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Amantes de la irrealidad (01)

en Grandes Series

La historia que he de narrar es mágica, y por lo tanto es cierta de mil modos. Sin recato advierto que no está escrita para aquellos que no conciben siquiera la extrema posibilidad de que así sean las cosas, sí no en la tierra, aquí, en el Universo.

Por motivos de espacio he de contar únicamente lo que ocurrió en mi reencarnación número seiscientos cincuenta y dos, y me identificaré bajo el nombre de Lucas, que fue el último de mis nombres como hombre; y me referiré a mi mujer como Armida, que es el último nombre que pronuncié con mi aliento humano.

A mi partida ella escalaba su encarnación trescientas quince, y permanecíamos juntos desde hace doscientas dos reencarnaciones, de las cuales no me arrepiento de ninguna. Su alma, mucho más joven que la mía, encontró en ese que fui un manantial de felicidad.

A lo largo de nuestra gran andanza ella y yo pasamos de ser hombre a mujer muchas veces, en ocasiones ella era él, y yo una ella. Nuestra historia pasó de ser una historia normal a raíz de que emprendimos un viaje espiritual, y sobre todo, una vez que éste pasó a ser de un mero intento de paraíso a un proceso de evolución celeste.

A fin de no escucharme tan sobrio y que mis palabras no pequen de pretenciosas, he de comenzar a contar nuestra historia en un lenguaje más identificado con las cosas mundanas, a fin de que lo mundano no pierda el encanto que guarda. Esta historia es una historia de placer, de un placer distinto al que se acostumbra, y de nacimiento de un ángel.

Antes debo decir que esa boda nuestra, pues así visualizo nuestra relación, como una boda eterna en que balbuceamos la palabra "acepto", misma que duró cientos de años, puede entenderse con sólo escuchar una canción que se llama "Amantes de la irrealidad", de un grupo español que se llamó Crack, aparecido en la época que la humanidad registra como los setentas, cuya letra reza lo siguiente:

"Voy al viento prometer...

A los campos un jardín

Un Edén dónde cambiar...

Bichos por Amor"

"Cielo dice aquel lugar...

Sabe cuánto hay por saber

En tus brazos llévame...

Puro y contra nos"

"Mas si llego antes que Tú... No cansaré de esperar"

"Tú y Yo, seremos siempre así

Amantes ciegos de la irrealidad

Y no hay razón para cambiarlo

Si acaso un poco por sobrevivir"

"Cabalgando entre las nubes has vivido tu

Entrelazando sueños locos siempre he estado yo

Tú y Yo."

Es la canción más bella que he escuchado, y como tal permanecerá, mientras que el sentido de su letra les quedará claro luego de leer esta historia, que puede que hoy, o más tarde, sea la suya propia.

Desde luego antes del despertar espiritual uno se resiste a creer que vive en un sueño, que todo es ficción, y las cosas nos parecen tan reales y entrañables. Cuando vi a Armida por primera vez, todo mi cuerpo hizo una especie de fiesta interior. Sin saber exactamente por qué, mi entrepierna sintió un calor muy agradable, mi columna vertebral y mi sistema nervioso central parecía una bailarina de Hawaii con cientos de manos ondulantes, tenía yo por ese entonces unos dieciséis años, y el flechazo ocurrió en un camión de autotransporte.

Yo iba sentado del lado del pasillo un poco en contra de mi voluntad, pues en realidad prefería las ventanillas. Ya conocía yo cómo funcionaban estos viajes de la colonia en que vivía hasta el centro de la ciudad, que era donde quedaba la escuela de bachilleres en que estudiaba. Era algo así como la dramatización del florecimiento de un infierno que duraba aproximadamente unos cuarenta y cinco minutos. En la ventana estabas a salvo de la tragedia que representaba subir a esos camiones, era como el cielo; el purgatorio vendría a ser el asiento del pasillo mientras que el infierno definitivo era estar parado en la canaleta central del camión y, con suerte, sujeto a algún barrote.

Al principio, la gente subía al transporte medianamente civilizada, caminaban lento, con gentileza, algunos incluso regalaban el lujo de una sonrisa amable, de Hommo Sapiens puro, sujetándose de los barrotes de los asientos o del techo, evitando rozarse entre sí, respetándose de una u otra manera; sin embargo, a medida que avanzaba en el trayecto, se hacía más notorio que la gente sólo subía al camión y nadie bajaba, pues era evidente que todas las personas querían llegar hasta el centro de la ciudad y no bajar en sitios intermedios, mientras que el chofer del autobús era incapaz de resistir la tentación de subir más y más gente para vender más boletos de pasaje. Al chofer le sobrevenía una especie de miopía conforme trepaba más gente a su autobús, pues mientras más gente abordaba la unidad, él decía con mayor volumen en su voz: Todavía caben. Todavía caben. Si el plan salía como Dios quiso, a los diez minutos de haber yo subido al transporte, y luego de unas seis paradas intermedias que además hacían perder mucho tiempo, el camión sería una verdadera lata de sardinas humanas.

Era tiempo de frío, lo que empeoraba aun más las cosas, pues los de la ventanilla, bajo el pretexto del frío, dejaban cerrados los cristales, encerrando el calor humano, el aroma de gente que se había bañado con los jabones más perfumados, más el humor de quienes no se habían bañado en días y no se habían puesto perfume, o se habían puesto un poco y lo mezclaban con el desodorante de moda, el champú de fresa con el pellejo brilloso del tipo que regresaba de alguna borrachera que a veces estaba orinado, y ni qué decir del cabrón que era por naturaleza hediondo y también tenía necesidad de ir al centro dentro del camión, mientras el chofer criminal grita, "Aváncenle, todavía caben", mientras que si alguien deseaba encima de todo aventarse una flatulencia, eso ya sería más bien como un lujo demoníaco, y así, el pasillo pasaba a ser un contenedor de gente que asemejaba un vagón de exterminio nazi.

En ese pasillo infernal se agrupaban hasta cuatro personas en línea, las de los extremos sujetándose de los tubos del techo y los del centro haciendo suertes circenses para sujetarse del inerte techo. Los de los costados que se sujetaban del tubo no podían ser aventados hacia delante, y bajo ese pretexto perdían toda vergüenza de lo que pudiera representar el restregarle el sexo en la cara de quien estuviese sentado en el asiento que daba al pasillo. En ese pasillo atroz es que encontré el amor de mi vida.

Ella estaba apretada entre la maraña humana, y pese a que estaba en medio de una multitud parecida a un apareamiento de boas vertical, yo la encontré brillante, individual, ajena a todo el contexto que la rodeaba. No sé cómo pero podía visualizarla completa. Llevaba una falda de algún colegio, lo suficientemente corta para advertir la blancura de sus muslos, mismos que sólo alcanzaba a notar a lo ancho de unos ocho centímetros, pues como hacía frío, llevaba unas mallas tejidas en color negro que le cubrían enteramente las piernas, y así, entre la malla y el borde de la falda, una escasa franja de ocho centímetros de muslo que dejaban bien claro que bajo toda esa ropa había unas piernas formidables. Su suéter iba abierto por el frente y se alcanzaban ver sus pechos en plena acción de crecer, su rostro era perfectamente agudo, afilado, su labio inferior pequeñito, acompañado de un labio superior carnoso, sus dientes muy blancos se miraban por la ligera abertura que quedaba entre los pétalos de sangre de su boca, aunque parecían algo mancillados con unos aparatos de ortodoncia, su nariz puntiaguda como la de un zorro era la finura final, y encima de todo, enmarcado por un cabello largo y lacio, rubio, un par de ojazos deslumbrantes que se esforzaban por mirar el techo, como si fuera a encontrar una salida de emergencia de aquel muladar, lo que me permitía ver la blancura de sus globos oculares, mientras que ella de tanto mirar el techo parecía a punto de desvanecerse en un desmayo lánguido. Sus cejas estaban algo fruncidas, lo que me permitió conocer sólo un poco de su enorme fuerza, y bastaba bajar la mirada unos ochenta centímetros para ver el por qué de su molestia.

Un tipo que iba enfundado en unos pantalones deportivos le estaba dando una pasadita con la pija en aquellas nalgas, meneándose con la sutileza de un caracol, abstraído del mundo, concentrado en aquellas caderas. En medida que Armida se hacía para un lado, el tipo, sucio en su higiene, se movía también, e incluso le sujetaba discretamente de las nalgas para que no se apartara demasiado, a la vez que le susurraba algo al oído. Nunca indagué que le dijo, pero si noté que a ella le molestaba de verdad. El fulano que le magreaba el culo apoyó mis deseos en tanto que alzó un poco la falda, dejando ver una pantaleta exquisita. Para mi suerte cambié mi mirada del calzón a su cara en el momento justo en que ella le daba un codazo al sujeto y volteaba a verme, y digo para mi suerte porque hubiese sido patético que el tipo la fuese toqueteando y encima yo estuviese admirando sus prendas íntimas.

Aproveché la fijeza de su mirada y en un gesto gentil le ofrecí que se sentara en mi asiento, se lo cedía. Caminó unos breves pasos zafándose de las garras del magreador y, luego de que yo pude salir de mi asiento con gran dificultad, ella pasó a sentarse en mi silla y yo tristemente tomé su lugar delante del mañoso.

Yo, ahora parado, me dedicaba a admirarla y me decía que mi alma había encontrado por fin el manantial de su deseo, y reconocí que me era indistinto gozarla mirándola del suelo hacia arriba, como si fuese el objeto de mi único culto, o bien mirarla de arriba hacia abajo, justo como ahora en que su cara estaría a la altura de mi cintura. Ella sintió mi mirar y alzó ese par de ojos, embrujándome, para luego hacer una mueca con la cara que juro se trató de una sonrisa.

Pero la historia no fue feliz desde el principio. Medité demasiado el cómo posicionarme justo frente a ella para decirle lo que fuere, sin embargo, antes de que pudiera siquiera intentarlo me percaté que el tipo que antes la magreaba a ella parecía no tener mucho inconveniente de festejarse la verga con mis nalgas, al parecer, le brotaba cierta ceguera para distinguir una chica de un chico y su única exigencia era que hubiese algo así como un culo, era lo indispensable para tocar, allegar la verga tiesa en mis nalgas y evitando, con sus manos, que me le fuera, después de todo, el calor que ha de despedir el ano de un hombre o una mujer ha de ser muy similar, un grado o dos de diferencia, qué más le daba al sujeto toquetero. Se acercó a mi oído y dijo en voz muy queda "Putito".

Le planté un codazo y sin aire comencé a jalarlo hacia fuera del camión.

Como si yo fuese Moisés y los demás pasajeros fuesen las obedientes aguas, éstos se abrieron en forma coordinada para que no tuviera obstáculos para sacar al individuo. Mi plan era bajarlo a él y volver a donde estaba Armida, pero la masa de gente me traicionó, y al estar empellando al tipo fuera del camión, un pié anónimo me dio una patada que me dio, con exactitud matemática, en el culo. Fuera del camión, encabronado de perder el autobús en que iba mi amada, me dio por desquitarme del fulano dándole una paliza tan enfermiza que parecía motivada por una lujuria desmedida.

Cuando lo dejé de golpear, tenía un sentimiento tan fuerte en el pecho que me daba la certeza de que la volvería a ver, aunque, si alguien me hubiese anunciado que tardaría cuatro años más para volver a verla, probablemente hubiera seguido pegándole al tocón mínimo un par de días.

Durante ese tiempo me dediqué a identificar los uniformes de las escuelas para dar con ella, tomaba el camión a todas las horas posibles para ver si me la topaba, pues para mi perdición, la idea aproximada de dónde diablos se había trepado ella al camión era una posibilidad muy amplia. Cada día que pasaba era un día menos que dejaba de vivir a su lado. Me daban ganas de entrar va trabajar de chofer en la ruta de camiones con tal de circular todo el día en ellos, y renunciaría al empleo en cuanto la encontrase. Me consolaba pensar que al menos la mujer de mis sueños vivía en la misma ciudad y no en Moscú, Madagascar, Bolivia, Australia. El periodo que los sicólogos llaman "de galanteo", en mí pasó de noche, pues toda mi fantasía se podía resumir en un par de ojos y ocho centímetros de muslo. Qué torpe era al creer que era su carne la que me atraía, siendo que nuestras almas se aguardaban pacientemente, sin embargo la locura era completa.

Lo mismo antisocial que me convertía el estarla buscando todo el tiempo, hizo que me hiciese propenso a adentrarme en una secta gnóstica. Ya se sabe como operan estas agrupaciones, primero invitan a conferencias gratuitas, astrología, karma, reencarnación. Cuando en tus vidas pasadas has tenido trabajo espiritual, lo más probable es que en la vida presente sientas una ansiedad de tipo espiritual muy aguda, puede que incluso tengas flechazos de una que otra facultad rara, la cual si es mal comprendida puede volverte muy extraño. Claro que tu esencia tiene una herencia de quién has sido, mientras que los detalles se disuelven entre encarnación y encarnación. Se pierden los detalles, pero permanece la identidad de quién es tu alma, quién tu pareja, quién tu maestro, quién tu compañero, e inicias tu trabajo del espíritu dónde lo dejaste, más o menos. Esta encarnación a mi me sirvió para advertir lo inútil que es conocer el pasado, el pasado de esta vida o de las otras, pues eres el reflejo del pasado, con puntos y señales, mientras que los detalles sólo sirven para equivocarse más, todo lo que necesitas saber ya lo sabes, está escrito en el alma y recordar los detalles que te hicieron conocedor de quién eres carecen de importancia, pues corres el riesgo de engolosinarte con el hecho de querer entender esto que se llama existir, que si bien no tiene coherencia sí tiene armonía.

Así, sientes la inquietud, pero ello no garantiza que necesariamente des con el grupo de aprendizaje o meditación que más te conviene. En mi caso entré en una de estas sectas. A la distancia resulta increíble que yo creyera que Samael Aun Weor, que era algo así como el nombre artístico de un tal Victor Gómez, era el Avatara de la Era de Acuario, General en jefe de los guerreros de Marte, Logo planetario y no sé que tantas mamadas más. Cosas increíbles. Practiqué de todo, meditación, runas, rituales, yoga.

No tiene mucho objeto citar qué fue de mi vida dentro de esta secta, si acaso lo indispensable que tiene que saberse es que era muy dedicado en todo, y sobre todo en una práctica que es la piedra angular del gnosticismo: La alkimia sexual.

Como ahí lo explican, eyacular es sinónimo de fornicar. Así, una gota de semen adquiere una importancia vital, pues regarla es echar por la borda el trabajo espiritual o iniciático. En esta medida, si controlabas tu sexo a manera de nunca eyacular, despertarías una energía divina que asciende por la columna vertebral, llamada Kundalini, más sin embargo, la eyaculación de una mínima gotita volvería el proceso de magia blanca a magia negra, pues estaría uno en estado de fornicación, y en vez de desarrollar la Kundalini desarrollarías el órgano Kundartiguador, que no es otra cosa que la cola del diablo.

Habrá que imaginar el impacto que este régimen tiene en un joven en plena edad de masturbación. Mi cara no podía ser más larga que después de refregarme la verga y emitir grandes cantidades de leche muy espesa, a suerte de tenerla almacenada ahí por semanas o meses inclusive. Llegué al ridículo de intentar tapar con el dedo el ojillo del pene, a fin de detener el flujo inminente de esperma, y sin embargo nunca lograba detener ese chorro. Desde luego, la empresa era una causa perdida, y nunca desarrollé una verdadera culpa por meneármela alegremente.

Continua...

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