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Hasta el Quinto Pino y Más Allá. Capítulo 17

en Grandes Series

 

Capítulo 17: Marco el Destructor

La situación era grave, pero afortunadamente las armas aun funcionaban. Mientras las naves enemigas se acercaban me perfilé y avancé perpendicularmente hacia su trayectoria marcha atrás,  dejando las patrulleras a un lado y las corbetas en la otra banda e intentando que identificasen la popa, que era una parte relativamente prescindible de la nave como la proa y centrar así los disparos del enemigo hacia allí.

El único problema era que el lado más dañado quedaba mirando hacia las dos corbetas, pero no todo podía ser perfecto. Dejé a Eudora que se ocupase de las patrulleras que venían del lado donde aun controlaba la computadora el armamento y yo ocupé mi sitio en la otra banda.

Decidí prescindir de las armas láser y así poder desviar toda la energía disponible hacia el escudo. Eudora no tendría problemas en destruir las patrulleras, pero yo tenía que accionar manualmente las armas.

Podía haber usado el obús de 105 mm, pero era más pesado de mover y no me quedaba ninguna ayuda electrónica, así que me decanté por el Bofors doble de 40 mm, más manejable y capaz de escupir trescientos proyectiles por minuto lo que me permitiría corregir el tiro si fuese necesario.

El único problema era que los proyectiles tardarían varios segundos en hacer impacto mientras que los laser eran casi instantáneos. Eso significaba que los escudos de la Eudora tendrían que aguantar varios impactos.

Apretando los dientes, amartillé el arma y apunté cuidadosamente a la primera de las naves.

El combate fue tan breve como violento. Ellos empezaron machacando mi nave con todo lo que tenían y reduciendo la potencia del escudo a un mísero tres por ciento.

Antes de que los impactos empezasen a afectar a la estabilidad de las armas Eudora y yo abrimos fuego. El retroceso del cañón hacia que mi cuerpo temblase y todos mis dientes bailasen en sus encías, pero en ese momento, dedicado a disparar mientras gritaba como un loco, no me daba cuenta.

Tanto mis disparos como los de Eudora alcanzaron sus objetivos. Las patrulleras se desintegraron en un alarde de pirotecnia, las corbetas aguantaron unos segundos más mientras barría sus costados con mi cañón, haciendo enormes boquetes en su casco hasta que se partieron en varios fragmentos.

Llevado por una sed de venganza insaciable, seguí empotrando proyectiles en los pedazos y no paré hasta convertir aquellas corbetas en una fina lluvia de chatarra. Cuando agoté la cinta puse otra y solo el temblor de mis músculos machacados por el retroceso del arma impidieron que siguiese disparando hasta acabar con las municiones.

En treinta y cinco segundos todo había acabado, pero el tiempo que tardaron en impactar los proyectiles en las naves enemigas fue suficiente para que algunos disparos de las corbetas acabasen con el escudo e impactasen en la popa de Eudora, inutilizando otra de las bodegas de carga y afectando al módulo sanitario.

Aun tenía cuentas que pagar, pero lo primero era reparar la nave. En unas horas la impresora había preparado las planchas de grafeno para tapar los boquetes del casco. Me puse el traje espacial para entrar en el módulo de carga dañado y tras eliminar todos los restos de la lanzadera que quedaban en él, tapé el agujero y restauré la integridad del casco.

Desgraciadamente, la bodega de popa que había recibido los impactos de las corbetas y las patrulleras había quedado inservible y tuve que desacoplar el módulo y desecharlo. Tendría que construir otro más tarde. Por último imprimí la cubierta exterior y los raíles por los que se desplegaban las velas solares, lo que me permitió recuperar la invisibilidad ante los detectores enemigos.

En tres días tenía la nave casi operativa. La única avería grave que quedaba por reparar era el generador que recargaba las armas y el escudo, pero eso podía esperar. Antes de ponerme a ello, encendí el motor gravitatorio y me acerqué a la estación con todas las armas a punto.

Consciente de que estaba indefensa desvié toda la energía a los laser mientras aquella patata amorfa se hacía cada vez más grande en mis visores.

Los kuan, al ver la que les caía encima intentaron convencerme de que el ataque había sido un error y que estaban dispuestos a compensarme económicamente por los daños que había sufrido. Había que joderse, esos imbéciles creían que todo se resolvía con dinero.

Tenía ganas de reducir todo aquel asteroide a cenizas, pero no iba a matar  a un montón de gente inocente, así que opté por pegarles dónde más les dolía. Apuntando hacia la zona de carga destruí los amarres y los grandes almacenes de mercancías, intentando no tocar los dedicados a la comida.

Mientras lo hacía, podía imaginar la cara que pondrían aquellos hijos de puta al ver sus riquezas reducidas a ceniza.

Cuando terminé mi  metódica destrucción de los muelles, desplacé mi nave y aterricé al lado de la cúpula de energía que mantenía la atmósfera de la estación, lo más cerca posible de la mansión de Saget.

Toda la población del puerto espacial corría por las calles, como gallinas sin cabeza, victimas del shock, sin fijarse en un humano bajito y armado hasta los dientes que caminaba con el traje espacial aun puesto.

Sin dificultad salté los seis metros de muro de la mansión del contrabandista y aterricé elegantemente con la DP12 a punto.

Esta vez no apunté a las copas de las palmeras y el arkelión que se me acercó por la derecha acabó apoyado contra el muro, con el pecho hecho pulpa.

Dos bichos más, uno, un arkelion con una especie de armadura que le hacía parecer una tortuga aparecieron por mi derecha. Le arranqué dos de sus seis brazos al elante que venía con él, y dando un salto evité los disparos del tipo de la armadura y me coloqué treinta centímetros a su espalda. Apoyé el cañón de la escopeta en su nuca y apreté el gatillo dos veces.

Me acerqué a la puerta recargando el arma. Aquellos imbéciles la habían reforzado y asomaban sus armas por una tronera olvidándose por completo de los ventanales que habíaa ambos lados. De una corta carrera me dirigí a la derecha y tras descargar dos escopetazos a uno de los ventanales, el que estaba más cerca  de la puerta, tiré un par de granadas hacia el vestíbulo.

El estruendo hizo temblar el edificio, arrancó la puerta del marco y destruyó los ventanales de toda la planta baja.

De un saltó me colé en el interior. Estaba oscuro y lleno de humo. El falso techo estaba destrozado y trozos chamuscados colgaban balanceándose a punto de desprenderse. Rematé a los guardaespaldas y me dirigí al despacho de Saget. Me lo encontré sentado, aparentando tranquilidad, aunque los pedúnculos de sus ojos, moviéndose constantemente, le traicionaban.

De un salto agarré por el cuello a aquella sabandija y arrancándole del asiento le volé una de sus cuatro patas traseras de un escopetazo.

El bicho se retorció conteniendo a duras penas el grito de dolor.

—¿Qué quieres? ¿Has venido a matarme?

—Ya te lo dije la última vez. Quiero saber si vuelven a crecerte las extremidades. —dije volándole otra de sus delgadas patas.

De un empujón le obligué a llevarme a la habitación donde tenía la caja de seguridad.

—Me lo imaginaba. —dijo despectivo Saget— Todo esto para un vulgar robo.

Sin contestar le estampé con fuerza contra la puerta de la cámara acorazada y le dije que la abriese si no quería perder otra extremidad más. Aquella sabandija astuta intentó convencerme de que no podía hacerlo, pero otra extremidad menos le convenció de que no estaba para bromas.

En aquella cámara había un verdadero tesoro. Había de todo. Desde esculturas Dumm hasta el rodio y el oro que había recibido en mi envío. En una esquina había un par de millones de créditos cuidadosamente apilados y seis cajas de whisky.

Sin hacer caso del gesto de furia impotente de Saget, cogí el whisky y lo saqué de la estancia.

Saget me llamó de nuevo ladrón e intentó atizarme con una de las extremidades que le quedaban. En otras circunstancias podría ser un golpe peligroso, pero la pérdida de sangre le estaba afectando. Pude esquivar el movimiento lento y vacilante y me aparté un par de metros.

De nuevo entré en la caja fuerte. Lo miré todo, dejando patente mi desdén y ante los ojos espantados de Saget lancé dentro un par de minas Claymore y todas las granadas que me quedaban y cerré la puerta.

Tiré del rancor en el momento que la explosión hacía volar la puerta de la cámara y tras unos segundos me acerqué para comprobar que todo había quedado reducido a un montón de hierros retorcidos.

Saget miraba los restos. Sus ojos parecían escapar de sus órbitas. Lo arrastré hasta el despacho y lo dejé caer en el suelo. Su sangre espesa y de color violeta manaba cada vez en menos cantidad, pero ya había teñido la gruesa alfombra.

—Hijo puta, me las pagarás. Te arrepentirás de haberme dejado con vida. —siseó el rancor entre gemidos de dolor.

—Bueno, primero tendrás que convencer a los kuan de que todo esto no es culpa tuya. Y si aun sales de esta y vuelven a crecerte las extremidades, quizás podamos tener una charla en el futuro. 

Sin más dejé a aquel bicho traicionero desangrándose lentamente sobre la alfombra y me dirigí a la salida, mientras lo hacía dejé tres minas más por el edificio para garantizar su destrucción y prendí fuego a todo el material combustible que encontré en mi camino.

Con una sonrisa de satisfacción, abandoné aquel lugar en llamas con mi preciado whisky en brazos, con la intención de abandonar la estación, pero cuando estaba a punto de despegar, destellos de disparos provenientes de la Plaza Central llamaron mi atención. Picado por la curiosidad, volvía a entrar bajo la cúpula, metí el casco y la escopeta en una mochila y me dirigí hacia allí. El mono que había diseñado la NASA para mí no era demasiado aparatoso de manera que sin el casco no daba demasiado el cante y pude aproximarme sin llamar la atención.

Las calles aledañas estaban vacías y tenuemente iluminadas. A medida que me acercaba, más convencido estaba de que algo grave pasaba. Cuando llegué a la plaza me dirigí hacia  la parte despejada, frente al edificio de gobierno, pero sin abandonar la cobertura de las chabolas que rodeaban el lugar y observé el tumulto.

Al parecer todos los habitantes de la estación estaban reunidos frente al palacio, gritando  y reclamando explicaciones sin obtener más respuesta que los disparos al aire de los guardias kuan.

—Difícil situación, no me gustaría estar en la piel de esos jodidos kuan. —dijo un baarana saliendo de una estrecha callejuela a mi espalda.

—Ya veo...

—No sé si lo sabes, pero la mayoría de los habitantes de la Federación odiamos a los kuan. Solo ellos se benefician de las inmensas riquezas que esos desgraciados de ahí producen. El secreto del éxito de la Federación es el bajo coste con el que elabora sus productos.

—Lo dices como si eso me interesase. —repliqué yo observando como un cúmulo de personas de todas las razas de la galaxia se acercaban a la entrada mientras un reducido grupo de guardias formaba delante de ellos y bajaba las armas apuntando hacia la multitud.

—La Federación se vanagloria de ser un estado multicultural y multirracial, pero solo seres malignos y abyectos como Saget logran sentarse a la mesa de los kuan. Esto puede cambiar. Tú lo puedes cambiar.

En ese momento varios tipos abrieron fuego con armas láser contra los guardias derribando a unos cuantos. Los que quedaban respondieron al fuego, pero ya era demasiado tarde para detener a los manifestantes. Los guardias intentaron girarse y entrar en el edificio de piedra, pero se encontraron con la puerta cerrada y asegurada. En cuestión de segundo desaparecieron acometidos por la multitud.

—En cuestión de horas la estación será nuestra, —dijo el baarana— pero no aguantaremos mucho tiempo sin ayuda.

—No sé quién crees que soy, pero te equivocas si crees que... —intenté justificarme mientras veía como se organizaba el asedio del edificio de gobierno.

—Te traigo saludos de mi amiga Argüil. Ella es una gran fisonomista y tu un humano muy poco común.

—¿Y tú quién eres? ¿El héroe que va a llevar a esa pandilla de desharrapados a la libertad?—pregunté yo jocosamente.

—Soy Erlian el lider del BAK, las Bigadas Antikuan,  en este sector.

—Y Argüil es una de tus agentes. —adiviné— ¿Alguien en este jodido lugar es quién dice ser?

—Argüil es una luchadora por la libertad que se ha jugado la vida permaneciendo al lado se Saget e informándonos de todas sus maniobras

—Mientras el gran líder estaba limándose las uñas en su escondite. —repliqué mirando a mi interlocutor con ironía, cansado de tanta mentira.

—El caso es que aunque tomemos la estación no duraremos mucho sin apoyo. Y con todos los muelles y los sistemas de comunicación de largo alcance destruidos, tu eres nuestra única esperanza. —dijo Erlian ignorando mi pulla— La única esperanza de Argüil. Me dijo que lamentaba inmensamente no poder haberte avisado del explosivo que escondió Saget. No sabía nada. De hecho el rancor  se lo contó entre risas mientras observaba la batalla. Dice que cuando vio como te deshacías de las cinco naves le cambio el color. Argüil es de todo menos tonta y supo que ibas a hacer. Me avisó inmediatamente y me fui hasta la mansión de Saget a esperar a que aparecieses para contactar contigo.

Aquel cabrón sabía dónde pegar. Por poco que me interesase el destino de aquella  patata herrumbrosa, tenía que reconocer que no había podido evitar coger cierto cariño a aquella sabrosa bailarina y no le deseaba ningún mal. Erlain había sabido jugar bien sus cartas.

—Está bien, ¿Qué quieres?

—Solo quiero que entregues este mensaje en tres lugares. Son colonias mineras. Mis camaradas están preparados para levantarse contra los kuan. Solo esperaban el momento y este ha llegado. Si conseguimos controlar esos sistemas, mandaran ayuda  y con la estación espacial abierta,  nos convertiremos en el germen de un nuevo estado en el que todos seamos verdaderamente iguales y personas de todas las especies puedan vivir en libertad.

Sin muchas dificultades, pude imaginar a Chavez soltando discursos parecidos, aunque probablemente un poco más largos. Había que reconocer que aquel hombre creía en lo que hablaba. El baarana sabía que había ganado, pero esperó pacientemente a que me decidiese. —Está bien, pero no te saldrá gratis. Te enviaré una lista de material que necesito para reparar la nave.

—Por supuesto. —se apresuró a contestar Erlain— ¿Necesitas algún técnico que te eche una mano?

—No, solo quiero que dejes las piezas en el borde de la cúpula y ya me encargaré yo de transportarlas a la nave. Ahora te dejo. —dije observando como la puerta del enorme edificio caía y los rebeldes entraban en masa en su interior en busca de sus odiados opresores— Me parece que tienes un día atareado por delante.

Erlain me dio las gracias depositando los tres mensajes codificados en mis manos, junto con las coordenadas de sus destinos y se alejó a la carrera, camino del edificio, probablemente para evitar que la turba destruyese los tapices de su futura sede de gobierno.  

Esta nueva serie  consta de 24 capítulos. Publicaré uno  a la semana. Si no queréis esperar o deseáis tenerla en un formato más cómodo, podéis obtenerla en el siguiente enlace de Amazón:

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Un saludo y espero que disfrutéis de ella

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