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Los Agentes del Ojo (12)

en Grandes Series

John Henry simplemente flexionó las rodillas y saltó. El salto cubrió una distancia de más de quince metros y a su final aterrizó en la tarima de madrea destrozándola por completo.

Todos a su alrededor quedaron conmocionados, los que se encontraban sobre la tarima (esclavos y amos) cayeron por el suelo incapaces de mantener el equilibrio. Algunos salieron despedidos, pero Henry seguía de pie.

Después, con una celeridad que nadie esperaba, fue rompiendo las cadenas de los esclavos tan fácilmente como si estuvieran hechas de papel de seda.

No puedo creer que esté haciendo algo así — dijo Diana Dywane, todavía a cubierto tras la esquina del último edificio de la calle y contemplando la escena gracias a unos prismáticos—

Unos soldados, armados con alabardas, se aproximaron a Henry para atacarle. Uno de ellos rompió el mango de su arma contra la espalda del muchacho sin hacerle ni un rasguño. El otro cargó de frente. La punta de la alabarda se dobló contra el estomago del muchacho y él soldado se cayó al suelo.

Había más de veinte soldados en aquella plaza, y todos arremetieron contra él. Cimitarras, lanzas, alabardas y dagas no consiguieron herirlo ni moverlo siquiera de su sitio. Ajeno a todo aquello continuaba con su labor, destrozando grilletes y cadenas, hasta que uno de ellos, al parecer de mucho más rango que los demás a juzgar por sus ropas, sujetó a una muchacha y se la mostró. Delante de él la amenazó con su cimitarra, poniéndole el filo en el cuello. La muchacha no sería mayor que John y aunque tenía la piel roja y los ojos amarillos era bonita. Iba medio desnuda, con los pechos al aire, y en su cabeza tan sólo había un negro mechón.

John no entendía las palabras que el soldado pronunciaba, pero el significado estaba claro, así que, por el momento, dejó de liberar esclavos y alzó los brazos.

Consintió que le pusieran grilletes a él, uno en el cuello y otros cuatro en muñecas y tobillos. Luego le pusieron cadenas a los grillos y éstas las clavaron al suelo con un gran martillo. Sólo entonces el soldado, él de mayor rango, soltó a la muchacha esclava. Hizo que John se inclinara y apuntó con su cimitarra en su cuello.

Pero no llegó a golpearle. Se oyeron dos disparos y la sangre del soldado salpicó a John. El soldado se desplomó, con dos agujeros que le atravesaban de la espalda al pecho.

John Henry alzó la vista sólo para contemplar como Diana Dywane había acudido en su ayuda. Llevaba dos pistolas automáticas, una en cada mano, y tras revelar su existencia con aquellos dos disparos se planteó no dejar una sola bala en el cargador.

¡Corre, maldita sea! — ordenó su jefa casi inaudiblemente entre tanto griterío — ¡tenemos que volver por donde hemos venido!

Disparaba a discreción a todo cuanto se movía. Con muy buena puntería, todos sus disparos causaban bajas en el enemigo. John reaccionó enseguida tensando sus poderosos músculos. Los grilletes reventaron y las cadenas saltaron por los aires. Luego sujetó el martillo enorme y se unió a su jefa en la masacre.

John Henry se abría paso entre los soldados a martillazos. Las criaturas de piel roja salían volando, algunos con fracturas más que considerables, pero los más lo que hacían era huir despavoridos. Sentían un absoluto terror ante aquella criatura de fuerza sobrehumana que nadie podía detener.

De repente, uno de los soldados se encaramó a una de las reptilianas monturas. El dragón (a falta de un nombre mejor) se abalanzó contra Henry haciendo gala de sus fauces, mandíbulas llenas de agudos dientes y que podían engullir entera la cabeza de una persona. John recibió al animal con un golpe de martillo en la cabeza. El martillazo arrojó a la bestia cuatro metros hacia la izquierda, con la mandíbula completamente destrozada y, por supuesto, muerta. Su jinete fue más afortunado pues sólo se cayó al suelo quedando inconsciente.

Pronto no hubo un solo individuo en toda la plaza, todos habían huido despavoridos ahuyentados por la furia del muchacho y los disparos de Dywane.

Será mejor que nos vayamos — dijo Dywane sacando los cargadores vacíos de sus pistolas — no sabemos si volverán…

Pero no pudo terminar de hablar. Una cuerda en forma de lazo descendió de un árbol negro que se encontraba justo encima de ella y se cerró alrededor de su cuello. Luego, quienquiera que la tuviera sujeta estiró fuerte desplazando a la mujer hacía arriba.

John no reaccionó con mucha rapidez. Sólo pudo mirar hacia a lo alto mientras su jefa se ahogaba, con la lengua fuera y los ojos saliéndole de las órbitas. La cuerda la sostenía una anciana decrepita y harapienta que apenas medía un metro de estatura. Ni la edad ni la altura de la anciana mujer daban pie a anticipar la fuerza física que tenía.

Cuando Diana Dywane llegó a la rama en la que estaba agazapada la anciana ésta aflojó su presa. John Henry pudo comprobar que estaba viva por que se puso a toser descontroladamente, pero antes de que pudiera reaccionar, la vieja le colocó una afilada daga curvada en el cuello.

Frustrado, John flexionó las rodillas pero se quedó quieto. No se atrevía a saltar para alcanzar a la anciana, tenía miedo de que ésta le rebanase el cuello a Dywane.

— ¿Señorita Dywane? — dijo con temor en la voz —

La anciana le dijo algo en un idioma ininteligible mientras le señalaba el enorme martillo que había usado como arma. John lo entendió y lo lanzó lejos. Entonces reparó en que su árbol y los demás árboles de alrededor estaban sembrados de cuerdas como la que la anciana había usado para medio ahorcar a Dywane. Parecía el aparejo de un barco colocado sobre el ramaje.

La vieja utilizó estas cuerdas para sujetar a Dywane por los hombros y a si misma por la cintura y descender hasta el suelo, siempre con la daga curva amenazando la vida de la mujer.

No lo dudes, chico… — dijo Dywane afónica pero esforzándose para que John la oyera — acaba con ésta mujer, lo importante es la misión…

La anciana reaccionó ante esas palabras que no comprendía haciendo brotar un poco de sangre de la blanca piel de la mujer.

No puedo, señorita Dywane, no me pida algo así…

La anciana, ya en el suelo, transportó a Diana estirándole del pelo unas veces y de las cuerdas otras, pero no la dejó caminar, solamente la arrastraba con una fuerza sobrehumana. John les seguía a una distancia prudencial, por que la vieja no paraba de mirar hacia atrás, vigilando la retaguardia, y cada vez que el muchacho se acercaba demasiado para su gusto apretaba la daga contra el cuello de su compañera.

Aguante, señorita, le juro que la rescataré…

¡Y yo te juro que degollaré a esta zorra antes de que acabe el día!

Finalmente, tras arrastrar a Dywane por toda la plaza, llegaron a una casita alejada de los demás edificios. Parecía construida con barro y adobes en lugar de ladrillos y el tejado era de madera.

¿A dónde me llevas, vieja bruja? — quiso saber Dywane, pero no obtuvo una respuesta verbal —

La anciana abrió la puerta pero antes de entrar le hizo un corte ligero en la muñeca a Dywane. La sangre manó hasta estrellarse en el suelo, y allí la utilizó la anciana para dibujar con el pie una señal. Luego entró en la casa con Diana y cerró tras de si.

John no quiso esperar más. Casi enloqueció al ver la sangre de Dywane y, sobre todo, al verla desaparecer dentro de la casa. Golpeó entonces con todas sus fuerzas la puerta de madera vieja y podrida, pero su propio golpe le derribó haciéndole caer al suelo. La puerta no tenía ni un rasguño. John volvió a golpear la puerta con el mismo resultado, y lo volvió a intentar varias veces más. Pero sólo conseguía salir despedido con la misma fuerza que empleara. Luego decidió dejar la puerta en paz y golpear las paredes, pero el efecto era el mismo.

En el interior de la casa, la mujer había amarrado la cuerda que sujetaba el cuello de Dywane a un clavo en la pared, lo suficientemente corta como para que no pudiera liberarse ni moverse sin estrangularse.

La casa de la anciana era pequeña y estaba atestada de utensilios de cocina, animales disecados, cacharros, verduras, frascos y alambiques y enseres diversos; Una mesa en mitad de la estancia y un tiro de chimenea con una olla humeante.

Precisamente a esa olla se dirigió la pequeña mujer. Emitía lo que parecían cánticos y echaba hierbas al agua.

Mientras tanto, se escuchaban los golpes furiosos de Henry en las paredes y la puerta. Parecía que de un momento a otro la casa fuera a hundirse, pero a la anciana eso no le producía otra cosa que risa.

Hija de puta… — susurró Dywane mientras rebuscaba en su cinturón con mucha dificultad — ¿me vas a echar a la olla o que?

Dywane había dejado caer sus pistolas cuando la cuerda le había agarrado del cuello, de modo que no podía coser a tiros a la vieja como deseaba. Aún así, todavía tenía algunos trucos en el cinturón, si podía alcanzarlos.

La vieja continuaba con sus cánticos y sus hierbas y las paredes temblaban a cada golpe del muchacho. Dywane alcanzó entonces una bengala. Se mantenía precariamente en cuclillas por que la altura a la que le había colocado la anciana no le permitía estar de pie o estar sentada en el suelo, además, las cuerdas que había usado para bajarla del árbol se le enredaban desde los hombros a las piernas impidiéndole realizar los movimientos más sencillos.

La anciana había terminado lo que tenía que hacer, así que volvió a por Dywane. Otra vez sacó la daga curvada y se la enseñó. Parecía querer intimidarla, hacerle creer que estaba perdida, pero Dywane la miraba con resentimiento, más preocupada por vengarse que por su propia seguridad.

— No me das miedo, arpía…

Dywane esperó a que se acercase. Le acercó el filo de la daga a la cara, con una maliciosa y desdentada sonrisa burlándose de ella, entonces Dywane destapó la bengala y se la hincó en el estomago.

¡Toma, vieja apestosa!

La vieja saltó hacia atrás gritando de dolor. La bengala le había quemado la piel y le había prendido las andrajosas ropas. Dywane intentó alcanzar con el pie la daga pero estaba demasiado lejos, además tenía otros problemas. La anciana no tardaría en apagar las pocas llamas que se le habían creado en la ropa, y seguramente regresaría furiosa. Además, la bengala se había caído por el suelo y continuaba encendida. Ante la vista de Dywane había conseguido prender la paja y el serrín que había esparcido por el suelo.

Fuera, John continuaba golpeando furiosamente la casa y la puerta.

Su frustración era absoluta. Nunca se había encontrado antes con un muro que no pudiera atravesar o con un objeto que no pudiera romper.

Desde que te dejé, Madre — dijo para si — todo me sale mal…

Recordó como en casa todo era diferente: el trabajo del campo, las proezas que era capaz de conseguir, los estudios… todo era fácil. Estos últimos sobretodo. Su madre estaba muy orgullosa de él, decía que era muy inteligente. Pero ahora nada de eso le funcionaba, no podía entrar en una sencilla casa de barro y madera.

Por que sólo era una casa de frágil barro y madera podrida, nada que su fuerza sobrehumana no pudiera superar ¿entonces por que sus golpes eran rechazados una y otra vez? Naturalmente había algo más aparte de la estructura física, algo que hacía imposible que sus golpes se acercaran ni un poco a la madera o al barro. Algún tipo de magia. John recordó la señal que la decrepita anciana había dibujado en la entrada con la sangre de Dywane. La contempló un instante, sereno y relajado. Luego la borró con el pie. Lo siguiente fue empujar la puerta suavemente hacia dentro y acceder a la casa, y lo hizo con una sonrisa de satisfacción.

Ante los ojos de John se planteaba una escena llena de urgencia: por un lado el fuego se extendía por doquier. Todo cuanto tenía la anciana en aquella mugrienta caseta era inflamable y prendía con facilidad; Pero también la propia Dywane reclamaba atención pues su vida estaba seriamente amenazada. La anciana estaba desnuda frente a ella. Sus pechos caídos y marchitos, su vientre hinchado y sus piernas flacas y quebradizas revolvieron el estómago a John. Éste no lo sabía, pero para huir del fuego en sus andrajos simplemente se había despojado de ellos.

La vieja volvía a tener la daga curvada en una mano mientras con la otra estiraba fuertemente del pelo a Dywane, moviéndole la cabeza hacia atrás para mostrar su cuello.

¿A que esperas? — gritó desesperada Dywane — ¡Acaba con ella!

La anciana había vuelto al mismo truco de antes, amenazar la vida de Dywane para evitar que John actuase, pero ahora ya era demasiado tarde. Jonh Henry era mucho más rápido de lo que ella esperaba y antes de que la hoja de la daga tocara la piel de Dywane ya la había agarrado por la garganta y levantado del suelo. Apretaba lo suficientemente fuerte como para impedir que la anciana hiciera otra cosa diferente a forcejear sin resultado.

¡La daga! — gritó Dywane —

Sin dejar de sujetar a la vieja John recogió el cuchillo que ésta había dejado caer al suelo. Luego cortó con él la cuerda que la ataba a la pared.

¡Por fin! — exclamó Dywane al sentirse libre —

¿Está usted bien, señorita Dywane?

¡No preguntes tonterías y salgamos de aquí!

Los tres abandonaron la abrasadora casa todo lo aprisa que les fue posible. Una vez fuera, John arrojó con fuerza a su prisionera contra el suelo. La anciana se revolcó, medio ahogada, quejándose del dolor en la garganta y seguramente también de las quemaduras.

A esto lo llamo yo justicia poética — dijo Dywane sacudiéndole una patada a la anciana—

¿Es necesario maltratarla? — preguntó John — Ya no es peligrosa…

¡Ya lo creo que es necesario! — dijo Dywane ensañándose de mala manera con ella — ¡Es lo más necesario del mundo!

John permitió de mala gana que Diana Dywane se descargase con su torturadora a base de puntapiés. Más cuando estuvo tranquila quiso dar su opinión.

No me parece bien maltratar a un enemigo ya caído…

Claro… — contestó Dywane sin mirarle — no te parece bien, como no te parecía bien que está gente tuviese esclavos…

Claro que no, eso no está bien…

¿Y no tenías órdenes expresas de no actuar? — gritó Dywane enfurecida — ¿No expliqué antes de salir, que esto era una misión de reconocimiento?

Pero…

Pero tenías que hacer de héroe ¿verdad? ¿Y cuantas de estas criaturas han muerto?

Ha sido en defensa propia…

¡Pero no hubiera pasado nada si nos hubiéramos escabullido y marchado por donde habíamos venido!

No podía quedarme cruzado de brazos mientras esas personas eran tratados como animales…

No estamos aquí por esas personas, John — dijo en un tono de resignación — sino para salvar a la humanidad de lo que sea que haya aquí…

Y seguidamente se desquitó dándole otra patada a la vieja. Ésta se quejó, gritando seguramente maldiciones en un idioma desconocido.

Si por lo menos entendiéramos lo que dice — dijo John Henry —

¡No hagáis daño a la Vieja Araña, por favor! — dijo entonces la vieja en un claro y perfecto inglés —

Tanto Diana Dywane como John Henry se miraron asombrados y luego a la anciana.

¿Cómo es que habla inglés? — preguntó John Henry —

Ni idea — reconoció Dywane — pero ha empezado a hacerlo desde el momento en que tú lo has deseado…

Habláis como yo… — dijo la anciana — puedo entenderos…

Si — dijo Dywane aproximándose amenazadoramente — y ahora explícame ¿Qué pretendías? ¿echarme a la olla?

La anciana desdentada se echó a reír.

La Vieja Araña no estaba haciendo la sopa, sino llamando a alguien… habéis quemado la casita de la Vieja Araña, lo pagareis…

Dywane le propinó otra patada, justo en las costillas.

¿llamando a quien?

A mi ama, claro. Ella sabía que vendríais y mandó a la Vieja Araña a vigilar, a avisarle cuando aparecierais…

No lo entiendo — reconoció John Henry — ¿Cómo puede saber nadie de este mundo que nosotros íbamos a venir?

Nosotros exactamente no — contestó Dywane — pero supongo que si sabían que alguien llegaría algún día por el portal a nuestro mundo, y enviaron a esta vieja para avisar en cuanto llegaran visitantes de otro mundo.

Si… — dijo la anciana con satisfacción— ella sabía que vendríais y mandó a la Vieja Araña a los árboles a vigilaros…

Pues entonces más vale que nos marchemos de aquí antes de que aparezcan por aquí más soldados — reconoció Dywane — no se quien es el ama de esta arpía, pero no me apetece nada conocerla…

¡Pero eso ya es tarde! —explicó la anciana — ella estará aquí muy pronto, y entonces la conoceréis, vaya si la conoceréis…

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