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Redencion XIV

en Grandes Series

Madame Suzanne

 

Curiosamente cuando John entró en el despacho, no sintió ningún miedo. Podía sentir el calor del cañón del revólver de Davenport contra su sien, el olor a pólvora quemada, la erección del coronel contactando con su cuerpo, pero no sentía miedo, confiaba totalmente en John.

Entonces Davenport separó el arma de su cabeza y todo ocurrió tan rápido que le pareció irreal.

Sintió la turbulencia provocada por las balas de John al pasar al lado de sus mejillas y luego el sonido sordo cuando estas se alojaron en la sesera de aquel hijo de perra. Sintió como las garras de Davenport se aflojaban y la soltaban antes de caer al suelo inerte, produciéndole una sensación de alivio como nunca antes había experimentado.

Sin pensarlo, se lanzó sobre John, que aun mantenía el revólver humeante a la altura de la cadera y colgándose de su cuello lo besó.

John soltó el arma y la abrazó devolviéndole el beso con intensidad, pero sin violencia. El sabor a tabaco y a muerte invadieron su boca haciendo que los pelos de su nuca se erizaran. Deseaba a ese hombre como no lo había deseado nunca en su vida. Se apartó un instante y miró a aquellos ojos grises que por fin parecían descongelarse poco a poco.

—Has tardado. —le dijo dándole un suave golpe en la mejilla.

—Me gusta hacerme desear. —replicó él con una sonrisa socarrona.

Con las piernas aun temblorosas, lo cogió de la mano y tras besarle de nuevo, lo sacó del edificio.

El pueblo parecía desierto, un súbito y profundo silencio, como si todos sus habitantes hubiesen dejado de respirar, se había extendido por él. Suzanne recorrió el camino que le separaba del saloon, en camisón, cogida del brazo de John, mirando a un lado y a otro de la calle.

Cuando pasaron frente a la oficina del sheriff, este salió al porche y con el rifle aun humeante, se llevó la mano al Stetson y les saludó con una sonrisa torcida, incapaz de guiñar un ojo. John le devolvió el saludo y continuó su camino con la mirada perdida en el final de la calle.

El saloon continuaba desierto. Las chicas estaban en la barra, bebiendo y hablando en voz baja preguntándose sobre su futuro, con las maletas listas para salir pitando a la primera señal de peligro.

Cuando entraron, el alivio de todas las presentes fue palpable. Hasta la cocinera soltó un suspiro. Tras los abrazos y los besos, Suzanne logró separarse y le pidió una jofaina con agua caliente y unos trapos a Big Mama. Incapaz de contener su impaciencia, subió las escaleras con John, seguida por las miradas cargadas de envidia de sus empleadas.

Su habitación era totalmente distinta a la de sus prostitutas. Como ella no tenía que atender a los clientes, la había decorado como un pequeño hogar.  Las cortinas eran de vivos colores y la cama, aunque no era demasiado grande, tenía un colchón mullido y un edredón de plumas que le  aislaba de las frías y solitarias noches del desierto.

Sentó a John en un taburete y le quitó la camisa manchada de sangre. La cocinera entró un par de minutos después con lo que le había pedido y una botella de Whisky de propina. Tras echarle un buen vistazo al torso desnudo de Strange, se retiró y les dejó por fin solos.

Suzanne observó a John. Su cuerpo estaba cubierto de sangre que provenía de la herida del hombro. Afortunadamente los puntos de la herida anterior habían resistido y el apósito no revelaba ninguna mancha indicadora de que hubiese una hemorragia.

La bala había producido un profundo surco en el hombro izquierdo de John, justo por encima de su clavícula, a  pocos centímetros de su cuello. Con un escalofrió escurrió el trapo y limpió el pecho de John de sangre coagulada.

El forastero se dejó hacer y cogiendo la botella de whisky, sacó el tapón  con los dientes y pegó un largo trago. Suzanne acarició con suavidad el torso del forastero, recorrió sus pectorales y su vientre, arrastrando con el trapo sangre y polvo.

Cambiando de trapo, miró a los ojos de John antes de centrarse en  la herida y limpiarla con todo el cuidado que pudo. A pesar de todo, John soltó un gruñido y le pegó otro trago al bourbon mientras ella trataba de limpiarla lo mejor que sabía.

—Esto será lo peor, —dijo ella arrebatándole la botella de Whisky— pero es necesario.

Sin darle tiempo a pensar derramó un buen chorro de licor sobre la herida mientras John soltaba un bramido y cerraba los puños para intentar aislarse del escozor.

Cuando hubo pasado, cogió el resto de los trapos e improvisó un burdo vendaje.

—No es una obra de arte, pero aguantará hasta que mañana te vea el doctor Jenkins y te haga una cura mejor. —dijo ella acariciando el pecho del hombre con sensualidad.

John la miró con una intensidad que hizo que todo su cuerpo despertara excitado. Desde que había dejado de venderse no había vuelto a sentir atracción por un hombre. Creía que las noches de sexo sórdido y violento habían acabado con el deseo que sentía por los hombres, pero se había equivocado.

John se levantó y la desvistió con lentitud aprovechando para acariciar su cuerpo y provocarle continuos escalofríos. Cuando estuvo desnuda ante él se preguntó si le parecería bonita. Tenía la mandíbula hinchada y un moratón se extendía por el ojo y la mejilla izquierdos. Además su cuerpo no acababa de gustarle, siempre había pensado que tenía las caderas demasiado anchas y la piel tan pálida y llena de pecas que parecía una especie de animal exótico.

Un largo beso de John interrumpió sus pensamientos. Ella se lo devolvió a pesar de su dolorida mandíbula. En ese momento el forastero la cogió en brazos y la depositó sobre la cama. Las manos de John se deslizaron por su cuerpo desnudo y, sin dejar de besarla, acariciaron sus pechos y jugaron con la mata de pelo rojo que cubría su pubis.

John terminó de desnudarse y se tumbó a su lado. Sintió el calor de su cuerpo y la dureza de su miembro presionando contra su muslo. Vio el fino rasponazo que había causado la otra bala en su muslo e intentó alejarse a por otro trapo, pero John se lo impidió atrayéndola hacia él.

Se acurrucó en sus brazos y separó levemente las piernas, dejando que los dedos de John jugueteasen con su sexo provocándole los primeros gemidos de placer.

Finalmente, John se colocó encima de ella, entre sus piernas. Notó la polla de John presionando contra su pubis y se sintió temerosa e insegura, como si fuese la primera vez que lo hacía. Deseaba disfrutar y que él lo hiciese también. Deseaba tenerle el resto de sus días en su lecho. Deseaba hacer el amor con él todas las noches y todas las mañanas también...

El miembro de John entró en su coño haciendo que todos sus pensamientos se esfumaran sustituidos por un intenso placer...

John Strange

 

John observó el cuerpo de la joven y su cara de ángel de fuego con aquellos cabellos rojos, los ojos verdes y la nariz pequeña y pecosa dilatada por efecto de la excitación. Su cuello sus pechos, sus caderas, todo era generoso y firme.

Sin poder contenerse más, la cogió en brazos y depositando su cuerpo sobre la cama la besó, entrelazando su lengua con la de de Suzanne. Quería abrazarla, quería saborearla, quería poseerla y que ese momento durase para siempre. Se desnudó y se tumbó a su lado sintiendo la tibieza de su cuerpo y acariciando aquel cuerpo pálido y pecoso, recorriendo con sus dedos las finas venas que recorrían sus apetitosos pechos.

John deslizó sus dedos por el vientre de la joven hasta llegar a su pubis y los enterró en aquella mata de pelo ardiente y tras juguetear unos instantes, deslizó las manos entre sus muslos acariciando la entrada de su sexo. Suzanne gimió excitada y abrió ligeramente las piernas para que el pudiese entrar en su coño hirviente.

Excitado, se colocó sobre ella. Suzanne abrió un poco más la piernas y le miró. Estaba acostumbrado a ver el miedo y la incertidumbre en los ojos de la gente, pero no esperaba detectarlo en la joven. Se suponía que ella era la experta. John le acarició la magullada mejilla unos instantes y a continuación deslizó su pene en el cálido interior de la joven.

Suzanne gimió y se agarró a él con brazos y piernas mientras  la penetraba con movimientos lentos y profundos, sin apresurarse, disfrutando de cada chispazo de placer que le proporcionaba aquel delicioso coño.

Suzanne gimió e hincó las uñas en su espalda, temblando con cada embate. John se agarró a su muslos y sin dejar de penetrarla besó su cara, sus labios y sus pechos, jugueteando con sus pezones y volviéndola loca de placer.

Dándose la vuelta colocó a Suzanne encima de él.

Suzanne

 

Todas sus inseguridades se esfumaron en cuanto John comenzó a apuñalarla con su miembro, lenta y profundamente, haciendo que todo su cuerpo se estremeciera de placer. Gimió y se agarró a él desesperadamente, sintiendo como la boca y las manos del forastero se multiplicaban acariciando y chupando, llevándola al borde del orgasmo.

Con un movimiento brusco, John se giró y la puso sobre él. Llevada por el deseo se irguió y comenzó a mecerse con aquel miembro ardiente dentro de sí, levantando la melena por encima de su cabeza y exhibiendo su cuerpo.

John acarició sus pechos y pellizcó suavemente sus pezones provocándole un escalofrío y un pequeño gritito de dolor. Apartándole las manos, comenzó a acariciarse ella misma mientras comenzaba a saltar suavemente sobre el pubis de John.

John

 

John vio a la mujer acariciarse sensualmente sus pechos pesados y turgentes mientras subía y bajaba por su polla con lentitud. Observó su respiración agitada y escuchó sus gemidos ahogados por el esfuerzo. Poco a poco fue aumentando el ritmo hasta que terminó convirtiéndose en una cabalgada salvaje que acabó con un monumental orgasmo de la joven que se derrumbó agotada y sudorosa sobre él.

John la empujó tumbándola boca arriba y la besó unos instantes antes de comenzar a lamer y saborear su cuerpo. Sabía a deseo y a sal.

Aun hambriento, enterró la cara en el sexo de Suzanne besándolo y saboreando los flujos orgásmicos que escurrían de él.

En pocos segundos la joven empezó a gemir y antes de que John la penetrara, su amante se dio la vuelta y agarrándose al cabecero de la cama meció sus nalgas, atrayéndolo hacia él. John acaricio el culo redondo y firme de la joven y sus muslos y tras separarlos ligeramente la penetró.

Envolviendo su cintura con los brazos, comenzó a follarla con fuerza, besando su nuca y mordisqueando sus cuello y sus hombros.

Suzanne gemía y volvía la cabeza de vez en cuando  para devolverle los besos. Sin poder aguantarse más John, agarró los pechos de la joven y con unos últimos y salvajes empujones se corrió en su interior.

Suzanne

 

Suzanne se quedó quieta mientras John, tras correrse, seguía penetrándola hasta que un segundo orgasmo la obligó a tumbarse arrasada por el placer. John se dejó caer a su lado, abrazándola y atrayéndola contra él hasta que sintió que no quedaba una molécula de aire interponiéndose  entre ellos. Sintió sus manos ásperas acariciar su piel aun electrizada. Ronroneó satisfecha, sintiendo como el miembro de John menguaba dentro de ella. Jamás se había sentido así tras un polvo, sentía que había hecho algo más que follar, durante unos instantes aquellos sus cuerpos se habían fusionado hasta ser solo uno. Cuando John finalmente sacó su polla, no pudo evitar una sensación de pérdida.

Inmediatamente se dio la vuelta,  cogió aquellas ásperas mejillas sin afeitar con sus manos y lo besó con toda la ternura de la que fue capaz. No hizo falta una elaborada declaración de amor. Con aquel hombre rudo y silencioso sobraban las palabras, sabía que aquellos días se había forjado entre ellos un vinculo que ni siquiera el tiempo  lograría socavar.

Esos ojos fríos y peligrosos se habían vuelto dulces y protectores. El forastero se había resistido y la había hecho sufrir, pero ahora era suyo para siempre.

—Dicen que han encontrado oro en California... —dijo ella mirando a John a los ojos.

—¿Quieres hacer de mí un minero ahora? —preguntó el sonriendo y acariciando su melena húmeda pegada a la frente.

—¡No , idiota! —respondió sonriendo—Se ha desatado la fiebre del oro y la gente vende todas sus pertenencias a cualquier precio para ir en su busca. He ahorrado suficiente para comprar un buen rancho, dicen que las tierras son muy buenas en el valle de San Fernando. —respondió ella pegando su cuerpo contra el de él— Quiero empezar una nueva vida, lejos de aquí, donde nadie nos conozca. Quiero que tengamos hijos y quiero verlos crecer en paz, lejos de la violencia y la avaricia que genera el oro.

John la miró un instante y la besó de nuevo, con ternura, firmando un trato que acababa con una vida de violencia e inauguraba una vida de  esperanza y felicidad.

Sheriff Donegan

 

Había que ver, él había hecho lo que nunca pensó que haría en su vida, una acción desinteresada por el bien de su ciudad. Por primera vez en mucho tiempo había dormido como un angelito sin tener que beber una sola gota de alcohol.

Se levantó al mediodía sintiéndose otro y se desperezó rascándose las pelotas como un perro satisfecho. En la calle vio al doctor,  ocupándose de los cadáveres, esperaba que fuesen los últimos en mucho tiempo.

Era evidente de que ya se había corrido la voz, porque la gente paseaba por la calle sin esa sombra de miedo o preocupación que imperaba bajo la tiranía de Davenport. Cuando pasaban a su lado, los hombres le saludaban tocándose el sombrero con respeto y las mujeres le sonreían.

Se dirigió al saloon para hablar un rato con el forastero, pero cuando llegó, las chicas le dieron la noticia de que Suzanne les había vendido el local y se había marchado con John al oeste.

Le hubiese gustado despedirse, pero así también podía dejarlos ir sin tener que someterlos a un embarazoso interrogatorio. Con un suspiro les deseó suerte y se volvió hacia Corina, no se le ocurría nada mejor que hacer aquella esplendida mañana que echar un buen polvo para celebrarlo.

 

 

Epílogo

 

 

—Han sido dos años plenos en acontecimientos. Algunos dirán que el pueblo cambió cuando se acabó el oro y llegó el ferrocarril, otros cuando los indios nos atacaron, los más cuando la ciudad cambió de nombre.

—Pero yo os digo, hermanos que  cuando el tirano murió, el alivio  cubrió este pueblo como un acogedor manto convirtiéndolo en una verdadera ciudad.

—¡Aleluya! —gritan los feligreses.

—Ignoro dónde se encuentra el hombre que Dios nos envió para salvarnos y redimirnos de nuestros múltiples pecados. Pero todos los días le doy las gracias por haberlo traído hasta nosotros.

—Sabemos que no somos la ciudad perfecta, hermanos. Pero hay esperanza, este mismo templo es una señal de ella. Cuando Davenport murió en vez de pelearnos por los despojos, usamos todo esa riqueza cruelmente atesorada para hacer la obra de Dios. Ahora los vecinos de Redención tienen un lugar donde recogerse y reflexionar sobre sus pecados, un lugar dónde con la ayuda de Dios y de este humilde servidor convertirse en  mejores personas.

—Esta iglesia es el símbolo de la voluntad de esta ciudad por redimirse. El pecado sigue entre nosotros y yo mismo, humildemente, admito que soy el primero en caer en la tentación, por esto y porque allí donde este John Strange, haya encontrado la paz y la felicidad, entonemos este salmo...

 

FIN

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