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Los Agentes del Ojo (13)

en Grandes Series

El profesor Traknor eyaculó en el suelo con un orgasmo silencioso. Inmediatamente se sintió culpable por ello.

Para empezar estaban las palabras de Dywane, acusándolos a todos de ser muy poco profesionales en su trabajo. Masturbarse durante una vigilancia era algo especialmente inadecuado, pensó, y que se ajustaba precisamente a lo que ella insinuaba sobre él y sus compañeros. Luego estaba lo mucho que le molestaba el comportamiento de Ryder, no sólo por su absoluta falta de interés en la misión (que podía llegar a ponerlos a todos en peligro, incluyendo quizá a toda la humanidad de paso), sino por su constante flirteo con el hada. Ese hada era una criatura más parecida a él que al guapo Ryder, era un ser que no podía dejarse ver, que no podía relacionarse con el resto de seres humanos, claro que no era un ser humano, pero a Traknor le parecía que era un tanto injusto que se sintiera atraída, precisamente, por el joven cautivador y musculoso del equipo ¡Que típico!

Y no es que a él le interesara para nada la diminuta hada (La señorita Dywane era más su tipo), pero tal vez si le molestaba que otras personas se dedicaran a airear su intimidad delante suyo. Era como si un niño rico se dedicase a hacer ostentación de su dinero delante de un mendigo.

Pero por supuesto no se sentía muy bien dejándose llevar por sus bajas pasiones en un momento semejante. Llevaba demasiado tiempo viviendo en soledad, se dijo a si mismo, y sus costumbres se habían vuelto muy excéntricas.

Se subió los pantalones y se abrochó la cremallera. En ese pequeño espacio de tiempo en el que apartó la vista del campamento de las criaturas con la piel roja había sucedido algo que había interrumpido la orgía homosexual. Habían hecho un prisionero.

El profesor observó con pavor que el prisionero en cuestión era el mismísimo Ryder, al que llevaban cargado al hombro, inconsciente ¿Habían capturado o matado al hada? ¿O simplemente esa criatura egoísta había huido al detectar peligro?

El gorila ya se había enfrentado a una de estas criaturas una vez y no le pareció gran cosa. Los nazis que construyeron su cuerpo gorilesco sabían lo que hacían, tenía una fuerza y una agilidad muy por encima del primate del que tenía la forma, pero estos soldados eran mucho más fornidos y musculosos que la criatura que combatió en las alcantarillas, además, aquel era uno solo y estos eran un destacamento entero.

Pero había todavía un detalle que le preocupaba más y que le llevaba a no intentar siquiera liberar a su amigo por la fuerza. Aquellos cuerpos musculosos y masculinos entregados a prácticas lascivas le causaban más simpatía que la que en aquel momento le causaba su propio amigo. A decir verdad, al observarlos o al pensar en ellos, al recordar lo que acababan de hacer unos con otros, Traknor experimentaba intermitentes erecciones.

Decidió esperar a ver que sucedía .Los soldados abandonaron su desnudez y desmontaron el campamento para partir.

El profesor decidió seguirlos a una distancia prudencial, guiándose por las luces de las antorchas de los soldados, sin atreverse a encender su propia linterna.

La comitiva anduvo alrededor de tres horas en dirección opuesta a la que habían venido Traknor, Ryder y el hada, pero el cuerpo del profesor no se cansaba de la misma forma que no envejecía. Por fin arribaron a lo que parecían las catacumbas de una fortificación. Había antorchas señalando un sendero a través de unos arcos construidos en ladrillo y que conducían hasta un portal custodiado por dos guardias.

El problema, ahora, es que el profesor no podía acercarse al destacamento sin que lo vieran y una vez hubieran atravesado el portal protegido por los dos guardias no podría acercarse tampoco sin que éstos dieran la alarma. Indeciso aguardó todo lo que pudo hasta que la situación se hizo aún más complicada. Los soldados penetraron por el portal y enseguida un destacamento de parecido número salió por el mismo en dirección opuesta, esto es, hacia donde él se encontraba.

Necesitaba urgentemente un escondite si quería no ser localizado por el nuevo destacamento que iba también provisto de antorchas, pero contaba con la desventaja de la absoluta oscuridad en la que se hallaba. Un tanto asustado y alarmado por la prisa que se daban los nuevos soldados Traknor se puso a desandar el camino intentando al mismo tiempo alejarse del medio de la bóveda, que era por donde el anterior destacamento había marchado. No quería dejar solo a Ryder, pero tal vez lo único que podía hacer era huir, salir afuera y contactar con Dywane. Ella tendría un plan de emergencia, quizá refuerzos con los que rescatar a Ryder. Había mencionado un último recluta, tal vez se trataba de alguien especialmente útil en estas ocasiones.

El terreno estaba lleno de desigualdades que a veces provocaban pequeñas caídas y tropiezos. Incluso muchas veces, la humedad producida por el goteo de alguna estalactita hacía el suelo resbaladizo. Todo ello hacía de su huida apresurada una aventura farragosa a la que había que sumarle que no sabía muy bien hacia donde se dirigía. Por miedo a ser descubierto no había encendido su linterna y ese mismo miedo le llevaba a alejarse cada vez más del centro de la bóveda y por lo tanto de la única fuente de iluminación que había en toda ella.

De repente un traicionero resbalón le llevó a tropezar provocando la rotura de una larga estalactita que se precipitó al suelo. El eco del ruido de la roca contra la roca se propagó por toda la bóveda.

Traknor se quedó inmóvil, intentando no dar a sus adversarios ninguna pista de donde se encontraba, rezando para que no le dieran importancia al ruido, pero si se la habían dado. Los soldados no solo habían escuchado con total claridad el estruendo, sino que ello les había alarmado y ya habían enviado a dos hombres a investigar.

En realidad el profesor estaba cansado de esconderse y de buena gana hubiera hecho frente a aquellos dos individuos. Lo haría si acababan encontrándole, pero no estaba seguro de poder hacer lo mismo con los demás, así que pensó que sería mejor esconderse nuevamente y preocuparse, más bien, por el éxito de la misión y el bienestar de su amigo capturado.

Poco a poco fue escuchando como se acercaban los dos soldados. Lo peor no era que le atrapasen (sólo eran dos, podía con ellos) sino que dieran la alarma. Tenía que silenciarlos antes de que se acercaran demasiado, antes de que pudieran gritar o dar el aviso de algún modo. Seguramente la ausencia de los dos hombres alertaría al resto de que realmente ahí había alguien, pero cuando lo hicieran él ya estaría lejos de allí o habría encontrado un escondite mejor.

Fijó los ojos en la antorcha que portaban aquellos dos secuaces y trató de acercarse a ellos con mucho sigilo, pegado al suelo. De repente trastabilleó cayéndose hacia un lado. Intentó ganar pie pero le fue imposible, perdió el asidero del todo y, de repente, se fue hacia abajo. Sin darse cuenta había caído en un pozo. Un pozo liso con algo más de siete metros de profundidad.

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