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Redención I

en Grandes Series

ÍNDICE

 

PRÓLOGO

Primera parte: Un polvo saca otro polvo.

Segunda parte: Día nuevo, cadáver nuevo.

Tercera parte: Quien a hierro mata, a la barbacoa muere.

Cuarta parte: Hijo de perra enfermo, hijo de perra eterno.

Quinta parte: Quien mata a un cabrón, tiene cien años de perdón.

EPÍLOGO

 

GUÍA DE PERSONAJES:

 

Reverendo Blame junior: Narrador de la historia.

John "el loco" Stewart: Viejo minero, con el dudoso honor de ser el  fundador de Perdición.

John Strange: Enigmático forastero con un oscuro y torturado pasado.

Suzanne Holt: Bella madame, propietaria del único saloon y prostíbulo de Perdición.

Coronel Davenport: Ex coronel del ejército de la unión y ahora dueño de casi todo el pueblo de Perdición.

Jonas "el tuerto" Donegan: Sheriff del pueblo, colocado en su puesto por el coronel Davenport.

Mike y Cordelia Jenkins: El doctor y su esposa, dueños del almacén y el servicio de pompas fúnebres a cambio de un porcentaje que se lleva el coronel.

Reverendo Blame: El pastor del pueblo, venido del este con su hijo.

Philips, Jackson y Rusty: Hombres del coronel Davenport.

Betsy, Xiaomei y Corina: Prostitutas que trabajan para Suzanne.

Lucas y Gunnar: Guardaespaldas de Suzanne.

Fenton y Jewison: ciudadanos de Perdición.

Prólogo

 

—¡Queridos hermanos, hoy estamos de celebración! Hoy inauguramos la primera iglesia de Redención. ¡Demos gracias al Señor!

—¡Aleluya! —responden todos los feligreses presentes a coro.

—¡Aleluya! ¡Sí Señor! ¡Aleluya! —dice el joven predicador corriendo por el altar extasiado.

—¿Sabéis que hubo un momento en que pensé que esta ciudad no tenía remedio? Tanto yo, como mi padre, estuvimos a punto de darla por perdida y buscar un lugar donde  no imperase la ley del más fuerte, pero entonces llegó él. No es un buen hombre, no es el más honrado, ni el más creyente, de hecho, no creo que pase jamás por esta iglesia ni por cualquier otra, pero los caminos de Dios son insondables.

—¡Aleluya! —Vuelven a exclamar los parroquianos.

—Pero a pesar de todo, ese hombre cargado de pecados y defectos, ha sido el hombre que ha permitido que hoy estemos aquí participando de la gloria del señor. Y por eso merece que hoy contemos su historia, que es la historia de esta ciudad.

—¡Aleluya!

—¡Aleluya, hermanos! Ahora, que Dios me perdone, porque esta no es una historia agradable. Pero estoy seguro en el fondo de mi alma, de que si Dios permitió este milagro, también quiere que se cuente punto por punto, tal como ocurrió, con las partes más sórdidas y también con las más gloriosas. Y eso voy a hacer.

—¡Aleluya!  —exclama una matrona negra en el fondo de la amplia iglesia que aun huele a pintura fresca.

—¡Aleluya! —responden todos a coro.

 

***

 

Coronel Davenport

 

Hace tan solo cinco años este lugar solo era una estepa árida barrida por el viento, con el valle del Digger al fondo aportando un poco de frescor al arrasado lugar.

Y allí, John "el loco" Stewart llegó con su pala y su batea. Había buscado oro en todos los ríos, desde los Apalaches hasta aquí, sin encontrar jamás una sola onza. Cuando llegó se quedó mirando a las colinas arcillosas, esculpidas por los elementos en  forma de caprichosas esculturas y algo le dijo que esta iba a ser la buena.

Claro, que siempre se decía lo mismo, pero fuese porque realmente estaba inspirado o porque el sol de agosto en el desierto le había recalentado la sesera, está vez sintió que era especial, que había llegado al fin de su camino y que en aquel riachuelo, mermado por el estío hasta ser apenas un hilo de agua, iba a encontrar su fortuna.

Sin molestarse en montar la tienda siquiera,  desmontó del caballo, descargó la mula y cogiendo la batea se lanzó sobre el riachuelo.

No sé si es verdad lo que dicen de que el viejo loco  encontró polvo de oro en el primer intento o es solo otro rumor sin sentido más, pero el caso es que lo encontró.  Llevado por el instinto, subió rio arriba hasta lo que hoy es Wall Creek; allí el rio hace un recodo y se ensancha. Stewart hincó allí la pala y en un día saco varias onzas de oro en pepitas de buen tamaño. El viejo loco por fin había tenido éxito. Era rico.

Durante dos semanas estuvo sacando el oro de aquel agujero y cuando la mula no pudo cargar con más, se volvió hacia Dawson City, dispuesto a venderlo y hacerse rico.

El viejo Stewart causó sensación  y suscitó la envidia y la admiración de ciudadanos y forasteros. Gastó todo lo que había ganado en Whisky y putas, pero dejó algo para el material con el que pensaba seguir excavando y así volver aun con más oro  en una nueva ocasión.

Lo que pasó en ese segundo viaje nadie lo sabrá con exactitud. La versión oficial es que durante el viaje los indios le atacaron cuando volvía con dos mulas cargadas hasta los topes de pepitas. El coronel Davenport y su "patrulla" ahuyentaron a los indios, le recogieron, según ellos en las últimas y lo llevaron a Dawson donde llegó muerto.

El coronel Davenport, o El Coronel como todo el mundo le llamaba por aquí, era una figura controvertida. Para unos era un hombre que se dedicaba a cazar forajidos y poner un poco de orden en el salvaje territorio de sur de Nuevo México y para otros era el jefe de otra banda más de ladrones y asesinos.

El caso es que fue realmente un coronel yanqui durante la guerra de secesión. Él y sus hombres se dedicaron principalmente a realizar incursiones de represalia en territorio confederado, robando, saqueando y violando.

El fin de la guerra fue un duro golpe para él. Intentó continuar con la carrera militar, pero lo que en época de guerra era una actividad sucia, pero necesaria, ahora se había convertido en una mancha imborrable en su historial y en el de sus hombres.

Licenciado él y su cuadrilla, decidió hacer fortuna en las tierras fronterizas, dedicándose a la tarea de cazarrecompensas y a matar indios y robarles todo lo que pudiese vender o intercambiar por alcohol para sus hombres.

Sin nadie que se atreviese a discutirlo y sin herederos que reclamasen la fortuna que llevaba el viejo Stewart consigo, se  apropió del oro del viejo buscador y no conforme con aquella cantidad, la invirtió haciéndose con los derechos de explotación de tres mil acres a ambos lados del río Digger.

La idea de Davenport no era dedicarse a la minería, un trabajo duro y desagradecido en el que la suerte era un factor tan importante como la constancia, sino que dividió su concesión en pequeñas parcelas que vendió a una multitud de hombres cegados por la fiebre del oro. Con el dinero que sacó, construyó un Banco y una tienda de suministros.

A casi seis días de marcha de la ciudad más cercana, por un terreno árido e infestado de indios y alimañas, pocas personas dejaban de vender el  oro a Davenport a un precio más barato y comprar sus suministros bastante más caros antes que hacer el peligroso camino y muchas menos volvían para contarlo, desapareciendo misteriosamente.

Davenport había conseguido, sin que él o sus chicos se rompiesen una uña, la mitad de los beneficios del trabajo de los mineros y cuando montó el saloon pasó a ser casi el total.

En poco tiempo, esta estepa desierta se convirtió en una ciudad de más de mil almas, la mayor parte edificada con cabañas de chapa y tiendas de campaña. Davenport le quiso poner su nombre, pero casi desde el primer momento todo el mundo la llamó Perdición.

Madame Suzanne

 

El negocio de Davenport iba viento en popa, pero un día llegó Suzanne y ella tenía también su banda, una banda de prostitutas. Suzanne era menuda y pelirroja, con los ojos verdes, la melena larga y rizada y una figura de reloj de arena que siempre había vuelto locos a los hombres. Decían que era de Luisiana, de una pequeña localidad cercana a Baton Rouge. Los rumores que corrían por el pueblo decían que, seducida por un joven mulato, fue rechazada por su familia y se tuvo que dedicar al oficio más viejo del mundo para ganarse la vida.

Pero la joven, además de un cuerpo para el pecado, tenía una mente para los negocios y una voluntad de hierro. En pocos años, antes de que el oficio acabase con su juventud, montó su propio prostíbulo que iba moviendo de pueblo en pueblo, siempre en zonas fronterizas. El riesgo venía compensado por la abundancia de hombres deseosos de sexo y la justicia con la que trataba a sus putas, en comparación con los prostíbulos llevados por hombres, hizo que su negocio floreciera.

 La mujer llegó en dos caravanas cargadas con hembras de todos los colores, todas hermosas y dispuestas para el pecado. Lo primero que hizo nada más llegar fue contratar a los dos hombres más grandes y duros que pudo encontrar y comenzó el negocio en una simple carpa.

En cuestión de días se hizo con el negocio del juego, la prostitución y la bebida. Davenport era avaricioso, pero no era tonto. Podía cargarse un viejo que a nadie importaba, pero si se cargaba a las únicas putas del pueblo, podía provocar una rebelión.

El coronel intentó contratar su propio  grupo de furcias, pero no era nada fácil encontrar mujeres en aquella zona. Las más cercanas estaban en Dawson y ninguna, salvo un par de viejas escrofulosas y sin dientes y unas pocas indias dispuestas a vender su cuerpo a cambio de whisky, aceptaron venir a trabajar aquí. Además, con la ayuda desinteresada de los mineros, Suzanne montó un bonito saloon en el extremo del pueblo más alejado de los dominios del coronel, al que acudían la mayoría de los ciudadanos de Perdición, incluidos los hombres de Davenport.

Finalmente, el coronel usó su saloon como base para sus hombres y aparentó  rendirse. Pero la rendición  no estaba entre sus planes. Solo decidió cambiar de táctica y empezó a cortejar a la madame a la vez que  presionaba, poniéndole trabas en su negocio siempre que podía.

Suzanne optó por darle largas. Estaba harta de moverse de pueblo en pueblo. Aquel era un buen lugar para establecerse definitivamente. Con tanto oro corriendo por la ciudad había suficiente para los dos y pensó que Davenport tarde o temprano se conformaría, pero se equivocaba. La presión era  cada vez más fuerte y llegó a su culminación cuando uno de sus matones, encargado de mantener el orden en el saloon, apareció muerto a cuchilladas.

El Sheriff Donegan

 

¿Pero es que no había ley en Perdición? ¿Nadie iba a proteger a la joven madame y su negocio y a hacer justicia al guardaespaldas muerto?

Haber, había un sheriff. Elegido por los ciudadanos de Perdición... más o menos. Jonas "el tuerto" Donegan era un cuarentón de origen irlandés con un solo ojo y una prominente barriga que había llegado atraído por el oro. Enseguida había decidido que aquel trabajo no era para él y había buscado algo más cómodo.  Tras emplearlo Davenport en su Saloon, vio en él la dejadez y la incompetencia perfectas para el puesto y mediante sobornos y amenazas se aseguró de que consiguiese el puesto.

Así,  a primera vista, el sheriff Donegan no era un secuaz del coronel, pero Davenport podía confiar que aquel hombre; mientras tuviese dinero para Whisky y para putas, no le crearía problemas.

Desde el momento de su nombramiento, se empleó a fondo,  sentado en una silla en el porche de su oficina, con una jarra de Whisky al lado, se convirtió en una parte más del mobiliario urbano de Perdición. En pocos sitios como en Perdición el desgobierno había estado mejor gobernado.

Cuando Lucas, el guardaespaldas de Suzanne, apareció con varias puñaladas en la espalda, en medio de un gran charco de sangre, nuestro sheriff se limitó a arrastrar el cuerpo hasta la funeraria para que Jenkins se ocupase de él y echar arena sobre la mancha que ocupaba  la polvorienta calle.

Mike y Cordelia Jenkins

 

El doctor Jenkins era el médico y el enterrador del pueblo y además, con la ayuda de su mujer, se ocupaban del almacén. Eran un pareja un tanto peculiar, él, gordo como un globo terráqueo, siempre se le veía con una tira de cecina o un vaso de aguardiente de cerezas en la mano. Su mujer, delgada como un junco, se dedicaba a mirarle con reprobación mientras atendía a los clientes.

Los habitantes de Perdición la odiaban. Cuando andaban cortos de dinero, ella los trataba con condescendencia y racanería, exigiéndoles intereses altísimos por proporcionar materiales a cuenta y cuando venía algún minero que había tenido un golpe de suerte, lo trataba con suspicacia y una mirada de envidia que no trataba nunca de disimular.

En el fondo era una mujer amargada que se había casado con un médico, pensando que iba a ser una personalidad allí donde instalasen su hogar. Para cuando se dio cuenta de que Mike Jenkins era un glotón y un borrachín irredento era demasiado tarde, ya estaba casada. A partir de aquel momento se habían ido mudando de pueblo en pueblo, huyendo de los escándalos y de la mala fama de su marido hasta que el Coronel los había recibido en el pueblo y les había cedido la explotación del almacén a cambio de un nada desdeñable porcentaje de las ganancias.

Cordelia, además era un chismosa. Disfrutaba especialmente dando malas noticias, así que la muerte de Lucas pronto fue de dominio público en el pueblo. Atendió a Suzanne cuando vino a reclamar el cuerpo con una fachada de respeto, aunque en el fondo se alegraba de que aquella pecadora tuviese lo que merecía y pensaba que era un lástima que no fuese aquel bonito vestido de seda el que hubiesen encontrado acribillado a puñaladas en el sucio callejón.

Su marido era, pese a sus defectos, un buen hombre. Preparó a Lucas con cuidado y cuando Suzanne acudió a verle, la ayudó a pasar el trance, le aseguró que su empleado apenas había sufrido y le ofreció el mejor funeral que en Perdición se podía hacer a un precio razonable.

Mike Jenkins pudo ver como corrían libremente las lágrimas por las mejillas de la mujer más dura del pueblo. Bebió un largo trago de aguardiente de su petaca y le ofreció otro a la dama antes de apartarse discretamente y dejar que la mujer  se despidiese a solas de su empleado.

Madame Suzanne

Todo el mundo sabía quién era el autor de aquel asesinato a sangre fría y por la espalda, pero también sabía que aquel delito quedaría impune y lo único que podía hacer por su amigo era darle un entierro digno.

La madame estaba realmente abatida, esperaba alguna treta del coronel, pero no esperaba que el mensaje fuese tan brutal. El coronel le estaba diciendo que no estaba dispuesto a compartir el pueblo con nadie. Se acercó al cuerpo un poco más y agarrando la mano inerte de Lucas rezó por él y a la vez pidió su perdón.

Al contrario de Gunnar, aquel sueco del que nunca sabía que pensar, Lucas era un buen hombre. Era inteligente, bien dispuesto para cualquier tarea y nunca había intentado pasarse de listo con ella o con las chicas. Esperaba que allí donde estuviese ahora, tuviese una bella mujer y un vaso de buen whisky siempre a mano.

Finalmente, sacó un delicado pañuelo de seda y se secó las lágrimas. Estaba aterrada pero no estaba dispuesta a rendirse. Antes de salir de la tienda para preparar el funeral se despidió de Mike:

—Muchas gracias, señor Jenkins. Ha hecho un trabajo excelente. Estoy en deuda con usted.

—No es nada. Solo cumplo con mi trabajo. Es una pena lo del señor Lucas. ¿Qué piensa hacer ahora?

—No lo sé. Pero si de algo estoy convencida es que no voy a irme de aquí. Estoy cansada de huir. Siempre he supuesto que allá donde vaya siempre habrá un cabrón esperándome para amargarme la vida en el siguiente pueblo, así que el coronel tiene dos opciones, dejarme en paz o matarme, porque ya estoy harta de esta vida vagabunda. He elegido este lugar para asentarme definitivamente y nada impedirá que me quede. —respondió Suzanne con voz clara y firme.

Jenkins sabía que aquellas palabras quizás fueran un poco exageradas, pero también sabía que aquella mujer era inteligente, las había dicho sabiendo que su esposa estaría escuchando al otro lado de la puerta y por unos medios u otros, sus intenciones llegarían a la oficina de Davenport.

Suzanne le pagó generosamente y salió a aquel brillante sol de primavera sin tener ni idea de que aquel día iba a ser el primero de una serie, llena de eventos impredecibles, que acabarían con la transformación total de este pueblo.

Reverendo Blame

La fe es un aliado importante en un lugar como Perdición, pero a veces puede embriagarte y hacerte creer que estás por encima de los demás, creer que eres mejor que el resto de los habitantes del pueblo y que solo por el poder de tu fe y la justicia de tus argumentos  conseguirás el arrepentimiento  del pueblo entero de sus pecados.

Así era mi padre, a pesar de su pequeña estatura, sus permanentes gestos acusadores  y su leve cojera, era un magnifico predicador. Sus discursos arrobaban a los feligreses de Boston y Richmond, pero cuando enviudó y decidió mudarse al oeste, convencido de que, con la ayuda de Dios, iba a civilizar estas salvajes tierras, pecó de soberbia. Nada de lo que había experimentado le había preparado para lo que le esperaba en Perdición.

No hermanos, mi padre creía que esta ciudad se regía por las mismas reglas que las civilizadas urbes del este, pero Perdición solo se podía comparar al más sórdido y violento barrio de Nueva York, aquel que en el que ni los policías se atrevían a entrar. Así era Perdición cuando nosotros llegamos.

Yo apenas tenía dieciséis años y siempre había vivido en un ambiente protegido. Mi única actividad, a parte del estudio de la biblia, era ayudar a mi padre en los oficios, preparándome para ejercer el ministerio cuando el muriese. Ninguno de los dos pensó que aquello fuese a ocurrir tan pronto.

Recuerdo como si fuese ayer el día que enterramos a Lucas, el guardaespaldas de la madame. Impresionado por las sencillez del ataúd,  una caja de madera de pino apenas desbastada, observé como los enterradores abrían una fosa no muy profunda y no pude evitar preguntarme qué pasaría si encontrasen una pepita en el fondo de aquel agujero. ¿Dejarían de rezar y se pondrían a cavar todos como locos?

De pie, allí, ante la tumba de un pecador irredento, como calificó padre al hombre de Suzanne, no ahorró epítetos a aquella ciudad de pecado y a aquellos habitantes avariciosos y violentos. Mientras los ayudantes de Jenkins terminaban de echar las últimas paladas de tierra, el reverendo Blame emplazó a los pocos ciudadanos presentes a que diesen un giro de ciento ochenta grados a sus vidas y convirtiesen aquel pueblo en una ciudad devota y temerosa de Dios.

Yo escuchaba el sermón y observaba a Suzanne con la fascinación que solo puede sentir un adolescente por la presencia del pecado ante sus ojos. Con miradas fugaces recorrí el cuerpo generoso realzado por unos botines de tacón y un apretado corsé, su cara ovalada de tez pálida y suave como la piel de un melocotón con unas pocas pecas alrededor de la nariz pequeña y unos ojos deliciosamente ovalados, de un verde tan intenso que traspasaban el oscuro velo  que caía del borde de su sombrero.

La madame observaba como el ataúd se iba cubriendo de tierra con un mirada dura y un gesto de determinación en aquellos gruesos labios que  despertaban en mí pensamientos nada castos. A esas alturas yo no sabía muy bien de qué iba todo aquello. A primera vista era una mujer triste porque algún desalmado había asesinado a un empleado y probablemente un amigo. Pero ya era lo suficientemente mayor  como para saber que aquella era una mirada que además de tristeza reclamaba cuentas pendientes.

John Strange

 

Dos días después llegó John. Nadie sabe exactamente de dónde venía. Tampoco se sabía hacía donde se dirigía. Como casi todos los habitantes de Redención también tenía un pasado que olvidar. Muchos decían que era un antiguo soldado confederado y que lo había perdido todo en la guerra salvo sus revólveres, otros decían que era un inmigrante irlandés que se había cansado de las peleas de boxeo y había emprendido la marcha al oeste sin poder evitar que la violencia y la muerte se desatasen a su alrededor. Hasta alguno decía que era un bandido mexicano que huía de las autoridades de ese país, que lo buscaban por  robos, violaciones y asesinatos.

Recuerdo bien la primera vez que vi a John Strange. Yo salía del almacén con un par de bolsas cuando lo vi.  Su figura  alta y delgada destacaba en el horizonte, levemente inclinada sobre su montura.

Al verlo me quedé congelando, intentando distinguir al propietario de aquella misteriosa silueta recortándose contra el limpio horizonte del desierto. Cuando estuvo un poco más cerca pude echarle un vistazo más detenido a aquellos hombros anchos y aquella cara alargada, dominada por una nariz rota que le daba un aire pendenciero. Pero lo que más me impresionó lo descubrí bajo el ala de su sombrero. Nunca olvidaré  aquellos ojos semicerrados por el sol del mediodía, de mirada ruda, grises como el acero del cañón de un Colt.

La suciedad del camino y la barba de varios días, oscura y rasposa, rodeando unos labios finos y crueles, de los que colgaba un purito a veces encendido, a veces apagado, pero siempre colgando de la comisura de la boca, hacían patente su desdén por las convenciones sociales.

Vestía  una camisa que en algún momento, en un pasado lejano, había sido blanca, un chaleco de cuero y unos vaqueros ceñidos por dos cartucheras, una a cada lado de sus caderas, en las que reposaban dos Colt 45 con cachas de nácar. El único toque de color era un pañuelo rojo que tenía atado a un cuello largo y demacrado.

Me quedé allí parado delante del almacén con un par de bolsas  y  le vi pasar ante mí, montado en su caballo, negro como el alma de nuestra desgraciada ciudad, ambos cubiertos de polvo hasta el punto de no saber dónde  acababa el hombre y dónde comenzaba la bestia.

A medida que pasaba a mi lado, nuestras miradas se cruzaron. Me sentí escudriñado hasta el fondo de mi alma. En ese momento me convencí de que, de parte de Dios o de Satanás, aquel hombre era un enviado de poderes sobrenaturales para acabar con aquel poblacho inmundo.

Tras lo que me pareció una eternidad, el hombre  se paró un instante y giró su vista hacia mí.

—Oye chico. ¿Dónde puede beberse un buen vaso de Whisky en este lugar? —me preguntó con voz rasposa por el cansancio y la sed.

Con la boca más seca que la del propio forastero no pude hacer otra cosa que levantar mi brazo  e indicarle la dirección del Saloon. John se tocó la parte delantera del sombrero a modo de saludó y siguió su camino.

Congelado como una estatua, con los paquetes aun en mis brazos, le observé hasta que descabalgó y atando el caballo entró en el local de Suzanne.

Esta nueva serie  consta de 15 entregass. Publicaré uno  a la semana. Si no queréis esperar o deseáis tenerla en un formato más cómodo, podéis obtenerla en el siguiente enlace de Amazón:

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Un saludo y espero que disfrutéis de ella

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Teniente Smallbird 6ª y última parte

Teniente Smallbird 5ª parte

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La princesa blanca Epílogo.

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Los veinticuatro minutos de Le Mans.

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La Final cap1

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Verano del 44

Enemigo público V

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Historias de la B. La heroína

Enemigo Público II

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