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Los Agentes del Ojo (27)

en Grandes Series

Dywane empezaba a ver borroso, sabía que pronto perdería la consciencia. El dolor de la espalda había pasado a convertirse en una sensación de entumecimiento.

Fue en el último segundo, mientras luchaba por no desmayarse, que reaccionó al hecho de que el cochero estaba a punto de dejar caer su cimitarra contra su cuello. No tenía otra cosa a mano que el zurrón que contenía la cabeza de Lilith, y eso fue lo que puso en medio de la trayectoria de la espada.

La cabeza salió volando por los aires cortada en dos mitades.

¿Qué es lo que he hecho? — exclamó el cochero con terror en la voz mientras soltaba la cimitarra como si quemase y corría a reunir los pedazos de la cabeza de su ama — ¡Mi señora!

Diana Dywane pudo ver como la espada del cochero quedaba en el suelo a pocos centímetros de su cara así que la recogió haciendo un gran esfuerzo para no desplomarse. El cochero se encontraba unos metros más adelante, agachado sobre una de las mitades de la cabeza. Dywane se acercó todo lo deprisa que pudo al hombre que, ocupado como estaba en recomponer lo que quedaba de su ama, no se dio cuenta de su presencia. Entonces levantó la espada y simplemente la dejó caer, entrándole ésta por la espalda y saliéndole por el pecho. Luego se desmayó.

Diana Dywane se despertó con un fuerte dolor de cabeza. Se encontró tendida encima de un montón de paja, con grilletes en las manos y en los pies y cadenas sujetos a ellos. Olía a caballo y a excrementos.

Intentó levantar la cabeza para apreciar donde se encontraba. Junto a ella había dos soldados cada uno de los cuales empuñaba una lanza amenazando con clavársela en cualquier momento. Y más a la izquierda estaba John Henry.

El muchacho estaba cubierto de muchas más cadenas que ella. Le envolvían todo el cuerpo a excepción de la cabeza. Junto a él se encontraban cuatro soldados montando guardia, con las armas desenvainadas y vigilando con miedo.

La perra se ha despertado — comentó enseguida uno de sus guardianes — avisa al capitán…

Dywane no dijo nada, se dedicó a valorar su situación. Lo último que recordaba era haber matado al cochero con su propia espada. John estaba masacrando al ejercito invasor… ahora los dos eran prisioneros. No podía saber que había sucedido mientras había estado inconsciente.

Se examinó a si misma. La espalda le escocía como si tuviera una gran quemadura. Le habían quitado sus cosas, todo lo que llevaba en los bolsillos o en el cinturón, estaba más indefensa que nunca. ¿Y John? ¿Qué podía haber derrotado a John? ¿Cómo podía nadie haber conseguido dejar inconsciente a alguien como él?

Tenía la boca seca y mucha hambre. No había comido nada en el palacete de Lilith por miedo a ser hechizada. No estaba acostumbrada precisamente al ayuno. Necesitaba un médico, necesitaba descansar, un buen baño y olvidarse de todo esto. Empezaba a ser demasiado para manejarlo ella sola.

¡Atención! — gritó uno de los soldados — ¡Todo el mundo firme! ¡Llega su majestad!

En aquella especie de establo se hizo el silencio. Todos los soldados formaron con sus armas. Entonces hizo acto de presencia una figura terrible. Era un hombre gordo y grande, mucho más alto que el propio John. Vestía unos ropajes recargados y majestuosos, incluyendo una larga capa roja que arrastraba por el suelo.

Su cabello y barba eran de un color muy negro y sus ojos amarillentos estaban llenos de ira. Traía consigo un séquito de lo más extraño: mujeres y hombres semidesnudos, enanos, tullidos sin piernas o sin brazos, animales parecidos a perros…

Capitán… — dijo con una voz atronadora aquel hombre —

¿Majestad? — contestó el Capitán arrodillándose delante suyo —

¿Es esta la mujer de la que me habéis hablado?

Ésta es, majestad. Le encontramos inconsciente al lado del cadáver de un sirviente y de los restos de vuestra hija, la Princesa Lilith.

¿Y el otro?

El otro prisionero es el hombre que ha sido capaz de enfrentarse el solo a nuestro ejército. Todavía estamos contando las bajas, pero por el momento superan las cuatrocientas…

Pero al final ha sido derrotado…

Así fue, majestad, pero creemos que se derrumbó acusado por el cansancio de su proeza.

Mis espías en el mundo vecino no me advirtieron que pudiera haber en él criaturas capaces de llevar a cabo semejantes hazañas…

Sin mostrar emoción ninguna el hombre de gran tamaño se paseó alrededor de Dywane. Luego fue hasta John para echar un vistazo lleno de curiosidad. Entonces volvió a donde se encontraba Dywane y le pidió la lanza a uno de los soldados.

Seguidamente se la clavó a Diana de un golpe en la pantorrilla.

El hombre esperó a que dejase de gritar para empezar a hablar.

Dime donde está el resto del cuerpo de mi hija…

Dywane se concentró todo lo que pudo. Seguramente la torturarían sin piedad hasta conseguir sacarle todo cuanto quisieran saber, y luego la matarían. Estaba en un gran apuro y contaba con una única ventaja. Mientras tuviera en su poder la información que ellos necesitaban seguiría con vida.

Haces las preguntas equivocadas…

Aquel hombre descomunal miró con desdén a Diana. Luego le sujetó con mucha fuerza por el cuello y la levantó del suelo.

Si me aburres, te romperé el cuello. Contesta a la pregunta que te acabo de hacer si no quieres que lo haga.

¿No te interesa saber que hacía en ese lugar con tu hija? ¿No quieres saber como he llegado hasta aquí?

Aquel hombre cruel simplemente le sujetó la mano izquierda a Diana. Luego se la apretujó en su enorme puño. Un sonido de huesos crujiendo se escuchó perfectamente, seguido de un grito lastimero de la garganta de Diana.

El dolor era insoportable, pero Dywane había seguido un entrenamiento muy duro. Así que no quiso abandonar, tomó aliento y trató de no llorar.

Creía… — dijo entrecortadamente — que te gustaría saber… quien mató a tu mujer…

Aquel hombre enorme dejó suavemente a Dywane en el suelo. Hizo una pausa para reflexionar y luego se acurrucó en su capa.

Llevaos a esta mujer — ordenó — quiero que la curen y la laven, que le den de comer y de beber y que descanse en una buena cama. Cuando esté alimentada, curada y descansada, sea la hora que sea, avisadme.

Majestad… — empezó el Capitán — ¿En verdad lo creéis razonable?

¿Es que no me has oído? — dijo lleno de ira con una voz que resonó por toda la estancia — ¿tengo que repetir mi orden?

Perdón Majestad…

Lleváosla inmediatamente, y poned a vuestros mejores hombres a vigilar que no le suceda nada. Os hago responsable a vos en persona. Si sus heridas le causan la muerte, si alguien la ataca o si simplemente se pilla un dedo con el quicio de una puerta lo pagaréis con vuestra vida.

Los soldados cargaron a Dywane en hombros y se la llevaron del lugar. El resto se quedó expectante ante las próximas órdenes del monarca.

Despertad al otro.

Pero majestad — intervino el capitán — ¿Creéis que es prudente? Es un hombre muy peligroso…

El Rey se quedó pensativo unos segundos. Luego pidió al Capitán que le diera su espada. Éste la desenvainó y se la entregó. El rey permaneció un instante admirando el filo de la reluciente arma. Luego, de un solo golpe, le cortó el cuello al capitán.

Que alguien despierte al otro — ordenó —

Un par de soldados se apresuraron a llenar dos baldes de agua y a tirárselos en la cara a John. Pero no funcionó, seguía dormido. El soldado que acababa de tirarle el agua a la cara se puso nervioso y comenzó a zarandear a John para intentar despertarle.

El rey se acercó a la escena.

Os pido disculpas, majestad — dijo el soldado con miedo en la voz — está terriblemente extenuado, no consigo despertarlo…

Que venga un hechicero a despertarlo.

Tal y como el monarca había ordenado se mandó llamar a un mago. Enseguida llegó un hombre de aspecto anciano. Era completamente calvo y los cuernos de su frente eran más bien protuberancias escasas. Vestía una túnica púrpura y portaba consigo un cayado.

Majestad — dijo inclinándose al llegar — ¿Me habéis mandado llamar?

Así es, mago. Tienes que despertar a este prisionero.

El hechicero sacó un pequeño frasco de vidrio de una cesta. Lo destapó y se lo dio a oler a John Henry. A los pocos minutos aún no había sucedido nada, pero cuando el rey iba a romper el incomodo silencio con una protesta John abrió los ojos.

Se vio rodeado por soldados que le miraban y enseguida notó como no podía moverse con libertad. Como el que se despereza una mañana de domingo John tensó los brazos, las cadenas estallaron en mil pedazos.

Todos y cada uno de los soldados se pusieron a cubierto, asustados. Tan solo el mago y el Rey permanecieron en sus lugares originales.

Muy impresionante — dijo el Rey — pero ahora no estás delante de un simple ejército.

John contempló al monarca con una mueca de incredulidad. Seguidamente volvió a perder el conocimiento, desplomándose contra el suelo.

Lo lamento mucho, majestad — intervino el mago — pero me temo que su mente está cerrada. No está despierto por que no quiere estarlo.

El monarca, contrariado, reflexionó un instante sobre lo insólito de la situación. Luego habló.

Lleváoslo a una buena cama, que descanse cuanto quiera ¡Por mi barba, si tan solo es un muchacho!

Majestad — quiso decir uno de los oficiales — con todo el respeto no es solo un muchacho… basta con ver lo que ha hecho de las cadenas que lo ataban…

Eso ya lo veremos. Haced lo que os digo.

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