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Diez de mayo con mi tia (5)

en Amor filial

DIEZ DE MAYO CON MI TÍA V

Por un instante reflexioné en todos aquellos besos que había dado a lo largo de mi vida. Recordé aquellos besos que al subestimarlos los perdí para siempre, pensé también en aquellos que a suerte de sobrevalorarlos me los di a mí mismo en labios ajenos. No importaba cuantos besos o de qué tipo hubiera dado o recibido en mi vida; nada de lo que hubiera hecho se asemejaba a lo que estaba viendo y por ver. En mis labios se gestó la inquietud de todos aquellos tipos de beso que no he dado y que se enraizaron en mis comisuras como asunto de vida o muerte; más bien de muerte, cada comisura de mis labios formaron surcos que, como fosas vacías de cementerio, esperaban la llegada de su habitante; cada beso desconocido era, desde ahora, una promesa que merecía, pero de cumplimiento incierto.

Dentro de esa óptica porno y rapaz que tenemos los hombres todo indicaba que, en cuanto mi madre se comenzó a quitar la ropa para mi tía, comenzaría ese carnaval en que los dedos penetran las vaginas, las bocas lamen los coños y las manos empuñan los pechos, pero nada ocurrió así.

En alguna ocasión estaba yo sentado en una cafetería, mi mesa daba justo frente a una ventana de esas que tienen una capa de plástico para evitar que el sol y el calor se filtre al interior, o lo que es lo mismo, las ventanas eran un espejo de una sola cara en la que quienes estuvieran dentro de la cafetería podrían ver a los que pasaban por fuera, mientras que los de afuera no verían a los de adentro. Era muy temprano, la gente pasaba frente al espejo y se miraba de reojo para cerciorarse de su aspecto matinal. Yo permanecía aplastado ahí sin nada más interesante que hacer que divertirme viendo la sutileza con que la gente se coqueteaba a sí misma. Una que otra chica se detenía a mirarse, se acomodaba el cabello, se trazaba la línea de los ojos o se exprimía una espinilla.

La vida caminaba frente a mis narices y nada trascendente parecía suceder, sin embargo, y no sin pena, tuve que admitir que una situación me excitó mucho. Una pareja se detuvo en uno de los pilares de la cafetería, el novio se sentó en una jardinera que daba justo a mi ventana, la novia se le acercó y comenzó a comérselo a besos. Ellos estaban seguros de que nadie se acercaba por la acera, pero sin duda nunca habían entrado a la cafetería, pues de haberlo hecho sabrían cuan expuestos estaban. El asunto es que la chica lo besaba con tanta avidez que yo comencé a pasarme la lengua sobre los labios, en un gesto primitivo de hambre, de antojo profundo, de abierta envidia. Estaba yo ahí, robándome las miradas que la chica le estaba dirigiendo a su novio, absorbiendo su encanto, construyendo en mi mente acertijos acerca de la temperatura de los labios de la chica, adivinanzas del sabor de su saliva, del olor de sus exhalaciones, intentando figurarme la presión que producían aquellos pechos generosos al restregarse en el pecho de su galán.

Me supe ladrón y me sentí a gusto con ello. Los alcances de ese gusto no alcanzaría a medirlos con exactitud, lo cierto es que tuve que reconocer que aquello que me excitaba tenía que ver con la humillación, y esa situación me preocupó al principio para luego derivar en la idea de que sin duda aquello no era tan grave, pues en todo caso se trataba de una humillación tan inevitable y primitiva que ¿Quién podría juzgarla? Mientras el novio pasaba sus manotas por la frágil cintura de la chica y la abrazaba como diciendo "A ésta me la cojo yo, que sepa el mundo que esta nena me abre las piernas cuando yo quiero", yo permanecía viéndolo todo con esos ojos vidriosos que sólo se les ve a los leones jóvenes cuando miran al macho dominante –seguramente su padre- penetrar a su madre y a sus hermanas y a las demás leonas que son madres y hermanas de otros leones.

Era todo tan parecido a como me sentía, y mi sentir parecía resumirse en la siguiente escena: el macho dominante se ha ganado a punta de fuerza y dominio el derecho a preñar a toda la manada, se trepa sobre la leona que me parió y la monta cientos de veces, la muerde en la nuca y la penetra con una duración ridícula pero tan incesantemente que no le da tregua, cada que eyacula ruge mientras mi madre agacha la cabeza con sumisión y alza las nalgas invitándolo a que la penetre otra vez, luego mis hermanas se acercan y se disputan con mi madre el derecho a que mi padre las haga sentir adultas; mi padre las encula a todas, con su verga diminuta prueba el sabor de todos y cada uno de los coños hinchados que se le ofrecen, porque se le ofrecen de alguna manera, se pelean entre sí, todas quieren ser traspasadas, mientras yo, oculto en los matorrales no puedo acercarme porque nada merezco, porque no es mi momento, y mientras mi padre encula a una de mis hermanas yo meneo la cabeza como si espantara moscas, pero en realidad quiero espantar mis deseos de ser yo el que estuviera empalándolas a todas; sé que el macho dominante me mataría sin dudarlo, mis testículos estallan pero nada puedo hacer, sólo observar cómo el derecho de poseer a las hembras pertenece a otro. Esa debilidad me gusta, de momento, pues en ella radica la esperanza de ser un día yo el que arrase con todas las hembras y las preñe deliciosamente; ver a otro haciéndolo entraña la lejana posibilidad de que yo también pueda... algún día.

Esa escena veía, lo que yo llamo mi monólogo del león cachorro, y esa sensación de envidia y esperanza la experimentaría muy vívidamente cada vez que viera a un hombre, cualquier hombre, haciéndole el amor, cualquier amor, a una mujer, cualquier mujer, mientras él disfruta de los favores de la hembra y yo simplemente veo, con las bolas estallándome, agitando la cabeza espantándome mis propias moscas.

A partir de aquel día el vagar por la calle fue para mí un ejercicio del arte de robar, robaba para mí el tacto que la gente se prodigaba entre sí, robaba al vuelo los chistes que un amigo cuenta a otro amigo, robaba timbres de voz, miradas, atención, inquietudes. Aquella escena del ventanal me hizo sinvergüenza, me hizo creer merecer ver todo lo que el mundo me ponía enfrente y conservarlo para mi. Mi mente se distorsionó con aquella visión de los leones, pues a la gente no puedo ya verla como seres independientes, siempre veo el mundo como una inmensa manada, y ello me ha robado la inocencia en mi actuar, pues omnipresente está el morbo. Esa había sido una de las experiencias más arrebatadoras de mi vida, pero estaba por presenciar una escena que desbancaría toda esa tradición, una vivencia que, para mi desgracia, haría estallar mi antigua felicidad de tomar lo que no es mío, dando nacimiento a la esperanza de recibir ya no lo que hay, sino sólo lo que se me regala. No sé si me estoy explicando.

Mi tía había ordenado que me quedara. Mi madre estuvo de acuerdo. Entre las dos rompieron aquel espejo a través del cual yo miraba y robaba la vida. No había más espejo de doble cara, estaba yo invitado a ver, los amantes estaban ahora dispuestos a dejarse ver, a dejarse admirar. Mi madre tomó en sus manos el rostro de mi tía quien al ser asida de aquella manera tan dominante dobló las manos, no fue más aquella mujer fuerte de siempre, su mirada se tornó dulce al instante, su sonrisa pasó de mordaz a adolescente, incluso se sonrojó de estar siendo tomada desde las mandíbulas. La postura corporal de mi tía la colocaba en una posición sumisa y dócil frente a mi madre, quien estaba erguida, con aplomo viril, mirándola de frente como se mira a una posesión muy preciada que a la vez no le importa, mi madre siendo dueña de mi tía.

Mi madre acercó con sus manos el rostro de mi tía en dirección a su boca, pero con una lentitud tan impresionante que entre los labios de una y otra manaban relámpagos que pugnaban rabiosos por la fusión. En cuanto la piel de ambos labios lograron rozarse sucedió como dos imanes que se descubren opuestos y se abalanzaron una sobre otra a comerse de manera salvaje. Los ruidos que hacían me recordó a la manada que imaginaba en mi cabeza, era el sonido de cuando los leones están devorando viva una gacela, así de hambrientas sonaban, así de apasionadas y así de perdidas estaban la una en los labios de la otra, la mirada del león estaba en mi madre, y en mi tía la de la gacela agonizante que, gustosa, se entrega en sacrificio. Yo sólo veía cómo se prestaban la lengua mutuamente.

Mi tía abrazaba con debilidad las caderas de mi mamá, como suplicándole a Dios que hiciera el milagro de aparecerle un pene a mi madre para que la atravesara y la llenara de semen bendito. Mi madre había dejado de sujetar el rostro de mi tía, ahora sus manos estaban en su cuero cabelludo, asiéndole de los cabellos como si quisiera estrellarle la cara en el suelo, pero el suelo eran sus labios divinos. Los puños de mi madre eran como prendedores estridentes que desbarataban los cabellos de mi tía en todas direcciones. El jalón de cabello sin duda que era doloroso, pero mi tía parecía bastante a gusto con aquel maltrato. Mi madre seguía comiéndole la boca a mi tía, justo como si los labios de esta última fueran una hoja jugosa en poder de un voraz saltamontes.

Mi madre separó un poco el rostro de mi tía. Le sopló en los labios a mi tía y estos se abrieron como se abren las flores al contacto de una brisa encantada que las despierta en una madrugada primaveral. Mi madre le dijo viéndola a los ojos:

-Mi putita...

Mi tía cerró los ojos con dulzura. Si lo era, era su putita y estaba a su merced, para que mi madre hiciera con su cuerpecito lo que ella quisiera, y en su parpadeo mi tía elevaba una oración que decía "Haz conmigo lo que tu quieras, pero por favor, nunca dejes de querer hacer algo con mi carne, rómpela, apaléala, bésala, cúrala, rózala, tócala, muérdela, bébetela, huélela, apriétala, libérala, mancíllala, bendícela, humíllala, degústala, magréala, báñala, azótala, perfúmala, márcala, cárgala, tatúala, acéitala, mójala, deslízala, expándela, ensalívala, moldéala, haz con mi carne lo que quieras pero nunca dejes de querer hacerme cosas, toma mi cuerpo, siempre úsalo, siempre gózalo, sácale partido siempre, esta es mi sangre y este es mi cuerpo, cuerpo de la alianza entre tú y yo, yo que sólo estoy viva si tu me utilizas para tu placer".

Yo estaba mudo ante tanta fuerza. No habían hecho más que besarse y sin embargo aquello era más intenso que aquello que mucha gente llama sexo. Estaba yo sorprendido de cómo mi madre tenía esa magia para transformar a mi tía de la mujer madura que era en una muchacha de catorce años bien sumisa y rendida a sus deseos, y la magia de convertirse a sí misma en algo, no digo que muy parecido, sino muy superior a un hombre en virilidad. Ver a mi madre en un plan tan dominante era algo que me estaba volviendo loco. Ya quería yo que me diera ordenes a mi también.

Mi pantalón ostentaba una carpa majestuosa. Con mi mano toqué mi verga, no para frotarla, pues no quería yo romper aquel hechizo, o variarlo con una masturbación, quería que todo ocurriera naturalmente, sencillamente, colocar mi mano sobre mi hinchado pene era darle algún tipo de alivio. Alcé la mirada al techo, y en el espejo se reflejaba el cuerpo de mi tía y mi madre, destilando luces.

Desde un inicio, la lámpara maravillosa, el Proyecto Motsumi, estuvo encendida. He contado ya cómo se veía el aspecto meramente carnal de los besos de mi madre y mi tía, pero nada he dicho de cómo lucía todo a la luz de aquel artefacto mágico que tatuaba en la piel de ambas la historia de su encuentro.

Mi madre estaba sentada a la orilla de la cama con las piernas abiertas mientras mi tía estaba de rodillas sobre la alfombra, recibiendo en su esternón el calorcillo del coño de mi madre. Mi madre besándola agachando la cabeza, mi tía besándola con la cabeza alzada. Ambas desnudas. La mano derecha de mi madre aparecía, ante la luz de la lámpara oscura, con un brillo rojo intenso, del mismo color que la flor que rodeaba el corazón de mi tía. Conforme se besaban, varias oleadas de brillo iluminaban el cuerpo de ambas, parecían un par de jibias en cortejo. Lentamente, beso a beso, en el corazón de mi madre se iba tejiendo una flor idéntica a la de mi tía.

Mi madre dejó de besar en la boca a mi tía y, sin dejarla de sujetar de los cabellos, abrió las piernas para dejar a la vista su oscuro coño y con lentitud desesperante encaminó la cara de mi tía en dirección de aquella selva de vello. Conforme la cara de mi tía era conducida hasta el coño de mi mamá, ambas babeaban, una en su boca, otra en su sexo. El beso era ya inminente. Mi tía se prendió de los labios vaginales de mi madre con la desesperación de un cervatillo que mama leche de la suya. Mi mamá la miraba con poderío, como si tan solo estuviera recibiendo un servicio que se merece, y mi tía, su esclava, lo estaba haciendo lo mejor que podía. El olor de la habitación estaba muy cargado, de detrás de las orejas de mi madre, de sus axilas, del coño de mi tía, de mil fuentes emanaban olores sugerentes que invitaban a penetrar. Yo ya estaba intoxicado solo con el olor, y mareado de observar el ritmo candente de la nuca de mi tía contraerse y, sin poder ver a detalle, imaginaba bien las maravillas que la lengua de mi tía estaba haciendo en las profundidades de mi madre. Mi tía dejaba de chupar de vez en cuando y conducía una de sus tetas a la flor abierta de mi madre, rozaba sus labios con el pezón y hacía la pantomima de querer meterle la teta en el coño, y antes de intentar reírme de tan imposible proeza, caí en cuenta de que esa fantasía de meter el pecho en el coño era un delirio masculino que ellas no tenían. ¿Quién me dijo que mi tía quería meterle la teta entera? No, mi madre quería sentir la tersa piel del pezón de mi tía embarrándose con sus jugos, mientras que mi tía quería sentir en su pezón el beso caliente de los labios internos del sexo de mi madre.

Las manos de mi tía tomando su pecho para hacer esa maniobra me parecían muy excitantes, pues manejaban el seno con tanta suavidad y determinación que hubiese querido estar a su lado y lamerlo, aunque para ello tuviera que probar el sabor de mi propia madre. Mi lengua imaginó el tacto satinado de las tetas de mi tía bañadas con la miel de mi madre, y ese fue el instante en que mi mente aceptó que eso de poseer a mi propia madre era una cuestión de grado, que ciertos actos no serían poseerla y otros sí, y ese demonio se instaló en mi pelvis para difundirle a mi cuerpo entero que no toda mi madre me era prohibida, sino sólo partes de ella. Sentí culpa de pensar así, sentí vergüenza, pero el demonio estaba ahí para hacerme ver que no debería yo ver los inconvenientes que mi madre no viera. Sacudí de mi cabeza esas ideas y le pedí al demonio que se callara, éste guardó silencio, obediente, y se hizo el dormido, se haría el dormido por un tiempo, pero yo bien sabía que regresaría. Miré a las amantes. Ninguna de las dos parecía darse cuenta de mi presencia. Para ellas no estaba.

Luego de un rato mi tía y mi madre se retorcían sobre la cama, justo como dos serpientes que pelean. Los besos en la boca seguían siendo el epicentro de todo. No pude sino advertir que, si bien mi madre besaba con pasión profunda a mi tía, sólo esta última procuraba caricias "de servicio". Es decir, mi madre no le había mamado el coño a mi tía, pero ésta sí a mi madre; mi madre no le había chupado los pies a mi tía, pero esta sí a mi mamá; cada gesto marcaba una tendencia muy clara de que mi mamá era la que se aprovecharía de mi tía, ella la que sacaría partido, ella la que ordena, ella la que somete. Sólo un servicio haría mi madre, y sería por demás asombroso.

Yo pensaba que con todo lo que mi madre le estaba obligando a hacer a mi tía ésta ya no daba más de sí, que su repertorio lésbico sólo alcanzaba para mamar coño, ano, pies, cuello, espalda, boca, sobre todo, y porque contra pronóstico, no parecían interesadas en sacar del cajón las vergas de plástico, lo cual hubiera agregado un poco de variedad. Mi madre tomó de los cabellos a mi tía y le dijo algo al oído. Mi tía puso cara de miedo, pero un miedo deseado. Sonrió con sumisión. Mi madre le dio una nalgada. Se incorporaron en la cama. Mi tía se empinó en cuatro patas, colocó un almohadón entre su cara y el colchón, y quedó así, con las caderas al aire. Mi madre se deslizaba en la habitación con la pesadez de un verdugo que cumple con parsimonia su trabajo. Por fin abrió el cajón de los juguetes y extrajo dos dildos, uno de tamaño regular, de un ancho similar a mi verga, pero de una longitud de unos veinticinco centímetros, y otro de color negro, grueso como la verga de un caballo y casi tan largo como ésta.

Mi madre salió del cuarto y entró una hondonada de viento fresco que me recordó que afuera de la habitación el mundo era un sitio limpio y puro, pero que nos habíamos aislado de aquel mundo. Escuché el ruido del grifo, mi madre lavaba los dildos. Entró con los juguetes en la mano. ¡Dios, que atractiva se veía, su cuerpo, su gracia, su mirada, todo era enajenante! De un cajón extrajo un lubricante bastante líquido y una jeringa. No es que le fuese a poner una inyección a mi tía, y menos aun con esa jeringa tan enorme, de las más grandes que hay, sino que llenó la jeringa con lubricante y comenzó a disparar chisguetes de aceite en el coño de mi tía. Mi tía al contacto con aquellos chorros alzaba el culo hacia arriba. Era como si la estuviera eyaculando un cabrón con mucha presión en su manguera. Esa sensación de pellizco que dan los chorros violentos al chocar con el cuerpo, estaban volviendo loca a mi tía, sobre todo porque tales chorros daban en ese blanco que era su vagina. Las sábanas comenzaron a ser un asco.

Sin mucha delicadeza mi madre comenzó a toquetearle el ano y el coño a mi tía, con movimientos firmes iba distendiendo ambos orificios, siempre con un sesgo de insensibilidad, como si el coño y el ano de mi tía no fuesen sino un par de agujeros donde meter cosas. Mi tía permanecía casi inmóvil con su mejilla encima del almohadón, acaso con su puño arañaba la cama, con su boca mordía la funda de la alohada, y miraba al vacío, probablemente en dirección mía, pero sin verme, estaba perdida, absolutamente drogada con las caricias duras de mi madre, quien para ese entonces le había introducido el dildo pequeño.

Mi mamá tomaba la verga de plástico la metía y sacaba con lentitud, luego aceleraba, luego volvía a la lentitud, y en ese meter y sacar doblaba el juguete hacia los extremos, como si su propósito fuese agrandar y nada más que agrandar el coño de mi tía. Mi madre había permanecido sentada sobre sus piernas, luego extendió su pierna izquierda y la colocó a propósito a la altura de la cara de mi tía, quien interpretó este gesto como una orden de besarle los pies. Mi tía comenzó a comerle el pie a mi madre, dedo por dedo se la comía, mamándole todo el empeine, engulléndole todo el pie hasta donde daba el ancho de su boca, lo tragaba como si se tratara de una verga deforme, extremadamente ancha y con deditos. Esa imagen del pie de mi madre, blanquísimo, con las uñas pintadas con esmalte rojo, aprisionado por ambas manos de mi tía, brillando de saliva, dejándose rodear por los dientes y labios de mi tía, siendo adorado por el rostro sudado de Simone, que desesperada chupaba y chupaba aquel pie, como si de ello dependiera su vida, era una imagen que no puede catalogarse de otra forma sino como una real belleza. Mientras tanto, no cesaba la penetración de la vagina de mi tía.

No me preocupé en lo más mínimo cuando mi madre tomó la enorme verga negra con la intención de clavársela a mi tía en la vagina, pues era obvio que, pese al descomunal tamaño del venudo cilindro, el noble y caliente cuerpo de mi tía podría recibirle con paz y cariño. Así fue, las alas de esa mariposa que era el sexo de mi tía dieron la bienvenida al mástil que lentamente mi madre le clavaba. Los primeros centímetros eran un simple trámite de grosor, y mi inquietud apostaba más bien por preguntas relacionadas acerca de qué tan profundo le clavaría mi madre aquella enorme vergota. Era un instrumento diseñado para satisfacer a dos mujeres a la vez, no para ser introducido en una sola, pues de ocurrir esto la longitud sería suficiente para tocar los pulmones, circunstancia que no era recomendable para nadie. Milímetro a milímetro se encajaba la gruesa verga negra, jalando hacia adentro la piel de las orillas del coño de mi tía que manaba semen propio, por así decirlo. La cara de mi tía era un rostro de esfuerzo y valor, como alguien que sabe que está batiendo sus propias marcas, alguien que rompe sus límites. Centímetro a centímetro se clavaba aquel palo en esa tierra noble que era la carne de mi tía. En ningún momento mi madre hizo maniobras agresivas con aquella verga negra, pues bastante había con que se estuviera abriendo paso por las entrañas de Simone. En la boca de mi tía se dibujaba una sonrisa salvaje, un crujir de dientes, las venas del cuello saltadas, la respiración difícil, pero detrás de esto estaba una expresión que gritaba "Esto me gusta".

Hay mujeres que se prueban a sí mismas. Mi tía era una de ellas. Probablemente mi madre también. El pie de mi madre seguía a la altura del rostro de mi tía, quien lo había olvidado por unos instantes. Mi madre le dio una patadita muy dulce en la mejilla y mi tía recordó que tenía deberes, así que, sin quitar la expresión de logro de su rostro, sin pretender disimular que aquella penetración era muy fuerte aun para ella, comenzó a lamer el arco del pie de mi madre, con desesperación, casi llorando de alegría. Mi madre, no sé si en represalia de tanto descuido, le clavó el pie hasta la garganta. Mi tía quiso toser o algo parecido, en realidad estaba agradeciendo que no se le permitiera la libertad de no adorar aquel pie.

Mi madre sacó la verga negra. Con su puño marcaba el borde de todo lo que había metido en el cuerpo de mi tía. Con agrado vio que le había dejado ir unos veintitrés centímetros, completitos. Mi tía, lejos de cerrar sus piernas al sentir el alivio de sacar de su cuerpo aquella verga, se abrió un poco más. Desde donde yo estaba se apreciaba de maravilla el enorme ovillo que el paso de la verga negra había dejado. Si yo fuese en este instante a penetrar a mi tía, ella apenas me sentiría, así de ancho era el boquete. Mi madre apuntó la jeringa y lanzó un chisguete hasta muy adentro de la vagina de mi tía, la cual se contrajo como una anémona amenazada. Del interior de mi tía manó el lubricante que no alcanzó a alojarse dentro.

Mi madre comenzó a tocar con las yemas de sus dedos el hinchado coño de mi tía, quien al instante había dejado de jadear, si no es que de respirar. Algo esperaba. Mi madre retiró su pie y se hincó detrás de mi tía. Con su mano tocaba las paredes internas de la vagina. Para mi sorpresa, mi madre puso su mano en forma de cono y lentamente comenzó a introducir su mano entera en el cuerpo de mi tía. Mi tía estaba muda. Sus piernas estaban más abiertas que nunca. La mano de mi madre se fue metiendo poco a poco. ¿Qué sentía mi tía? No podría siquiera imaginarlo, lo único cierto es que de su cara no se borraba una sonrisa oscura. Mi tía respiraba violentamente, como si fuera a parir. La mano de mi madre ya se había introducido hasta el antebrazo.

-¡Lucas! ¡Ven!

Solo Dios sabe que temblé de miedo al escuchar la voz de mi madre. Nunca en la vida estaba más deseoso de obedecer sus ordenes. Estaba yo dispuesto a hacer lo que ella me pidiera. Nunca antes se había dirigido a mi con tanta autoridad.

-¿Es esta tu mujer?- Me preguntó, y aunque ambos sabíamos la verdad, es decir, que mi tía era a partir de ese momento mujer de ella más que mía, contesté lo que ella quería oír.

-Si.

-Entonces no la dejes así. Por favor bésala, no seas insensible. Confórtala. Tranquilízala.

Me acerqué, me coloqué a lado de Simone y ella me vio con una mirada de cordero. Había felicidad en su expresión, pero una felicidad que de tan intensa duele. Yo retiré algunos cabellos de su sudado rostro, despejando su frente. Ella, como un pescado que boquea, intentó besar mi mano santa, pero no la alcanzó. Quiso decir algo, pero no pudo, algo que sentía en su interior se lo impedía. Mi madre le estaba tocando todos los sentimientos que su cuerpo encerraba. Comencé a besarla.

Ella me besaba como la más virgen de las vírgenes, con besos pequeños e intensos, tímidos pero profundos. Comenzó a llorar de alegría. Yo le tomé el rostro entre mis manos y comencé a besarle la cara, las mejillas, los ojos, los labios. Ella era definitivamente otra, era la más dulce de sus versiones.

Dicen que a veces los predicamentos unen a los desconocidos: dos que se salvan de morir, aferrados juntos de un árbol mientras la corriente de un río pretende devorarlos; dos que ven estrellarse un auto a dos metros de donde esperan un autobús y uno de ellos abraza al otro temblando de miedo; dos que se quedan atorados en un ascensor durante un sismo y uno de ellos dice "no te preocupes, no vamos a morir"; alguien que sin conocerte te arrastra del fondo del mar a la superficie; o como esto, Simone y yo extraños, ella como nunca la había visto, yo con posibilidades que nunca había mostrado, ella y yo inventándonos en ese instante. El predicamento era que ella recibía una mano que la penetraba suave pero excesivamente, sintiendo dolor pero también gozo, sintiendo su corazón reventar en un himno excesivo, sabiéndose perversa y distinta, confesando su gusto por la dureza y coronándose como entregada a un placer superior y no convencional, ella rindiéndose al uso que su dueña quería darle, ella frágil y desnuda; yo fuera de mí mismo, sintiendo por ella compasión y deseo, recibiendo por conducto de sus labios toda una corriente de placer indescriptible, de un gozo incomprensible para todos aquellos que disfrutan eso que llaman normalidad, recibiendo en su saliva la adrenalina en toda su pureza, uniéndome a ella en el ritmo de su respiración, imitando sus jadeos. El predicamento era ese, yo adorándola mientras ella era presa del depredador, yo cuidándola en su momento más vulnerable, ella como un gato que ofrece el vientre para que le sea acariciado, fácil de matar porque por nada del mundo se alejaría de aquella mano de fuego que le estaba dando existencia, sentido, vida.

Tal vez esa invitación a que la besara fuese un regalo a través del cual mi madre pretendía unirnos a Simone y a mí para siempre, pues sin duda mi mamá sabía que cualquiera que tuviera la suerte de besar a Simone en este momento pasaría automáticamente a serle significativo, que ella se enamoraría de cualquiera que la besara en medio de este trance, que a gracia de este momento nuestras almas se unían para siempre.

Uno diría que el sexo más intenso es aquel que tiene un vaivén frenético, aquel en el que uno puede hacer gala de la propia capacidad aeróbica, sin embargo, esto que estaba pasando me venía a demostrar que el sexo puede ser mucho más estático de lo que uno cree, y no por ello deja de ser fuerte, intenso, profundo. Mi mano sacó la mano del coño de Simone y esta se desplomó sobre la cama, tal como si ella fuese un muñeco de teatro guiñol que es abandonado por la mano que lo anima. Quedó boca abajo, exhausta, respirando muy profundamente. Yo le acariciaba el cabello y la espalda. Ella lloraba, y antes de que yo pudiera preguntarle cualquier cosa ella contestó todas mis preguntas diciendo:

-Siento mucho. Mi corazón va estallar.

Si su corazón iba a estallar yo quería estar besándola mientras eso ocurría. Nos dimos los besos más dulces que existen. Antes de esto ningún beso era beso. Nuestros cuerpos eran mapas celestes que se iluminaban a la luz de la lámpara maravillosa. Mi madre se había ido a bañar. Nos quedamos Simone y yo a solas. Quedó dormida.

Me fui a bañar. Al salir de bañarme mi madre ya tenía un café servido para mí. Me senté frente a ella sin idea de qué decirle. Quise comenzar con algo que consideraba importante.

-¿Ya te diste cuenta que se te formó una flor igual a la de Simone?

-Si. Es lindo. Es lindo que se forme, pero más lindo es sentir todo aquello que hace que se forme. En cualquier caso siento que soy más rica ahora que antes.

-Debe ser...

-Te voy a pedir un favor. Cuando estemos los tres juntos, y entiéndeme que al decir que juntos me refiero a estar juntos haciendo este tipo de cosas, evita pensar en mí como tu madre, en esos momentos solamente soy Delia.

-De acuerdo. Lo intentaré. Pero no lo garantizo. A veces lo más que podré hacer será ser consciente que Delia es mi madre, y viceversa. En cualquier caso no pienso cometer ninguna locura...

-No prometas nada, pues la frontera de la locura es muy sutil.

-¿Quieres a Simone? Es decir, así como yo la quiero.

-No lo sé, Lucas, estoy confundida a ese respecto. Yo creía que no, pero ahora que la vi desnuda e iluminada por ese aparato demoníaco logré descubrir muchas cosas. Verás, nos conocimos hace mucho. En aquel entonces mi energía sexual estaba muy despierta, sobra decir, mi vida era muy activa, tenía yo un cuerpazo que me hacía fácil tener a quien yo quisiera. A mis veinticuatro años era yo un lujo para cualquier hombre. Conocí al hermano de Simone, que tenía fama de buen amante, y su fama era en cierto modo justificada, así que valía la pena seguirle un poco el juego pese a que era un poco despistado y huraño. Por aquel entonces Simone tenía dieciocho años recién cumplidos y era una chica sin mucho futuro, tenía una visión del mundo muy estrecha, su cuerpo no era espectacular, vestía muy mal además. Cuando me conoció me odió, no sé por qué, tal vez porque yo era todo lo que ella hubiera querido ser, una mujer sin complejos, dueña de mí misma, poderosamente atractiva. Un día coincidimos en un café u tuvimos oportunidad de platicar. Ella parecía un león enjaulado. Poco a poco fui domándola, no porque su hermano me simpatizara al grado de querer estar bien con la hermanita chiflada, sino que algo advertía yo en ella, algo en sus ojos me invitaba a buscar algo dentro de ella...

-¿A ti también te pasó? Yo sostengo que la mejor forma de describir los ojos de Simone es diciendo que al mirarlos uno siente como si tuviese un destino pendiente con ella, como si en sus ojos se escondiera un pasado por venir, como si ella hubiese sido parte importante de tu vida pasada y al mirarla de nuevo te reencuentras con tu deber infinito...

-Es una bonita forma de decirlo, Lucas, pero deja te cuento que a partir de esa vez no pudimos separarnos. Bastaron unos cuantos meses para que ella mejorara mucho su manera de vestir, de caminar, de vestir. Necesitaba solamente que alguien tuviera fe en ella, y yo fui ese alguien. Cierta vez, ya al cabo de un tiempo de ser buenas amigas nos tocó dormir juntas en unas vacaciones, la habitación era amplia y estábamos apiladas seis amigas en una misma habitación, que era una de esas que se conocen como junior suite; todas las amigas eran de más edad, 24, 25 años, y sólo ella era más joven; el grupo la aceptó porque yo dije que era mi hermana, y nos tratábamos como tales; pues bien, a nosotras nos tocó la minúscula cama en que se acuesta a los niños. La cama era muy pequeña, nos habíamos asoleado todo el santo día, nuestras pieles almacenaban todavía el calor del sol. No podíamos dormir. El insomnio nos llevó a abrazarnos, y de manera natural comenzamos a amarnos. Esa noche fue maravillosa, de verdad maravillosa. Nos queríamos tanto y no podíamos creer que nos estuviéramos metiendo mano de manera tan desvergonzada. En aquel pequeño cuartito ocurrió la orgía muda más dulce del mundo. Luego de querernos durante horas nos quedamos bien dormidas. Para mí esa noche fue fantástica, y se repitió varias veces más. Nunca hablamos de que entre nosotras existiera algo más que una buena amistad. ¡Éramos hermanas, lo decíamos todo el tiempo y ante todo el mundo! ¿Qué de malo tenía que jugáramos como mejor sabíamos? Yo había terminado con su hermano hacía mucho tiempo, y luego de nuestros encuentros anduve con muchos chicos más. Yo desconocía que para ella aquellas noches habían sido mucho más que simples juegos. Créeme, me sentí terrible en el instante en el que pude ver, gracias a ese aparato maldito, el error que cometí, y no sé cuál es el error, si no desilusionarla a tiempo o haberme quedado con ella y prescindir de los hombres. En cualquier caso dejamos de tratarnos íntimamente.

La última vez que estuve con ella quise hacerle todas las cosas que supuse serían insoportables para cualquiera, con la idea de que ella desistiera de la idea de tener sexo conmigo, la traté más o menos como viste, pero lejos de ahuyentarla, entre jadeos me dijo "quiero que siempre me trates como te de la gana". Lo que no supo fue que mi trato sería no tratarla. Hasta hoy. Es cierto, hemos compartido toda clase de excesos en estos últimos dos años, pero nunca a solas, nunca en una noche en la que lo importante seamos solo nosotras, o fundamentalmente nosotras.

Debí saber que una pista fue cuando me contó los avances del Proyecto Motsumi. Me contó que el científico era básicamente un enfermo que disfrutaba de verla. Ella llegaba a la casa del científico, llegaba siempre a casa de él vestida en traje sastre, siempre con falda, nunca pantalón, siempre de color gris matapasiones; con blusa banca de olanes; con zapatos de tacón pero nada ostentosos, con medias negras; siempre con gafas que la hacían ver muy intelectual, si es que estar miope te vuelve un intelectual, y siempre con el cabello recogido en una cola alta. Me contó que la rutina era siempre mas o menos la misma, llegaba, se saludaban muy formales, el científico le hacía saber los adelantos, ella prestaba atención, y después de ello venía el periodo de prueba de la lámpara. Bajaban a un cuarto, ella comenzaba a desvestirse de la manera más fría y rancia posible, como si acudiera a aquella cita en un plan exclusivamente científico. Según me cuenta tu tía, al científico le volvía loco todo aquello. La forma sin gracia de quitarse la falda, arrancarse la blusa y colgar el saco, todo ello. Ella se desvestía sin gracia, pero debajo de su traje sastre llevaba un sostén de encaje, una pantaleta de encaje, las medias se sujetaban por un breve liguero negro. Todo ello también se lo arrancaba del cuerpo en actitud fría. La lámpara, si te sitúas a lado de ella, te encandila como cualquier otra lámpara, o al menos eso es lo que ella quería hacer sentir al científico. Una vez desnuda, o casi porque nunca que quitaba ni los lentes ni la cola del cabello, el científico encendía la lámpara. El pobre se quedaba impresionado por la sorprendente vida sexual de Simone, y supongo que le ponía muy caliente pensar que la ejecutiva, la dama formal que entraba a su laboratorio, era una vil perra comevergas. El científico, aprovechando la mente maravillosa que Dios le dio, se masturbaba imaginando cada encuentro de tu tía con hombres que la vulneraban de mil maneras. Verla desnuda no era tan estimulante como imaginar que un hombre le propuso metérsela a Simone y que ella dijo gustosa que sí, al científico le gustaba eso, tener frente a sí la puta que todos podían tener, menos él, aunque él la tenía a su manera, la tenía a ella y a todos los hombres y mujeres que se acostaron con ella.

-¿Nunca se acostaron?

-Que yo sepa sólo la primera vez tuvieron un trato físico, después sus citas las tenían en la mente de este genio. La mente, Lucas, es lo que hace diferente a unas personas de otras, sólo en la mente descansa la singularidad de aquellos que quieres, tu mente fabrica las reglas que has de respetar y aquellas que has de romper, tu mente fabrica tu predilección, fabrica tu rechazo. La mente fabrica las situaciones, y de la mano de éstas viene siempre la pasión y la excitación. En la mente se cuece todo. Dime la verdad, ¿No te enciende saber que Simone es tu tía? ¿No es mejor así, metérsela sabiendo ese detalle que ignorándolo? Créeme que no hay hombre o mujer con que me haya acostado con el cual no haya tenido fantasías pensando que es hermano de alguien, hijo o padre de alguien, esposo de alguien. Mi fantasía es vulnerar, por eso no evito a los casados, por eso prefiero a los que no se quitan el anillo, por eso nunca evité que mis novios, por insulsos que fuesen, me presentaran a sus familias.

-Entonces es de familia, yo fantaseo con manadas de leones...

-Hay Lucas, hijo de mi alma, no se si es correcto todo esto que está pasando, pero creo que la verdad es la mejor forma de hacer las cosas.

-¿Para qué me contaste esto del científico?

-Ahora mismo te digo, pero antes contéstame una cosa, ¿Qué sentiste mientras te contaba que el científico disfrutaba ver las huellas de la pasión en la carne de tu Simone y que se masturbaba mientras en su mente científica le decía puta mil veces?

-Celos –contesté de inmediato.

-Exacto. Sentiste celos, no coraje, porque la quieres, y no solo la quieres, sino que la deseas, la quieres para ti, exclusivamente, -Hice una mueca porque a estas alturas no sabía si la frase exclusivamente tenía algún tipo de sentido con mi madre o con mi tía, quienes podían ser de quien ellas quisieran- y eso mismo fue lo que yo sentí cuando ella me contó todo esto. De perdido esto te lo estoy contando yo, pero escuchárselo decir a ella, percibir que no le disgustaba ser el ejemplo de putedad que el científico estaba buscando, ver su perversidad, eso me llenó de furia y de celos. Ahí fue que empecé a dudar de cuál era la verdadera naturaleza de nuestra unión, que para ser amigas ya había durado bastante. Si a eso le agregas lo de la flor, pues todo quedó claro para mi.

Mi madre fue al baño y regresó, y sucedió como si en esa ida al baño hubiese abandonado la magia.

-Mañana vamos a bailar salsa ¿Quieres ir?

-Por supuesto. ¿Es seguro?

-Si... bueno, no sé. Depende de lo que diga Simone, y lo que hable con Lesb...- mi madre supo que había dicho algo que no debía. Yo no la dejé ir.

-¿Con Lesbia? ¿Quién es Lesbia?

-La hija de Simone.

Vaya, era casi padrastro de una chica y ni estaba enterado.

-¿Cómo es?

-Linda. Pero creo que todas esas preguntas se las deberías hacer a tu tía ya que ella quiera compartirte esa parte de su vida.

-Me moriré de curiosidad hasta entonces...

-No creo que tarde mucho. Conociéndola, no tardará en proponernos que nos vayamos a vivir con ella a su casa de Saltillo. No es buen plan porque allá tendríamos que guardar ciertas apariencias, tu serías simplemente mi hijo y Simone tardaría un tiempo en acomodar las cosas para revelar que tú eres su novio.

-¿Y entre tanto?

-Supongo que entre tanto tendrás que rehuir a Lesbia, que es muy engorrosa.

-¿Qué pasará con este departamento?

-No creerás que aquí vive nadie ¿Cierto? Este es el departamento de soltera de tu tía...

-Y al parecer tuyo también.

-Lo que sea. Lo conservaremos.

Nos fuimos al umbral de la puerta de la habitación, mamá y yo nos abrazamos fraternalmente y contemplábamos a Simone, quien dormía como una chiquilla. Simone balbuceó de manera muy tierna y mamá y yo suspiramos ante tanta belleza. Supongo que así suspiran los padres cuando ven durmiendo a sus nenas. En ese instante esa mujercita mancillada era nuestra pequeña hija, y la escena parece cotidiana, con la diferencia que los padres comunes no titubean ante la posibilidad de entrar a la habitación y convertir aquel plácido sueño en una orgía. Mi madre, que seguramente conoce mi mente más de lo que me imagino, me dijo:

-Vámonos, de todas formas ella está soñando con eso que estás imaginando.

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