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Smallbird y el enamoraputas: Capítulo 1

en Grandes Series

1

 

Odio las tardes de invierno. Me ponen melancólico. Eso de que la oscuridad sea total a las seis de la tarde me deprime, invitándome a recordar y en mi caso, cualquier tiempo pasado fue mejor, bastante mejor.

Aquella tarde había dejado salir antes a María para que llevase los niños al dentista. Como secretaria podía no ser la mejor del mundo, pero su permanente optimismo y el gesto maternal con el que recibía a los clientes, unido a la paciencia que tiene conmigo a la hora de cobrar su salario, la hacen insustituible.

Llevaba una semana paradísima. Parecía que los pequeños robos, los cuernos y las traiciones quedaban para el verano. Así que, frente al modelo 303, no pude evitar que los fantasmas del pasado reciente me atormentaran.

Inconscientemente abrí un cajón del escritorio y rebusqué hasta encontrar un viejo paquete de Marlboro. Saqué un cigarrillo y lo miré, dejando que el deseo de encenderlo y dar una calada me torturase. Me acaricié el costado, recorriendo con mi mano el hueco que dejaban las costillas que me habían quitado. Donde antes había un par de huesos  curvados y un lóbulo pulmonar, ahora no había nada más que un desagradable costurón.

Me acaricié el costado recordando los primeros pinchazos de dolor y la tos torva y persistente. Recordé como Vanesa me ponía mala cara cada vez que sufría un ataque de tos y me aconsejaba que fuese al médico. Yo la despachaba con un  "mañana mismo" y encendía un nuevo pitillo.

Finalmente una mañana escupí sangre y me asusté. El médico no se anduvo con paños calientes. La situación era mala, pero no desesperada, siempre que se actuase inmediatamente. En cuestión de día y medio estaba en la mesa de operaciones. Ahí empezó un calvario que Vanesa compartió conmigo íntegramente.

Gané, bueno si a perder medio pulmón derecho y recibir la jubilación forzosa se le puede llamar ganar. Lo primero que hice cuando el médico me dijo que estaba curado fue comprar un paquete y fumarme un cigarrillo de dos caladas.

Eso no le gustó a Vanesa, que me juró que si volvía a fumar un solo pitillo más me mandaba a tomar por el saco. Yo soy así, me encantan los desafíos y mi ánimo después de perder un trabajo que, pese a ser triste y mal pagado, era lo único que sabía hacer y se me daba bastante bien, no ayudó.

Tres semanas después, ella se fue. Tres semanas después, fumé mi último cigarrillo.

Deshice el cigarrillo entre mis dedos aspirando el aroma de tabaco ya un poco rancio y mis ojos se fijaron en mi vieja placa que alguno de mis compañeros había mandado introducir en un bloque de metacrilato como regalo de despedida.

Un suave taconeo y un toque en la puerta de la oficina me devolvieron a la realidad. Me incorporé tirando los restos del cigarrillo a la papelera y salí a la recepción.

—Buenas tardes, —dije atravesando la puerta que separaba mi despacho de la pequeña sala  de recepción donde normalmente estaría María— Leandro Smallbird, detective privado. ¿En qué puedo ayudarla?

La mujer que esperaba en el recibidor casi me dejó sin aliento. Pocas veces había visto una mujer tan hermosa y en mi despacho nunca. La invité a pasar sin dejar de inspeccionar aquella nariz pequeña, los labios gruesos y rojos y aquella figura capaz de hacer que el discreto conjunto de chaqueta y falda gris de lana que llevaba pareciese escandalosamente indecente.

La mujer pasó delante de mí al despacho, hipnotizándome con el sensual movimiento de sus caderas. Sin esperar mi invitación, se sentó en una de las sillas que tenía para los clientes y observó con aire crítico la pintura ajada, el viejo escritorio gastado por el uso y el vetusto ventilador que colgaba del techo. A continuación se soltó los botones de la chaqueta para estar un poco más cómoda y cruzó las piernas, unas piernas esbeltas y torneadas, enfundadas en medias oscuras y rematadas por unos zapatos que, por la pinta, debían costar más de lo que yo ganaba en tres semanas de trabajo.

—¿Una copa? —pregunté mientras  servía dos Whiskys para tener ocupadas las manos.

Sin esperar la respuesta eché dos generosas medidas en sendos vasos, di un trago  a mi copa y, mientras echaba un vistazo al prodigioso busto que se perfilaba en la cara blusa de Dior,  puse la otra frente a ella. Sintiendo como el calor de la bebida se dispersaba placenteramente por mi cuerpo, calmando mis nervios, me senté frente a ella.

—¿Suele ser un método habitual? —preguntó ella cogiendo el pesado vaso y husmeándolo con precaución.

—La verdad es que suele ayudar a calmar los nervios de esposas llorosas y maridos cabreados, aunque, con todo el respeto, usted no parece ser el tipo de mujer que tiene esos problemas, sino más bien del que los crea. —dije fijando mi mirada en aquellos ojos grandes y rasgados color hielo.

La mujer levantó la ceja, pero no respondió, confirmándome que no andaba muy desencaminado en mis sospechas, lo que no entendía era que podía querer de mí.

—Me llamo Svetlana, estoy buscando a alguien y estoy dispuesta a pagar una buena suma si lo encuentras para mí. —dijo clavando sus ojos de gata en mi cara de póquer.

Yo me limité a observar aquellos dos pechos subir y bajar con cada respiración mientras  la mujer se tomaba su tiempo y comenzaba a contar su historia.

—Vera, señor Smallbird, yo me dedico a... —empezó la mujer dubitativa.

—Dejémonos de monsergas. —le interrumpí yo— Ambos sabemos a qué te dedicas. Eres prostituta y por lo que veo de las caras. Si quieres que esto funcione tienes que ser totalmente sincera. Mi único interés es resolver tu caso y llevarme la pasta. Los juicios morales se los dejo a las madres y a los curas. Ahora cuéntame lo que quieres, sin rodeos, el tiempo es oro.

La mujer me miró como queriendo preguntarme como había adivinado su profesión, pero un mago nunca muestra sus trucos. Finalmente se relajó y comenzó a hablar:

—Está bien, tiene razón, soy escort. Y estoy buscando a uno de mis clientes.

—¿Qué pasó? ¿Le debe dinero? ¿La ha dejado embarazada? —le pregunté sin poder evitar el sarcasmo.

La mujer era una verdadera profesional. Me miró a la cara sin apenas acusar el golpe,  sus ojos fríos me repasaron sin pasión, como si estuviese observando un pescado muerto.

—La verdad es que no me importa. —le dije mientras volvía a sentarme—¿Qué sabes de él?

—Nada. —respondió ella lacónica.

—¿Ni siquiera su nombre? —pregunté sorprendido.

—Dijo que le llamase John, pero es evidente que mentía. Lo suelen hacer cuando nos contratan.

—No soy mal detective, querida, pero necesito algo para empezar. Será mejor que me cuentes todo lo que pasó para ver si puedo sacar algo en claro.

La mujer crispó sus bellas facciones. Sus ojos se achicaron y sus labios se fruncieron, intentando decidir si debía hablar conmigo o no. Yo me limité a darle otro trago a mi copa, fingiendo que no necesitaba desesperadamente un caso para poder pagar las facturas.

—Adelante, todo lo que digas quedará entre nosotros. —dije para animarla — Lo único que te garantizo por ahora es que sé mantener la boca cerrada.

Finalmente se decidió y me dediqué a escuchar mientras observaba aquellos sensuales labios fruncirse, dolorosamente  consciente de que jamás serían míos.

Apenas se nada de él —empezó a contar con un suspiro— y siento como si él lo supiese todo de mí. Jamás me he sentido verdaderamente desnuda ante ningún hombre, salvo ante él.

La noche era cálida y oscura. Gruesas nubes habían tapado el cielo durante toda la tarde sin terminar de descargar la ansiada tormenta, en vez de ello, había una especie de electricidad en el ambiente envolviéndolo todo, haciendo que me sintiese nerviosa y ligeramente indispuesta y el aspecto de aquella suite, tan lujosa e intimidante, no mejoró mi estado de ánimo.

La puerta estaba abierta. Pasé, atravesé la enorme suite y me lo encontré en la terraza, observando el oscuro panorama, acodado en la barandilla sin parecer intimidado por la enorme caída de la que solo le separaba aquella ligera estructura.

No es un hombre atractivo al uso. Es un poco más alto que yo con tacones y de aspecto enjuto,  tez aceitunada, nariz aquilina, ojos negros, grandes y expresivos y labios finos ocultos por una perilla exquisitamente recortada.

Su primera mirada, seria y adusta y su aspecto elegante e impecable con aquel terno de Turmbull & Asser, me hicieron pensar en el Otelo de Shakespeare. Sin decir nada, se apartó de la terraza del último piso del Madrid Tower, dando la espalda a aquellas impresionantes vistas y se acercó a mí.

 

Sus ojos se fijaron en los míos y me traspasaron con una mirada penetrante que me hizo sentir aun más insegura.

—Las fotos no mentían. Vamos al dormitorio. —dijo por todo saludo.

Me guio hacia una enorme estancia dominada por una cama no menos enorme. De no ser por los gruesos nubarrones, la vista de la luna a través de la claraboya del techo sería espectacular. Con un gesto casual metió la mano en el bolsillo de su chaqueta, sacó un fajo de billetes y me lo entregó. Mientras yo lo contaba, él se sirvió una copa del minibar y se sentó en un sofá frente a mí.

—Desnúdate. —me dijo sentándose en un sofá y haciendo tintinear los hielos.

No es que lo escueto de la orden me resultase ofensivo. De hecho no era la primera vez que me lo decían, pero siempre me he vanagloriado de calar a la gente y el desconocido no parecía ser de ese tipo de hombres. De todas maneras él era el que pagaba. Con movimientos pausados, me desnudé ante él.

Mirando a los ojos de John me remangué el escueto vestido, dejando a la vista mis piernas y subiéndolo poco a poco hasta que mi pubis apenas oculto por un escueto tanga de color negro quedó a la vista.

John cambió de postura en el sofá, su vaso tintineó. Yo, simulando sentirme ajena a su mirada, me giré dándole una buena panorámica de mi culo. Tensando mis piernas para hacer aun más atractiva la visión de mi cuerpo, terminé de sacarme el vestido por la cabeza. Me solté el sujetador y me giré de nuevo para ponerme frente a él. Cuando aparte las manos de mis pechos, su mirada oscura e incisiva me provocó una punzada de placer.

—Todo. —dijo señalando el tanga.

Yo hice caso y me quité el tanga, dejándole ver mi sexo totalmente depilado. Mordí mis labios y colocándome la melena con una mano aproximé la otra a mi pubis. Le miré fijamente y me acerqué, pero él, tras un ligero gesto de aprobación, me indicó dos cajas que reposaban sobre la cama.

Me volví hacia las cajas con más curiosidad que preocupación y las abrí. De ellas saqué un vestido largo y negro con un  escote palabra de honor que se cerraba en un tirante en el hombro izquierdo, los zapatos de tacón más hermosos que había visto jamás y un conjunto de ropa interior color burdeos con bordados negros.

Con lentitud deliberada, me vestí ante él, primero el liguero, luego las medias de seda estirando con suavidad el tejido y atrapándolo con las presillas del liguero sin dejar de mirarle. Luego me puse el tanga delicadamente bordado y el sujetador sin tirantes, cogiéndome los pechos, colocándomelos hasta que me sentí cómoda y percibiendo una primera mirada de lujuria por parte de mi impasible cliente.

Tras calzarme los tacones di unos pasos para sentirlos. Eran increíblemente cómodos a pesar de tener más de diez centímetros. Más segura, me paseé ante él exhibiendo mi cuerpo hasta que, con un gesto impaciente, me indicó el vestido.

Dándole la espalda, me incliné para recoger la prenda, mostrándole de nuevo mi culo terso y redondo. Me puse el vestido por la cabeza y acercándome a él le di la espalda y aparté mi melena para que me subiese la cremallera.

Apuró la copa y se irguió. Noté su respiración, tranquila y controlada, acariciar mi espalda y a continuación su dedos se cerraron sobre la cremallera y la subieron con facilidad. No sabía cómo demonios lo había logrado, pero aquel vestido me sentaba como un guante.

Antes de que pudiese darme la vuelta, sus brazos rodearon mi cuello y me colocaron en él una gargantilla de diamantes.

—No te emociones, solo es un préstamo. —dijo él lacónicamente.

Sus manos me rozaron al cerrar el broche y bajaron unos instantes por mi espalda acariciándomela hasta que toparon con el vestido. El escalofrío que me provocaron no solo se debió a aquellas manos frías de sostener la copa.

Me quedé petrificada sin atreverme a hacer un solo movimiento mientras él me rodeaba, inspeccionándome como si fuese una obra de arte.

—Vamos, se hace tarde. —dijo dándome un pequeño bolso cuajado de piedras de Swarowsky.

Pasé todas mis cosas al bolso justo antes de que él me cogiese por el brazo y sin decir nada me invitase a abandonar la habitación.

El viaje duró un poco más de media hora. La limusina nos dejó a la puerta de una enorme mansión. La luz escapaba por los ventanales, dándole un aire cálido a aquellas vetustas piedras. Un asistente nos saludó cortésmente y nos indicó el camino para llegar al claustro.

La amenaza de tormenta se había diluido y la luna había aparecido para iluminar el antiguo patio rodeado por arcadas de medio punto, adornadas con profusos relieves. El centro estaba dominado por una fuente que habían silenciado para poder disfrutar adecuadamente del espectáculo. Seguí a John y nos sentamos en un lugar discreto, pero desde el que se veía claramente el cuarteto de cuerda.

En pocos minutos la gente se sentó. Reconocí muchos rostros, otros no. Todo a nuestro alrededor eran muestras de lujo y poder. John, sin embargo, no pareció impresionado para nada. Simplemente se limitó a ignorarlos de la misma forma que lo ignoraban a él.

Justo antes de apagarse las luces un hombre grueso y rubio, de aspecto campechano, obviamente el anfitrión de la velada,  se acercó a él y le dio efusivamente las gracias por acudir.

Por primera vez le vi sonreír, una sonrisa torcida, no del todo sincera. Tras darse un abrazo que llamó la atención de todos los presentes, el hombre se excusó y continuó saludando al resto de los asistentes.

Las luces se apagaron y el resplandor de la luna, asomando entre los gruesos nubarrones, iluminó el patio y se unió a la música, llenando de magia aquel majestuoso rincón del mundo.

Cerré los ojos dejándome llevar por la música de Schubert, sintiendo como la muerte rondaba a la doncella y esta luchaba valientemente contra ella durante los primeros movimientos, hasta que la muerte vencía y desataba su alegría con una danza que en el último movimiento se volvía  vertiginosa.

Cuando la música cesó, todo el público estaba emocionalmente exhausto. La maestría de los intérpretes fue recompensada con una ovación atronadora cuando los presentes se hubieron recuperado del impacto.

Nos pusimos en pie y nos unimos al resto del público. Profundamente emocionada, aplaudí hasta que me dolieron las manos. El resto de la velada fue igualmente mágica, aunque sin llegar a la intensidad y el dramatismo de la primera pieza.

Tras el concierto, todo el mundo se acercó al bufet. La comida era deliciosa. Bebí una copa de champán y observé a mi cliente picar canapés de crema de langosta y caviar con desgana, sumido en una súbita melancolía. Como buena acompañante dejé que fuese él el que tocase el tema si lo deseaba, pero siguió comiendo lentamente, en silencio, con la mirada perdida en el lugar donde había estado interpretando la música el cuarteto de cuerda.

Probé algunos de los deliciosos platos que habían dispuesto en una larga mesa, pero enseguida vi que John empezaba a sentirse aburrido y ligeramente nervioso así que terminé apresuradamente la segunda copa de Champán y le dije que podíamos irnos cuando quisiera.

Asintió con un movimiento de cabeza y un casi imperceptible gesto de alivio. Tras despedirse del anfitrión e ignorar a todos las demás personas presentes, me cogió del brazo y me llevó hasta el coche que ya nos esperaba a la puerta.

Nos sentamos en la parte trasera y con la mirada fija en el frente dejó reposar su mano sobre mi muslo. No intentó acariciármelo ni colarla por debajo de la falda, simplemente la dejó allí disfrutando del contacto humano.

Recorrimos el camino de vuelta en silencio. Durante todo el trayecto mantuve la vista al frente, al igual que él, aunque echando rápidas miradas de reojo a aquel hombre adusto y perdido en sus pensamientos, sabiendo que lo peor que podía hacer era interrumpirlos.

El ligero frenazo del coche a la puerta del hotel le hizo reaccionar. Salió con rapidez y adelantándose al chofer me abrió la puerta y me tendió la mano para ayudarme a salir. A cada minuto que pasaba aquel hombre me parecía más misterioso y atractivo.

Cuando entramos en la habitación del hotel no sabía muy bien que esperar. Incluso llegué a pensar que aquel cliente no quería sexo, pero tras unos segundos me cogió suavemente por los hombros y me acompañó a la habitación donde me puso frente a un gran espejo de cuerpo entero.

Colocándose a mi espalda, me acarició el brazo derecho y recorrió con suavidad toda la línea de mi hombro y mi cuello. Yo incliné la cabeza apartando mi melena y vi el reflejo de John observar mi rostro durante unos segundos antes de inclinarse y besarme con delicadeza  el cuello. Sus labios cálidos y su lengua húmeda y suave hicieron que me estremeciera de placer.

Sin dejar de besarme, bajó las manos por mis costados y luego las dirigió hacia la espalda. Adivinando sus deseos me cogí la melena y la levanté por encima de mi cabeza para facilitarle la tarea de bajarme la cremallera del vestido.

La cremallera bajó y el vestido resbaló cayendo a mis pies, pero yo, al ver la mirada de John en el espejo, mantuve la melena en alto mostrándole mi cuello y mi espalda desnudos.

Sus manos se volvieron a deslizar por mi espalda, mi vientre y mis pechos aun cubiertos por el fino tejido del sostén. Los estrujó con suavidad y yo no pude evitar un suave jadeo.

Con un gesto rápido y preciso me soltó el cierre del sostén liberando mis pechos que se bambolearon pesados y turgentes. John se acercó un poco más, su aroma a perfume y excitación asaltó mis sentidos, haciendo que se me pusiese la piel de gallina.

Cogió de nuevo mis pechos. Sus manos cálidas y suaves los sopesaron y recorrieron las rosadas areolas y los pezones que se endurecieron inmediatamente.

Esta vez no pude contenerme y gemí excitada. Deseosa de mirarle frente a frente me di la vuelta. Me encontré con una mirada intensa. En ella vi el inconfundible fuego del deseo. Mirando a mi cliente a los ojos, apoyé la mano en la pechera de su camisa y la deslicé lentamente hasta hacerla desaparecer en el interior de los pantalones.

La ausencia de calzoncillos me facilitó la tarea y no tardé en encontrar lo que buscaba. Era bastante más gorda y grande de lo que esperaba. Mi cara de sorpresa le halagó y con una ligera sonrisa acercó sus labios y me besó sin apresurarse mientras yo le acariciaba el miembro.

En cuestión de segundos tenía la polla dura como la roca. Para poder masturbarle con más facilidad le solté los botones y abrí al cremallera de su pantalón. Su pene duro y caliente golpeó mi vientre al verse por fin libre. Lo cogí con la mano y empecé  a pajearlo mirando aquellos extraños ojos oscuros  casi sin parpadear.

John me devolvió la mirada con la misma intensidad y deslizando su mano por mi vientre la bajó hasta mi pubis y lo acarició con suavidad a través del tenue tejido de mi tanga.

En un instante todo mi sexo había despertado. La humedad escurría de mi vagina empapando el fino tejido de la lencería y los dedos de mi cliente, que sonreía satisfecho al percibir la reacción de mi cuerpo.

Respiré hondo para controlar mi excitación, me separé y tiré de su mano para acercarle al galán de noche que había en una esquina de la habitación. Apartando mis ojos de los suyos, le saqué la chaqueta del traje y la coloqué en el mueble. A continuación desabotoné la camisa con lentitud, mostrándole mis manos, dejando que las acariciase entre botón y botón.

Yo aparentaba ignorarle y concentrarme en quitarle la prenda mientras por dentro todo mi cuerpo hervía de deseo.

Terminé de abrirle la camisa. Su pecho era amplio y estaba cubierto por una rala mata de pelo plateado. Apoyé las manos sobre él y las desplacé con suavidad hacia los hombros, acariciando su piel suave y cálida  hasta llegar a las mangas de la camisa.

Metí mis dedos por dentro de las mangas y pegando mi pecho al suyo, recorrí sus brazos bajando a la vez las mangas de la camisa. Colgué la camisa en una percha que coloqué en el galán y me agaché y tiré de los pantalones con el pene de John balanceándose a la altura de mis ojos.

Dejé que aquel miembro golpease mi mejilla con suavidad mientras le bajaba los pantalones hasta los tobillos. Me arrodillé sobre la moqueta y cogiendo su polla con la mano, besé con suavidad la punta, envolviéndola con mis labios y dejando en ella marcas de carmín. Mi cliente no dijo nada, pero su polla se estremeció y palpitó al recibir mis atenciones.

Satisfecha, levanté mi mirada mientras abría mi boca y trataba de meterme aquel miembro profundamente en ella. Abriéndola  al máximo, conseguí introducir la mitad de su pene. Lo mantuve un instante, dejando que la punta tocase el fondo de mi garganta y lo retiré a la vez que lo chupaba con fuerza.

Repetí la operación varias veces, mi boca se llenó de espesos hilos de saliva. Aparté la boca y pajeé la polla con suavidad escupiendo sobre ella y embadurnándola con mis manos y mi lengua obligando a mi cliente a soltar los primeros gemidos de placer.

Sin tener que decirle nada, levantó sus pies; le descalcé y le quité los pantalones y dándole la espalda los coloqué de forma impecable en el galán de noche.

Sin dejarme darme la vuelta me abrazó por detrás y me giró de cara al espejo. Pegando su cuerpo al mío, observó mi reflejo. Yo respiraba agitadamente sintiendo el calor de su polla contra mi espalda, deseosa y a la vez temerosa de recibir aquella intimidante herramienta.

Con suavidad, adelantó sus brazos y acarició mi cuello y mi nuez con una mano mientras que con la otra bajaba entre mis pechos y hacía delicados dibujos con sus dedos en mi vientre.

Todo mi cuerpo gritaba y deseaba que culminase sus caricias. Gemí, me estremecí e intentando apresurar el momento, le miré a los ojos desde el otro lado del espejo mostrándole mi deseo. Él lo percibió y un velo cubrió su mirada por un instante, como si un amargo recuerdo hubiese atravesado su mente.

Ya me había visto otras veces en situaciones similares y sin perder los nervios retrasé mi brazo y lo pasé por detrás de mi hombro, guiándome por la imagen del espejo para acariciarle la mejilla y la línea de la mandíbula. Aquella expresión desapareció de inmediato y me besó la mano. Incliné la cabeza, mi melena se desplazó dejando mi cuello desnudo para que lo besase.

Cogiéndome por la cintura apretó mi cuerpo contra él y me lo besó con pasión llegando hasta mi mandíbula. Giré mi cabeza y su lengua penetró en mi boca violenta y ansiosa.

En ese instante el tiempo se detuvo para mí. Aquella mezcla de delicadeza y pasión me desarmaron. Todo mi cuerpo cosquilleaba. De haber podido, no hubiese dudado en encadenarlo y hacerle mi esclavo.

En cambio, me separé jadeando y cogiéndolo por la polla tiré de él suavemente hasta sentarlo en una silla. Me quedé de pie frente a él y sonriendo con el carmín corrido, me bajé el tanga quedando desnuda salvo por las medias y los zapatos. Dejando que observase mi cuerpo unos segundos más me coloqué sobre él y me senté en su regazo. Su polla se estremeció bajo mi sexo deseando entrar en mi interior. Yo la ignoré y cogiendo su cara con mis manos, lo miré a los ojos y lo besé con suavidad sin dejar que su lengua irrumpiese violentamente en mi boca y balanceando suavemente mis caderas.

John respondió cogiendo mis pechos con sus manos, sobándolos y sopesándolos. Mis pezones se erizaron y mi cuerpo, incapaz de contenerse un segundo más, se estremeció incendiado por el deseo.

Apoyando los tacones en el suelo, levante mis caderas y él dirigió su polla a mi interior. Con un gemido de placer dejé que su miembro invadiese mi coño dilatándolo y estirándolo hasta que toda su polla estuvo enterrada en mi interior.

Todo mi sexo se estremecía irradiando intensas sensaciones que se extendían por mi cuerpo, obligándome a morderme el labio inferior para mantener la compostura y no gritar. Levanté de nuevo mi cuerpo y me dejé caer esta vez con más fuerza, las sensaciones se repitieron, más intensas si cabe.

Sin soltar su cara ni apartar mi mirada, aceleré mis movimientos besándole  apresuradamente cada vez que bajaba. Me dejé llevar por el frenesí, el sudor corría por mi espalda y empecé a jadear.

Erguí mi torso en busca de aire, estaba empezando a agotarme. John aprovechó para coger uno de mis pechos y meterse el pezón en la boca chupándolo con fuerza. Grité y me agité aun más rápido a punto de correrme.

En ese momento me alzó en el aire y me depositó con suavidad sobre la cama. Yo me tendí obediente y abrí las piernas. Él ignoró mi sexo hinchado, mi vulva caliente y abierta como una flor y la entrada de mi vagina,  aun ligeramente abierta tras acoger su polla y se dedicó a acariciar y besar mis tobillos a través de la resbaladiza seda de mis medias.

Yo cerré mis piernas e intenté rechazarle enfadada, pero  acarició mis muslos y tras unos segundos me los volvió a separar con   facilidad.

Cerré los ojos concentrada en el recorrido de sus labios por mis piernas. Sus dientes mordisquearon mis pantorrillas y mis muslos y cuando llegaron a mi coño creí que mi cuerpo entero iba a estallar. Su boca recogió golosa la mezcla de sudor y flujos que cubría mi sexo, yo solo podía gemir y jadear, totalmente inerme, víctima de un intenso placer.

Apartó la boca y cuando abrí los ojos, los suyos estaban fijos en mí. Deslizando mi mano entre nuestros cuerpos, cogí su polla y levantando un poco las caderas, la guie a mi interior.

John se dejó caer sobre mí enterrando su pene profundamente y haciendo que todo mi cuerpo se contrajese con el placer. Rodeando mi cuello con las manos comenzó a penetrarme con golpes duros y secos. Poco a poco sus movimientos se hicieron más rápidos a la vez que me apretaba con más fuerza el cuello.

Intente coger aire desesperadamente, mis ojos lagrimearon dejando rastros negros en las impecables sabanas, pero yo solo era consciente del placer que recorría todo mi cuerpo.

El orgasmo me paralizó, mis piernas se crisparon en torno a la cintura de John y mis pies se encogieron dentro de los zapatos de tacón mientras oleadas de intenso placer me recorrían una y otra vez en un remolino de sensaciones que parecía no tener fin.

Ni siquiera en ese momento, ni cuando él sacó la polla y quitándose el condón eyaculó sobre mi vientre y mis pechos nuestras miradas se separaron...

Svetlana cayó. Sus ojos, casi rebosantes de lágrimas de emoción me indicaron que aquello no era un capricho idiota. Aquella puta se había enamorado realmente de su cliente.

Un largo silencio siguió a la narración. Esperé con paciencia, dejando que la mujer dominase toda la avalancha de sentimientos que amenazaba con romper su compostura. Finalmente logró controlarse.

—Lo siento. —dijo ella tragando saliva— Es que hasta ese momento no sabía lo que era hacer el amor. Quiero hablar con ese hombre.

—No quiero  parecer frío, pero quizás su cliente no opine lo mismo y solo seas un polvo más. Puede que un poco mejor o peor que la media, pero nada más que un polvo. —repliqué yo, intentando evitar que se hiciese demasiadas ilusiones.

—Lo sé, pero tengo que saberlo y estoy dispuesta a pagar lo que sea necesario para averiguarlo.

—No te saldrá barato. No tengo casi nada para empezar y si luego él no quiere saber nada de ti no es mi problema.

—Lo entiendo.

—¿Quieres un consejo?

—Sé que me lo vas a dar aunque no lo quiera.

—Es lo único que te voy a dar gratis, corazón, así que yo que tú escucharía. —repliqué yo intentando parecer un tipo sensato—Si ese hombre no te dio su nombre y no ha vuelto a solicitar tus servicios es que no quiere saber nada de ti. Yo que tú, buscaría un buen hombre, preferiblemente forrado y me retiraría a parir hijos y gastar su dinero.

—Eso es lo que me repito a mi misma todo los días. —dijo Svetlana— Pero no puedo sacármelo de la cabeza. Necesito hablar con él.

—Está bien. Entonces soy tu hombre. Te cobraré ciento treinta euros al día y necesitare otros quinientos para gastos...

Antes de que pudiese terminar, la joven abrió su bolso y sacando un abultado fajo de billetes de cien contó unos cuantos y me los tendió.

—Hay tienes dos mil quinientos euros para empezar. ¿Algo más?

—Solo un par de preguntas. Me has dado el nombre del hotel. Empezaré por ahí, pero me gustaría tener algo más por si esa pista falla. ¿Sabes dónde queda la mansión a la que fuisteis?

—No conozco muy bien la ciudad, y no estaba atenta al exterior, me temo que todo lo que sé de ella ya te lo he dicho.

—¿Y el coche?

—Me pareció un Mercedes, pero no tenía la estrella en el volante y era mucho más largo, pero no era una limusina. Los asientos parecían más bien butacas y tenían hasta reposapiés. Era de color gris y debía  ser alquilado porque en cuanto nos dejó en el hotel, John le dio unos billetes al chófer que subió al vehículo y desapareció calle abajo.

—No es mucho, pero algo es algo. Una última pregunta ¿Sabes si alguna de tus conocidas ha pasado la noche con él?

—Casi siempre trabajo sola, He hablado con las pocas que conozco y todas me han contestado lo mismo; no le conocen.

—De acuerdo, —dije levantándome y dándole una tarjeta con mi teléfono y mi dirección de correo— no es mucho para empezar y te va a costar caro. Si me das tu correo electrónico te enviaré informes regularmente.

La mujer anotó la dirección en un papel que le dejé y me lo tendió.

Svetlana se levantó del asiento y se giró abrochándose de nuevo la chaqueta. Yo  observé aquel cuerpo espectacular cimbreándose en lo alto de aquellos tacones y justo antes de que abandonara mi despacho la llamé.

En el momento que se daba la vuelta levanté mi móvil y le hice dos fotos, una de la cara y otra de cuerpo entero.

—Por tu descripción ese hombre podría ser cualquiera. No creo que mucha gente se haya fijado en él. —dije adelantándome a la protesta de la prostituta—  Pero estoy seguro de que todo el mundo se acordará de ti.

La mujer hizo un gesto que ni siquiera yo pude interpretar y salió por la puerta taconeando apresuradamente. Yo me quedé sentado, escuchando como se cerraba la puerta y observando la foto del móvil detenidamente, recordando que hacia una eternidad que no echaba un polvo decente.

Suspiré, me rasqué el costado y saqué una ficha dónde apunté los datos de la cliente y toda la información que había recabado del caso, que parecía tristemente escasa. Tras rellenar la ficha, me incliné sobre el ordenador y realicé una búsqueda rápida.

La búsqueda rápida se convirtió en una tediosa y árida búsqueda de dos horas. No conseguí encontrar ninguna noticia o mención a una concierto en un claustro de una mansión privada de la ciudad, ni siquiera conociendo el libreto del concierto conseguí nada.

En cuanto al coche, podría ser cualquier cosa menos un Mercedes. Había varias empresas de alquiler de coches con chofer y limusinas en la capital. Si no lograba acotar un poco la búsqueda iba a tener un montón de trabajo.

Apagué el ordenador y estiré mis músculos anquilosados. Era una mierda hacerse viejo. Cogí la cazadora de cuero y me la ajusté antes de dejar la ficha del caso junto con su sueldo de las últimas dos semanas encima de la mesa de María y salí de la oficina.

Frente a la puerta del edificio estaba el único recuerdo que conservaba de Vanesa. La Ducati Multistrada había sido un acierto, aunque nunca se me hubiese ocurrido comprarla.  De no haber sido por la insistencia de mi ex, que se negaba en redondo a subir a la Ossa a la que llamaba aparato de suicidio con ruedas, nunca hubiese experimentado el placer de montar en aquella bestia de ciento sesenta caballos, capaz de circular por cualquier superficie con una seguridad apabullante comparada con la caprichosa Ossa.

Monté y arranqué el motor escuchando el suave ronroneo. Tras dejarlo calentar un par de minutos puse la primera y me interné en el escaso tráfico de la noche madrileña. Tardé apenas quince minutos en llegar a casa.

Había dejado el tabaco, pero  no había nacido aun el matasanos que me quitara el Whisky. Y después de aquel relato lo necesitaba para calmar un poco la intensa necesidad de sexo que estaba sintiendo. Ojalá aun estuviese Vanesa. Ojalá le hubiese hecho caso y hubiese dejado el tabaco. Ojalá... ¡Qué demonios! Sabía que estaba hecho para vivir solo.

Me quité la cazadora y los pantalones y me serví un Chivas doble con hielo. Aun no había caído tan bajo como para beberlo a morro hasta perder la conciencia, pero todo se andaría...

Esta nueva serie de Smallbird consta de 18 capítulos. Publicaré uno  a la semana. Si no queréis esperar o deseáis tenerla en un formato más cómodo, podéis obtenerla en el siguiente enlace de Amazón:

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Un saludo y espero que disfrutéis de ella.

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