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Los Agentes del Ojo (30)

en Grandes Series

Cuando John Henry tenía siete u ocho años comenzó a darse cuenta de que era especial.

Su madre también lo sabía así que le hizo prometer que, en presencia de extraños, nunca utilizaría sus sorprendentes habilidades.

Afortunadamente para él no estaba mucho tiempo en presencia de extraños. Los trabajadores de la granja eran las únicas personas, aparte de su madre, con las que John tenía contacto, así que mientras éstos daban de comer a los animales o limpiaban el establo, John se quedaba solo y podía disfrutar de ser diferente.

Le gustaba saltar, tan alto como si volara. Desde el cielo podía ver toda la granja y las granjas de los vecinos. Podía correr muy rápido. Algunos años después comprobaría que más rápido que un tren. Le gustaba acarrear grandes pesos, ya fuesen rocas o la cosechadora, por que para él era como cargar un gatito en los brazos.

Lo que realmente no le gustaba era ir al colegio.

En el colegio también era diferente, muy superior a los demás. Aprendió a leer a los dos años, poco después de aprender a hablar, las matemáticas le parecían muy fáciles… mientras los demás niños intentaban entender la resta él garabateaba ecuaciones en su cuaderno. Se aburría. Los profesores sospechaban de él, por que todo lo que demostraba saber, para ellos sólo podía saberlo copiando. A los demás niños no les gustaba. Demasiado listo, demasiado sabelotodo… y era muy raro. No tenía pelo como los demás y todos intentaban no acercarse mucho. A la primera señal de que John era mucho más inteligente que cualquier niño de su edad, su madre le hizo prometer también que nunca mostraría lo inteligente que era ante extraños. Ni sus compañeros ni sus profesores debían saberlo, así que pronto John dejó de ir al colegio. No sólo por que su mera presencia despertaba sospechas de lo especial que era, sino por que no podían enseñarle nada.

John aprendió solo, sin necesidad de ir a la escuela. Leía sobre física, matemáticas, historia, literatura… y absorbía todos esos conocimientos como una esponja el agua.

Eso si que le gustaba. Se podía pasar una mañana leyendo, cuarto o cinco libros de diferentes temáticas. Perdía la noción del tiempo mientras aprendía.

Madre — quiso saber un día — ¿Por qué soy diferente? ¿Por qué soy tan fuerte? ¿Por qué soy tan listo?

Al principio su madre no quiso darle esta información. Siempre eludía la respuesta diciéndole que se lo diría cuando fuera mayor, pero se aseguró de que entendiera algunas cosas: Quiso que supiera que, pasase lo que pasase, él era su hijo y ella su madre, y que nada podía cambiar eso; que nunca debía aprovecharse de su poder para abusar de la gente, sino más bien todo lo contrario; y que nadie debía saber nunca que era especial, por que si lo sabían nunca le iban a dejar en paz.

Cuando John cumplió doce años su madre despidió a los trabajadores de su granja. Primero por que John podía hacer ese trabajo mucho más rápido y mejor que ellos, y luego por que cada vez era más difícil para John hacer ver que era un ser humano normal. Incluso su aspecto no era el que se puede esperar de un muchacho de doce años. Era muy alto y musculoso, como una estatua griega, y seguía sin tener pelo en ninguna parte de su cuerpo.

Por aquel entonces su madre lo llevó consigo un día a una parte de la granja en la que nunca había estado antes.

Aparentemente se trataba tan solo de un cobertizo abandonado, viejo y ruinoso, pero era bastante más.

Dentro del cobertizo había un enorme agujero en el suelo, y dentro del agujero había la cosa más extraña que John había visto en la vida.

Parecía un racimo de uva de grandes dimensiones, pero estaba hecho de algún tipo de metal plateado. En el centro aquella cosa tenía una abertura. Su interior era rojo intenso.

¿Qué es eso, madre?

No lo se, hijo, nunca lo he sabido, pero tu vienes de ahí.

No te entiendo, madre ¿Qué quiere decir que yo vengo de ahí?

Hace diez años, una noche que volvía del pueblo algo bebida, vi una luz cayendo del cielo. La luz se estrelló justamente aquí, haciendo un gran agujero y metiendo mucho ruido. Cuando el humo y el polvo se asentaron vine a echar un vistazo. Estaba este agujero y esa cosa dentro, exactamente igual como la estás viendo aquí. Entonces algo se abrió, una especie de puerta, y ahí estabas tú.

¿Ahí estaba yo? ¿quieres decir que no soy tu hijo de verdad?

¡Claro que eres mi hijo de verdad! — protestó su madre — ¡Siempre serás mi hijo, hayas nacido donde hayas nacido!

¿Y donde es eso, madre? ¿Dónde he nacido?

No lo se. Las respuestas deben estar ahí abajo — dijo señalando el objeto plateado del cráter — pero yo no se buscarlas. Seguramente por eso eres diferente, tan fuerte y tan inteligente, por que vienes de ahí.

John intentó durante un tiempo investigar aquella cosa fría y extraña que le había traído al mundo, pero sin éxito. Ni las herramientas de las que disponía ni su asombrosa fuerza conseguían abrir aquel objeto para descubrir que secretos escondía. Así que se resignó a continuar su vida sin saber de donde venía, concentrándose únicamente en quien era ahora.

A los quince o catorce años John llegó a ese momento en el que a todo muchacho le empiezan a interesar las chicas. Pero en su pequeño mundo no había chicas, solo su madre.

Se sorprendió a si mismo mirando las bonitas pantorrillas de su madre que asomaban por debajo del corte del vestido. Mientras desayunaba con ella por la mañana podía dedicarse a contemplarla a placer: sus bonitos ojos color avellana, sus labios finos ligeramente humedecidos por el café, sus pechos insinuados bajo la ropa…

Pero ¿Qué miras? — le solía decir su madre con una sonrisa — te pasas todo el día mirándome…

Nada, madre, nada.

Su pene se había vuelto más grande y cuando miraba a su madre o pensaba en ella se hinchaba. Ahora le gustaba quedarse solo, no para probar sus poderes, sino para acariciarse el miembro pensando en ella. Pensaba en como sus pechos subían y bajaban cuando respiraba, en sus manos tan delicadas y bonitas cuando cogía una taza, en como se le marcaba el trasero bajo la ropa cuando estaba de espaldas.

Y pronto se dio cuenta de que su madre también le miraba a él. Muchas veces se giraba y se encontraba con su mirada que estaba fija en su trasero o en sus brazos. Ella apartaba la vista enseguida y sonreía tímidamente.

Más tarde, cuando uno miraba se encontraba con la mirada del otro. Enseguida ninguno de los dos apartó la mirada. Podían quedarse minutos enteros mirándose a los ojos y sonriendo.

John estaba muy nervioso cuando su madre le dio su primer beso. Le había besado muchas veces antes, besos maternales llenos de cariño, pero ninguno como este.

Le besó en los labios y luego le introdujo la lengua en la boca. Se apretó contra él y podía notar sus pechos contra su cuerpo. Su pene se hinchó otra vez. Podía tocar a su madre como deseaba hacerlo: la acariciaba el trasero y podía explorar por debajo del vestido y por debajo de las bragas. Podía acariciar sus pechos, podía quitarle el vestido y tenerlos en la mano y en la boca.

Fue la primera vez que contempló a su madre desnuda y la primera vez que eyaculó en su interior.

De repente, a partir de aquel día, dejó de sentir interés por su origen y por sus capacidades especiales. Aquello ya no le importaba en absoluto, sabía por que estaba en el mundo y que es lo que quería hacer el resto de su vida, estar con su madre, amarla y ser amado por ella.

¿Qué se le había perdido a él en Londres? ¿Qué le importaban a él los monstruos venidos de otros mundos? Aparentemente, sus poderes no estaban hechos para ser desperdiciados. Si en el mundo sucedía algo tan horrible que sólo él, con su inteligencia y con su fuerza podía resolver ¿no era su obligación hacer todo lo posible para ayudar? ¿No era eso lo que le había enseñado su madre?

Por eso se marchó, su madre le había enseñado que tenía una responsabilidad, tenía un trabajo que hacer… aunque no era fácil. Las cosas entre sus compañeros, el resto de Agentes del Ojo, era tan difíciles como en el colegio. Pero no importaba. Él no estaba ahí para encajar o para hacer amigos, él tenía algo importante que hacer.

¿Y que es lo que ha terminado haciendo? Matar, matar a cientos de hombres. Hombres de otro mundo y con aspecto de demonio, pero hombres al fin y al cabo, personas que sienten y sufren. ¿Era esto lo que su madre le había enseñado? ¿Era esto lo que le había dicho que hiciera con sus poderes? ¿Qué pensaría ahora su madre, si lo viese?

Pero había algo peor, un sentimiento peor que crecía en su interior. Aquellos hombres, aquel ejército, se disponía a invadir la tierra. Entrarían por Ámsterdam y asesinarían a todo el mundo. Primero arrasarían Europa y quizá luego llegarían a América. ¿Cuánto tardarían en llegar a Kansas? ¿Cuánto tardarían en irrumpir en la granja de su madre y asesinarla?

Y eso no podía permitirlo. Y mataría con la misma crueldad y salvajismo a todos los hombres del mundo que se atrevieran a amenazar a su madre alguna vez. Aunque no la volviera a ver jamás, aunque no volviera nunca a disfrutar de su sexo, a besar sus labios y acariciar sus pechos. Nunca dejaría que le hicieran daño.

Y entonces salió John Henry del coma autoinducido.

Se encontraba en una cama con sábanas de algo parecido a la seda y lujosamente amueblada. Por la ventana entraba la luz de la tarde y ante él se erguía un espejo de cuerpo entero.

John estaba completamente desnudo cuando se levantó. No hizo ademán de buscar ropa ninguna, sólo se contempló en el espejo un instante, luego lo rompió en mil pedazos de un puñetazo.

Los cristales no podían cortar su piel, así que se quedó simplemente sobre ellos sin mostrar ningún interés.

Pronto entraron en el cuarto cuatro soldados armados con lanzas. Lo rodearon torpemente con mucho más miedo que voluntad, pero John se limitó a destrozar sus armas de un rápido manotazo.

Los cuatro soldados huyeron despavoridos presas del pánico, y John salió al pasillo.

Si un ejército entero no había podido matarle ¿de que podía tener miedo?

John sacudió entonces un puñetazo contra el suelo. Tan fuerte como era capaz. Todo el edificio tembló como si un terremoto sacudiera la tierra, el suelo se derrumbó a pedazos y las paredes comenzaron a tambalearse. Enseguida dio un segundo puñetazo, está vez contra una de las paredes, y todo el pasillo se le vino encima.

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