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La Fiesta de Halloween

en Hetero: General

1

El dolor de cabeza era tan intenso que apenas se dio cuenta de dónde estaba. No sabía cuánto había dormido, pero le parecía que había sido una eternidad. Tenía la lengua pastosa y un sabor amargo en la boca. Solo cuando intentó  masajearse la frente se dio cuenta de que estaba atada.

La adrenalina hizo que se despejase casi inmediatamente. Intentó mover los miembros pero tenía las muñecas y los tobillos atados a la cama, desesperada forcejeó con ellos hasta que llegó a la conclusión de que era inútil.

Estaba temblando de miedo, pero poco a poco consiguió serenarse y miró a su alrededor. Estaba tumbada sobre una cama, totalmente desnuda salvo por unas  sandalias de tacón. A pesar de que le daba vueltas la cabeza, se incorporó todo lo que las ataduras se lo permitían y miró a su alrededor. La habitación en la que estaba era cuadrada y pequeña, tenía las paredes pintadas de un color y oscuro y una ventana tapada con una pesada cortina de terciopelo. Solo un hilo de luz que se colaba por la rendija que separaba las dos piezas del pesado tejido, le permitió entrever un par de mesitas y un pequeño tocador de madera oscura.

Con el dolor de cabeza martilleándole el cráneo, y la sensación de que amenazadoras sombras se movían a su alrededor, amparadas en la oscuridad, intentó recordar las circunstancias que podían haberle llevado hasta allí. Hizo un esfuerzo a pesar del miedo y el lacerante dolor y trató de recordar...

Poco a poco las imágenes de la noche anterior fueron apareciendo y ordenándose dentro de su mente:

Recordaba como se  había mirado al espejo con el disfraz de Catwoman. Estaba espectacular, quizás con un poco de relleno en los pechos... Siempre había querido tener unos pechos más grandes, pero la forma en que sus piernas y su culo tensaban el látex negro brillante de su traje lo compensaban con creces.

Se miró de nuevo y maulló a la vez que lanzaba un zarpazo al aire. Esa noche nadie, ni siquiera Batman, conseguiría pararla.

Terminó de ajustarse las botas de tacón y tras ponerse un abrigo, salió corriendo del piso, si no se daba prisa, llegaría tarde.

Las fiestas de Halloween de su prima Tere siempre han sido un poco aburridas. La decoración, la música y la bebida atraían a un montón de gente aunque no demasiado interesante. La mayoría eran cirujanos compañeros de su prima; casados, aburridos y forrados, pero por su prima era capaz de hacer un esfuerzo y quizás entre todos aquellos loros presuntuosos encontrase un tipo, alto, guapo y con estilo. Estaba harta de topar con gilipollas. Con un suspiro  se ajustó la máscara y entró en el recinto.

Como esperaba, la enorme casa de su prima estaba a tope de gente, todos vestidos con disfraces de todo tipo, unos llevaban disfraces baratos, comprados en los chinos y otros costosos trajes hechos a medida.

En cuanto atravesó la puerta supo que había acertado. Todos los ojos que estaban en el recibidor la siguieron sin perderse detalle. Con una sonrisa de suficiencia maulló y se alejó cruzando ligeramente los pies al avanzar para que todos pudieran observar sus caderas contoneándose y tensando el látex del disfraz.

Sintiendo el morbo que la invadía al percibir como los hombres se abrían para dejarla pasar sin perderse un milímetro de su anatomía y las mujeres la miraban con envidia y se colocaban los trajes intentando inútilmente romper el encantamiento, avanzó en dirección a la barra que había improvisado su prima en el jardín de su casa.

Afortunadamente el interés se diluyó antes de que pudiese sentirse incómoda y pudo beberse la cerveza que había pedido tranquilamente. Su prima Tere no tardó en acercarse con una sonrisa de admiración.

—Una fiesta espléndida, prima. Tu nunca defraudas. —dijo tras darle dos besos.

—Y tú tampoco, puta. Creo que más de uno esta noche va a dormir en el sofá. —replicó su prima divertida.

Hacía casi dos semanas que no se veían, así que estuvieron hablando un rato. La quería como si fuese su hermana. A pesar de que se había forrado estirando la piel de los famosos, no había cambiado nada y se reían mucho juntas. Tere se sirvió un gyntonic y juntas observaron y despellejaron a los asistentes. La mayoría eran médicos de mediana edad, aburridos a pesar de los vistosos colores de sus trajes y las hermosas mujeres que colgaban de sus brazos.

—Vaya, no parece que haya mucho ganado. Me prometiste que habría hombres hasta aburrir y yo solo veo calzonazos. —dijo ella mirando despectiva a los distintos grupitos que comían bebían y bailaban con torpeza.

—Tranquila, la noche es joven. Aun no ha llegado todo el personal.

Justamente en ese momento, un hombre entró  llamando su atención de inmediato. Al principio creyó que era porque no estaba disfrazado. Llevaba un traje a medida de color gris con una corbata azul y una camisa blanca. El corte del traje era moderno y elegante y eso, sumado a la miradas levemente disciplentes que lanzaba a su alrededor, hicieron que se sintiese irresistiblemente atraída por él. Se volvió hacia su prima para pedirle un informe completo, pero esta se había alejado para saludar a unos conocidos.

El hombre miró de nuevo a su alrededor sin intentar ocultar su aburrimiento e ignorando las miradas irritadas de todos los que se habían visto obligados a vestirse de manera ridícula para poder comer y beber de gorra.

Ella lo observó con descaro, fijándose en sus pelo negro, cortado muy corto, su perilla entrecana , su nariz recta y larga y sus labios gruesos y sensuales, mientras se preguntaba quién demonios sería. Cuando finalmente sus miradas se cruzaron la reacción del desconocido la descolocó. Primero abrió mucho aquellos enormes y cálidos ojos castaños, como si estuviese viendo visiones y aquella expresión de desdén se transformó en una cara de profunda tristeza. Todo aquello duró apenas un instante; lo que tardó el hombre en recuperar la compostura y volver a colocarse la máscara de indiferencia.

Tere, ocupada haciendo de anfitriona, se había perdido y no tenía manera de preguntarle quien era aquel tipo, así que aprovechando el anonimato que le procuraba el disfraz se acercó a él.

—¡Miaou! —exclamó acercándose al desconocido juguetona— ¿Te gustan las gatitas mimosas?

—La verdad es que yo soy más de perritas. Las gatas tienden a ser caprichosas e independientes, mientras que una buena perrita me seguirá hasta el fin del mundo y cumplirá todos mis deseos.

—Ya, pero las gatas somos  mimosas y únicas a la hora de frotar nuestros cuerpos contra el de nuestro amo mientras ronroneamos.

El desconocido la miró con escepticismo, pero no dijo nada. Ella, ansiosa por contactar físicamente se presentó.

—Catwoman —dijo ella acercando su cara a la del desconocido.

—Bruce Waine. —replicó él ni corto ni perezoso, dándole dos ligeros besos en las mejillas.

El contacto fue apenas un ligero roce, pero bastó para que se le erizasen los pelos de la nuca. Loca por mantener la atención del hombre y sin saber qué hacer, soltó lo primero que se le ocurrió.

—Una fiesta espléndida. —dijo ella arrepintiéndose inmediatamente.

—¿No hablarás en serio, verdad? —preguntó él divertido.

—Si llevases un par de gyntonics seguro que te parecería más potable. ¿Por qué no nos acercamos a la barra y pedimos algo?

Bruce no respondió, pero cogiéndola del codo tiró de ella y la empujó suavemente hacia allí. Mientras avanzaban  no pudo evitar exhibirse, abriéndose paso con maullidos y suaves bufidos entre la gente. Él no cambió de expresión pero por el brillo de sus ojos supo que se estaba divirtiendo.

En  cuanto llegaron a la barra, Bruce se adelantó y tras pedirle un par de copas al  camarero tomó las riendas de la conversación. Sin dar ninguna pista de su identidad, de que conocía a Tere o la razón que le había llevado allí, le mantuvo fascinada con sus palabras, demostrando que además de elegante era un gran conversador.

Se olvidó de todo lo que le rodeaba y hasta de donde estaba. Solo tenía ojos para él. Él, a su vez, tampoco apartaba su atención de ella, sin perderse un solo movimiento. Durante los segundos que se apartó de ella para visitar el servicio, estuvo pensando que quizás fuese el hombre que había estado buscando toda su vida. Una vez de vuelta, la cogió por la muñeca y la llevó a la improvisada pista de baile que Tere había montado en uno de los porches de la casa.

El desconocido la cogió por la cintura y empezó a bailar al ritmo de una canción de Rihanna. Ella se dejó hacer y acercándose a él aspiro el suave aroma que emanaba de aquel hombre, permitiendo que dejase resbalar sus manos por el traje de látex hasta posarlos sobre sus caderas.

La finura del látex hacía que sintiese sus manos casi como si estuviese totalmente desnuda. Estaba tan excitada como una gata en celo y deseaba que él lo estuviese también hasta perder el control.

Aprovechando la música se aproximó a él haciendo que sus dos cuerpos entrasen en contacto y levantando la boca  hizo el gesto de acercarse para besarlo, pero se limitó a abrirla, enseñarle los dientes y maullar.

Sin esperar a que el hombre reaccionarse y balanceándose al ritmo de la música, se dio la vuelta. Con un movimiento rápido y lascivo frotó su culo contra la bragueta del hombre y se inclinó ligeramente dándole la oportunidad de observar a placer como el látex se estiraba y se adaptaba a todas las curvas de su culo y sus piernas. A continuación, fue agachándose poco a poco hasta que fueron las pequeñas orejas de  su capucha las que contactaron con su entrepierna.

Echando las manos hacia atrás comenzó a subir de nuevo palpando a medida que iba subiendo y dejando que las manos de Bruce resbalasen por el látex electrizando toda su piel. Estaba tan caliente que si el hombre le hubiese tomado allí, delante de toda aquella gente, no se hubiese resistido.

El desconocido no parecía estar pensando en algo muy diferente porque cogiéndola por la muñeca la obligó a darse la vuelta y le dio un largo beso. Un beso húmedo y firme que a ella le pareció perfectamente calculado para intensificar su deseo.

Ella  se abandonó. Cerró los ojos y le devolvió el beso mientras aspiraba profundamente el enloquecedor aroma que emanaba de su cuerpo ahogando un gemido.

Si le preguntasen cuanto tiempo duró aquel beso, no podría decirlo con exactitud. Un segundo, un minuto, una semana... De lo único que estaba segura es que cuando se separaron todo el mundo se quedó mirando.

—¿Vamos a un sitio un poco más íntimo? —preguntó él tirando de su brazo de nuevo.

En una nube, se dejó guiar por el interior de la casa de Tere. Sin dejar de extrañarse por la facilidad con la que se movía por la casa en penumbra, a pesar de que era la primera vez que lo veía allí, le intrigó, pero pronto las manos de Bruce le hicieron olvidarse de todo.

El desconocido le había llevado a la parte trasera de la casa, a una pequeña habitación, lejos del bullicio de la fiesta. Intentando mantener el control, se acercó maullando y le dio un ligero empujón, pero él no se movió. Cogiéndola por el cuello le dio un beso salvaje. Sintió como la lengua de Bruce exploraba todos los rincones de su boca hasta que creyó que se iba a asfixiar.

Mareada, apenas opuso resistencia cuando la volteó y de un empujón la arrinconó contra la pared. Sin aliento sintió como el cuerpo de Bruce presionaba contra ella acorralándola mientras sus manos recorrían y palpaban todo su cuerpo.

Esta vez se olvido de los maullidos y gimiendo excitada frotó su culo contra la entrepierna de él.

Sus manos agarraron sus cachetes y se deslizaron por la raja que los separaba hasta llegar a la fina superficie de látex que cubría su sexo. Gimió y se revolvió excitada sintiendo como su deseo empapaba sus ingles.

Las manos del desconocido comenzaron a subir de nuevo recorriendo todas sus curvas, demorándose en sus pechos y su cuello hasta que se cerraron sobre su boca.

Al principió no lo entendió, pero cuando intentó coger una bocanada de aire sin éxito, un escalofrío recorrió su cuerpo. Aterrada intentó debatirse y patear la espinilla de Bruce, pero solo golpeó el vacio. Entretanto, con la mano libre, él sacó algo del bolsillo y lo puso sobre su boca.

Intentó gritar, pedir ayuda. En unos segundos mientras un olor acre invadía su nariz y su mente se sumía en una oscuridad aturdidora, no pudo evitar que imágenes de terribles torturas y cadáveres de mujeres tirados por el suelo la asaltasen totalmente convencida de que ella sería la siguiente.

2

Aquellas truculentas imágenes volvieron a asaltarla, obligándola a cerrar los ojos y respirar profundamente para poder volver a dominarse.

No sabía dónde se encontraba ni lo que el desconocido quería de ella, pero de lo que estaba segura es que si quería sobrevivir tenía que huir de allí. Sus ojos ya se habían acostumbrado a la penumbra y observó sus ligaduras con más detenimiento. En las muñecas tenía una especie de pañuelos de seda cerrados con un lazo que no parecía demasiado fácil de deshacer. A su vez las lazadas estaban fijadas firmemente al somier. Dio un par de fuertes tirones.

La que unía su mano a la izquierda estaba perfectamente fijada y apenas le daba juego, pero cuando probó con  la derecha vio que la ligadura de su muñeca había quedado un poco larga.

Girando la cabeza y acercando la muñeca quizás pudiese llegara a coger uno de los extremos de la lazada. Giró el cuerpo todo lo que las ligaduras de los tobillos se lo permitían y dio un nuevo tirón con la muñeca derecha.

La primera vez el extremo de la lazada pasó muy cerca de su boca, pero no cerró la boca a tiempo de poder aprehenderlo. Al segundo intento estaba preparada y pudo predecir exactamente el punto donde iría a parar el extremo de la lazada. Con un movimiento rápido cerró las mandíbulas, atrapando el extremo de la cinta de seda con los dientes.

Rezando para que aquel cabrón no hubiese asegurado la lazada con un nudo extra, tiró del extremo de la cinta a medida que movía la muñeca y la cabeza en sentidos contrarios.

Con un suspiro de alivio comprobó como el nudo se deshacía con una facilidad pasmosa. Sonriendo aliviada y dejando de lado el pensamiento de que eso solo era el principio, se soltó la muñeca y se sentó sobre la cama.

En ese momento se vio en el espejo. Mientras estaba inconsciente, el hombre la había desnudado totalmente y le había puesto un fino camisón blanco y transparente que apenas ocultaba su desnudez. La vista de su pubis totalmente ausente de pelo con el monte de Venus y su vulva perfectamente visibles le hizo sentirse  tan vulnerable que a punto estuvo de echarse a llorar.

Mil imágenes de aquel hombre, desnudándola, acariciando y manipulando su cuerpo indefenso la asaltaron. Un hombre del que no sabía nada, que perfectamente podía estar preparándola para una muerte horrible la había manoseando. El asco y el miedo se mezclaban y formaban un torbellino en su mente.

Ahora se arrepentía de haber visto todas aquellas películas de terror. Mientras trataba de salir de aquella parálisis se preguntaba qué tipo de ritual la esperaría si no lograba escapar. Tras unos segundos que le parecieron una eternidad logró dominarse y se inclinó sobre sus pies.

El desconocido los había enfundado en unas sandalias  negras de tacón que se cerraban en los  tobillos con un extraño cierre a su vez fijadas por cadenillas al somier de la cama. Intentó manipularlo para deshacerse de las sandalias, que por el tamaño del tacón debían de ser bastante incómodas para huir, pero sentía los dedos flojos y torpes y la mente tan embotada que no fue capaz.

Intentó sacarlas de todas las maneras posibles, aprovechando que eran muy abiertas, pero nada de lo que intentó le permitió deshacerse de ellas.

Desesperada, siguió las cadenillas hasta el somier y vio con alivio que solo estaban sujetas a la cama con una sencilla eslinga. Un poco más aliviada las manipuló  a tientas hasta que logró soltarse ambos pies.

Llevada por el apremio de salir de allí y poner tierra de por medio lo más rápido posible, se levantó inmediatamente y salió corriendo en dirección a la puerta. No estaba acostumbrada a caminar con unos tacones tan altos y apenas había dado un paso cuando se le torció el tobillo y perdió el equilibrio.

Cayó sobre el frío suelo de mármol. Afortunadamente le dio tiempo a poner las manos por delante y la mayor parte del impacto lo sufrieron las manos y las muñecas. Gimiendo y soltando un taco, volvió a ponerse de pie.

Los tacones no le impedían desplazase, pero lo tenía que hacer a pasos muy cortos y aquel suelo de mármol pulido y de aspecto resbaladizo no lo facilitaba. Tras adaptarse a la longitud de sus tacones consiguió acercarse a la puerta y asió el pomo, temblando de incertidumbre.

Al parecer Bruce era un hombre muy confiado, porque el pomo giró con facilidad y pudo salir a un largo pasillo revestido de caoba y mármol.

Sobrecogida observó la altura del techo, los ricos artesonados, y la lujosa decoración mientras avanzaba totalmente desorientada.

Mientras caminaba un silencio terrorífico la envolvía y cada vez que el tacón metálico de sus sandalias golpeaba el mármol del suelo se tensaba, sintiendo como aquel ruido restallaba y reverberaba por todo el edificio.

Moviéndose en la penumbra deambuló por el pasillo arriba y abajo hasta que encontró una fastuosa escalinata. Aquello solo podía llevar a la entrada principal.  Su instinto le dijo que debía buscar una salida más discreta, pero sus ansias por salir de allí lo antes posible pudieron con ella.

Las sandalias, con aquellos exagerados tacones, apenas le permitían bajar  los altos escalones así que lo tuvo que hacer a pequeños saltos mientras se apoyaba en el brillante  pasamanos. Dos enervantes minutos después estaba en recibidor de la casa, con todo el cuerpo cubierto de sudor por el miedo y la incertidumbre.

Sin poder evitarlo, echó la mirada hacia arriba, observando la escalinata de mármol blanco que se retorcía hasta desaparecer en la oscuridad, el techo alto, decorado con un hermoso artesonado y la araña más grande que jamás había visto en su vida. La parte que daba al exterior estaba cubierta de enormes ventanales y en el centro una puerta hecha con dos enormes hojas de caoba flanqueada por dos estatuas de Anubis le separaba de la libertad.

Tras darse un respiró se acercó a la puerta y entonces se dio cuenta de su error. La penumbra la había confundido y lo que le parecían estatuas eran en realidad dos enormes doberman que se levantaron de inmediato con las orejas tiesas y gruñendo sordamente.

Ya estaba. Todo había terminado. Moriría devorada por aquellas dos bestias. El  miedo la paralizó. Se encogió con el cuerpo temblando e incapaz de impedir que un fino chorro de orina escurriese entre sus piernas, cerró los ojos y se puso a rezar.

Los perros se acercaron y sin dejar de gruñir olfatearon el charco que se estaba formando a sus pies.  Intentando no gritar, sintió los hocicos húmedos y sedientos de sangre de aquellos bichos explorar sus pies y sus piernas.

—Carmila, Vlad, sit. —exclamó una voz que conocía perfectamente a su espalda, justo cuando estaba a punto de desmayarse.

Los perros dejaron de olfatearla inmediatamente y se sentaron a sus pies, pero no dejaron de mirarla y lamerse el hocico como si fuese un delicioso chuletón de ternera. Sin atreverse a mover un músculo, no supo si llorar de alivio o de frustración, ¡Había estado tan cerca!

—Lo siento, querida. Debí haber previsto esto. Lo último que querría es que te pasase nada.

Con un simple movimiento el desconocido les señaló su sitio y los perros volvieron a su lugar, de nuevo al lado de la puerta, con las orejas tiesas y los ojos fijos en ella. Al disminuir el peligro se dio cuenta de que estaba casi totalmente desnuda en presencia de un hombre y se tapó el pecho y la entrepierna con torpeza.

Sin añadir nada,  el hombre se acercó a las puertas y las abrió de par en par, invitándola a asomarse y ver el exterior. Solo una pequeña línea de luz procedente del oeste luchaba por romper las tinieblas de la noche que ya se echaba encima, pero la penumbra que se adivinaba en el horizonte le bastó para saber que no tenía escapatoria.

—Trescientas hectáreas nos rodean. —dijo el hombre permitiéndola atisbar a través de la puerta un camino de gravilla flanqueado por viejos robles sin hojas que desaparecía en la oscuridad creciente— Trescientas hectáreas de bosques y praderas y cuando llegues allí solo encontraras una nada de montañas y peñascos. El pueblo más cercano esta a cuarenta kilómetros más o menos en esa dirección. Puedes marcharte si quieres. A pesar de lo que pueda parecer no estás presa, aunque desearía que no lo hicieras. No me gustaría que te pasase nada.

El hombre parecía ser totalmente sincero y eso le hizo sentirse aun peor. Sin poder evitarlo se echó a llorar. Sabía perfectamente que solo vestida con aquel salto de cama y aquellos tacones, sería incapaz de caminar cien metros y eso sin contar con el frío de la noche,  los perros o los animales que hubiese sueltos por los alrededores.

—¿Por eso me ataste a la cama? —preguntó ella cuando consiguió dominar el acceso de llanto.

—Eso fue para que no te hicieses daño. Tuve que improvisar y no tenía mucho tiempo, con tanta gente en la fiesta. No estaba seguro del producto que utilicé para sedarte. En ocasiones un anestésico, administrado sin demasiado control, puede producir convulsiones, no quería que te hicieses daño. —respondió él sin ningún asomo de ironía en su voz.

Aquellas palabras la descolocaron totalmente. Aquel hombre parecía responder sus preguntas con total sinceridad. Admitía haberla secuestrado y haberla llevado hasta allí y luego parecía estar empeñado en explicarle que no era una prisionera, a pesar de que no tenía ninguna manera de escapar de aquella mansión.

Y estaba aquella mirada, la misma que le había atraído la primera vez que le vio; intensa, hambrienta y a la vez melancólica.

—¿Qué hago aquí? ¿Qué quieres hacer conmigo?

—Solo quiero que me conozcas, que aprendas a apreciarme. ¡He esperado tanto tiempo este momento! —respondió el caminando a su alrededor y observando su cuerpo desnudo con la mirada pérdida, como si estuviese sumido en profundos y tristes recuerdos.

Ella, ruborizada, intentaba inútilmente tapar su cuerpo a medida que él la rodeaba. Sus ojos eran como agujas que pinchaban su piel produciendo a la vez dolor y excitación.

El hombre tiró de ella con suavidad en dirección a la escalinata. Le siguió. Podía haberlo hecho por miedo, podía haberlo hecho por la  atracción que sentía por aquel hombre, a pesar de lo que le había hecho, pero finalmente lo hizo por una mezcla de curiosidad y resignación. Estaba en sus manos, no podía hacer otra cosa.

—Ven, te llevaré a tu habitación —dijo guiándola por el pasillo.

Pensó que la iba a llevar de nuevo a la pequeña estancia de la que había escapado, pero estaba equivocada. Tras dejar la escalinata dejaron el pasillo por el que había huido atrás y se internaron por otro de techo más alto y decorado con más lujo aun.

El pasillo terminaba en dos puertas lujosamente talladas. El desconocido abrió la de la derecha y la invitó a entrar.

—Si tienes la bondad de vestirte. —añadió— La cena estará servida en media hora.

Sin esperar una respuesta, su captor cerró la puerta a su espalda y se retiró. La magnificencia de aquella habitación le dejó  pasmada. Era un lujo pesado y pasado de moda, pero aun así no pudo dejar de admirar la gran cama con dosel, los pesados cortinajes de terciopelo oscuro, la enorme cómoda de caoba y un tocador con un espejo sobre el que se distribuían todo tipo de productos cosméticos.

Casi todo un lateral estaba ocupado por un enorme armario de una madera que no pudo identificar, profusamente taraceado. Observó el delicado trabajo de marquetería a base de nácar, azabache y varios tipos de madera y se pregunto si su coche valdría los suficiente para comprar una de sus  puertas.

Donde terminaba el armario había una puerta que daba a un baño espacioso, tan retro que le encantó. Grifería de bronce, una enorme bañera con patas de león y un espejó que iba del suelo al techo.

Abrió los grifos esperando que empezasen a escupir una mezcla de aire y lodo pero el agua surgió sin ningún problema, limpia y caliente.

Fue en ese momento cuando  se dio cuenta de que estaba sucia y pegajosa. Sin pensarlo dos veces abrió el grifo de la bañera y se dispuso a ducharse cuando se dio cuenta del problema de las sandalias.

Se sentó en el inodoro y observó con más detenimiento. Ahora, despejada y con más luz, pudo ver un pequeño resorte como el de una pulsera y tras forcejear unos segundos consiguió deshacerse de ellas.

El agua tibia corriendo por su cuerpo y librándola de las manchas de orina y sudor le hicieron sentirse mejor. El dolor de cabeza también se había disipado y cuando salió de la bañera era una mujer nueva.

Tras secarse el cuerpo y el pelo lo mejor que pudo, salió de nuevo a la habitación. Sobre la cama había dispuesto un vestido de noche de muselina roja que se cruzaba en la cintura, creando un elegante escote en uve por delante y dejando una buena porción de la espalda a la vista por detrás.

No sabía cuánto tiempo había pasado, pero no quería que aquel hombre volviera a verla desnuda, así que ni siquiera revolvió en el armario en busca de ropa interior. Se lo puso tan rápidamente como pudo.

Volvió a ponerse las sandalias y se miró al espejo. Fue una mirada inconsciente, la que se echa un mujer por curiosidad cuando se está probando un vestido nuevo. Curiosidad por ver cómo le queda y el efecto que produce en su silueta.

Lo que estaba claro es que el tipo tenía ojo. Le sentaba como un guante y el corte asimétrico de los bajos le pareció un detalle perfecto. La falda quizás era un poco larga para lo que se llevaba, pero tenía una raja en uno de los laterales lo que le hacía muy cómodo de llevar.

Al verse no pudo evitar preguntarse cómo se vería totalmente arreglada. Con el pelo aun algo húmedo y sin un buen secador no podía hacer mucho, así que se hizo un moño  apresurado con su melena castaña que sujeto con unas horquillas que encontró en uno de los cajones del tocador.

El maquillaje, aunque parecía no haber sido usado en mucho tiempo, parecía de buena calidad. Se pintó lo labios de rojo y se pintó los ojos, apenas unos suaves toques para realzar el color gris acero de sus iris.  Cuando se miró de nuevo parecía una mujer nueva.

Parecía mentira, pero bastaba un vestido y un maquillaje para que se sintiera otra persona. Seguía siendo consciente de que estaba a merced de un desconocido, pero ahora no se sentía totalmente desarmada.

3

Pocos segundos después, él tocó suavemente a su puerta. Los ojos del hombre adoptaron la misma expresión que el día anterior en la fiesta al verla. El hombre la observó petrificado sin cambiar de expresión hasta que de repente pareció recordar algo y tras revolver en un cajón de la cómoda sacó un pesado collar de piedras que parecían brillantes y unos pendientes a juego.

Al igual que un hombre cuando ve un lobo no duda en reconocerlo, a pesar de no haberlo visto en su vida, una mujer reconoce unos diamantes incluso aunque su cerebro se niegue a admitirlo.

Mientras ella observaba petrificada pensando que aquellos pedruscos no podían ser brillantes de verdad, él no dudo de colocarse a su espalda y deslizar la joya sobre su cuello abrochándolo y dejando lo reposar sobre su pecho.

El peso de los pendientes en su mano le sacó de aquella sensación de irrealidad y con tanta naturalidad como si se colocase unas joyas como aquellas todos los días, se los puso mientras sentía la cálida respiración del hombre excitando todas las terminaciones nerviosas de su cuello.

En cuanto terminó el gesto, él la giró de manera que pudiese ver en el espejo el efecto de las joyas destellando en su cuello moreno.

Sus ojos se fijaron en aquella mujer que le parecía tan distinta, que se sentía como si estuviese de nuevo metida en algún tipo de disfraz. Hubiese seguido mirándose, intentando averiguar quién era la mujer que le observaba desde el otro lado del espejo, pero un ligero tirón de su captor la obligó a seguirla camino del comedor.

Bajaron las escaleras, esta vez ella cogida de la mano del hombre mientras apoyaba la otra mano en la barandilla. Cuando llegaron abajo, los perros habían desaparecido.

—¿Puedo saber tu nombre? —preguntó ella mientras atravesaban el recibidor camino del comedor.

—Puedes llamarme Marcel. —respondió él.

—Marcel, ¿Puedo preguntarte  por qué haces todo esto?

El hombre se puso tenso un instante, pero en vez de reaccionar con agresividad, optó por taparle la boca con su dedo.

—Yo me llamo...

Lo había visto muchas veces en las películas;  decirle su  nombre al secuestrador para recordarle que era una persona, pero él la interrumpió con una mirada severa y su nombre murió en el fondo de su garganta.

El comedor era tan grande y magnífico como el resto de la casa y al igual que ella tenía el mismo aire triste y decadente.

La comida estaba servida en uno de los extremos de una mesa de caoba del tamaño de una pista de tenis. Tras ayudarla a sentarse, él hizo lo mismo a su lado en la cabecera de la mesa y le sirvió el vino.

La comida fue fría pero estaba deliciosa. Vichyssoise, fua de pato y una selección de sushi y shasimi. Marcel, como hipnotizado, apenas comía y la miraba fijamente. No sabía si era el síndrome de Estocolmo, pero cada vez se sentía más cómoda en su presencia y sus constantes atenciones la hacían sentirse halagada. Ojalá alguno de los tipos con los que había salido voluntariamente hubiese sido la mitad de atentos con ella que aquel desconocido.

Quizás fuese la confianza o la mirada tan intensa que Marcel no apartaba de ella, el caso es que sin saber muy bien cómo, empezó una conversación.

—Es una casa muy bonita... y un poco grande para una sola persona.

—Tienes razón. En realidad mi plan era llenarla de niños, pero mi esposa murió. —respondió el hombre con mirada triste.

—Vaya, lo siento mucho. —se oyó decir sin poder creerse del todo que estaba intentando consolar a su secuestrador.

—Nos casamos y vivimos aquí durante un par de años. Desgraciadamente un accidente me la arrebató antes de que pudiéramos formar una familia.

—Vaya, no me puedo imaginar lo duro que debió de ser. —cada vez se sentía más atraída por aquel hombre. Aquella mirada triste y la forma en que se había abierto a ella hacían que su vulnerabilidad resultase cada vez más irresistible.

—Georgina era una mujer hermosa y dulce. Su paciencia y optimismo eran el sostén de mi vida. Aun ahora, en ocasiones, me siento perdido sin ella.

—Debía de ser una mujer magnífica.

—Tú me recuerdas en muchos aspectos a ella. —dijo el hombre poniendo la mano sobre la suya.

Una corriente de afecto corrió entre los dos. Sin poder evitarlo ella sonrió y le estrechó la mano sin apartar la mirada de él. Finalmente él pareció darse cuenta de lo que estaba haciendo y la retiró un poco azorado, murmurando algo sobre un postre.

El coctel de champán estaba riquísimo y las burbujas extendieron una suave sensación de placer por su cuerpo que se transformó en deseo hacia aquel hombre, aunque finalmente se impuso la razón. Aquel hombre por muy dulce y atento que fuese la había secuestrado y aun no sabía por qué.

—Muchas gracias, Marcel. Ha sido una cena deliciosa, pero creo que es hora de retirarme. Buenas noches.

No sabía si fue el vino, la forma brusca de levantarse o su subconsciente jugándole una mala pasada el caso es que al incorporarse sintió un mareo que la hizo vacilar. A pesar de que intentó recuperar el equilibrio ya se veía en el suelo cuando Marcel, rápido como un relámpago, la cogió por la cintura y la atrajo hacia él.

En ese momento, todas las barreras que se interponían entre ellos, estallaron en pedazos. Sin pensar en nada se agarró del cuello de Marcel y le dio un largo beso. Sus labios y sus lenguas se acariciaron con suavidad y sin prisa, dejando que el fuego de la pasión creciese entre ellos hasta hacerse insoportable.

Marcel fue el que dio el siguiente paso y sin dejar de besarla deslizó la mano, muslo arriba por la raja de su vestido y la empujó hasta sentarla sobre la mesa.

El frenesí se adueño de ellos. Se colgó de su cuello y revolvió su pelo mientras las manos de él acariciaban su cuerpo y sus labios exploraban su cuello sus labios y sus pechos.

Marcel parecía conocerla de toda la vida. Sus manos la acariciaban con una habilidad enloquecedora. Sin darse cuenta se encontró con el vestido remangado hasta los muslos y las piernas abiertas, dejando que los dedos de Marcel acariciasen su sexo y el interior de su muslos hasta volverla loca de deseo.

Le deseaba, deseaba tenerlo dentro de ella. Cuando pensó que iba a penetrarla por fin, su captor sonrió y la cogió en brazos. Marcel la llevó por el pasillo y la subió por las escaleras, camino de su habitación. Ella se limitó a acurrucarse en su regazo sintiendo el placer de sentirse llevada en volandas, protegida de la realidad que le rodeaba y que insistía en que se mantuviese alerta.

Sin soltarla, empujó la puerta de la habitación. Apenas le dio tiempo a fijarse en lo que le rodeaba porque él la depositó sobre una enorme cama y tras quitarse la ropa y  abrirle el vestido comenzó a besar el interior de sus muslos.

Cerró los ojos para impedir que nada la distrajese de las intensas sensaciones que recorrían su cuerpo.  Sentía el frescor de la noche erizando su piel, sentía el peso de los diamantes sobre su pecho y colgando de los lóbulos de sus orejas y sentía los labios de Marcel desplazándose por sus muslos y sus pantorrillas besando y mordisqueando hasta llegar a sus tobillos.

Sintió la lengua de él recorriendo el puente del pie y sus dedos y no pudo evitar un suspiro de placer. Mordiéndose los labios para ahogar un gemido levantó los pies para apartarlos de los labios de Marcel y abrió las piernas mostrándole su sexo húmedo y abierto.

Durante unos segundos no notó nada más que su cálida respiración acariciándole la vulva hasta que sorpresivamente la boca de Marcel se lanzó ansiosa sobre ella. El placer la obligó a doblarse en torno a su cabeza.  Gimiendo, envolvió su cabeza con las manos y la acarició con dulzura mientras su vientre y sus piernas se contraían y temblaban a cada chupada y  cada caricia de él.

Sin soltarle el pelo se echó hacia atrás y tiró de la cabellera de su amante, ansiosa por tenerlo dentro de ella. Marcel no se hizo de rogar y tras acariciar su vientre y sus pechos de nuevo, la penetró, lentamente.

Fue como si una tizón ardiente entrase en ella poco a poco, incendiando todo su cuerpo. Soltando un grito le hincó las uñas en su espalda, ciñendo sus piernas a sus caderas y encogiendo los dedos de sus pies dentro de las sandalias cada vez que el hombre arremetía contra ella.

Marcel la penetraba con movimientos amplios y profundos, haciendo que sus cuerpos chocasen el uno contra el otro. Sudorosos, calientes.

Llevada por la excitación abrió los ojos. Empujándole con suavidad solo lo suficiente para ver como su polla entraba y salía de su cuerpo una y otra vez. Observó y con sus gritos coreó cada vez que aquella polla la arrasaba con su calor. Desviando la mirada hacia los ojos de su amante, se agarró a su cuello y le dio un largo beso.

Deslizando los brazos bajo su cintura, Marcel le propinó una larga serie de brutales empujones que hicieron que sintiese que su cuerpo se iba a derretir.

No podía aguantar más, el placer irradió desde su vibrante vagina y se extendió por todo su cuerpo electrizándola y haciendo que todo su cuerpo se combase electrizado. Dejándose hacer echó la cabeza atrás...

El cuadro de una mujer exactamente igual que ella, con el mismo vestido rojo, las mismas joyas y las mismas sandalias le miraba desde la pared, por encima de la cabecera de la cama.

Ahora lo entendía todo y un escalofrío recorrió su cuerpo enfriando los rescoldos del orgasmo instantáneamente.

—No... No. Yo no soy... —exclamó empujando violentamente a Marcel que sorprendido se separó de ella.

Miró a su alrededor como si estuviese en la habitación por primera vez. Aquel retrato no era el único, la obsesión de aquel hombre le había llevado a llenar cada centímetro de la pared de fotos de su esposa vestida y desnuda y mezclarlas con fotos suyas, captadas con teleobjetivo o sacadas de internet.

—¡Georgina, puedo explicarme! —intervino Marcel suplicante— No es lo que parece. Entiéndelo, el destino nos ha dado una nueva oportunidad.

—¿Qué dices? ¡Estás loco! Esto no es una segunda oportunidad y yo no soy Georgina. ¡Soy Julia!

Estaba tan cabreada que sin medir las consecuencias se levantó de la cama, dispuesta a irse de aquel lugar aunque tuviese que caminar en pelota picada seiscientos kilómetros, pero la mano de él le cogió la muñeca y tiró de ella.

—Georgina, por favor. Yo no...

—¡Basta! No eres más que un... un... zumbado que cree que las mujeres somos juguetes a los que se les puede programar. ¿Eso fue lo que pasó? ¿Intentaste hacer lo mismo con tu esposa? ¿A quién se tenía que parecer ella?

Marcel pareció acusar el golpe. Sabía que era un hombre peligroso, pero una vez que había cogido carrerilla no podía parar. Instintivamente supo que era lo que más le dolía y no dudo en hurgar en la herida.

—¡Me lo imagino! La presionaste y ella se rompió. —dijo empujándole de nuevo— ¿Qué pasó? ¿Fue realmente un accidente o simplemente se te fue la mano?

Marcel encajó los golpes reculando hasta que sus piernas toparon con la cama y se quedó allí sentado, con su polla aun erecta.

—¡Eres patético!

En ese momento se dio cuenta de que se había pasado. Los ojos de Marcel relampaguearon y se levantó de la cama como si hubiese recibido una descarga eléctrica. Aterrada se dio la vuelta y echó a correr, pero ni siquiera llegó a la puerta. Unas manos la cogieron del cuello y estrellaron su cuerpo contra la pared. Su frente golpeó contra el yeso con tal fuerza que a punto estuvo de perder la conciencia.

—¡Siempre has sido rebelde, Georgina! Pero esta vez no voy a dejar que salgas corriendo con el coche para estrellarte con el primer árbol que encuentres. —grito él mientras apretaba su cuerpo desnudo contra ella— Eres mi esposa y esta vez te voy a enseñar quien es el que manda.

Usando su cuerpo para acorralarla  la obligó a separar las piernas y la penetró de nuevo. Esta vez no era el calor de la pasión, era el frío del miedo el que se apoderaba de sus entrañas. Intentó resistirse, pero él había rodeado su cuerpo con los brazos y seguía penetrándola sin contemplaciones gimiendo broncamente cada vez que hundía su polla en el fondo de su vagina.

Sabía que no había salida y que no debía enfurecerle más, pero cuando tras un último y brutal empujón   eyaculó en su interior no pudo evitarlo, el asco y la furia la dominaban. Aprovechando el leve momento de relajación que experimentó Marcel tras el orgasmo, levantó el pie en un último y desesperado intento y consiguió clavarle el tacón de la sandalia en el empeine.

Marcel  aulló y cogiéndola del cuello la estrelló contra el suelo. Impulsada por la adrenalina, se levantó como un resorte y salió dando tumbos de la habitación. Corrió por el lóbrego pasillo, sintiendo los pasos desacompasados de su captor detrás de ella, muy cerca, deseando escapar de aquella pesadilla como fuese.

—¡Georgina! ¡No! Yo... lo siento... —gritó el detrás, muy cerca de ella.

Julia no hizo caso y siguió corriendo, cegada por el pánico, hasta tal punto que no vio las escaleras hasta que era demasiado tarde. Trató de frenarse y consiguió bajar los dos primeros peldaños agarrada a la barandilla, pero iba demasiado rápido y tropezó. Intentó agarrase a la barandilla de nuevo, pero sus manos sudorosas resbalaron y se cerraron en el aire mientras ella empezaba a rodar escaleras abajo, rompiéndose articulaciones y huesos, seguida por el aullido de dolor de Marcel.

—¡Georgina! ¡No! ¡Otra vez no!

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