió. Su sonrisa era más propia de una niña que de una mujer adulta.

Luego puso sus alas en funcionamiento y revoloteó por la pequeña estancia haciendo cabriolas y giros sin sentido. Luego se acercó al anciano que la había capturado. Sus alas la suspendieron en el aire frente a su rostro.

Eres un humano muy malo, muy malo y muy sucio... — dijo con una voz aguda y sin dejar de sonreír — y también muy feo...

Luego le tocó. El viejo estaba aterrorizado. La mujer diminuta salió volando en otra dirección, dando cabriolas y más cabriolas otra vez. Pero él estaba paralizado por el terror. De pronto, el motivo de su terror se hizo evidente. Sus orejas empezaron a crecer y también su nariz. Enseguida las primeras fueron largas y anchas y la segunda un morro chato. Su cabello se fue haciendo cada vez más escaso y su cara más redonda. Sus manos se tornaron primero negras y luego se transformaron en pezuñas y, poco a poco, su cuerpo se fue hinchando hasta ser más bien rechoncho, hasta transformarse en un gordo cerdo.

El cerdo pasó por un lado del hombre del abrigo negro en dirección a la calle. La mujer diminuta revoloteó un poco más hasta detenerse a la altura del rostro de su salvador.

Tú eres un humano muy guapo — dijo sin dejar de sonreír — y muy bueno... — entonces le dio un beso en los labios y salió de nuevo a revolotear.

¿Cómo te llamas? — dijo el hombre del abrigo negro —

Me llamo Foxglove — dijo la pequeña mujer volviendo a detenerse frente al hombre del abrigo —

¿Cómo el grupo Folk?

¿Qué es un grupo Folk?

Yo me jamo Joe, Joe Ryder.

Jouraider, Jouraider, Jouraider, Jouraider... — dijo el hada revoloteando y riendo por todo el pequeño despacho —

De repente entró Diana Dywane en la trastienda.

¿De donde ha salido ese cerdo? — preguntó —

Es una larga historia — contestó Ryder sonriendo —

¿Ese es el hada? Pronto, busca el cucharón de latón, así podremos controlarla...

¡No pienso forzarla a seguirnos contra su voluntad! Ya ha tenido bastante de eso ¿Cuánto? ¿Cuarenta años?

No lo entiendes — dijo Diana buscando el cucharón por toda la habitación — no es humana y sus reacciones no son como las nuestras, es impredecible...

Pues entonces estará con nosotros mientras ella quiera — sentenció Ryder muy sombrío —

La pequeña hada describió una parábola hasta alcanzar el bolsillo exterior del abrigo de Ryder. Se metió dentro y apoyó la cabeza y los brazos, como si estuviera asomada a una ventana.

¿Nos vamos, Jouraider?

Parece que ya está reclutada — dijo Ryder con satisfacción —

Eso es ahora — contestó Dywane cruzando los brazos — mañana puede no querer quedarse o se pondrá en nuestra contra. Su especie es así de voluble.

Pues tendremos que correr ese riesgo.

Ryder, con el hada en el bolsillo, abandonó la tienda en dirección al coche que les había traído hasta Glasgow. Dywane tardó un poco más, todo lo que le llevó encontrar el cucharón de latón y guardárselo.

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