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El Último Vuelo del Electra: Cap 1

en Grandes Relatos

1

El lugar era un edificio achaparrado, con grandes ventanales, en medio de una zona pantanosa, en lo más profundo de los Everglades. Seguramente  el tríptico informativo mostraría un gran sol y la fina arena de los cayos de Florida y no se incluirían ni los mosquitos, ni los caimanes, ni los cuidadores escasos y superocupados.

La atmósfera dentro del geriátrico era todavía más opresiva y húmeda que en el exterior. Dana sintió como su cuerpo empezaba a sudar casi inmediatamente y no pudo evitar fruncir la nariz al ser asaltada por el intenso olor que reinaba en el lugar,  que identificó como una mezcla de desinfectante y corrupción.

Se acercó a la recepción y preguntó por el señor Martin. La secretaria se limpió sus gafas de concha y le dijo que Teddy le estaba esperando en la sala de juegos, la tercera puerta a la izquierda.

El pasillo era una gran galería con unos hermosos ventanales. Los internos descansaban en sillas que curiosamente, en su mayoría, estaban orientadas hacia dentro, como si  nadie quisiera darse cuenta de que la vida continuaba fuera de allí.

Camino de la sala de juegos, Dana se arrepintió de haberse puesto la minifalda y la blusa semitransparente con el sujetador oscuro. Todos los ojos estaban fijos en ella. Las mujeres le miraban con una mezcla de censura y envidia, mientras que los hombres babeaban, sin apartar los ojos de sus pechos y su culo.

Respiró hondo y entró en la sala. Era grande, rectangular y estaba ocupada por varias mesas para jugar a los naipes y una enorme y gastada mesa de billar. Al principió pensó que no había nadie, pero  tras echar un vistazo a su alrededor, vio  un hombre alto y extremadamente delgado sentado en un raído sofá de skay. Su aspecto, a pesar de la sencilla bata, era el de un hombre distinguido, sentado muy recto, fumando una pipa y leyendo una revista con aspecto absorto.

—En estos tiempos hasta los héroes usan hombreras. —dijo el hombre tirando la revista en una pequeña mesita —Buenas tardes. La señorita Dana Pinkerton, supongo.

—En efecto, hablamos por teléfono el otro día, señor Martin. —dijo Dana echando un vistazo a la cara polvorienta de Mel Gibson en un fotograma de Mad Max III.

El señor Martin se levantó y le tendió una mano delgada y nudosa, pero increíblemente suave. Sus ojos grises la observaron con expresión ceñuda, bajo unas cejas extremadamente pobladas, hasta que finalmente le invitó a sentarse frente a él, antes de que la situación se volviese incómoda.

 —Me habló de una investigación que está llevando a cabo.

—En efecto señor Martin, soy periodista, trabajo para el Times y estoy investigando una historia en la que usted se vio envuelto.

—Debió de ser hace mucho tiempo. No recuerdo haber hecho algo lo suficientemente interesante para llamar la atención de un periodista, al menos en treinta años.

—En realidad fue hace casi cincuenta. —dijo Dana tocándose el pelo rubio nerviosamente—Quería hacerle unas preguntas sobre su etapa como asistente del Secretario de  Estado Cordell Hull. Concretamente en 1937.

El gesto del hombre se volvió más serio y por primera vez separó la pipa de su labios pensativo.

—De eso hace mucho tiempo, hija. Yo acababa de salir de Annapolis* y entré al servicio  de Cordell por casualidad. Buscaba a alguien con mi perfil, un graduado con honores y de buena familia. Alguien en quién se pudiese confiar y hubiese vivido un tiempo en Japón. Mi padre había sido representante de  una empresa naviera en Yokohama y vivimos allí hasta que cumplí los trece años.  Un viejo amigo de mi familia me presentó, Cordell vio algo en mí y me acogió bajo su protección. Fue una época interesante. Estuve a su servicio hasta que estalló la guerra y me alisté en la marina.

—Eso es lo que tenía entendido, señor Martin. —dijo Dana cruzando las piernas— Hay quién dice que usted participó en las primeras operaciones encubiertas contra los japoneses antes de la guerra.

—¿Ah? ¿Sí? ¿Qué clase de operaciones? —preguntó el anciano dando una chupada a su pipa.

—Esa clase de operaciones en las que nadie reconoce haber participado. Concretamente  ayudando  a los chinos, ya sabe; conseguir suministros esenciales, adiestramiento de oficiales, incluso se llegó a hablar de que se dedicó a reclutar pilotos para el escuadrón de voluntarios de los Tigres Voladores**.

El hombre se quedó quieto y sonrió con un gesto soñador, pero no afirmó ni negó nada. Dana era consciente de que  era la única persona viva que podía confirmar sus sospechas, así que intentó parecer lo más respetuosa posible al preguntarle.

—Sé que lo que le voy a preguntar probablemente es material confidencial, pero teniendo en cuenta que los hechos ocurrieron hace casi cincuenta años y ya no queda nadie vivo que pueda sentirse perjudicado, quizás pueda hablarme de ella. —dijo Dana poniendo una fotografía de Amelia Earhart*** saludando a un hombre alto y delgado con unos penetrantes ojos grises y unas cejas pobladas, encima de la cara de Mel Gibson.

El hombre cogió la fotografía con manos temblorosas. En la cara del anciano se reflejó una profunda emoción, mezclada con una mirada de pesar. Dana esperó pacientemente mientras el hombre observaba la fotografía, donde se le veía departiendo amigablemente con la mujer delante del Lookheed Electra plateado. Suspiró un instante y luego la dejó de nuevo sobre la mesa.

—Hace tanto tiempo... ¿Dónde la encontró? —dijo Martin tras un carraspeo.

—En los archivos del periódico. Mi marido y mi cuñada van a hacer un viaje alrededor del mundo, emulando el fallido viaje de Amelia y estaba buscando fotografías para documentarme y hacer un reportaje. En cualquier otra circunstancia,  hubiese pasado desapercibida, pero un antiguo compañero de la universidad estudiaba historia e hizo un ensayo sobre los Tigres Voladores. Su nombre, señor Martin, salía repetidamente en sus investigaciones, aunque siempre en forma de rumores que no era capaz de confirmar. Cuando leí su nombre por detrás de la foto, lo recordé automáticamente y empecé a investigar un poco más a fondo el viaje de Amelia y sobre todo las confusas circunstancias de su desaparición y su posterior intento de  rescate.

—Ya veo. Una simple coincidencia. —replicó el anciano lacónico.

—Entonces, ¿Me ayudará? —preguntó Dana inclinándose expectante.

—Lo haré. Amelia merece al menos ese reconocimiento. —dijo el hombre tras meditarlo un momento, mientras golpeaba su pipa contra el cenicero para vaciarla.

Con parsimonia, el hombre se preparó una nueva pipa, la cargó, la encendió y dio dos largas caladas con aire pensativo:

—En realidad no hay mucho que contar. —comenzó con la mirada perdida en la fina columna de humo azul— La situación en Extremo Oriente se estaba poniendo realmente fea y el Departamento de Estado sospechaba que los japoneses tenían planes para expandirse por todo el Pacífico. A principios de 1937, tuvimos un par de informes de avistamientos de submarinos japoneses en una zona, a medio camino entre Australia y Hawai. En la reunión de urgencia, que se convocó con la cúpula militar a finales de febrero, se llegó a la conclusión de que los japoneses estaban situando bases de escucha en apartados atolones, con el objetivo de interceptar las comunicaciones con  Australia y aislar la isla de Estados Unidos cuando la guerra estallase.

—Nos pusimos en marcha inmediatamente y  buscamos por todo el Pacífico, —continuó Martin—  siempre de incógnito, aprovechando cualquier oportunidad que se presentaba para inspeccionar el área donde sospechábamos que se podían situar esas bases. Así que, cuando Amelia presentó su proyecto, nos acercamos a ella y le preguntamos si podía desviarse un poco de la ruta prevista para fotografiar el archipiélago de Tarawa camino de la Isla Howland. A cambio, contribuimos a su empresa con una generosa donación.

—¿Llegó a conocerla bien?

—Solo nos vimos un par de veces, pero era la mujer más intrépida y segura de sí misma que había visto hasta ese momento. Era muy difícil no entusiasmarse con sus proyectos.

—¿Sabe qué fue lo que le ocurrió? —preguntó Dana esperando conseguir una pista.

—Supongo que sé lo mismo que usted. El primer intento, en marzo, fue fallido debido a un accidente y tras reparar el avión, finalmente salió  a mediados de mayo de Florida. El viaje fue bastante bien y el veintinueve de junio estaba en Nueva Guinea. Le esperaba la etapa más larga y peligrosa. Yo llegué allí con un pequeño equipo que instaló una cámara en el morro, la vi algo cansada pero exultante, con la línea de meta  a la vista. El dos de julio partió con los tanques a tope y desapareció en el horizonte, no la volvimos a ver. Los hombres destacados en Itasca, encargados de seguir su trayecto, mantener el contacto por radio y recibirla en la isla Howland para reaprovisionarla, perdieron el contacto cuando enfilaba rumbo a la isla. Horas después, les llegaron unas frases confusas que no llegaron a entender. Una voz rara hablaba de tanques vacios, pero no especificaba su posición.

—Y fue entonces cuando empezó la búsqueda... —intervino la periodista.

—En efecto —dijo el anciano haciendo un par de anillos de humo— Por la información recibida,  pensamos que había caído en los alrededores de la isla Howland. El presidente Roosevelt en persona ordenó una búsqueda que costó cuatro millones de la época. Movilizamos todos los recursos disponibles, casi convencidos de que los japoneses la habían derribado y además aprovechamos para barrer  varios decenas de atolones más al sur de Tarawa en busca de la base de escucha japonesa. No encontramos ni una cosa ni la otra. Creo que el presidente Roosevelt  se arrepintió el resto de su vida y se sentía responsable de la muerte de Amelia.

—Sé que estoy internándome en un terreno resbaladizo y que hay un montón de gente especulando sobre qué pudo pasar. Pero al contrario que todos esos charlatanes y conspiranoicos, usted estuvo allí. ¿Tiene alguna teoría de lo que pudo suceder?

—Bien, —dijo el hombre despegando la pipa de sus labios e inclinándose  hacia Dana— Hay una cosa que siempre me quedará en la conciencia. La noche anterior a su partida, echando un vistazo a las cartas, le enseñé una pequeña isla que me parecía muy prometedora. Pequeña, sin islas habitadas cercanas y en el lugar adecuado. Había intentado convencer al presidente varias veces para que enviase a alguien allí, pero según los asesores era demasiado pequeña para mantener a un destacamento japonés y además carecía de agua potable. Estaba a seiscientos kilómetros al sur de Howland, un poco apartada de su ruta, pero seguía dándome la impresión de que tenía razón con respecto a ella. Lo discutimos y haciendo cálculos con el combustible, llegamos a la conclusión de que era posible llegar, pero Amelia se quedaría sin reserva por si había algún problema y no encontraba la isla Howland a la primera.

—¿Y?

—Hay que recordar que en aquella época los instrumentos de navegación no eran tan precisos como ahora y encontrar una isla en medio del océano a la primera era una muestra de gran habilidad. Así que finalmente le dije que era demasiado arriesgado, que se limitase a tomar las fotos en Tarawa y aterrizase en Howland. Ella asintió, pero vi ese brillo en los ojos, el mismo que vi muchas veces después, durante la guerra, cuando desafiaba a hacer algo especialmente arriesgado a alguno de mis hombres.

—¿Quiere decir que quizás pudo dirigirse a esa isla y perderse en las inmediaciones? —preguntó Dana emocionada con la nueva pista.

—Es una posibilidad, sí.

—¿Y me puede decir qué isla era esa? —dijo Dana sacando un mapa de su bolso y extendiéndolo sobre la mesa.

—Veo que ha venido preparada, jovencita. —replicó Martin examinando el mapa y golpeando finalmente un pequeño punto en el medio del Pacifico con sus  uñas inmaculadas— Aquí está, la Isla Gardner.

Dana cogió un bolígrafo del bolso y rodeó el atolón con un círculo excitada. Quizás no fuese como su aventurera cuñada, pero a lo mejor esa pista les llevaba a un descubrimiento sensacional y podría ganarse al fin su respeto.

—¿Llegaron a explorar la isla? —preguntó Dana observando el mapa.

—La verdad es que no. Poco después, Japón entró en guerra con China. El foco de atención se desplazó al continente y nuestros recursos eran limitados. Luego, estalló la guerra y los japoneses tomaron Tarawa, con lo que ya no era necesario buscar una base japonesa, sabíamos exactamente donde se encontraba, así que olvidé el asunto de la Isla Gardner hasta hoy.

Charlaron unos minutos más, pero Dana no consiguió nada más de valor. Estaba buscando una excusa para despedirse cuando una enfermera entró en la sala con aire ligeramente enfadado.

—Ah, está aquí, señor Martin. Le he estado buscando por todo el edificio. ¿No  estará escondiéndose de mí para fumar ese asqueroso tabaco?

—Nunca he huido de nadie en toda mi vida, señorita y no voy a empezar a hacerlo ahora. —respondió el hombre malhumorado mientras se levantaba del sofá dando un par de profundas caladas a su pipa— Y si hubiese preguntado en recepción, ya haría rato que estaríamos jugando a los médicos.

—Lo siento señora, —dijo la enfermera a Dana— pero me temo que tengo que llevarme al señor Martin, es la hora de mirar su nivel de glucosa. Me temo que tendrá que venir otro día.

—¡Oh! No se preocupe. Ya casi habíamos terminado. —dijo Dana levantándose y alisándose la minifalda— Muchas gracias, señor Martin. Quiero que sepa que si Amelia se perdió allí, la encontraremos. Tiene mi palabra.

—Mucha suerte, hija y tengan mucho cuidado. Esa parte del Pacífico sigue siendo un lugar inhóspito.

Se sentía tan feliz que no le cabía el corazón en el pecho. Sin pensar en lo que hacía, se acercó al anciano y poniéndose de puntillas, se abrazó a él y estampó dos besos en sus mejillas. Salió de la sala casi flotando, dejando al hombre observando cómo se iba con una sonrisa soñadora en sus descarnados labios.

—Vamos, Doctor Amor. Ahora tiene consulta conmigo. —oyó decir  a la enfermera mientras desaparecía en el pasillo.

Fuera, el sol se estaba poniendo, pero el calor y la humedad seguían siendo aplastantes. El aire acondicionado del coche de alquiler necesitaba una recarga y tardó un buen rato en hacer el interior del vehículo soportable, pero a Dana le daba igual. Estaba realmente emocionada con su hallazgo. No pensaba decirle  nada a su marido,  llegaría a Port Moresby con una sorpresa bajo el brazo.

La verdad es que la culpa la tenía toda su cuñada. Su marido y ella habían sido dos hermanos inseparables. Aventureros por naturaleza, practicaban todo tipo de deportes extremos y su economía, más que saneada, les permitía practicarlos casi todo el año. Había conocido a Larry precisamente cubriendo una de sus extravagantes aventuras y el flechazo había sido instantáneo, pero June no estaba tan impresionada.

June era la antítesis de Dana. Morena, alta y esbelta como un junco. Tenía el pelo negro, brillante y liso y lo llevaba cortado a lo  Michelle Pfeiffer en Lady Halcón.  Se movía con la gracilidad de una pantera y era una piloto brillante, hasta el punto de haber quedado subcampeona del mundo de vuelo sin motor un par de veces. Cuando Larry las presentó, June a duras penas pudo  contener un resoplido y una mirada de desprecio y se limitó a saludarla fríamente.

A partir de ese momento, Dana se había limitado a llevarse con ella, sin intentar hacerla su amiga, consciente de que sería inútil y hasta contraproducente y tratando de interponerse lo menos posible en la relación que existía entre los dos  hermanos.

Con el tiempo, la cosa se fue suavizando hasta que su relación llegó a ser soportable. El día de la boda incluso accedió a ser su dama de honor y hasta sonrió dos o tres veces durante la ceremonia.

Un día, un par de meses después, June irrumpió en su casa con una sonrisa que no le cabía en la cara, había conseguido un Lockheed l-10 Electra en una subasta. Ante la mirada atónita de Dana, los dos hermanos se pusieron a dar saltos como locos y no pararon hasta que ella preguntó por qué era tan importante.

Esta vez June no se cortó y resopló impaciente, mientras su marido le explicaba que el sueño de su vida era emular y completar el vuelo de Amelia Earhart alrededor del mundo, con un aparato igual al suyo.

Durante los siguientes meses, todos sus esfuerzos y recursos se volcaron en la búsqueda de dinero y patrocinadores para adaptar el avión y hacerlo lo más parecido posible al NR16020****. Dana intentó involucrarse e incluso consiguió que el periódico participara en la aventura con una estimable cantidad de dinero a cambio de una serie de entrevistas, pero June, como siempre, se las arreglaba para excluirla.

Una noche, en la que Dana había tomado un par de copas de más,  le echó en cara su actitud y June, en vez de enfadarse, se rio y la desafió a acompañarles. Dana no se lo pensó y a pesar de que no podía acompañarlos en un viaje de más de un mes de duración, les prometió que les esperaría en Nueva Guinea para acompañarles en las dos etapas más arriesgadas del viaje.

Al día siguiente, con la cabeza latiéndole dolorosamente,  Dana cogió el teléfono para poner una disculpa y renunciar al desafío, pero justo en ese momento recordó la sonrisa despectiva de June y se dijo a si misma que si alguna vez quería ganarse el respeto de su cuñada, debería demostrarle que no se rendiría ante nada.

Ahora se dirigía al aeropuerto que le llevaría a otro aeropuerto y que acabaría en el aeropuerto de Port Moresby, solo unas horas después de que llegasen su marido y su cuñada en aquel trasto de más de medio siglo.

Durante todos esos días se había estado repitiendo que, a pesar de ser casi el mismo avión, el sistema de navegación era mucho más avanzado y los motores habían sido revisados a conciencia haciendo que la aventura fuese mucho más segura que en 1937.

Llegó al aeropuerto con el tiempo justo de comprar el Times antes de salir. Se dirigió a su asiento, preparada para la primera etapa de un largo viaje que le llevaría junto a su marido. Se sentó al lado de la ventanilla y abrió el periódico. La portada no ayudó a reconfortarla. Otro avión había sido secuestrado y lo habían desviado haciéndolo aterrizar en Beirut, amenazando con hacerlo volar en mil pedazos si alguien intentaba algo. Cuando el Boeing arrancó los motores para iniciar la primera etapa de su viaje a Nueva Guinea, no pudo evitar un leve escalofrío.

—Tranquila, hija. —dijo su vecina de asiento, una viejecita de aspecto frágil, pero con una mirada despierta— Aunque no lo parezca, los aviones son el sistema de transporte más seguro que existe.

Dana se volvió hacia ella y le sonrió sin compartir la verdadera causa de su nerviosismo. No dudaba de los motores de los aviones, dudaba de las anillas de las bombas de mano de los terroristas.

—¿La primera vez que vuelas a Sidney? —insistió la anciana.

—No, ya he estado allí un par de veces, pero en realidad solo voy a hacer escala. Mi destino es Port Moresby.

—Ah. —respondió la mujer cambiando el gesto— No es por desanimarla, hija, pero mi Jerry decía de Nueva Guinea que era la mayor letrina del mundo. Estuvo allí durante la guerra y odió cada minuto que pasó en ese cochino lugar. Obviamente ha pasado mucho tiempo y quizás... espero que hayan cambiado las cosas desde entonces.

—¿Su marido estuvo allí? —preguntó Dana súbitamente interesada.

—Sí, desde 1938 hasta el final de la guerra. —respondió la mujer.

—¿Y cómo era?

—Una mierda. Mi Jerry era capitán de infantería del ejército australiano. Le destinaron allí cuando los jodidos japos se empezaron a poner revoltosos en China. Al principio solo era un agujero lleno de insectos y nativos traicioneros y rencorosos. La mayor parte de la isla estaba cubierta por una densa jungla en la que cualquier cosa te podía matar, hasta aquellos pájaros, ¿Cómo se llamaban? Eso, casuarios, aquellos bichos eran sorprendentemente malignos. Pero cuando los japoneses invadieron Nueva Guinea y comenzaron a bombardear la isla con regularidad, se convirtió en un infierno.

—Pero los japoneses estuvieron poco tiempo, enseguida los expulsasteis con ayuda de los americanos. —dijo Dana no muy segura.

—Deberías informarte mejor, querida. Es verdad que después de Midway, Nueva Guinea dejó de ser un teatro principal de la guerra, pero esos putos limones eran como garrapatas. Aislados, comidos por los insectos, la malaria y la disentería, muertos de hambre y escasos de municiones se agarraban a cada valle y a cada árbol de aquella apestosa selva y la defendían con su propia vida. Llegaron a comerse a los nativos de la isla e incluso a sus propios compañeros, así aguantaron en algunas zonas hasta el final de la guerra.

—No sabía. ¿Qué tal le fue a su marido? —preguntó Dana llevada por la curiosidad de periodista, sin pensar en que podía ser una pregunta delicada.

—Volvió con una pierna menos.

—Vaya, lo siento. —dijo sonrojándose.

—No te preocupes querida. El miembro que realmente interesaba volvió intacto. —replicó la mujer con un guiño cómplice— Por cierto, ¿Puedo preguntar qué es lo que te lleva a ese agujero?

—Soy periodista, voy a cubrir una noticia y de paso me voy a reunir con mi marido.

—¡Ah! Ahora lo entiendo. —dijo la anciana— ¿Cuánto hace que estáis casados?

—Casi un año y medio. —respondió Dana.

—¿Y cuánto hace que no le ves?

—Hace un mes, más o menos. —dijo sin poder evitar un suspiro de impaciencia.

—Ahora te entiendo, querida, en tu lugar hubiese ido al mismo infierno. Me puedo imaginar la necesidad que tienes de abrazarte a tu flamante marido... y algo más. —dijo la anciana volviendo a guiñarle el ojo— Aprovecha, que estáis en el mejor momento. Luego llegara la rutina, las discusiones y los cabreos, pero ahora todo es de color de rosa.

—¿Cuánto hace que está casada? —preguntó Dana mientras el avión se estabilizaba y se apagaban las luces de los cinturones.

—Cincuenta y dos años. —respondió entre risas al ver la cara de Dana— Vine a Florida a visitar a uno de mis hijos. La salud de mi Jerry ya no es la que era y me espera en Sidney...

La anciana continuó hablando durante un rato hasta que afortunadamente una azafata llegó con el carrito de las bebidas. La señora eligió un buen lingotazo de Bourbon, decía que le ayudaba a superar el jetlag. Dana pidió un refresco, conectó el Walkman y se dedicó a escuchar a Madonna, observando por la ventanilla como se ponía el sol.

 Mientras escuchaba "Like a Virgin", no paraba de darle vueltas a lo que la anciana le había contado. Un viaje maldito, un misterio y un avión de medio siglo,  todo eso, unido a la corta, pero instructiva conversación de la anciana, habían bastado para llenar su mente de malos presagios.

*Academia Naval de los EEUU, donde se forman los oficiales de la Marina Estadounidense y del Cuerpo de Marines.

**Cuerpo expedicionario norteamericano, formado por aviadores voluntarios que luchó en China contra la fuerza aérea japonesa antes de que estallase la Segunda Guerra Mundial.

***Aviadora y aventurera estadounidense, desaparecida en el Pacífico en misteriosas circustancias mientras daba la vuelta al mundo en un Lookheed Electra plateado.

****Matrícula del avión de Amelia.

 

Esta nueva serie consta de 12 capítulos. Publicaré uno  a la semana. Si no queréis esperar o deseáis tenerla en un formato más cómodo, podéis obtenerla en el siguiente enlace de Amazón:

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Un saludo y espero que disfrutéis de ella.

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