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Mi boda IX (Cadaqués VII)

en Voyerismo

Mi boda IX (CadaquésVII)

Podría contaros mil historias de esa noche, pero lo cierto es que Javier y yo llegamos a la habitación, nos desnudamos, y dormimos abrazados como niños. Puro agotamiento. Me desperté todavía abrazada a él tal y como nos habíamos echado en la cama cuando golpearon la puerta y nos avisaron que ya era hora de desayunar.

Tomamos una ducha rápida, más para despertarnos que por asearnos. Yo tomé un conjunto de biquini con tanga, pero que cubría mis pechos mejor que el del día anterior y me puse encima un vestido ibicenco, de un blanco radiante con algún bordado, fresco con escote y hasta medio muslo. Javier con bañador bóxer y un polo. Estábamos alegres y relajados, preparados para el día en barco, así que bajamos tomados de la mano a buscar el desayuno.

Esta vez no hubo miradas lascivas ni nada de eso, sólo risas y algunas bromas veladas sin insinuaciones sexuales. Fruta, cargué mi plato con mucha fruta (me encanta) y desayuné con hambre (fruta, yogurt con miel, más fruta y un delicioso café negro). Ellos ya estaban listos y yo tuve que tomar el café rápido para poder salir.

Nos montamos en el todoterreno de José los siete, ya que Natalia no vendría. Bueno, debo decir que sí hubo algún roce, pero nada destacado. Yo aproveché que estaba al lado de Mr. Clifford para asegurarme de que había cumplido las instrucciones. Mientras bajábamos al pueblo, aprovechando el traqueteo del coche, me incliné hacia él y dejando caer mi mano por su muslo le pregunté al oído: “Habrás cumplido, ¿verdad? Espero que me obedezcas en todo y te dije que no te tocaras”. Usé un tono muy bajo, pero con marcado acento autoritario ruso, y pude ver cómo su expresión cambiaba a una excitación inmediata y su cara giraba hacia mí. Yo estaba seria, muy seria, muy en mi papel en ese momento, y él bajó la mirada y me respondió, también en un susurro: “Sí, ama”. Supe que lo tenía en el bote y mi mano lo premió con un suave, rápido y fugaz pellizco en su entrepierna que le hizo estremecer.

A mi otro lado el mejicano sonreía mirando el paisaje mientras su mano rozaba muy ligeramente mi muslo. Los tres, apretados como estábamos en la fila de asientos, no podíamos dejar de rozarnos, así que no sólo no dije nada, sino que abrí un poco más mi pierna para que contacto fuera permanente y el dorso de su mano pudiera notar la calidez de mi muslo.

Me incliné adelante para charlar con Javier, que iba en la fila ante nosotros (los otros dos americanos eran, con mucho, los más gruesos, así que uno iba de copiloto y el otro con Javier). “No falta mucho ¿verdad?” le dije para conversar de algo intrascendente. Javier, diligente, fue indicándome y señalando el pueblo, en inglés, para charlar algo sobre Cadaqués y la preservación de su entorno, de la falta de cobertura de móviles, etc.

Mientras, así acostada para adelante, la mano del mejicano podía, discretamente, acariciar mejor mi muslo con el dorso. Pero lo que él no se esperaba era que una mano mía acariciara descaradamente su muslo. Espantado, el mejicano miró a Clifford, que miraba al frente con cara seria, yo tapaba, con lo que nadie nos vería. Mi mano exploró su muslo y subió hacia su entrepierna con aquella discreción que nos permitía estar en el auto. Noté su sexo tieso cuando llegué a lo alto, y él, a su vez, notando mi descaro, acarició también mi muslo, pero sin poder llegar a mi sexo, ya que yo me cuidaba que al estar echada para adelante no pudiera acceder.

En cambio yo sí podía acariciar y notar su falo sobre el bañador, y hasta introduje la mano por la cinturilla para notar su tacto y rodearlo con mis deditos y hacerlo subir y bajar mientras no paraba de decir honey, love y demás dulces apelativos a mi maridito. El mejicano estaba enrojeciendo por minutos y parecía a punto de explotar.

Pero no era ése mi único juego. Mi otra mano, también discretamente, era la responsable que Clifford estuviera serio mirando al frente con cara de póker, sin mostrar el más mínimo sentimiento, pero también enrojeciendo. Esta vez mi mano no acariciaba, esta vez mi mano estrujaba su sexo con violencia (pero sin forzarlo mucho). Esta vez mi mano era brusca y tomaba esa salchicha cada vez más rígida y la apretaba y manoseaba sin piedad. Bajaba el prepucio y aplastaba la punta con mi palma. Mis uñas hincaban los huevos pero sin llegar a doler, sólo para demostrarle mi poder sobre él.

Cuando llegamos (por suerte el viaje era corto), tanto el mejicano como Mr. Clifford bajaron rojos y ocultando sus sexos duros atrapados en la tira del bañador, tapados con sus camisetas. Yo era toda sonrisas e iba muy acaramelada del brazo de mi marido. José aparcó en el muelle, frente al barco, donde la tripulación ya nos esperaba listos para embarcar y salir a mar abierta.

Javier me ayudó a subir tomándome de la mano, extrañado que el mejicano no me ayudara también, pero es que el mejicano parecía un poco traspuesto. Una vez en cubierta José nos presentó a la tripulación, dos marineros que podían hacer de capitán o marinero y que le cuidaban el barco todo el año. Tenían unos brazos impresionantes y las abdominales de tableta de chocolate, jóvenes y muy muy deseables, pero no era hacia ellos hacia quien debía dirigir yo mis encantos.

En cinco minutos uno de ellos estaba sacando amarras y el otro, en el puente, dirigiendo la maniobra de salida del puerto. A José le dejarían jugar a capitán cuando estuviéramos en mar abierto, pero en un puerto pequeñito como Cadaqués, mejor no jugársela, y menos con tantas embarcaciones alrededor entrando y saliendo, aunque fuéramos a motor y lentos.

Al salir del puerto enfilamos hacia el horizonte y casi ya perdíamos la línea de la costa cuando empezaron las instrucciones de izar las velas, parar motor y navegar libres al viento. Aquí todos ayudaron menos yo, mi papel era otro. Mejor apartarme y no entorpecer. Supieron aprovechar el viento que había y pronto la mayor y una frontal se hinchaban. En realidad el velero no llegaba a los cincuenta metros, ni falta que hacía, pero parece que cincuenta es una medida mítica para José y como yo lo sé, siempre digo que es de cincuenta sin serlo.

Me deshice del vestido ibicenco y me descalcé, Javier lo bajó todo abajo y yo me tumbé en cubierta. Rápidamente, mientras José jugaba al timón, los marineros habían montado en la parte de detrás una amplia mesa y hamacas, donde me indicaron que podía trasladarme. Me tendieron la mano y… debo sincerarme, no resbalé, lo hice para poder tocar esos gloriosos y duros cuerpos musculados mientras iba hacia la parte de atrás. Cuando el velero combó un poco, uno de ellos, sonriente, fue a “ayudar” a José y lo enderezó fácilmente.

Una lona proporcionaba zona de sol y de sombra en las hamacas y pude seguir con mi sesión de sol mientras el resto se turnaban entre las vistas de la costa y mis vistas. Mi bañador no era tan descarado como el del otro día, cubría más allá de los pezones dejando los laterales de mis pechos al descubierto. Y el triángulo de la tanga era bastante mayor, pero no por ello dejaba de marcar perfectamente mi sexo, ya que yo me había ocupado de que encajara perfectamente y dejara mis labios bien insinuados. Estuvimos navegando un buen rato paralelos a la costa, hasta llegar a una cala que no era accesible desde tierra donde nos dimos un chapuzón.

Después del relajante y refrescante baño (rodeados de peces, esa sí que es una sensación increíble) volvimos a subir al bote y yo me tumbé, toda mojada y con el bañador transparentándose, sin secarme, en una de las tumbonas mientras ellos se secaban un poco y pasaban al interior del bote a la sala donde tratarían los negocios.

Otra vez el velero enfiló mar adentro. Sin cobertura de móviles la intimidad de los negocios estaba garantizada. Ese era uno de los usos que daba José al barco. Lo habíamos hablado con Javier, y yo no estaría presente en la reunión, me quedé tomando el sol. Los marineros aprovecharon para un par de acercamientos, ofreciéndome uno una bebida y el otro unas toallas. Mi suave rechazo les convenció que con la rusita no tenían nada que hacer, como así era, y descansé en paz.

En la reunión yo ya sabía lo que estaba pasando. José haría la introducción y daría paso a Javier, que explicaría exactamente las áreas de investigación de las compañías, su potencial y los casos de negocio desarrollados para tres de sus principales líneas. Datos, estudios de mercado, prospecciones… todo para atraer cien millones de dólares de inversión de esos cuatro tipos. Pude notar cuando acababa la exposición y se iniciaba la ronda de preguntas sólo por la tensión que se respiraba. Del fluido y suave inglés de Javier se pasó a cortas y bruscas frases. Por suerte, después de esas cortantes intervenciones venían otra vez las suaves y fluidas explicaciones de Javier. Era como el chocar de las olas contra las rocas y, después, el suave rumor de las olas en alta mar. De nuevo el chocar contra las rocas y otra vez la suave explicación de Javier.

La ronda de preguntas duró bastante rato. Eso podía ser bueno, porque podía querer decir que se interesaban a fondo. Pero también podía querer decir que tenían dudas. Las últimas preguntas ya sólo requerían cortas respuestas de Javier. Más tarde me explicaría Javier que le pedían confirmar datos que ya había dado o que estaban en la presentación, buscaban incongruencias y saber si realmente Javier lo dominaba o sólo era un papagayo que repetía lo que le habían dicho, pero él era capaz de relacionar los datos y dar coherencia al conjunto.

Callaron.

Silencio.

Y entonces vino la parte que le había pedido yo a Javier que introdujera. El último documento que repartió era un borrador de contrato pendiente de firma. En él estaban en blanco la cifra de inversión y el porcentaje de participación. El resto era lo que habían preparado los abogados y contaba ya con la validación inicial de los abogados de los cuatro inversores. Contar lo que estaba previsto, ni Javier ni José presionaron entonces para ninguna firma ni acuerdo concreto. Les dejaron el documento y les dijeron que lo meditaran esa noche, con calma, sin prisas. Que esperaban su respuesta por la mañana, antes de que a medio día salieran para el aeropuerto.

Aquello sorprendió a los cuatro inversores, que venían pensando que todo se cerraría entonces. Cuando salieron Mr. Clifford me miró con su mirada de negocios, depredador, pero esta vez su mirada era escéptica y no sólo devoradora. Algo se le escapaba y no sabía qué. Pero fue el único que lo relacionó conmigo y su mirada iba dirigida a mí al subir a la cubierta posterior.

El resto del paseo no volvió a hablarse de negocios. Bebimos, comimos marisco regado con fresco vino blanco y languidecimos cual lagartos después de comer en una siesta de media hora que nos sentó a todos como una noche entera de sueño. Para despertarnos decidimos tomarnos un baño antes de volver, así que dirigimos de nuevo el barco hacia una cala.

De nuevo centraron su atención en mi (marineros incluidos) mientras saltaba desde cubierta al mar en un perfecto picado. Pero no me siguieron, prefirieron usar la escalerilla y descender suavemente. Javier, José y yo nadábamos, pero el resto parecían boyas tratando de desplazarse. No estaban acostumbrados al mar (de hecho yo tampoco, pero el Volga es muy ancho y a veces cuesta ver la orilla). No podía buscar el roce inocente con ellos, cuando uno no nada seguro jugar a las aguadillas es lo peor que puedes hacer. Pero para que no nos cansásemos tanto, los marineros arrojaron unas planchas de madera que debían ser salvavidas, pero que a ellos les servían para recostarse.

Me dediqué a ir de uno a otro aprovechando para recostarme en sus tablas y charlar un poco con ellos. Con los dos inmensos americanos lo que hice fue aguantarme a sus espaldas, mientras podían notar mis pechos contra ellos. Mis manos recorrían sus muslos mientras hablábamos, pero ellos no dejaban ir las tablas ni que los mataran, así que se quedaron calientes y sin probarme. El mejicano, que tampoco parecía necesitar tabla y después del coche estaba rabioso por catarme, rápidamente dejó que una de sus manos dejara de aferrar la tabla para hacerme un rincón y la puso sobre mi cintura atrayéndome a él. Mi cadera quedó pegada a su entrepierna y le sonreí traviesa mientras su mano pasaba a ocuparse de mi nalga, tocando a gusto y más apretando que acariciando. Yo le llamé perverso y él sólo sonrió. Le dije que yo también podía ser mala y mi manita así lo demostró, volviendo a tomar su sexo mientras sus dedos se atrevían a explorar entre mis nalgas.

-                     Vas a hacer que me corra. – Le mentí en castellano. – Me tienes recaliente desde el auto. Cuando la noté así de dura me mojé toda.

-                     Estás rebuena. – Mientras su mano ya se perdía entre mis muslos buscando mi sexo bajo el bañador. Por suerte el mar no te deja quieta un minuto y continuamente nos separaba y juntaba de nuevo. Como yo tenía donde agarrar me aprovechaba de la ventaja y mi mano hundida buscaba su placer sacudiéndolo, pero él me perdía y tenía que recuperar el terreno perdido, lo que provocó unas risas.

Me giré para darle mis nalgas y eso le dejó boquiabierto. Mirando a Clifford con mi mano aposenté su sexo entre mis muslos y en un par de vaivenes sentí cómo explotaba. Me separé de él dejándole que se arreglara solo y nadé hacia Mr. Clifford y se acabaron mis risas. Sujetándose a la tabla me dejó un espacio que ocuparon mis pechos sobre sus manos, ya que yo le tomé de la cintura.

-                     Prohibido tocarte, tu leche es mía y la tendré esta noche ¿entendido? – Le dije mientras mi otra mano le apretaba la entrepierna con huevos incluidos. Pude ver cómo su mirada se iluminaba y hacía hasta un gesto de dolor, pero no salió sonido alguno de su boca. - ¿Entendido? – Y, de nuevo, su mirada sumisa apareció y mirando mis pechos que reposaban sobre sus manos, me respondió.

-                     Sí, ama.

Me alejé y volví al barco, subiendo por la escalerilla radiante y goteando agua. Naturalmente todos me siguieron y ascendieron tras de mí. Me sequé al sol de la tarde, dejando que contemplaran mi biquini mojado que transparentaba puntiagudos pezones y los labios de mi sexo.

Antes de iniciar las maniobras de vuelta los marineros sacaron fruta, quesos, taquitos de embutido y cosas para picar junto con una mesa preparada con botellas fijadas en los agujeros, sólo después que todo estuviera listo alzaron el ancla y fuimos, a motor, suavemente, recorriendo el camino de vuelta.

Todos nos servimos generosas copas y picamos lo servido. Momentos de revoloteo alrededor de la mesa que aprovechamos para roces e insinuaciones. Mis nalgas fueron sobadas a gusto por todos, ante mi total complacencia, a veces incluso por dos a la vez. El mejicano llegó incluso a insinuar un dedo entre ellas y le miré divertida reprendiéndole mientras mi muslo rozaba su entrepierna.

Cuando se me vertió parte de la copa sobre mis pechos todos sonrieron, pero fui yo la que otorgué el derecho a limpiarme a…:

-                     Mr. Clifford, he sido un poco torpe. Límpieme. – Le ordené ante el asombro de todos. Rápidamente él fue a tomar una servilleta, pero yo le solté con fuerte acento ruso. – Así no, con los labios. – Todos rieron creyendo que era una broma, pero Mr. Clifford vino raudo a chupar la bebida de mis pechos. Yo le tomé la cabeza con la mano y lo aplasté contra ellos mientras le permitía succionarme un pezón ante todos los invitados riendo a carcajadas. – Buen chico. – Y me lo separé, despidiéndole con un azotito en el culete.

Me miró con ojos de odio, pero yo sabía que le había encantado. Pero hacerlo ante el resto era bordear el límite. Así que ahora tomé al mejicano y le hice limpiarme el otro pecho y lamerme el otro pezón sobre el biquini. Los dos americanos no querían ser menos, pero yo les dije que ya estaba limpia, y ellos me persiguieron diciéndome que también tenía bebida en las nalgas.

-                     Oh, ¿sí? – dije apoyándome en la mesa y sacando mis posaderas bien afuera. – Pues ayúdenme, por favor. – Y raudos, los dos se aprestaron a tomar las nalgas con las manos y darles unos tiernos y dulces besos. Yo me los sacudí rápido, pues uno de ellos quería insinuar un dedo entre las nalgas. Y con una risa finalicé la broma para irme con Javier, abrazarlo y pedirle (en inglés) que me limpiara la boca, por favor. Nos comimos la boca mostrando claramente nuestras lenguas, marcando territorio y mostrando que había límites.

Y así fue como volvimos a entrar a puerto, conmigo sentada en el regazo de mi marido mientras reíamos, bebíamos, y mi mano se posaba bajo mis nalgas, acariciando el sexo de mi hombre delante de todos.

PD. Estoy poniéndome al día con los emails, perdonadme, pero ha sido una locura volver de Rusia y encontrarme con el congreso de móviles y… poco a poco iré respondiendo a tod@s.

Besos perversos a tod@s,

Sandra

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