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Blanche (16)

en Grandes Series

El día, aun caluroso, trascurrió sin incidentes y a la caída de la tarde llegó a Bigstone.

Era un pueblo grande y sucio que bullía en plena actividad, cientos de personas recorrían la calle principal donde al parecer se acumulaban todas las tiendas, el banco y las cantinas.

La llegada al pueblo produjo en Blanche una cierta añoranza, después del tiempo pasado en ¯iento del Norte sin ningún contacto con ningún blanco que no fuera Richard había empezado a parecerla que el mundo se reducía a aquella casa y a los campos solitarios que la rodeaban.

De pronto se encontraba de nuevo bañada por la civilización, el ir y venir de los, hombres cada uno movido por su afán, sus problemas o sus ocios la acercaba a una realidad de la que parecía haberse alejado hacia mil años.

Después de acomodar las carretas y los animales en una posada en la que ella misma se reservó una habitación donde fueron subidos los fardos en cuyo interior se encontraba el oro decidió salir a pasear por la calle principal. Lo hizo sin rumbo fijo pero con una intención definida, buscar tiendas donde al día siguiente poder comprar todo lo que durante el viaje había soñado.

Volvió a la posada decepcionada e inquieta, no sólo no había encontrado ninguna tienda que diera la impresión de tener lo que ella deseaba, si no que de algunas de las tabernas salía música alegre y voces que, como un reclamo de otros tiempos, actuaban sobre su espíritu empezando a desear emociones más fuertes e íntimas que las vividas últimamente.

Turbada por la nueva realidad se preguntó si no habría hecho el tonto iniciando aquel viaje que la había llevado a conocer a Richard.

El, con su invalidez, su respeto y su generosidad estaba haciendo que ella sintiera por él sentimientos nobles y honrados de los que creía estar completamente curada.

Lo único que la compensó de aquel paseo fue descubrir que a base de esfuerzo lograba unir las letras de algunos carteles para formar palabras inteligibles. Estaba comenzando a leer.

En un intento de justificar aquella desazón que sentía achacó buena parte de la culpa al hecho de que estaba con la regla y esto siempre la producía cierto desequilibrio.

Aun a pesar de haber hecho que Camana la lamiera el sexo, tardó en dormirse. Se preguntaba por que tenía que guardar una abstinencia que Richard no guardaba. El tenía sus hembras para usarlas tantas veces y en la forma que considerara conveniente. Ella no tenía más que a Camana, cierto que la proporcionaba un cierto alivio pero no era el único que ella deseaba.

Tenía dinero suficiente para empezar a vivir en cualquier sitio. En ese momento, allí, en la habitación tenía más de siete mil dólares, y también podía recoger el oro que había dejado en Natchez. Doce mil dólares eran ya una gran fortuna que bien administrados podía permitirla vivir toda su vida sin excesivas preocupaciones.

Al despertarse por la mañana todos sus malos pensamientos de la noche anterior habían desaparecido como arrinconados por la luz del nuevo día.

Muy temprano ordenó a los negros que comenzaran a preparar los caballos y las carretas.

Mientras estos cumplían sus ordenes se hizo traer el desayuno a la habitación por Camana y cuando procedía a vestirse ante un espejo hizo un descubrimiento que la llenó de alegría.

Su cuerpo, antes excesivamente flaco, se había ido cubriendo y tomando formas redondeadas más acordes con su condición de mujer. Sin duda la comida abundante y de buena calidad de ¯iento del Norte había hecho el pequeño milagro.

El descubrimiento de estas pequeñas cosas la hizo comprender que a pesar del poco tiempo pasado en la plantación tenía en ella más raíces que las echadas en otros lugares durante mucho tiempo.

Recordaba como salió de Natchez, sin el menor sentido de que tras ella dejaba a nadie que mereciera la pena.

Hizo conducir las carretas hasta las tiendas y, una vez entregadas las notas, se encontró con que no tenía nada que hacer.

Paseando de nuevo por el pueblo en busca de sus apetecidas tiendas de ropa encontró una armería que despertó rápidamente su curiosidad. En algunos momentos de su vida había deseado poseer un arma para el caso de tener que defenderse. Sin dudarlo dos veces penetró en la tienda y pidió dos revólveres. Un tanto extrañado, el hombre de avanzada edad, la atendió gustosamente mostrándola distintos modelos hasta que Blanche eligió el que más la gustaba.

No eran revólveres grandes pero, según la aseguró el vendedor, si suficientes para ser manejados por una dama en caso de necesidad. También compró munición suficiente para hacer prácticas, ya que el anciano, la aseguró que un arma sirve de poco cuando no se la sabe usar.

Un negrito al servicio de la armería fue el encargado de llevar las armas a la posada para dárselas a guardar a Camana.

Blanche sentía un placer en comprar desconocido hasta ahora en su vida. El poder hablar con el vendedor teniendo la seguridad de que tenía dinero sobrado para pagar lo que quería la daba seguridad en si misma y autoestima.

Deambulando sin rumbo por el pueblo, llego a una plaza atraída por el tumulto que formaba un nutrido grupo de hombres.

No tardó en comprender que en realidad estaba en lo que se podía llamar la plaza del mercado de esclavos, rápidamente se dio cuenta que el tamaño de la plaza parecía ser apropiado a la cantidad de animales a vender y comprar, poco más de media docena de negros de ambos sexos fueron vendidos en una hora, a diferencia de los negros vendidos en Natchez estos eran auténticos ejemplares por su fortaleza.

La llamó la atención lo grandes y lo fuertes que eran los esclavos y esclavas puestos a la venta pero no tardó en comprender el porqué.

Bigstone era un pueblo minero y los negros en su mayoría destinados a trabajar en las minas, era lógico que necesitaran negros fuertes y robustos, aun así no vivirían más de cuatro o cinco años.

Fue en los aledaños de aquella plaza donde encontró lo que buscaba, una tienda de telas que además disponía de unas pocos vestidos hechos.

No eran vestidos vistosos elegantes pero si suficientes para deslumbrar a Blanche.

Pasó lo que la quedaba de mañana probándose y eligiendo vestidos, mirando telas y descubrió una prenda de la que había oído hablar pero que todavía no había visto ni usado.

Era como un calzón de hombre pero más pequeño y coqueto al que llamaban braga.

La vendedora la habló maravillas de aquella prenda que no sólo distinguía a las verdaderas señoritas y damas de las mujeres vulgares y de las hembras sino que lo hizo con tal picardía, como si insinuara que los hombres se volvían locos por las mujeres que llevaban dichas prendas que Blanche pronto dio el consentimiento para que la vendiera media docena de los distintos modelos y colores.

Cuando preguntó a la vendedora por perfumes, ésta hizo un gesto de tristeza y contestó que no podía servirla. Ni en su tienda ni en todo Bigstone encontraría nada parecido a un perfume. Era una mercancía demasiado cara para venderla en un pueblo como aquel.

Por fin cuando Blanche salió de la tienda fueron necesarias dos hembras para transportar los voluminosos paquetes que había comprado. De regreso a la posada pudo ver como las dos carretas eran cargadas por los negros a medida que los tenderos les iban entregando los paquetes de las listas.

Una vez comprobado que todos los paquetes eran entrados por las hembras y dispuestos por Camana de forma conveniente fue informada por ésta de que en su ausencia habían traído un paquete que Blanche identifico rápidamente como el de las armas y municiones que había comprado.

Apenas se quedó a solas con la negra se puso una de las bragas. Al principio no la pareció cómoda, pero impulsada por el contenido erótico que la vendedora había sembrado en su mente se decidió a tenerla puesta.

Después de comer, se echó una siesta, hacía demasiado calor para deambular por el pueblo sin ningún objetivo.

Al despertarse se llevó una de las mayores desilusiones de su vida. La braga estaba manchada de sangre menstrual en algunos puntos de la estrecha banda que cubría su zona más íntima.

Era lógico pero decepcionante. Blanche recurrió a poner entre la banda de una nueva braga y su cuerpo un pequeño paño doblado en varias capas.

Sin embargo una vez hecho ésto se sintió cómoda. La prenda servía muy bien para fijar el paño en su sitio sin necesidad de las molestas cintas que habitualmente usaba para sujetarlo.

Camana recibió la orden de lavar hasta dejar inmaculada la braga usada, mientras ella, vestida con un vestido de los recién comprados salía de nuevo a pasear por el pueblo.

Recorrió de nuevo la calle principal inspeccionando como marchaba la carga de las carretas y dando orden a los esclavos de que una vez concluida esta se fueran a la posada. Habló con los tenderos advirtiéndoles que ella volvería para pagar y continuó su paseo.

Se sentía halagada por las miradas que la echaban algunos hombres al cruzarse con ella.

Sus pasos sin rumbo la fueron encaminando hacia las afueras del pueblo hasta que comenzó a llegar a sus oídos el retintinante de unos martillos golpeando contra el hierro.

Guiada por el repiqueteante sonido siguió el polvoriento camino que conducía a la fragua.

No es que tuviera nada que comprar en ella, pero el sonido la atraía como un imán. A su mente fluyeron rápidamente recuerdos de la infancia. Veía a su padre manejando con vigor el martillo, y como bajo su acción el hierro candente iba tomando formas que no por repetidas eran menos misteriosas para su mente infantil.

Mentalmente preparó un pretexto para justificar su presencia en la herrería mientras sus narices percibían el conocido y familiar tufo del carbón de fragua.

A medida que se acercaba los golpes de los martillos se fueron haciendo más distintos, por un lado el incesante repiqueteo del martillo pequeño sobre la bigornia, por otro el contundente ritmo del grande sobre el hierro.

Se imaginó perfectamente a los dos hombres trabajando, uno con una habilidad endiablada giraría y pondría el hierro en la forma necesaria mientras con su pequeño martillo iba creando la forma, el otro con su contundente y espaciado golpe iría dando al material el tamaño y la consistencia necesaria.

Blanche se desvió hacia el corto camino que conducía a la herrería comenzando a distinguir en el porche una forma un tanto extraña en aquel lugar.

Entre cuatro mulos que esperaban para ser herrados una negra joven aparecía colgada por los brazos de una viga del porche.

Blanche pasó a su lado observando su cabeza caída sobre el pecho y sus pies que apenas la sostenían ya sobre el suelo.

De pronto el martilleo cesó al unísono y antes de que tuviera tiempo de penetrar en la herrería y un hombre bajo pero fornido con el rostro manchado de hollín y sudor salió a recibirla.

- Desea algo señorita?.

- Si, ocho herraduras. Contestó sin quitar ojo a la hembra que no hizo el menor gesto de haberse percatado de su presencia.

- Para mulo o para caballo?.

- Para mulo.

- Tengo preparadas seis. Si quiere puede volver más tarde y se las tendré preparadas. Contestó el herrero.

- No, prefiero esperar si no le molesta, me gusta ver el trabajo.

Por unos instantes el hombre pareció desconcertado, después dijo.

- No lleva usted una ropa muy apropiada para entrar en una fragua

- No, pero no importa, ya me cuidaré de no mancharme.

El herrero se encogió de hombros y dijo.

- En ese caso, pase.

Blanche se puso de forma que pudiera ver cuanto pasaba pero suficientemente lejos como para no verse afectada por las chispas que saltarían tan pronto como aquel hombre y su esclavo comenzaran a martillar el hierro candente.

El herrero introdujo en la fragua el hierro necesario para cumplir con el encargo que Blanche le había hecho y mientras se calentaba éste extrajo otro ya caliente.

Con rapidez lo puso sobre el yunque e inmediatamente los martillos entraron en acción. Bajo la atenta mirada de Blanche el hierro al rojo fue cambiando de color al tiempo que cambiaba de forma. Era reconfortante sentir bajo los pies la granalla de hierro que se había almacenado en el suelo durante años de trabajo. Una granalla similar a aquella otra con la que ella había jugado cuando era niña.

No tardó el hierro en enfriarse, los golpes cesaron mientras el herrero cambiaba de hierro.

En poco tiempo las dos herraduras estuvieron listas y Blanche no encontró pretexto para permanecer en aquel lugar.

- Que ha hecho la negra?. Preguntó tratando de satisfacer la curiosidad que había sentido desde el principio.

- No lo sé. Su ama la ha traído aquí para que la castigue.

- Mucho?.

- No, sólo unos pocos palmetazos y cortarla una oreja.

Blanche se preguntó cual podía haber sido el delito cometido por la negra para recibir semejante castigo mientras en su alma nacía un cierto regustillo al pensar que podía ser testigo del castigo.

- Lo hará usted ahora?.

- Si, si usted lo desea?.

- Por mi parte no hay ningún inconveniente.

El herrero la miró un momento con aire de comprensión. No era la primera vez que una mujer blanca la pedía ver la ejecución de un castigo.

Momentos después el herrero había desnudado completamente a la hembra. Estaba en plena madurez, todas sus formas así lo indicaban. Armado de una gruesa paleta de madera se acercó a la hembra por detrás y sin previo aviso descargó el primer golpe sobre sus nalgas, la negra se retorció y chilló al sentirse herida.

Sin hacerla el menor caso el hombre fue descargando en el mismo sitio golpe tras golpe hasta completar la docena.

Blanche se sentía excitada y divertida al ver como la negra bailaba al final de la cuerda, tratando de eludir los golpes que la llegaban puntualmente uno tras otro, mientras, imaginaba como se le pelaría el culo a la negra antes, mucho antes de que puedira volver a sentarse Después de esto el herrero desapareció dentro de la herrería para salir unos pocos minutos más tarde. En su mano llevaba una cuchilla con mango de madera por donde la empuñaba.

La negra, fuera ya de su inconsciencia por el dolor de los palmetazos recibidos redobló sus gritos al verle con el arma.

Sin inmutarse, el hombre escupió sobre la cuchilla mirando como la saliva se evaporaba rápidamente al contacto con el acero caliente.

En cuestión de segundos tomó con una mano el apéndice auditivo de la negra, mientras con la otra manejaba la cuchilla e, instantes después el apéndice se desprendía del cráneo.

Un olor a carne y pelo quemado llenó el ambiente unos segundos.

Enloquecida por el dolor y la quemadura la negra movía descontroladamente la cabeza de un lado para otro tomando gestos y actitudes que inducían a la carcajada y a la mofa.

Casi sin reparar en su obra el hombre arrojó el apéndice al suelo pisoteándolo a continuación con sus sucias y fuertes botas, limpio la cuchilla sobre su sucio mandil de cuero y dijo.

- Ya está. Desea algo más señorita?.

- No, gracias. Contestó Blanche disimulando su turbación y excitación.

Cargada con las ocho herraduras Blanche se despidió del herrero y tan pronto como supo que él ya no la veía, se deshizo de la inútil carga, arrojándola a lo más espeso de unos matorrales que había al lado del camino.

Sin reparar en las miradas de deseo que los hombres la lanzaban, atravesó rápidamente el pueblo hasta llegar a la posada donde la esperaba Camana.

Sin una palabra se tumbó en la cama, abrió las piernas y ordenó a la negra que viniera a consolarla.

Mientras sentía la lengua de la esclava recorriendo su sexo, no podía dejar de pensar en las imágenes de la esclava retorciéndose bajo los azotes y de lo grotesca que había quedado cuando la oreja se desprendió de su cráneo.

Con estas excitantes imágenes en el cerebro llegó el orgasmo, apretó la cabeza de la hembra entre sus muslos al tiempo que comprimía la nuca con sus manos, como en un intento de que su boca y lengua se fundiera con su sexo.

Lentamente se fue serenando, volvió a recuperar la agitada respiración y expulsando a Camana de entre sus muslos con el pie la ordeno componer sus ropas y ponerla de nuevo la braga, esta vez limpia todavía por la acción protectora del paño.

Casi sin pérdida de tiempo volvió a salir, esta vez, acompañada de Camana, que llevaba la caja con el dinero, por el camino se encontró con las carretas que regresaban ya cargadas.

Recobrada la tranquilidad fue paseando hasta las tiendas donde los comerciantes esperaban para cobrar sus mercancías.

Fue el segundo comerciante el que la dio un buen consejo. ¡ No es conveniente ir paseando con tanto dinero, señorita !. Yo que usted lo depositaria en el banco.

Un tanto alarmada por la advertencia del hombre regresó rápidamente a la posada, escondió el oro que la había sobrado y ordenó a Camana dormir fuera de la habitación, cruzada ante la puerta para evitar sorpresas.

La pareció mentira que ella, que en otros tiempos había robado a un hombre, se hubiera vuelto tan confiada en el tiempo que había permanecido en Viento del Norte.

Continuara...

Datos del autor/a:

    Nombre: Adela.

    E-mail: aadelaa@yahoo.com

    Fuente: Historia originalmente publicada en la lista de correo "morbo".

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