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Mi boda IX (CadaquésIII)_2ª parte

en Voyerismo

Mi boda IX (CadaquésIII)_2ª parte

Allí el gordo nos miró sonriente y yo le dije que teníamos quince minutos para los complementos. Nos indicó un pasillo y allí fuimos. Látigos. Le llamé para que nos guiara.

-          Quiero uno burdeos, semirrígido, el mejor.- Nos indicó con el dedo que lo siguiéramos por otro pasillo sonriendo. Su tejano dejaba ver la raja de su peludo culo, y ahora me parecía todavía más repugnante que antes. Se inclinó hacia un armario bajo y su raja apareció ante nosotras. Pero cuando se alzó, incluso su olor me fue indiferente. Sostenía en la mano un objeto deliciosamente trabajado.

-          Rabo de toro, lo mejor de lo mejor.

-          ¿Quiere decir que realmente es…? – Dijo Laura.

-          Sí, rabo de toro estirado y trenzado para las mejores fustas. Es un pastón, pero ha dicho lo mejor, ¿no?

-          Es perfecto, hasta en el color. – en la punta quedaban destrenzadas tres tiras, era simplemente perfecto, de medio metro de longitud y con un lazo para colgarlo de la muñeca. Casi me cae la baba de emocionada como estaba acariciándolo. – Más, botas, ¿qué tenéis?

Pero aquí me fallaron, era decepcionante la parte de botas. Pero yo tenía unos botines burdeos perfectos, así que seguí adelante. “Bolas chinas”. Y un nuevo mostrador con tamaños diferentes y de tres a cinco bolas. Escogí dos juegos, unas más grandes y otras más chicas para detrás. Por iniciativa propia me sacó un aceite especial para cuidar la fusta y el traje y unos trapos para aplicarlo bien.

Entonces llegó la llamada de arriba. El gordo, tranquilamente, fue hacia la puerta y puso el cartel de “He salido, vuelvo en cinco minutos” y pasó detrás nuestro hacia las escaleras. Nos dirigimos donde estaba Yolanda, ahora con unas gafas colgando al cuello, que me miró sonriente. Yo ya sabía lo que tocaba, así que le fui pasando a Laura mi ropa y quedé, de nuevo, sólo con la tanga. “Todo”, dijo Yolanda en tono autoritario. Laura me miró algo espantada, pero yo me deshice de la tanga (con un puntito húmedo) y la dejé sobre el resto de ropa que tenía Laura. Era consciente que el gordo, detrás, me podía ver completamente desnuda, así como Yolanda, pero me daba igual, quería ver de lo que era capaz Yolanda. “Estoy convencida que será para ti, y tenemos que comprobar que sea perfecto”, dijo mientras me pasaba el primer camal y yo me lo enfundaba. “Con cuidado, usa el pincho sin forzar, ajustar sí, tirar no, ¿entendido?”. El fino cuero no debía rasgarse, pero se lo notaba perfectamente trabajado y con el calor tenía un poco de elasticidad. Mi pierna quedó perfectamente cubierta con una segunda piel. En lo alto del muslo sobresalían dos piezas de metal negro brillante que me ayudarían a estirarlo correctamente, tal y como me indicó, suavemente, sin dar estirones bruscos. El mismo cuero quería cubrirme como una segunda piel y las costuras eran tan pequeñas y suaves que ni se notaban. La segunda pierna fue mucho más sencilla, pese a que Yolanda me miraba examinando cada uno de mis movimientos y asintiendo con aprobación cuando estiraba suavemente el cuero.

Después vino el turno del top, con un bordado del mismo cuero que alzaba mis grandes pechos y hacía sobresalir mis ahora abultados y puntiagudos pezones. Yolanda repasó las costuras con sus dedos entreteniéndose en mis pezones asintiendo aprobadoramente. Luego me puso dos tiras enganchadas a los puntos metálicos de las medias para que el conjunto quedara perfectamente tirante, a la vez que arrapado a mi cuerpo. Dos ligas de cuero que se enganchaban a las piezas de metal y acababan en pinchos negros y brillantes. Entonces se puso detrás de mí y procedió a atar los cordones del corsé forzándolo arriba con mucha fuerza pese a su pequeña figura. Cuando los apretó me dejó sin respiración, pero entonces el divino cuero se ajustó sin un solo defecto y me cubrió como segunda piel la cintura alzando todavía más mis pechos.

Luego vino la tanga, una tanga de minúsculo triángulo delante y finas tiras de cuero que tenía que tirar fuertemente arriba para engancharlo en los correspondientes apuntes de metal del corsé, quedando perfectamente tirante y sin una arruga a la vez que marcando completamente mi sexo y metiéndose entre mis cachetes por detrás. Por supuesto, fue Yolanda quien lo ajustó con sus pequeños y finos dedos y se aseguró que quedaba perfectamente encajado y liso. Mi vulva sufría con esa presión y mis labios se inflamaban bajo el erótico toque de Yolanda. Se pusieron rojos y se agrandaron, pero el cuero daba de sí y los acogió perfectamente marcando y delineando su forma. Yolanda disfrutaba acariciándome y yo podía ver su mirada brillante. Mi olor ya llenaba toda nuestra zona y las mejillas de Laura enrojecían de placer y excitación. Yolanda me dejó un momento y se acercó con dos largos guantes de cuero en el mismo tono. Me los puse con placer, y me cubrieron manos y antebrazos hasta el codo, donde quedaban abiertos pero firmes. Me los encasqueté bien entre los dedos y entonces pude notar que el tacto traspasaba perfectamente los guantes, que no dejaban ni una arruga tampoco, eran del tamaño perfecto, brillantes, sensuales.

Yolanda acercó un espejo de cuerpo entero y pude admirarme mientras ella acariciaba cada costura, deshacía invisibles pliegues con su caricia. Descalza, el cuero enfundaba perfectamente mis piernas, pero no me privaba movilidad, de hecho, era como una segunda piel que me permitía notarlo todo, como notaba los dedos de Yolanda acariciándome. El corsé me apretaba como un guante y me obligaba a respirar a pequeñas bocanadas, pero conforme más lo llevaba, mejor me sentía en él. Y la tanga… aquella preciosa tanga era como una mano en mi sexo, una mano que me acariciaba permanentemente y sólo por eso me excitaba más y más.

Yolanda se arrodilló ante mí e inspiró profundamente llenándose de mi olor. Yo alargué la mano y, sin decir nada, el gordo me tendió mi fusta. La tomé entre mis manos y miré hacia Yolanda, que me miraba a la vez. Ella lo estaba rogando, lo estaba deseando, así que, muy suave, le rocé su cabecita con mi fusta por la parte de detrás y su lengua empezó a lamer por encima del triángulo de la tanga. Sus manos tomaron mis cachetes y su cara aspiró de nuevo mi aroma mezclado con el del cuero y se aplastó contra mi sexo llenándome de placer mientras también ella se daba placer con su pequeña manita por dentro de sus jeans. No sé cuánto rato duró, pero las dos explotamos casi juntas, ella un poco antes, clavando su boca con fuerza en mi sexo y haciéndome gemir y que me temblaran las piernas. Toda yo temblé y, para no caer, me sujeté a su cabeza, aplastándola todavía más contra mí.

Cuando nos separamos mis flujos habían empapado cuero y su cara, y ella se relamía todavía sonrojada por el placer. El gordo se había ido, pero quedaban las manchas de su descarga. Y la pobre Laura estaba roja como un tomate, todavía aguantando mi ropa. Yolanda se alzó sobre las puntas de sus pies y me dio un piquito con lo que me traspasó mi sabor. “Un momento” y se fue para volver al poco rato con una máscara veneciana con plumas burdeos en la parte alta. Se tuvo que encaramar en un taburete tras de mi para colocármela y entonces me vi reflejada en el espejo.

Estaba perfecta, mi piel dorada, ahora algo roja por el placer, combinaba a la perfección con el tono burdeos brillante de natural y ahora por saliva y sexo. Una segunda piel me cubría, pero dejando retazos de carne a la vista, parte alta de los muslos, glúteos, hombros y pezones. Media cara a la vista, la otra cubierta con la máscara de nariz para arriba con un fino, elegante y suave cordón de seda a mi nuca. El cuero sólo estaba repujado de puntos negros brillantes de metal para permitir el encaje de las piezas, puntos negros que conjuntaban perfectamente, así como los rebordes de cuero repujado.

No pude contenerme y, con voz autoritaria le ordené a Yolanda: “Desvísteme, límpialo y entrégamelo”. Ella miró al suelo asintiendo y fue retirando capa a capa cada parte del vestido y dejándolo con cuidado sobre la mesa. Cuando volví a quedar desnuda (pero con la fusta) le dije: “Buena chica, así me gusta”, y la azoté con cariño en una mejilla. Le alcé con la punta de la fusta la barbilla y le permití mirarme. Agachándome la besé profundamente con agradecimiento y ella me correspondió. Entonces le tomé la camiseta por la cintura y, de un tirón, se la saqué por la cabeza. Tenía dos pequeños y preciosos pechitos puntiagudos, como de adolescente, pese a que no lo era. Ella misma se deshizo de jeans y se quedó ante mí, con la mirada baja, desnuda (se había descalzado también). Su pequeño cuerpo era muy bello, algún tatoo, pero su completa sumisión era todavía más bella. La rodeé mientras Laura quedaba como una estatua en la esquina. Mi fusta le acariciaba la piel por el cuello, hombros, bajó por su espalda y la encajé entre sus muslos. Su humedad hizo brillar las puntas de la fusta y entendí lo que le podía gustar. Asomé la fusta entre sus piernas y rocé su sexo. No pudio reprimir una suspiro, un gemido. Seguí con la fricción suave, lenta, dejándola abrirse y prepararse hasta que ella misma despegó un poco los muslos. Entonces la fusta la penetró lenta y suavemente y ella se recostó para recibirla. Cuando la fusta topó en su interior, llegó adentro, un escalofrío recorrió sus pierna y yo, rápidamente, saqué con brusquedad la fusta y azoté su abierto y preparado clítoris con ella desde abajo. Su orgasmo se multiplicó y estalló cayendo al suelo y se retorció por el espasmo de placer y dolor.

La dejamos allí tirada en el suelo mientras me vestía y bajábamos al piso de abajo. Ahora había más clientes mirando las cosas expuestas y cuchicheando en voz baja. Me resultaron ridículos. Aquello era un templo del placer, de experiencias, y ellos venían a jugar. Nosotros éramos jugadores de otro nivel. Esperamos con el gordo, que ya nos había preparado los paquetitos, dimos un vistazo esperando, hasta que la vimos bajar. Recompuesta. Yolanda bajaba con una bolsa y, dentro, limpios y aceitados, mis trapitos envueltos en papel. Acercó la bolsa al gordo que introdujo el resto de la compra y cobró en la caja un precio que ni se acercaba a lo que habíamos supuesto. Cancelé la operación de la tarjeta y volví a marcar con un importe más adecuado, introduciendo el PIN y tomando la copia del resguardo. Les devolví la maquinita, tomé el paquete y le di un piquito a Yolanda (que no separaba la mirada de las puntas de mis zapatos) antes de partir.

De nuevo no llego a Cadaqués, pero os prometo que en el próximo relato seguro. Al fin y al cabo… ¿qué puede suceder en un simple viaje en coche de Barcelona a Cadaqués?

Besos perversos a tod@s, y a ver si me dejáis algún comentario diciendo qué os parece.

Sandra

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